La caridad (1Co 12, 31ss)
1. Buena cosa es hablar de la caridad a quienes la aman; gracias a ella se ama rectamente cualquier cosa que se ame. Según el Apóstol, en la caridad se halla el camino más excelente. Acabamos de oírlo cuando se leyó: Os presento —dice— un camino más excelente1. A continuación enumeró multitud de dones, extraordinarios ciertamente, que no han de ser tenidos en poco; al mismo tiempo dijo que, sin embargo, de nada servirán a los hombres que no tengan caridad. Entre tales dones mencionó el hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles, el poseer en plenitud la profecía, la ciencia y la fe hasta el punto de trasladar montes; el distribuir los propios bienes a los pobres y entregar el propio cuerpo a las llamas2. Dones todos grandiosos y divinos, pero solamente si están fundados sobre el cimiento de la caridad y brotan de la raíz del amor. No me atrevería a decir que no pocos de estos dones los tuvieron muchos hombres privados de la caridad, si no nos lo probasen ejemplos, no de cualesquiera hombres y sacados de cualquier parte, sino tomados de las mismas Sagradas Escrituras, ejemplos que indican que quien no tiene fe no puede tener caridad. Pero de entre los principales que fueron mencionados, destacan por su grandeza, ya el don de profecía, ya el de la fe. ¿Qué decir, pues, de los demás? Si de nada sirve tener el don de profecía si no se posee la caridad, y aunque tenga fe nadie puede llegar al reino de Dios si carece de la caridad, ¿para qué hablar de los restantes dones? El mismo hablar lenguas, ¿qué es en comparación con el don de profecía y el de la fe? Y el distribuir los propios bienes a los pobres, ¿qué significa en comparación con la profecía? ¿Y el entregar el propio cuerpo a las llamas? Con frecuencia hace esto gente temeraria que se arroja al fuego. Por lo tanto, aquellos dos son los grandes y los que realmente han de causarnos admiración en el caso de poder encontrar que algún hombre tiene el don de profecía y no tiene la caridad, o tiene la fe, pero carece de la caridad.
2. El libro de los Reyes nos presenta un ejemplo referido a la profecía3. Saúl perseguía al santo David. En el momento de la persecución, habiendo enviado satélites que le secuestrasen para aplicarle el castigo, quienes habían sido enviados para conducir a David a la muerte, le encontraron en medio de profetas entre los que estaba también el santo Samuel, hijo de la estéril Ana, quien había pedido al Señor su concepción, de él la había obtenido y una vez nacido lo había entregado al Señor4. Así, pues, Samuel vivió en la misma época que David, siendo aquél el más destacado de los profetas y por él fue ungido David. De esta manera, cuando se vio perseguido por Saúl, se refugió junto a Samuel, como ahora, por ejemplo, si alguno sufre persecución fuera, se refugia en la iglesia. Huyó, pues, a un lugar donde no sólo estaba Samuel, el más destacado de todos los profetas, sino también otros muchos. Cuando se hallaban profetizando, llegaron los enviados por Saúl para conducir a David a la muerte, como dije antes. Irrumpió sobre ellos el Espíritu de Dios y comenzaron a profetizar los mismos que habían venido a conducir a la muerte al hombre de Dios santo y justo y a sacarlo de en medio de los profetas; repletos inesperadamente del Espíritu de Dios, se convirtieron en profetas. Quizá haya que pensar en la inocencia de éstos, pues no habían venido a secuestrarlo por su propia voluntad, sino enviados por su rey. Y quizá habían venido al mismo lugar en que se hallaba David, mas no para hacer lo que les había ordenado Saúl; quizá ellos mismos iban a quedarse allí, pues cosas como estas suceden también hoy. No faltan casos en que la autoridad superior envía a algún subalterno a sacar a un hombre de la iglesia; éste no se atreve a actuar contra Dios y, para no ir a dar él mismo en la muerte, se queda en el mismo lugar adonde había sido enviado para sacar al otro. Así, pues, alguno, lleno de admiración, podría decir que aquellos se convirtieron improvisadamente en profetas porque eran inocentes: la misma profecía era el testimonio de su inocencia. Vinieron porque habían sido enviados, pero sin la intención de hacer lo que les había ordenado aquella mala persona. Podemos creerlo respecto a estas personas. Fueron enviados otros; también sobre ellos irrumpió el Espíritu de Dios y comenzaron a profetizar. También en este caso podemos atribuirlo a su inocencia. Por tercera vez fueron enviados otros y les sucedió lo mismo. Demos por hecho que todos eran inocentes. Como tardaban y no se cumplía lo que Saúl había ordenado, vino también él. ¿Acaso era él también inocente? ¿Por ventura también él fue enviado por otra autoridad y no pervertido en su propia voluntad? También sobre él irrumpió el Espíritu de Dios y comenzó a profetizar. Ved a Saúl profetizando; tiene el don de la profecía, pero no la caridad. Se transformó en cierta manera en vaso que el Espíritu tocó, pero no purificó.
