SERMÓN 159

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

La predestinación (Rm 8,30—31) y la alegría en la tentación (St 1,2—4)

1. El sermón que por don de Dios, mediante mi ministerio, escuchasteis ayer, trató sobre nuestra justificación, don también de Dios, nuestro Señor. Y, a mi parecer, quedó claro a Vuestra Caridad que nosotros, que vivimos de la fe hasta que gocemos de la visión, estamos justificados en la medida en que lo permite nuestra condición de peregrinos, no obstante que en esta vida estamos agobiados por el peso de la carne corruptible, no ciertamente sin pecado, pues si decimos que no tenemos pecado nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no habita en nosotros1; no obstante, a mi juicio, quedó claro a Vuestra Caridad que nosotros estamos justificados en cuanto lo permite nuestra condición de peregrinos que vivimos de la fe hasta que disfrutemos de la visión. Se comienza, pues, por la fe, para llegar a la visión: se corre por el camino en busca de la patria. En esta peregrinación dice nuestra alma: Porque ante ti está mi deseo y no se te oculta mi gemido2. En la patria, en cambio, no habrá lugar alguno para la oración, sino sólo para la alabanza. ¿Por qué no para la oración? Porque nada faltará. Lo que aquí es objeto de fe, allí será objeto de visión; lo que aquí se espera, allí se poseerá; lo que aquí se pide, se recibe allí. Con todo, en esta vida existe una cierta perfección, alcanzada por los santos mártires. A esto se debe el uso eclesiástico, conocido por los fieles, de mencionar el nombre de los mártires ante el altar de Dios, y no para orar por ellos; en cambio, se ora por los demás difuntos de quienes se hace mención. Es hacerle una injuria rogar por un mártir, a cuyas oraciones debemos encomendarnos nosotros. Él luchó contra el pecado hasta derramar su sangre. A algunos, imperfectos todavía, pero sin duda parcialmente justificados, dice el Apóstol en la carta a los Hebreos: Todavía no habéis resistido hasta derramar la sangre en vuestra lucha contra el pecado3. Si ellos no habían llegado aún a derramar su sangre, es porque otros lo habían hecho. ¿Quiénes llegaron hasta derramar su sangre? Sin duda los santos mártires, a quienes se refería la lectura, ahora escuchada, del santo apóstol Santiago. Hermanos míos, considerad vuestro mayor gozo el tener que enfrentaros a las distintas pruebas4. Se dice esto a los ya perfectos, quienes, a su vez, pueden decir: Escrútame, Señor, y ponme a prueba5. Sabiendo —dice— que la tribulación obra la paciencia y la paciencia produce la obra perfecta6.

2. Ha de amarse, pues, la justicia, pero en este amor a la justicia hay distintos grados, según el progreso de cada uno. El primero consiste en no anteponer a la justicia cualquier cosa que agrade. Tal es el primer grado. ¿Qué he dicho? Que entre cuanto te deleita, sea la justicia la que más; no se trata de que no te agraden las demás cosas, sino de que la justicia te agrade más. Hay ciertas cosas que de forma natural deleitan a nuestra debilidad, como la comida y la bebida lo hacen en los hambrientos y sedientos; como nos deleita esta luz que se expande desde el cielo una vez salido el sol, o la que proviene de los astros y de la luna o la que se enciende en la tierra con antorchas que disipan las tinieblas de los ojos; nos deleita una voz dulce y una suave canción, y el buen olor; deleita también a nuestro tacto cualquier cosa que se relacione con algún placer de la carne. De estas cosas que deleitan nuestros sentidos corporales, algunas son lícitas. Como dije, causan deleite a los ojos los grandes espectáculos de la naturaleza, pero también los espectáculos de los teatros. Lo primero es lícito, ilícito lo segundo. Causa deleite al oído el sagrado salmo cantado suavemente, pero también los cánticos de los histriones. Lo primero es lícito, ilícito lo segundo. Causan deleite al olfato las flores y los aromas, criaturas de Dios, pero también el incienso en los altares de los demonios. Aquello es lícito, esto ilícito. Causan deleite al gusto el alimento no prohibido, pero también los banquetes de los sacrificios sacrílegos. Lícito aquello, ilícito esto. Causan deleite los abrazos conyugales, pero también los de las meretrices. Una cosa es lícita, ilícita la otra. Os habéis dado cuenta, hermanos, de que los sentidos corporales tienen placeres lícitos y placeres ilícitos. Sea tal el placer de la justicia que venza hasta los placeres lícitos. Antepón la justicia a cualquier placer que lícitamente te deleite.

