Cómo ayudar a los difuntos (1Ts 4,13)
1. El Apóstol nos exhorta a no entristecernos por nuestros seres queridos que duermen, o sea, que han muerto, como hacen los que no tienen esperanza, es decir, esperanza de la resurrección e incorrupción eterna1. En efecto, también la costumbre de la Escritura los denomina con toda verdad durmientes, para que al escuchar este término no perdamos en absoluto la esperanza de que han de volver al estado de vigilia. Por ello se canta también en el salmo: ¿Acaso el que duerme no volverá a levantarse?2 Los muertos, pues, producen tristeza, en cierto modo natural, en aquellos que los aman. El pánico a la muerte no proviene, en efecto, de la sugestión, sino de la naturaleza. Ni la muerte habría sobrevenido al hombre si no hubiese existido antes la culpa que originó la pena. En consecuencia, si hasta los animales, que han sido creados para morir cada uno a su debido tiempo, huyen de la muerte y aman la vida, ¡cuánto más el hombre, que había sido creado de forma que si hubiera querido vivir sin pecado hubiera vivido sin término! Dé aquí surge la necesidad de estar tristes cuando, al morir, nos abandonan aquellos a los que amamos, pues aunque sabemos que no nos abandonan para siempre a los que quedamos aquí, sino que nos preceden por algún tiempo a quienes hemos de seguirles, sin embargo, la misma muerte de la que huye la naturaleza, cuando se adueña del ser amado, contrista en nosotros el afecto que origina la amistad misma. Por eso no nos exhortó el Apóstol a no entristecernos, sino a no hacerlo como los demás que no tienen esperanza3. En la muerte de los nuestros, pues, nos entristecemos ante la necesidad de perderlos, pero con la esperanza de recuperarlos. Nos angustia lo primero, nos consuela lo segundo; allí nos abate la debilidad, aquí nos levanta la fe; de aquello se duele la condición humana, de esto nos sana la promesa divina.
2. Por tanto, las pompas fúnebres, los cortejos funerarios, la suntuosa diligencia frente a la sepultura, la lujosa construcción de los mausoleos significan un cierto consuelo para los vivos, nunca una ayuda para los muertos. En cambio, no se puede dudar de que se les ayuda con las oraciones de la santa Iglesia, con el sacrificio salvador y con las limosnas que se otorgan en favor de sus almas, para que el Señor los trate con más misericordia que la merecida por sus pecados. Esta costumbre, transmitida por los padres, la observa la Iglesia entera por aquellos que murieron en la comunión del cuerpo y sangre de Cristo y de modo que, al mencionar sus nombres en el momento oportuno del sacrificio eucarístico, ora y recuerda también que se ofrece por ellos. Si estas obras de misericordia se celebran como recomendación por ellos, ¿quién dudará de que han de serles útiles a aquellos por quienes se presentan súplicas ante Dios en ningún modo inútiles? No ha de quedar la menor duda de que todas esas cosas son de provecho para los difuntos, pero sólo para quienes vivieron antes de su muerte de forma tal que puedan serles útiles después de ella. Pues quienes emigraron de sus cuerpos sin la fe que actúa por la caridad4 y sin los sacramentos de esa fe, en vano cumplen los suyos con los deberes de la piedad, de cuya prenda carecieron mientras vivían aquí, o porque no recibieron o recibieron en vano la gracia de Dios5 y atesoraron para sí su ira6 y no su misericordia. Cuando los suyos realizan alguna acción buena por ellos, no por eso adquieren nuevos méritos los difuntos, pero se les otorgan estos, como consecuencia de los propios de antes. En efecto, solamente en esta vida existe la posibilidad de obrar de manera que estas cosas les sean de alguna ayuda una vez que hayan dejado de existir. Y, por tanto, al llegar al término de esta vida, nadie podrá tener después más que lo merecido durante ella.
3. Permítase, pues, a los corazones llenos de afecto familiar contristarse, con dolor curable, por la muerte de sus seres queridos; derramen por su condición mortal lágrimas para las que hay consuelo, pronto reprimidas por el gozo de la fe por la que creemos que, cuando mueren, los fieles se separan de nosotros por poco tiempo y que pasan a vida mejor. Consuélenles también las atenciones de los hermanos, tanto las dispensadas a los cadáveres, como las concedidas a los que manifiestan su dolor, para que no aparezca justificada la queja de quienes dicen: Esperé que alguien se apenara conmigo y no lo hubo; esperé a quien me consolase y no lo hallé7. En la medida de nuestras fuerzas, que no nos falle la preocupación por dar sepultura a los muertos y construirles sepulcros, pues la Sagrada Escritura cuenta estas cosas entre las buenas obras; y no sólo en relación con los cuerpos de los patriarcas y demás santos8, sino igualmente con los cadáveres de cualquier hombre muerto9; en efecto, también fueron celebrados y alabados quienes lo hicieron con el cuerpo del mismo Señor10. Cumplan los hombres con los últimos deberes para con los suyos, lenitivo para su dolor humano. Quienes aman no sólo carnal, sino también espiritualmente a sus muertos, en la carne, no en el espíritu, apliquen por ellos con mayor devoción, mayor esfuerzo y frecuencia, cuantas cosas ayudan a las almas de los difuntos, a saber: ofrendas, oraciones y limosnas.