3. En efecto, el Espíritu de Dios toca algunos corazones para que profeticen, pero no los purifica. ¿Acaso se mancha el mismo Espíritu si los toca, pero no los limpia? Es propio de la sustancia divina tocar todo y no mancharse en lugar alguno. Y no os extrañéis de ello si esta misma luz que se derrama desde el cielo, toca cuanto de sórdido hay difundido por doquier y en ningún lugar se oscurece a causa de esa sordidez. Y no sólo esa que proviene del cielo, sino incluso la que se derrama de una lámpara toca todo a dondequiera que lleves la luz; y tal vez si uno pasa por una cloaca y toca, se mancha; si, en cambio, lleva una lámpara, el resplandor pasa por encima de todo, sin contraer mancha en lugar alguno. Si Dios pudo otorgar esta facultad a las luces corporales, ¿podrá mancharse en lugar alguno la luz verdadera, eterna e inconmutable? ¿O puede faltar de algún lugar la luz de Dios, de la que se dijo: Toca todas las cosas con fortaleza de un extremo a otro y las dispone con suavidad?5 Toca, pues, lo que quiere y purifica lo que quiere; no purifica cualquier cosa que haya tocado, sino que a lo que ha purificado lo toca. Así, pues, el Espíritu de Dios no purificó al perseguido Saúl, no obstante que lo tocó para que profetizase. Caifás, el príncipe de los sacerdotes, era perseguidor de Jesús, y, no obstante eso, habló proféticamente cuando dijo: Conviene que muera un solo hombre y no que perezca todo el pueblo6. A continuación el evangelista explicó la profecía con estas palabras: Mas esto o lo dijo por sí mismo, sino que, como era pontífice, profetizó7. Profetizó Caifás, profetizó Saúl: tenían el don de la profecía, pero no la caridad. ¿Acaso tuvo la caridad Caifás que perseguía al Hijo de Dios, que nos trajo la caridad? ¿Por ventura tenía caridad Saúl, que, envidioso además de ingrato, perseguía a aquel cuya mano le había librado de los enemigos? Hemos probado, pues, que puede encontrarse en alguno la profecía sin la caridad. Pero a éstos la profecía no puede serles de provecho, según lo dicho por el Apóstol: Si no tengo caridad, nada soy8. No dice: «Nada es la profecía» o «nada es la fe», sino: «Nada soy yo, si no tengo caridad». A pesar de tener grandes dones, no es nada; esos mismos grandes dones que tiene no le sirven de ayuda, sino que le llevan a la condena. No es gran cosa tener grandes dones, sino el utilizarlos bien; pero no vive bien quien no tiene caridad. En efecto, sólo la buena voluntad se sirve bien de cualquier cosa; pero no puede haber buena voluntad donde falta la caridad.
4. ¿Qué decir de la fe? ¿Podemos hallar alguien que tenga la fe y no la caridad? Muchos hay que creen y no aman. Y no se trata de contar los hombres; sabemos que los demonios creyeron lo que creemos y no aman lo que amamos. En efecto, recriminando el apóstol Santiago a aquellos que pensaban que les bastaba con creer y no querían vivir santamente, cosa que no es posible si no hay caridad —pues la vida santa pertenece a la caridad y nadie que tenga caridad puede vivir malvada—mente, puesto que el vivir santamente no es otra cosa que sentirse llenos de la caridad—; como algunos se jactaban de que creían en Dios y no querían vivir santamente y de forma adecuada a la fe que habían recibido, los comparó a los demonios con estas palabras: Tú —escribe— dices que no hay más que un Dios. Crees lo recto, pero también los demonios creen, y tiemblan9. En consecuencia, si sólo crees y no amas, eso te es común con los demonios. Pedro dijo: Tú eres el Hijo de Dios y se le respondió: Dichoso eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos10. En los evangelios hallamos que también los demonios dijeron: ¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Hijo de Dios?11 Le proclaman Hijo de Dios los apóstoles y también los demonios; la confesión parece igual, pero el amor es desigual. Los primeros creen y aman; los segundos creen y temen. El amor está a la espera del premio, el temor, del castigo. Hemos descubierto, pues, que alguien puede tener fe sin tener caridad. Que nadie, por lo tanto, se jacte por cualquier don de la Iglesia, si tal vez sobresale en ella por algún don que le ha sido concedido; vea si posee la caridad. El mismo apóstol Pablo habló y enumeró muchos dones de Dios presentes en los miembros de Cristo que constituyen la Iglesia, diciendo que a cada miembro se le han concedido los dones adecuados y que no puede darse que todos tengan el mismo don. Pero ninguno quedará sin su don: Apóstoles —dice—, profetas, doctores, intérpretes, habladores de lenguas, poseedores del poder de curación, de auxilio, de gobierno, distintas clases de lenguas12. De éstos se habló, pero vemos otros muchos en otras distintas personas. Que nadie, pues, se apene porque no se le ha concedido lo que se ve que se concedió a otro: tenga la caridad, no sienta envidia de quien posee el don y poseerá con quien lo tiene lo que él personalmente no tiene. En efecto, cualquier cosa que posea mi hermano, si no siento envidia por ello y lo amo, es mío. No lo tengo personalmente, pero lo tengo en él; no sería mío si no formásemos un solo cuerpo bajo una misma cabeza.