3. Pensando en lo que he dicho, pongamos ante nuestros ojos el ejemplo de una competición. Te pregunto si amas la justicia, y respondes que sí. Respuesta que no sería verdadera si no te produjera un cierto deleite, pues sólo se ama lo que deleita. Deléitate en el Señor7 —dice la Escritura—, pues el Señor es la justicia. No debes representarte a Dios como una estatua. Dios es como las cosas invisibles, y en nosotros lo mejor es lo invisible. Mejor es la fe que la carne, que el oro, que la plata, el dinero, los campos; mejor que la familia y las riquezas, aunque estas cosas se ven y, en cambio, la fe no. ¿A qué pensaremos, pues, que se asemeja Dios más, a lo visible o a lo invisible?; ¿a lo de alto valor o a lo sin valor? Voy a hablar de las cosas más viles. Supón que tienes dos siervos, uno de cuerpo deforme y otro lleno de hermosura, pero mientras el deforme es fiel, el otro infiel. Dime a cuál de los dos amas más y advertiré que amas lo que no se ve. Entonces, ¿qué? ¿Al amar más al siervo fiel, aunque físicamente deforme, que al hermoso, pero infiel, te equivocaste y antepusiste lo feo a lo hermoso? Ciertamente no te equivocaste, sino que antepusiste lo hermoso a lo feo. Menospreciaste los ojos de la carne y levantaste los del corazón. Preguntaste a los ojos de la carne, y ¿qué te respondieron? Este es hermoso, aquél es feo. Los reprobaste a ellos al rechazar su testimonio; levantaste los ojos del corazón al siervo fiel y al infiel; al primero lo encontraste sin belleza en su carne, y al segundo, hermoso, pero te pronunciaste y dijiste: «¿Qué hay más hermoso que la fidelidad? ¿Qué más deforme que la infidelidad?».

4. Por consiguiente, la justicia ha de amarse por encima de todos los placeres y deleites, incluso los lícitos. Pues, si tienes sentidos interiores, ellos se deleitan con la justicia. Si tienes ojos interiores, mira la luz de la justicia: En ti está la fuente de la vida y en tu luz veremos la luz8. A esa luz se refiere el salmo cuando dice: Ilumina mis ojos para que nunca me duerma en la muerte9. Del mismo modo, si tienes oídos interiores, escucha la justicia. Tales oídos buscaba quien decía: El que tenga oídos para oír que oiga10. Si tienes olfato interior, escucha al Apóstol: En todo lugar somos para Dios el buen olor de Cristo11. Si tienes paladar interior, escucha: Gustad y ved cuán suave es el Señor12. Si tienes tacto interior, escucha lo que canta la esposa refiriéndose al esposo: Su izquierda está bajo mi cabeza y su diestra me abrazará13.

5. Como había comenzado a decir, pongamos ante nuestros ojos el ejemplo de una competición. Veamos, hermanos, si hay alguno; yo pregunto, responda él a lo que voy a decir, a saber: si le deleita tanto la justicia que la antepone a los restantes deleites relacionados con esos sentidos del cuerpo? Te deleita tu oro; es un metal hermoso, sumamente resplandeciente; deleita a tus ojos. Es hermoso, no lo niego, pues si lo negara haría una injuria al Creador. Se acerca alguien para ponerte a prueba y te dice: «Si no profieres un falso testimonio en favor mío, te quito el oro; si, en cambio, lo profieres, te daré aún más». Luchan en tu interior ambos deleites; ahora pregunto cuál pones por delante, cuál te deleita más: el oro o la verdad; el oro o el falso testimonio. ¿Acaso brilla una cosa y no la otra? En el testimonio verdadero lo que se busca es la fidelidad. ¿Brilla el oro, pero no la fidelidad? Avergüénzate, ten ojos. Da a tu Señor lo que amabas en tu siervo. Antes, cuando te pregunté acerca de tus dos siervos, uno deforme, pero fiel, y otro hermoso, pero infiel, indicaste a cuál amabas más; respondiste justamente, anteponiendo lo que debía ser antepuesto. Vuelve ahora a ti mismo, pues es de ti de quien se trata. Sin duda amaste al siervo fiel. ¿No merece tu Señor tener en ti un siervo fiel? ¿Qué prometías tú a tu siervo fiel como gran bien? Si le amabas mucho, el premio supremo de la libertad. ¿Qué tiene de extraordinaria esa promesa hecha a tu siervo? Es libertad, sí, pero temporal. ¿No vemos con frecuencia a muchos siervos que no necesitan nada, mientras que otros en libertad han de mendigar? A quien prometías la libertad le exigías la fidelidad, ¿y no guardas fidelidad a quién te promete la eternidad?

