SERMÓN 183

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

Confesar la encarnación de Cristo (1Jn 4,2)

1. La expectación de Vuestra Caridad es el cobro de la deuda contraída por mí. No dudo que tenéis en la memoria la promesa que, confiando en la ayuda del Señor, hice a propósito de la lectura de San Juan. Creo, pues, que nada más escuchar al lector, inmediatamente pensasteis en que yo debía cumplir lo prometido. Al alargarse el sermón anterior, diferí el hablar sobre una gran cuestión, a saber: cómo podía entenderse rectamente lo que dice en su carta el bienaventurado Juan, no el bautista, sino el evangelista: Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en la carne, procede de Dios1. Vemos, en efecto, que muchas herejías confiesan que Cristo ha venido en la carne y, no obstante, no podemos afirmar que procedan de Dios. Niega que Cristo ha venido en la carne Manes. No hay que esforzarse en demostrar ni en persuadiros de que este error no viene de Dios. Confiesan, en cambio, que Cristo ha venido en la carne el arriano, el eunomiano, el sabeliano, el fotiniano. ¿Qué necesidad hay de buscar testigos para dejarlos convictos? ¿Quién puede enumerar tantas calamidades? Entretanto, examinemos las más conocidas. En efecto, muchos nada conocen de las herejías mencionadas, y esa ignorancia es tranquilizadora. Sabemos con toda certeza que el donatista confiesa que Cristo ha venido en la carne y, no obstante, lejos de nosotros considerar este error como venido de Dios. Para hablar de los herejes más recientes, el pelagiano confiesa que Cristo ha venido en la carne; no obstante, en ningún modo este error viene de Dios.

2. Por tanto, amadísimos, dado que no dudamos de la verdad que encierra, estudiemos con atención esta frase: Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en la carne, procede de Dios2. Hay que convencer a los antes mencionados de que no confiesan que Cristo viniese en la carne, pues si les aceptamos esta confesión, tendremos que admitir que vienen de Dios. ¿Cómo alejaros o disuadiros de sus errores o cómo defenderos contra ellos con el escudo de la verdad? Ayúdenos el Señor, pues hasta vuestra expectación es una oración por mí, para convencer a éstos de que no confiesan que Cristo haya venido en la carne.

3. El arriano lo oye y a su vez predica el parto de la Virgen María. ¿Confiesa, entonces, que Cristo ha venido en la carne? No. ¿Cómo lo probamos? Con suma facilidad, si el Señor ayuda vuestras inteligencias. ¿Qué deseamos saber? Si confiesa que Jesucristo ha venido en la carne. ¿Cómo puede confesar que Jesucristo haya venido en la carne quien niega al mismo Cristo? ¿Quién es, en efecto, Cristo? Preguntémoselo al bienaventurado Pedro. Cuando se leyó ahora el Evangelio, oísteis que, habiendo preguntado el mismo Señor Jesucristo quién decían los hombres que era él, el hijo del hombre, los discípulos respondieron presentando las opiniones de la gente: Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas3. Quienes esto decían o dicen no ven en Jesucristo más que a un hombre. Y si no ven en Jesucristo más que a un hombre, con toda certeza no conocen a Jesucristo. En efecto, si sólo es un hombre y nada más, no es Jesucristo. ¿Vosotros, pues, quién decís que soy yo? —les pregunta—. Responde Pedro, uno por todos, porque en todos está la unidad: Tú eres Cristo, el hijo de Dios vivo4.