5. Sí, por ejemplo, la mano izquierda tiene un anillo y no la derecha, ¿acaso está ésta sin adorno? Mira las dos manos y verás que una lo tiene y la otra no; mira el conjunto del cuerpo al que se unen ambas manos y advierte que la que no tiene adorno lo tiene en aquella que lo tiene. Los ojos ven por donde ha de irse, los pies van por donde los ojos ven; ni los pies pueden ver, ni los ojos caminar. Pero el pie te responde: «También yo tengo luz, pero no en mí, sino en el ojo, pues el ojo no ve sólo para sí y no para mí». Dicen también los ojos: «También nosotros caminamos, no por nosotros, sino por los pies; pues los pies no se llevan sólo a sí mismos y no a nosotros». Así, pues, cada miembro, según los oficios distintos y peculiares que se les han confiado, realizan lo que ordena la mente; no obstante eso, todos constituyen un solo cuerpo y forman una unidad; y no se arrogan lo que tienen otros miembros en el caso de que no lo tengan ellos, ni piensan que les es ajeno lo que todos tienen al mismo tiempo en el único cuerpo. Finalmente, hermanos, si a algún miembro del cuerpo le sobreviene alguna molestia, ¿cuál de los restantes miembros le negará su ayuda? ¿Qué cosa en un hombre está más en el extremo que el pie?; y en el mismo píe, ¿qué más en el extremo que la planta?; y en la misma planta, ¿qué otra cosa que la misma piel con que se pisa la tierra? Así y todo, esta extremidad de todo el cuerpo forma tal parte del conjunto que, si en ese mismo lugar se clava una espina, todos los miembros concurren a prestar su ayuda para extraerla: al instante se doblan las rodillas y la espina —no la que hirió, sino la que sostiene todo el dorso—; se sienta, para sacar la espina; ya el mismo hecho de sentarse con el fin expuesto es obra de todo el cuerpo. ¡Cuán pequeño es el lugar que sufre la molestia! Es tan pequeño cuanto la espina que lo punzó; y, sin embargo, el cuerpo entero no se desentiende de la molestia sufrida por aquel extremo y exiguo lugar; los restantes miembros no sufren dolor alguno, pero todos lo sienten en aquel único lugar. De aquí tomó el Apóstol un ejemplo de caridad exhortándonos a amarnos mutuamente como se aman los miembros en el cuerpo: Si sufre —dice— un miembro, se compadecen también los otros miembros; y si es glorificado uno solo, se alegran todos. Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros13. Si así se aman los miembros que tienen su cabeza en la tierra, ¡cómo deben amarse aquellos que la tienen en el cielo! Es cierto que tampoco se aman si los abandona su cabeza. Pero cuando esa cabeza de tal manera lo es, de tal manera ha sido exaltada al cielo y de tal manera colocada a la derecha del Padre, que, no obstante, se fatiga aquí en la tierra; no en sí, sino en sus miembros, hasta el punto de decir al final: Tuve hambre, tuve sed, fui huésped14 cuando se le pregunte: ¿Cuándo te vimos hambriento o sediento?15, como si respondiera: «Yo estaba en el cielo en cuanto cabeza; pero en la tierra los miembros tenían sed» —para concluir dice: cuando lo hicisteis a uno de mis pequeños a mí me lo hicisteis16; y, a su vez, a los que nada hicieron: cuando no lo hicisteis a uno de mis pequeños, tampoco a mí me lo hicisteis17— a esta cabeza no nos unimos si no es por la caridad.
