El nacimiento del Señor
1. 1. Hoy ha brillado para nosotros el día festivo del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo. Día natalicio en que ha nacido el Día. Y hoy precisamente, porque a partir de este día crecen los días. Dos son los nacimientos de nuestro Señor Jesucristo: uno divino, otro humano, y ambos asombrosos; aquél sin mujer que fuera madre, éste sin varón que sea padre. A uno y otro nacimiento puede referirse lo dicho por el profeta Isaías: Su nacimiento, ¿quién lo narrará?1 ¿Quién narrará dignamente a Dios en el acto de engendrar? ¿Quién relatará dignamente el parto de una virgen? Lo primero acaece sin día, lo segundo en un día preciso; ambas cosas por encima de la estimación humana y motivo de gran admiración. Considerad el primer nacimiento: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios2. Palabra, ¿de quién? Del Padre mismo. ¿Qué Palabra? El Hijo mismo. Nunca existió el Padre sin el Hijo, y, a pesar de eso, quien nunca existió sin el Hijo engendró al Hijo. Lo engendró, pero no tuvo comienzo. No tiene comienzo quien fue engendrado sin comienzo y, con todo, es hijo y fue engendrado. Puede decir el hombre: «¿Cómo es engendrado, si no tiene comienzo? Si ha sido engendrado, tiene comienzo; si no tiene comienzo, ¿cómo ha sido engendrado?». El cómo lo ignoro. ¿Preguntas a un hombre cómo ha sido engendrado Dios? Tu pregunta me pone en apuros, pero recurro al profeta: Su nacimiento, ¿quién lo narrará? Acércate conmigo a este nacimiento humano, ven conmigo a este nacimiento en el que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo. Quizá podamos comprender al menos éste; quizá podamos hablar al menos algo de él. En efecto, ¿quién comprenderá esto: quien, existiendo en la forma de Dios, no consideró objeto de rapiña ser igual a Dios?3 ¿Quién podrá comprenderlo? ¿Quién podrá tener pensamientos dignos al respecto? ¿Qué mente se atreverá a escudriñarlo? ¿Qué lengua osará pronunciarlo? ¿Quién tendrá inteligencia para comprenderlo? Por ahora dejémoslo de lado; es demasiado para nosotros. Mas para que no fuera así, se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho a semejanza de los hombres4. ¿Dónde? En la virgen María. Hablemos, pues, algo de ello, si es que podemos. Un ángel hace el anuncio, una virgen lo escucha, cree y concibe. En el alma se hace presente la fe, y en el vientre, Cristo. Ha concebido una virgen; asombraos: una virgen ha dado a luz; asombraos más aún: después del parto permaneció siendo virgen. ¿Quién, pues, narrará este nacimiento?
2. 2. Amadísimos, os diré algo que os va a deleitar. Tres son los estados de vida de los miembros de Cristo en la Iglesia: el conyugal, el de viudez y el virginal. Puesto que estos estados, estas formas de castidad, iban a existir en los miembros santos de Cristo, los tres dieron testimonio a favor de Cristo. El primero es el de la castidad conyugal: cuando concibió la virgen María, había concebido ya también Isabel, la mujer de Zacarías, y llevaba en su seno al pregonero del juez. Fue a su casa santa María, como para saludar a su parienta, y la criatura saltó de gozo en el seno de Isabel5. La criatura saltó de gozo y la madre profetizó. Tienes ahí el testimonio de la castidad conyugal. ¿Dónde está el de la viudez? En Ana. Cuando se leyó el evangelio escuchasteis que había una santa profetisa, viuda, de ochenta y cuatro años, que había vivido siete con su marido, y frecuentaba el templo de Dios, sirviendo al culto día y noche6. También la viuda reconoció a Cristo; vio al pequeño y reconoció al grande. También ella dio testimonio a favor de él. En su persona tienes el estado de viudez. El virginal lo tienes en María. Cada cual elija para sí el que quiera de los tres. Quien desee situarse fuera de ellos opta por no estar entre los miembros de Cristo. No digan las casadas: «Nosotras no pertenecemos a Cristo», pues hubo mujeres santas que tuvieron marido. No se enorgullezcan las vírgenes. En la medida en que son grandes, humíllense en todo7. Se han puesto ante nuestros ojos todos los caminos de salvación. Nadie se salga de ellos. Nadie vaya fuera de su mujer, pero es preferible ir sin mujer. Si buscas la castidad conyugal, tienes a Susana8; si buscas la de la viudez, tienes a Ana; si la virginal, tienes a María.