4. He aquí la confesión verdadera y plena. Debes unir una y otra cosa: lo que Cristo dice de sí y lo que Pedro dice de Cristo. ¿Qué dijo Cristo de sí? ¿Quién dicen los hombres que soy yo, el hijo del hombre?5 ¿Y qué dice Pedro de Cristo? Tú eres Cristo, el hijo de Dios vivo6. Une las dos cosas y así Cristo ha venido en la carne. Cristo afirma de sí lo menor, y Pedro, de Cristo, lo mayor. La humildad habla de la verdad, y la verdad, de la humildad; es decir, la humildad, de la verdad de Dios, y la verdad, de la humildad del hombre. ¿Quién —pregunta— dicen los hombres que soy yo, el hijo del hombre? Os digo lo que me hice por vosotros; di tú, Pedro, quién es quien os hizo. Por tanto, quien confiesa que Cristo ha venido en la carne, automáticamente confiesa que el hijo de Dios ha venido en la carne. Diga ahora el arriano si confiesa que Cristo ha venido en la carne. Si confiesa que el hijo de Dios ha venido en la carne, entonces confiesa que Cristo ha venido en la carne. Si niega que Cristo es hijo de Dios, desconoce a Cristo; confunde a una persona con otra, no habla de la misma. ¿Qué es, pues, el hijo de Dios? Como antes preguntábamos qué era Cristo y escuchamos que era el hijo de Dios, preguntemos qué es el hijo de Dios. He aquí el hijo de Dios: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios; esta estaba en el principio junto a Dios7. En el principio existía la Palabra. ¿Qué estás diciendo, arriano? En el principio —según el Génesis— creó Dios el cielo y la tierra8; tú, en cambio, dices: «En el principio creó Dios a su Palabra». En efecto, dices que la Palabra ha sido hecha, la tienes por una criatura. Así, pues, tú dices: «En el principio creó Dios la Palabra», pero el evangelista dice: En el principio existía la Palabra9. Y por eso Dios hizo al principio el cielo y la tierra, porque existía la Palabra. Todas las cosas fueron hechas por ella10. Afirmas que ha sido hecha; si esto afirmas, niegas que sea hijo.

5. Buscamos, pues, al hijo por naturaleza, no por gracia; al hijo único, al unigénito, no al adoptado. A ese hijo buscamos, tan verdaderamente hijo que, existiendo en la forma de Dios —menciono palabras del Apóstol, pensando en los no instruidos en la fe para que no piensen que son mías—, buscamos a aquel hijo que, existiendo en la forma de Dios —como dice el Apóstol— no juzgó rapiña el ser igual a Dios11. No lo juzgó rapiña, porque lo era por naturaleza. No era rapiña, era naturaleza. No juzgó rapiña el ser igual a Dios. Para él no era rapiña, era naturaleza; desde la eternidad era así, era coeterno a quien lo había engendrado, era igual al Padre; así era. Se anonadó a sí mismo para que confesemos que Jesucristo ha venido en la carne. Se anonadó a sí mismo. ¿Cómo? ¿Dejando de ser lo que era, o asumiendo lo que no era? Continúe hablando el Apóstol; escuchémoslo: Se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo12. De esta manera se anonadó: tomando la forma de siervo sin perder la forma de Dios. Se asoció la forma de siervo sin desprenderse de la forma de Dios. Esto es confesar que Cristo ha venido en la carne. El arriano, al no confesar que es igual al Padre, no le reconoce como hijo; si no le reconoce como hijo, no le reconoce como Cristo; y quien no le reconoce como Cristo, ¿cómo confiesa que Cristo ha venido en la carne?

6. De igual modo se comporta el eunomiano, igual a él, socio suyo, del que no se distingue en mucho. En efecto, se dice que los arrianos confesaron que el hijo era al menos semejante al Padre; aunque no llegaron a declararle igual, al menos le reconocieron semejante; Eunomio, en cambio, ni siquiera semejante. En consecuencia, también este niega a Cristo. Si, en efecto, el verdadero Cristo es igual y semejante al Padre, ciertamente quien le niega la igualdad niega a Cristo, y lo mismo quien le niega la semejanza. Por tanto, quien niega que Cristo es igual y semejante al Padre, niega que Cristo haya venido en la carne. Le pregunto, pues: «¿Ha venido Cristo en la carne?». Responde: «Sí ha venido». Y pensamos que lo confiesa. Le pregunto: «¿Qué Cristo ha venido en la carne: el que es igual al Padre o el que es desigual?». Responde: «El desigual». Entonces dices que ha venido en la carne el que es desigual al Padre: niegas que Cristo ha venido en la carne, porque Cristo es igual al Padre.