6. Así, pues, hermanos, vemos que cada miembro, en su competencia, realiza su tarea propia, de forma que el ojo ve, pero no actúa; la mano en cambio actúa, pero no ve; el oído oye, pero no ve ni actúa; la lengua habla, pero ni oye ni ve; y aunque cada miembro tiene funciones distintas y separadas, unidos en el conjunto del cuerpo tienen algo común entre todos. Las funciones son distintas, pero la salud es única. En los miembros de Cristo, la caridad es lo mismo que la salud en los miembros del cuerpo. El ojo está colocado en el lugar mejor, en el más destacado, puesto como consejero en la ciudadela, para que desde ella mire, vea y advierta. Gran honor el de los ojos, por su ubicación, por su sensibilidad más aguda, por su agilidad y por cierta fuerza que no tienen los restantes miembros. De aquí que los hombres juran por sus ojos con más frecuencia que por cualquier otro miembro. Nadie ha dicho a otro: «Te amo como a mis oídos», a pesar de que el sentido del oído es casi igual y cercano a los ojos. ¿Qué decir de los restantes? Cada día dicen los hombres: «Te amo como a mis propios ojos». Y el Apóstol, indicando que se tiene mayor amor a los ojos que a los otros miembros, para mostrarse amado por la Iglesia de Dios dice: Doy testimonio en favor vuestro de que, si hubiera sido posible, os hubieseis sacado los ojos y me los habríais dado a mí18. Nada hay, por lo tanto, en el cuerpo más sublime y más respetado que los ojos y nada hay quizá más en la extremidad del cuerpo que el dedo meñique del pie. Aun siendo así conviene, no obstante, que en el cuerpo haya dedos y que estén sanos, antes que sean ojo cubierto de legañas por alguna afección, pues la salud, común a todos los miembros, es más preciosa que las funciones de cada uno de ellos. Así ves que en la Iglesia un hombre tiene algún don pequeño y, con todo, tiene la caridad; quizá veas en la misma Iglesia a otro más eminente, con un don mayor, que, sin embargo, no tiene caridad. Sea el primero el dedo más alejado, y el segundo el ojo; el que pudo obtener la salud, ése es el que está más integrado en el conjunto del cuerpo. Finalmente, es molestia para el cuerpo entero cualquier miembro que en él enfermare, y, en verdad, todos los miembros aportan su colaboración para que sane el que está enfermo y la mayor parte de las veces sana. Pero si no hubiera sanado y la mucha podredumbre producida indicase la imposibilidad de ello, de tal modo se mira por el bien de todos que se le separa de la unidad del cuerpo.
7. Suponeos que no sé qué Donato era un ojo en el cuerpo; suponeos que era eso; no sabemos cómo era, pero suponed que era tal cual se dice que fue; ¿de qué le sirvió tan excelso honor y gloria? No pudo gozar de salud, porque no tuvo caridad. Además, los tales están tan podridos, que necesariamente han de ser amputados; y cuando dicen que tienen consigo a otros, éstos son gusanos de podredumbre: son gusanos amputados del cuerpo, incapaces de admitir la salud. En efecto, en tanto un miembro es capaz de salud en cuanto no está separado del cuerpo, pues de los demás miembros sanos mana la salud que corre al lugar de la herida; pero una vez que el miembro donde está la herida ha sido amputado, la salud ya no encuentra por dónde y desde dónde llegar hasta allí. Por esta razón se les compara también con los sarmientos podados, mostrándose de acuerdo la lectura apostólica con la del Evangelio. En efecto, el Señor, para que permanezcamos en él, no nos recomendó allí con fuerza otra cosa que la caridad: Yo soy —dice— la vid, y vosotros los sarmientos; mi padre es el agricultor. Todo sarmiento que da fruto en mí lo poda para que dé mayor fruto; en cambio, al que en mí no da fruto, lo corta19. El fruto procede de la caridad misma, porque el fruto no procede más que de la raíz. Pues dice el Apóstol: Para que radicados y cimentados en la caridad20. En ella está, por lo tanto, la raíz de la que brota todo el fruto. Quien comienza a mostrarse en desacuerdo con la raíz, aunque parezca que permanece durante algún tiempo, o bien está ya separado de ella, aunque no se vea, o bien ha de serlo claramente, pues de ninguna manera puede dar fruto. En otro tiempo estuvieron dentro de la unidad, y se separaron. ¿De dónde se separaron? De la unidad. «Pero sois vosotros —dicen— los que os habéis separado». ¿Qué hacer? Yo digo: «Sois vosotros quienes os habéis separado»; vosotros replicáis: «No, sois vosotros». Sea Dios el juez. ¿Hemos diferido, pues, la cuestión para remitirla al juicio de Dios? De ningún modo. Esto lo hacemos en muchas cosas, respecto de las cuales aún no se ha manifestado la sentencia de Dios; pero cuando ya es manifiesta, utilicémosla y no difiramos la solución. Presento el testimonio de la Escritura y ya veo quién y de dónde se ha separado. Si la Escritura dio testimonio a favor del partido de Donato, en favor de cierta Iglesia establecida en algún lugar de la tierra, como el partido de Donato que está establecido en África, podrán decir que nosotros somos los separados y ellos los unidos a la raíz. Pero si la Escritura no dio testimonio sino a favor de la Iglesia extendida por todo el orbe, ¿por qué hemos de buscar un juez humano para nuestro litigio? Tenemos a Dios: aún no preside el juicio, pero ya preside en el Evangelio.