3. 3. El Señor Jesús quiso ser hombre por nosotros. No os parezca vil la misericordia: es la Sabiduría que yace en la tierra. En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios9. ¡Oh alimento y pan de los ángeles! Tú llenas a los ángeles, tú los sacias sin que sientan hastío; de ti reciben la vida, la sabiduría, la felicidad. ¿Dónde te hallas por mí? En un establo angosto, envuelto en pañales, en un pesebre. ¿Por quién? Quien gobierna los astros toma el pecho; sacia a los ángeles, habla en el seno del Padre y calla en el seno de la madre. Pero, en el momento oportuno, ha de hablar para llenarnos de su evangelio. Por nosotros ha de padecer, por nosotros ha de morir; para dejarnos un ejemplo del premio que nos espera ha de resucitar; ante los ojos de sus discípulos ha de subir al cielo, y del cielo ha de volver para el juicio. Mirad, el que yacía en el pesebre se empequeñeció, pero no desapareció: recibió lo que no era, pero permaneció en lo que era. Ved que tenemos a Cristo convertido en niño; crezcamos con él.
4. 4. Baste esto para vuestra caridad. Como veo que a causa de la festividad han acudido muchos, conviene que os diga lo siguiente. Pronto ha de llegar el día de año nuevo. Todos sois cristianos; gracias a Dios, la ciudad es cristiana. Dos clases de hombres se encuentran aquí; cristianos y judíos. No se haga lo que desagrada a Dios; por el juego llega la maldad, y por las bromas lo que no se puede aprobar. No se constituyan en jueces los hombres, para no caer en manos del verdadero juez. Escuchadme: sois cristianos, sois miembros de Cristo. Considerad lo que sois, pensad a qué precio habéis sido rescatados. Por último, si queréis saber lo que hacéis... lo digo a los que hacen eso. Vosotros a quienes desagradan tales acciones no consideréis injuriosas mis palabras. Van dirigidas a quienes las hacen y se complacen en ello. ¿Queréis saber lo que hacéis y cuánta tristeza nos causáis? ¿Lo hacen, acaso, los judíos? Avergonzaos al menos así, para que no tengan lugar. El día del nacimiento de Juan, hace seis meses, pues seis son los meses de diferencia entre el nacimiento del pregonero y el del juez, debido a una anual superstición pagana, iban los cristianos al mar y allí se bautizaban. Yo estaba ausente; pero, según he averiguado, los sacerdotes, muy motivados por el deseo de salvaguardar la disciplina cristiana, impusieron a algunos una corrección adecuada en conformidad con las normas de la Iglesia. Esto se convirtió en motivo de murmuración para los hombres y algunos dijeron: «¿Era tan difícil habérnoslo indicado? Si se nos hubiese advertido con antelación, no lo habríamos hecho; si los presbíteros nos hubiesen puesto en guardia, no lo habríamos realizado». Ved que el obispo os avisa de antemano; os amonesto, os lo digo con tiempo, os lo ordeno. Escuchad al obispo que os manda, os amonesta, os suplica, os conjura. Os conjuro por el que ha nacido hoy; os conjuro, os obligo; que nadie lo haga. Yo me lavo las manos. Os es mejor oírme cuando os amonesto que experimentar mi mano cuando esté disgustado.