7. Escucha al sabeliano. «El hijo es el mismo que el Padre». Esto afirma y así punza y extiende su veneno. «Es el mismo Padre —dice—. Cuando quiere es Hijo, cuando quiere es Padre». Tampoco éste es Cristo. También tú yerras cuando afirmas que este Cristo ha venido en la carne; puesto que ese tal no es Cristo, niegas que Cristo haya venido en la carne.

8. ¿Qué dices tú, Fotino? Esto afirma: «Cristo es solamente hombre, no Dios». «Confiesas la forma de siervo, pero niegas la forma de Dios. Cristo, en la forma de Dios, es igual al Padre, y en la forma de siervo participa de nuestra suerte. También tú niegas que Cristo haya venido en la carne».

9. ¿Qué proclama el donatista? Muchísimos donatistas confiesan referente al Hijo lo mismo que nosotros, a saber: que es igual al Padre y de su misma sustancia; otros, en cambio, reconocen que es de la misma sustancia, pero niegan que sea igual. ¿Qué necesidad tenemos de disputar sobre quiénes niegan que es igual? Si niegan que es igual, niegan que es hijo, y si niegan que es hijo niegan que es Cristo; si niegan que es Cristo, ¿cómo pueden confesar que Cristo vino en la carne?

10. Más sutil es la disputa sobre aquellos que confiesan lo mismo que nosotros: que es el hijo unigénito igual al Padre, de su misma sustancia, coeterno con el eterno y, no obstante, son donatistas. A éstos digámosles: «Vosotros lo confesáis de palabra, pero lo negáis con los hechos». En efecto, hay quien niega con los hechos, pues no todo el que niega algo lo niega de palabra. Ciertamente hay hombres que niegan con los hechos. Interroguemos al Apóstol: Todo —dice— es puro para los puros; mas para los impuros e infieles nada hay puro, sino que sus mentes y conciencia están manchadas. Confiesan, en efecto, conocer a Dios, pero lo niegan con los hechos13. ¿Qué es negar con los hechos? Ensoberbecerse y crear cismas; gloriarse no en Dios14, sino en el hombre. Así se niega a Cristo con los hechos, pues Cristo ama la unidad. Además, ved cómo también ellos niegan a Cristo, para hablar con palabras claras. Nosotros llamamos Cristo a aquél de quien dice Juan el Bautista: El que tiene la esposa, ese es el esposo15. ¡Buen matrimonio! ¡Santas nupcias! Cristo es el esposo, la Iglesia la esposa. Por el esposo conocemos a la esposa. Que nos diga el esposo qué esposa tiene; díganoslo, no sea que erremos e, invitados al banquete de bodas, enturbiemos el santo matrimonio; díganoslo; muéstrese antes el mismo esposo.

11. Después de su resurrección, dice a los discípulos: ¿No sabíais que convenía que se cumpliera todo cuanto está escrito en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos de mí? Entonces —continúa diciendo el evangelista— entonces les abrió la inteligencia para que comprendieran las Escrituras y les dijo: Así, convenía que Cristo padeciera y resucitara de los muertos al tercer día16. He aquí al esposo, al que confesó Pedro, es decir, el hijo del Dios vivo; convenía que padeciese y resucitara al tercer día. Se había realizado ya, lo veían cumplido, tenían la cabeza y buscaban el cuerpo. ¿Cuál es la cabeza? El mismo Cristo: padeció, resucitó al tercer día, es la cabeza de la Iglesia. ¿Cuál es el cuerpo? La misma Iglesia. Por tanto, los discípulos veían la cabeza, pero no el cuerpo. Muéstreles la cabeza el cuerpo a quienes no lo ven. Dinos, Señor Jesús; dinos, esposo santo; instrúyenos acerca de tu cuerpo17, de tu esposa18, de tu amada19, de tu paloma20, a la que diste tu sangre por dote21, di: Convenía que Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día. He aquí el esposo; habla también de la esposa, escribe las tablillas de tu matrimonio. Escuchad lo que dice de la esposa: Y se predicase —dice—. Pues así sigue: Convenía que Cristo padeciese y resucitase de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicase el arrepentimiento y el perdón en todos los pueblos. ¿Dónde te escondes? En todos los pueblos, comenzando por Jerusalén22. Así se cumplió. Hemos leído la promesa y estamos viendo la realidad. Esta es mi luz; ¿dónde está tu oscuridad? Así, pues, Cristo es el esposo de esta Iglesia que se predica en todos los pueblos y que pulula y crece hasta los confines de la tierra, comenzando por Jerusalén: de esta Iglesia es esposo Cristo. «Tú, ¿qué dices? ¿De qué Iglesia es esposo Cristo? ¿Del partido de Donato? De esa no es él el esposo, no es él. ¡Hombre bueno!, no es él; mejor, ¡hombre malo!, no es él. Hemos venido a un matrimonio, leamos las tablillas y no discutamos. Si tú, pues, dices que Cristo es el esposo de la Iglesia constituida por el partido de Donato, yo leo las tablillas y encuentro que Cristo es el esposo de la Iglesia extendida por todo el orbe de la tierra. Si dices: «Es ese», y en realidad no lo es, niegas que Cristo haya venido en la carne.