8. Crispín acaba de ser juzgado hereje. Pero ¿qué dice? «¿Acaso he sido vencido por la sentencia evangélica?». En consecuencia, declaró no haber sido vencido porque quien dictó sentencia contra él fue el procónsul, no Cristo. Si, pues, estima en poco el juicio de un hombre, ¿por qué apeló al emperador cuando la causa estaba ante el procónsul? Él mismo solicitó el juicio del procónsul; fue él quien le dijo: «Escúchame, no soy hereje». ¿Te desagrada la sentencia de aquel a quien la solicitaste? ¿Por qué? Porque sentenció en contra tuya. Si hubiera sentenciado en favor tuyo, su sentencia hubiera sido justa; pero como lo hizo contra ti, es injusta. Antes del juicio era bueno el juez al que dijiste: «No soy hereje, escúchame». «Pero el procónsul juzgó —dice— según las leyes de los emperadores, no según la ley evangélica». Aceptemos que fue así, que el procónsul juzgó según las leyes de los emperadores; pero si los emperadores sentencian injustamente contra ti, ¿por qué, dejando al procónsul, apelaste a su juicio? ¿Existían ya las leyes de los emperadores contra ti, o no existían aún? Si aún no existían, el procónsul no pudo juzgar conforme a ellas; y si ya existían, ¿iban a juzgar acaso los emperadores a favor de ti contra sus propias leyes? Todavía más, te pregunto: «¿Cuáles son las leyes de los emperadores que van contra ti? ¿Qué se ha hecho?, enséñamelo». Es cosa evidente, y no se niega que son muchas las leyes de los emperadores contra ellos. ¿A qué se debe eso? ¿Cómo ocurrió? ¿Acaso os hemos perseguido nosotros acusándoos ante el emperador de numerosos males? Esto es lo que dicen a quienes engañan como a infelices inexpertos. En efecto, ocultan totalmente el proceso, tal como se llevó en su tiempo, a quienes quieren engañar. Pero por mucho que lo oculten, se descubre, sale a la luz, se pregona, llega a conocimiento hasta de quienes no lo desean o rehúsan saberlo. La misma luz hiera a quienes cierran los ojos y no quieren verla. No les esté permitido encubrir lo manifiesto, huir de lo que es evidente ni ocultar lo que está a la luz. Apremiémosles con la verdad manifiesta. —Vosotros pedisteis el juicio del emperador. —Mentís, dice. —Se conservan los documentos públicos. Los mismos donatistas del partido de Mayorino, el primero en ser ordenado en contraposición a Ceciliano, fueron ante Anulino, procónsul entonces, y le presentaron libelos acusatorios contra Ceciliano, firmados en el cartapacio que contenía el dosier, declarándose contra los crímenes de Ceciliano escritos en aquel libelo y solicitándole que enviase a la corte imperial su acusación. Se conserva la relación escrita por el procónsul Anulino al emperador Constantino, en que consta que se presentaron ante él hombres de la parte de Mayorino llevando consigo los libelos de acusación contra Ceciliano y pidiéndole que los enviara al emperador, y que él hizo lo que le pidieron. El emperador escribió a los obispos Milciades y Marcos, pasándoles a ellos aquel asunto eclesiástico y desentendiéndose personalmente de él. En la misma carta escribe el emperador que les pasó el documento que le había sido enviado por Anulino; a partir de aquella carta no se puede saber de qué documentos se trata, pero se conocen por la relación de Anulino, que hoy se encuentra en códices de dominio público. Posteriormente, el mismo Constantino escribe a Anulino para que encamine ambas partes a Roma para la celebración del juicio presidido por los obispos mencionados. Por último, también Anulino informa que él envió las partes contendientes. Vosotros, por lo tanto, recurristeis al emperador; vosotros trasferisteis al poder humano un asunto eclesial. Él fue mejor que vosotros, pues vosotros lo trasferisteis al emperador, y él, a los obispos. El asunto fue sentenciado en un tribunal de obispos, siendo ellos los primeros en acusar. Se profirió sentencia favorable a Ceciliano. Ellos, descontentos con la sentencia eclesiástica, comenzaron a murmurar, se presentaron de nuevo ante el emperador solicitando un tribunal imperial después de la sentencia episcopal. Les concedió otro tribunal eclesiástico en Arlés, y ellos mismos apelaron al emperador en persona desde este mismo juicio. Vencido por la impertinencia de ellos, quiso él mismo tomar en sus manos el asunto y conocerlo de primera mano. Lo tomó, lo conoció y declaró a Ceciliano absolutamente inocente, y desde este momento comenzaron las leyes de los emperadores contra ellos. ¿Qué tiene de extraño? ¿Te atreves a rechazar la sentencia de aquel de quien la solicitaste? ¿Por qué quisiste llevar el juicio a su competencia? Tenías la Iglesia en África; ¿no la tenías en todo el orbe de la tierra? Mas ¿cómo ir al lugar de donde ya se habían separado? Ellos ya no estaban unidos a la Iglesia, pero sí el emperador, ante quien se llevaba el juicio. Por eso él, en su mansedumbre, quiso que juzgaran los obispos, y después cedió a sus deseos hasta constituirse él mismo en juez. De entonces proceden las leyes contrarías a vosotros; ved si no contra vosotros. Ante todo, fuisteis vosotros mismos los responsables: vosotros fuisteis los primeros acusadores, vosotros los que, por último, apelasteis, y vosotros los que no cesáis de murmurar. «¿Acaso he sido vencido —dijo— con el Evangelio en la mano?». Fuiste vencido en aquel tribunal que tú mismo elegiste.
9. «Pero no rechazamos la sentencia del Evangelio». Ciertamente, aunque no lo dijera, nosotros la leeríamos, la sacaríamos a relucir, la manifestaríamos. Léase el Evangelio: veamos dónde dice el Señor Jesucristo que está la Iglesia. Sin duda, allí deben estar abiertos nuestros oídos y nuestros corazones; escuchémosle a él, que él nos diga dónde está la Iglesia. Si dice que su Iglesia está en África, confluyamos todos en el partido de Donato; si dice que está en todo el orbe de la tierra, vuelvan al cuerpo los miembros amputados: la rotura de los ramos no es tal que no puedan ser injertados de nuevo. Tienes al apóstol Pablo que afirma: Pero dices: «Se han desgajado las ramas, para ser injertado yo». Bien, se desgajaron por la incredulidad, y tú, en cambio, te mantienes en la fe. No te envanezcas, sino teme, pues si Dios no perdonó a las ramas naturales, tampoco a ti te perdonará21. Efectivamente, se habían desgajado los judíos cual ramas naturales y fueron injertados los gentiles, cual acebuche en el olivo. Proviniendo de estas ramas y este acebuche, injertados, todos participamos del olivo. Pero, como había amenazado el Apóstol a los ramos del acebuche que se envanecían, con su orgullo se hicieron tales que merecieron ser cortados también ellos por su soberbia, igual que las ramas naturales desgajadas con anterioridad. Pero ¿qué dice el Apóstol? También ellos —dice— serán injertados a no ser que permanezcan en la infidelidad22; también tú serás desgajado si no permaneces en la fe. Que nadie, pues, se ensoberbezca por estar en la vid ni nadie desespere por estar fuera de ella. Si estando en la vid te ensoberbeces, cuida que no te corten; si están fuera de la vid, no pierdan la esperanza, atrévanse a ser injertados. Pero no han de injertarse de propia mano, pues dice el Apóstol: Poderoso es Dios para injertarlos de nuevo23. No digan: «¿Y cómo puede darse que una cosa separada, que una rama desgajada vuelva a ser injertada?». Con toda razón dices que no es posible, si tienes la mirada puesta en las posibilidades humanas, pero no si consideras la majestad divina. ¿Qué decir, pues? ¿Puede hacer un agricultor lo que ha sido realizado ya por el Señor? Tomó un acebuche y lo injertó al olivo, y el acebuche injertado en el olivo no dio bayas amargas, sino aceitunas. Haga esto ahora otra persona, injerte el acebuche en el olivo, y verá que el acebuche no produce más que bayas. Dios mostró su poder, no en el injertar el olivo en el acebuche, sino el acebuche en el olivo y en el hacer que el acebuche participase de la suavidad del olivo, de forma que, desvestido de la amargura, se revistiese de suavidad; y ¿no tendrá poder para injertarte por la humildad a ti que te habías desgajado por la soberbia? «Buena es tu exhortación —dices—; pero antes muéstrame que me he desgajado, no sea que debas exhortarte a ti mismo a venir a mí en vez de exhortarme a mí a que me injerte en ti». Me atrevo a decir: «Escúchame» y, sin embargo, temo decir: «Escúchame»; temo que desprecie al hombre. Más aún, le exhorto a que desprecie al hombre, pues si despreciase al hombre no pertenecería al partido de Donato. Donato fue, efectivamente, un hombre. Por lo tanto, si hablamos palabras propias, despréciesenos, pero si repetimos palabras del Señor, escúchese a él, a quien no se le escucha ni se le desprecia gratuitamente: el escucharle conduce al premio, y el no escucharle, al castigo. Escuchémoslo a él; sea él quien nos hable.