12. Nos quedan los pelagianos, no de entre todas las herejías, sino de aquellas que mencioné hace poco. Ya entonces dije: «¿Quién puede enumerar tantas calamidades?». ¿Qué dices tú, pelagiano? Escuchad lo que dice. Da la impresión de que confiesa que ha venido en la carne, pero después de un examen se descubre que lo niega. Cristo, en efecto, ha venido en la carne, en la semejanza de la carne de pecado, no en la carne de pecado. Son palabras del Apóstol: Envió Dios a su hijo en una carne semejante a la del pecado23. No en semejanza de carne, como si su carne no fuera carne, sino en una carne semejante a la del pecado, porque era carne, pero no carne de pecado. Pero este Pelagio intenta igualar la carne de todo niño con la carne de Cristo. No es igual, amadísimos. No se haría tanta insistencia en la semejanza de la carne de pecado en Cristo si la restante, en su totalidad, no fuese carne de pecado. ¿De qué te sirve, pues, afirmar que Cristo ha venido en la carne, si quieres equipararle con la carne de todos los niños? También a ti te digo lo que a los donatistas: «No es él». He aquí que estoy viendo que la Iglesia da testimonio de que es madre con sus mismos pechos. Corren las madres con sus hijos pequeños, los presentan al Salvador para que los salve, no a Pelagio para que los condene. Cualquier mujer que es madre, llena de amor materno, corre con su hijo pequeño y dice: «Bautícesele para que se salve». Pelagio replica: «Salvar, ¿qué? Nada tiene que deba ser salvado, no tiene ningún vicio, nada heredó del germen de la condenación». Si es igual que Cristo, ¿por qué busca a Cristo? Advierte que te digo: «El esposo, el hijo de Dios que ha venido en la carne, es salvador de los mayores y de los pequeños, de los grandes y de los recién nacidos, y ese es Cristo; tú, en cambio, afirmas que Cristo es salvador de los grandes, no de los pequeños: No es él. Si no es él, también tú niegas que Cristo haya venido en la carne».

13. Y si pasamos revista a todas las herejías, hallaremos que todas niegan que Cristo haya en la carne. Todos los herejes lo niegan. ¿Por qué os extrañáis de que los paganos nieguen que Cristo haya venido en la carne? ¿Por qué os extrañáis de que los judíos nieguen que Cristo haya venido en la carne? ¿De qué os extrañáis si los maniqueos niegan abiertamente que Cristo haya venido en la carne? Pero digo a vuestra caridad: también los malos católicos confiesan, todos, de palabra que Cristo ha venido en la carne, pero lo niegan con los hechos. No estéis, pues, como seguros por vuestra fe; añadid a vuestra fe recta una vida recta, para confesar que Cristo ha venido en la carne de palabra, afirmando la verdad, y de obra, viviendo bien. Pues si lo confesáis de palabra y lo negáis con los hechos, esa fe, de gente mala, está cercana a la de los demonios. Escuchadme, amadísimos, escuchadme, no sea que este sudor mío sea cargo contra vosotros; escuchadme. El apóstol Santiago, hablando de la fe y las obras contra quienes creían que les bastaba la fe y no querían tener buenas obras, dice: Tú crees que hay un solo Dios; haces bien; también los demonios lo creen y tiemblan24. ¿Acaso serán liberados los demonios del fuego eterno porque creen, pero tiemblan? Y ahora considerad que lo que oísteis en el Evangelio, lo que dice Pedro: Tú eres Cristo, el hijo de Dios vivo25, eso mismo dijeron los demonios: Sabemos quién eres, el hijo de Dios26. Leed los evangelios y lo encontraréis. Pero mientras Pedro es alabado, el demonio es reprendido. Palabras idénticas, pero hechos diversos. ¿En qué se distinguen estas dos confesiones? Se alaba el amor, se condena el temor. Si los demonios decían: Tú eres el hijo de Dios, no era por amor; se lo dictaba el temor, no el amor. Además, al confesarlo, decían ellos: ¿Qué tenemos que ver nosotros contigo?27 Pedro, en cambio, dijo: Estoy contigo hasta la muerte28.