10. Él muestra la Iglesia en infinidad de lugares; pero voy a recordar uno solo. Sabéis, hermanos, que después de la resurrección se manifestó a sus discípulos, les descubrió sus cicatrices, se prestó a que le tocasen y no sólo a que le viesen. Sin embargo, ellos, sujetándole, tocándole y reconociéndole, en medio de la alegría aún dudaban, como nos enseña el Evangelio, al que es necesario creer y al que no creer es nefando. El Señor dio seguridad con la Escritura a quienes en medio del gozo aún estaban indecisos y en la duda. Les dijo: Esto era lo que os decía cuando aún estaba con vosotros: que convenía que se cumpliera cuanto estaba escrito de mí en la ley, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió la inteligencia para que comprendieran las Escrituras y les dijo: Así, pues, convenía que Cristo padeciera, resucitase al tercer día y en su nombre se predicase el arrepentimiento y el perdón de los pecados en todos los pueblos, comenzando por Jerusalén24. Allí no estás tú, allí estoy yo. ¿Por qué esperas que un hombre te juzgue desde un tribunal? Escucha a Cristo en el Evangelio: En todos los pueblos —dice— comenzando por Jerusalén. ¿Estás tú allí? ¿Estás en comunión con todos los pueblos? ¿Estás en comunión con aquella Iglesia que se ha difundido por todos los pueblos, comenzando por Jerusalén? Si estás en comunión, allí estás, estás en la vid, no te has desgajado; pues la vid que creció y llenó todo el orbe de la tierra es el cuerpo de Cristo, la Iglesia de Cristo, cuya cabeza está en el cielo. En cambio, si no estás en comunión más que con los africanos, y desde África envías a escondidas a los que puedes para que consuelen a los peregrinos, ¿no te encuentras anclado en una parte y desgajado del conjunto? ¿Qué dijiste ante el tribunal del procónsul? —«Soy católico». Son palabras textuales; constan en las actas. Si eres católico, ten la totalidad; ?lon significa el todo, y a la Iglesia se la llama católica porque está por todas partes. ¿Se la ha llamado, acaso, caqhm?rica y no católica? M?ro? significa la parte, y ?lon la totalidad; con palabra griega se la llama católica, es decir, según la totalidad. Así, pues, ¿estás en comunión con todo el mundo? «No», responde. Entonces estás en una parte; ¿cómo, pues, eres católico? Grande es la diferencia entre el todo y la parte, de donde se deriva el nombre de católica. Tú recibiste el nombre del partido de Donato; la católica lo recibió de todo el orbe de la tierra. Pero ¿acaso somos nosotros los que decimos que estamos en todo el mundo, y no Dios? Mencioné antes el Evangelio; en él leí: En todos los pueblos comenzando por Jerusalén25. ¿No llegó desde allí al África? Si, pues, comenzó en Jerusalén, llegó hasta ti llenando todo, no secándolo. ¿Quién hay que diga: «Desde la fuente se hizo un canal para que llegase el agua hasta mí, se secó en el camino, pero llegó a mí»? Si se secó en el camino, ¿por dónde llegó hasta ti? Llenando todo, sin duda, llegó hasta ti. Canal ingrato, ¿por qué blasfemas contra la fuente? Si ella no mana, no te llenas. Pero temo que tú te hayas secado; por necesidad todo canal desconectado de la fuente se seca. De su áspera sequedad procede el que hablen contra la Iglesia; hablarían con suavidad si estuviesen húmedos. «Soy católico». ¿Qué significa católico? ¿Hombre de Numidia? Voy a preguntar cuando menos a los griegos, pues católico no es una palabra púnica, sino griega; busca un intérprete. Con razón te equivocas en la lengua tú que no estás en comunión con todas las lenguas.