14. Pero, hermanos míos, ¿de dónde le vino a Pedro, de dónde le vino el decir con amor: Tú eres Cristo, el hijo de Dios vivo29? ¿De dónde le vino? ¿De sí mismo? De ninguna manera. Gracias a Dios que el mismo capítulo del Evangelio nos muestra una y otra cosa: lo que Pedro recibió de Dios y lo que era de su cosecha. Allí tienes ambas cosas; léelo, nada hay que debas esperar oír de mí. Recuerdo el Evangelio: Tú eres Cristo, el hijo del Dios vivo. Y el Señor le responde: Dichoso eres, Simón, hijo de Jonás. ¿Por qué? ¿Dichoso por ti mismo? No, sino porque no te lo ha revelado la carne ni la sangre: pues esto eres tú. No te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre, que está en los cielos30. Y continúa diciendo otras cosas que sería largo referir. Poco después, el Señor, en aquel mismo lugar, después de esas palabras con las que aprobaba la fe de Pedro y mostraba que esa fe era la roca, comenzó a manifestar a sus discípulos que era conveniente que él subiera a Jerusalén, para sufrir mucho, ser reprobado por los ancianos, los escribas y los sacerdotes, ser matado y al tercer día resucitar. Entonces Pedro, abandonado a sus fuerzas, se asustó y sintió horror ante la muerte de Cristo; el enfermo se asustó ante su medicina. Lejos de ti eso, Señor —dijo—; ten piedad de ti mismo; que tal cosa no suceda31. ¿Y dónde queda aquello: Tengo poder para entregar mi alma y poder para tomarla de nuevo32? ¿Lo has olvidado, Pedro? ¿Has olvidado que nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos33? Ya lo has olvidado. Aquel olvido procedía de él; el temblor, el horror y el temor ante la muerte, todo procedía de Pedro; mejor, de Simón, no de Pedro. Y el Señor le replica: Échate atrás, Satanás34. Dichoso eres, Simón, hijo de Jonás: Échate atrás, satanás. Dichoso eres, Simón, hijo de Jonás, mas por don de Dios; échate atrás, satanás: ¿de dónde trae su origen esto? Considerad la causa de su dicha; ya la he mencionado: Porque no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre, que está en los cielos. ¿A qué se debe que sea Satanás? Dígalo el Señor: Porque no piensas como Dios, sino como los hombres35.

15. Poned vuestra esperanza en el Señor y unid las buenas obras con la recta fe. Confesad con la fe y con una vida santa que Cristo ha venido en la carne; considerad que una y otra cosa la habéis recibido de Dios y esperad que él os las aumente y perfeccione. Pues maldito es el hombre que pone su esperanza en el hombre36. Y buena cosa es para el hombre el que quien se gloríe, se gloríe en el Señor37.

Vueltos al Señor Dios Padre omnipotente, con puro corazón y en la medida de nuestra pequeñez, démosle las más sinceras gracias, suplicando con toda nuestra alma a su singular mansedumbre que en su bondad se digne escuchar nuestras preces, que aleje con su poder de todos nuestros actos y pensamientos al enemigo, que nos multiplique la fe, gobierne nuestra mente, nos conceda pensamientos espirituales y nos conduzca a su bienaventuranza, por Jesucristo su hijo. Amén.