11. Cuando el Espíritu descendió del cielo y llenó a cuantos habían creído en Cristo, éstos comenzaron a hablar en todas las lenguas, y esta era en aquellos tiempos la señal de haber recibido el Espíritu Santo: el hablar las lenguas de todos. ¿O no se otorga ahora el Espíritu Santo a los fieles? Lejos de nosotros creer esto; en tal caso careceríamos de esperanza. También ellos, en verdad, confiesan que el Espíritu Santo se comunica a los fieles; también nosotros decimos esto, lo creemos y afirmamos que sólo en la Iglesia católica tiene lugar. Pero sean ellos católicos; allí se comunica el Espíritu Santo; seamos católicos nosotros; aquí se comunica el Espíritu Santo. No busquemos ahora la diferencia, ni quiénes son católicos: lo que está claro es que se otorga el Espíritu. ¿Por qué ahora no hablan las lenguas de todos quienes reciben el Espíritu Santo, sino porque entonces se indicaba figuradamente en unos pocos lo que después se manifestaría en la totalidad? ¿Qué preanunció el Espíritu Santo, conmoviendo los corazones de aquellos a quienes había llenado entonces y enseñándoles todas las lenguas? Un hombre apenas aprende dos o tres lenguas, ya sea mediante maestros, ya por la presencia frecuente en algunas regiones en las que se hablan; o, como mucho, tres o cuatro. Quienes habían sido llenos del Espíritu Santo las hablaban todas, y ciertamente de forma instantánea, sin el aprendizaje paulatino. ¿Qué mostraba, entonces, el Espíritu? Dime por qué ahora no hace lo mismo, sino porque entonces lo hacía significando algo. ¿Qué significaba, sino que el Evangelio se iba a extender por todas las lenguas? Me atrevo a decir que también ahora la Iglesia habla todas las lenguas, pues en todas ellas proclama el Evangelio, y lo que acabo de decir de los miembros lo repito a propósito de las lenguas. Como el ojo dice: «El pie anda por mí», y el pie dice: «El ojo ve por mí», también yo digo: «El griego es mi lengua, y el hebreo, y la siríaca: la única fe las abarca todas y a todas las incluye la unidad de la caridad». Lo que el Señor manifestó, lo habían predicho los profetas: Su voz se difunde por toda la tierra, y sus palabras, hasta los extremos del orbe26. He aquí hasta dónde llegó el crecimiento de la Iglesia, que recibe el nombre de católica, de todo. Advierte también que todas las lenguas se extendieron por la totalidad de las tierras: No hay lenguajes ni palabras cuyas voces no se oigan27.
12. Esta Iglesia, pues, la tengo yo, no tú; por tanto, si estás desgajado, reconoce el tronco del que te has separado. Vuelve a él e injértate para no secarte y ser arrojado al fuego. Los profetas, los apóstoles, el Señor, todos hablan de la Iglesia extendida por todo el orbe. Todos ellos dictan sentencia contra ti. Del tribunal del procónsul recurres al del emperador; ¿a cuál vas a recurrir desde el del Evangelio? ¿Acaso a Donato? ¿Juzgará Donato contra Cristo, o es más bien Cristo quien juzga a Donato? ¿Qué puede decirte Donato? «Yo he predicado a mi Cristo desde África». ¿Qué va a decirte? ¿Acaso: «Me he puesto en lugar de Cristo» y «Soy el sustituto de Cristo»? Sólo esto le queda por decir, pues se atrevió a separar a los hombres del cuerpo, porque se constituyó en sustituto de Cristo. He aquí la sentencia de Cristo, he aquí lo que dicen los evangelios: En todos los pueblos —dice—, comenzando por Jerusalén28. Comenzó en Jerusalén: allí descendió el Espíritu Santo; allí estaban los apóstoles, cuando bajó sobre ellos; allí comenzó a predicarse el Evangelio, allí a extenderse por todos los pueblos y desde allí llegó luego al África. ¿Abandonó a los de este lugar a donde llegó después? No los abandonó a no ser por voluntad de ellos, pues también nosotros somos africanos; con toda certeza permanece aquí en los católicos africanos el Evangelio que llegó al África, de la misma manera que permanece en todos los pueblos. Pues también en todos los pueblos hay herejes, unos allí, otros aquí, y no son conocidos los africanos por quienes están en aquellos pueblos. Han sido arrancados de la vid. La católica los conoce a todos, pero ellos no se conocen a sí mismos. He aquí que la vid de la que han sido cortados los sarmientos los conoce a todos, a los que permanecen en ella y a los cortados. He aquí que la Iglesia católica está difundida por doquier. Aquellos sarmientos quedaron en el mismo lugar en que fueron cortados; no pudieron llegar a unas partes y a otras. La católica, en cambio, extendida por doquier, por doquier tiene los suyos y por doquier llora los cortados. A todos grita para que vuelvan y se injerten. Su grito no es escuchado, pero, no obstante, sus pechos caritativos no cesan de manar con la exhortación. Se preocupa de los sarmientos cortados; en África llama a los donatistas, en Oriente levanta su voz contra los arrianos, contra los fotinianos, contra éstos y aquellos. Como está extendida por todas partes, en todas partes encuentra contra quienes gritar, porque estaban en ella y de ella se separaron. Comenzaron a ser sarmientos estériles y fueron cortados; si no permanecen en la infidelidad, serán injertados de nuevo. Escuchad esto, hermanos, con temor, de forma que no os vanagloriéis; con caridad, de modo que oréis por ellos también. Vueltos al Señor...