6. Lleva tiempo pasar revista a todos los sentidos, pero lo que he dicho de los ojos, entendedlo referido a los demás sentidos. Anteponed al deleite de la carne el deleite de la mente. Los placeres ilícitos deleitan sin duda a vuestra carne; deleite a vuestra mente la justicia invisible, hermosa, casta, santa, llena de armonía y dulzura, para no veros impulsados a ella por temor. Pues si es el temor el que os impulsa a ella, es que aún no os deleita. Debes evitar el pecado, no por temor al castigo, sino por amor a la justicia. Por eso dice el Apóstol: Os digo algo a nivel humano, en consideración a la debilidad de vuestra carne. Pues como antes entregasteis vuestros miembros al servicio de la impureza y de la iniquidad para obrar la iniquidad, así ahora prestad ahora vuestros miembros al servicio de la justicia con vistas a la santificación14. ¿Qué he dicho? Os digo algo a nivel humano? Os digo lo que podéis soportar. Cuando prestasteis vuestros miembros a la iniquidad para cometer liviandades, ¿os sentisteis arrastrados por el temor, o invitados por el placer? ¿Qué decís? Respondedme todos, pues aun los que ahora vivís bien, quizá en otro tiempo vivisteis mal. Cuando cometíais el pecado, os deleitabais en él. ¿Qué os llevaba al pecado: el temor o la dulzura del mismo? Responderéis: la dulzura. Os conduce al pecado la dulzura, ¿y os impulsa el temor a la justicia? Examinaos, sondead vuestro interior. Aunque quien amenaza se lleve nuestro oro, más suave y más resplandeciente es la justicia. Aunque quien promete no nos dé oro, la justicia ha de anteponerse al oro y se ha de anteponer por su deleite: es más resplandeciente, más brillante, más suave y más dulce. Si alguno se examina a sí mismo y se encuentra vencedor en esta competición, escuchó lo que dijo el Apóstol: Os digo algo a nivel humano en consideración a la debilidad de vuestra carne. No hay duda de que tuvo consideración con la debilidad e ignoro qué cosa más gratificante intentó decir para los menos capaces.

7. Ved —indicó— que digo algo que podéis entender: prestasteis vuestros miembros a los placeres ilícitos; para ello, os dejasteis llevar de la dulzura del pecado; ¡que la suavidad y la dulzura de la justicia os conduzca a obrar el bien! Amad ahora la justicia, como en otro tiempo la iniquidad. Tiene derecho la justicia a conseguir de vosotros que le prestéis lo que prestasteis a la iniquidad. Esto es, os digo algo a nivel humano15; esto es lo que vuestra debilidad aún es capaz de tolerar. Entonces, ¿qué se reservó el Apóstol? ¿Qué difirió decir? Os lo indicaré, si puedo. Pon en la misma balanza la justicia y la iniquidad; ¿sólo merece la justicia lo que mereció la iniquidad? ¿Sólo se ha de amar a aquélla como se amó a ésta? No, en ningún modo; pero ¡ojalá sea al menos así! Entonces, ¿ha de amarse más? Mucho más. Si en la iniquidad fuiste en pos del placer, por la justicia tolera el sufrimiento. Si en la injusticia —repito— fuiste en pos del deleite, por la justicia tolera el sufrimiento: ya es algo más. Fijaos: un joven lascivo, que en esa edad resbaladiza, fascinado por el placer, clavó sus ojos en la mujer ajena, sintió amor hacia ella y deseó poseerla, mas procura que quede oculto. Ama sin duda el placer, pero teme más el dolor. ¿Por qué procura que quede oculto? Teme ser apresado, maniatado, conducido al tribunal; teme que le encierren en la cárcel, que le lleven a juicio, le torturen y le den muerte. Porque teme todo esto, busca la suavidad del placer en la oscuridad. Acecha la ausencia del marido, teme hallar un cómplice para su acto lascivo porque es consciente de que puede traerle complicaciones. Vemos que se deja arrastrar por la suavidad del placer, pero esta suavidad no es tan grande que supere incluso el temor y el dolor y temor del castigo. Dame la hermosa justicia, dame la hermosura de la fidelidad; salga al medio, muéstrese a los ojos del corazón y suscite la pasión de quienes la aman. Se te dice ahora: «¿Quieres gozarme? Desprecia cualquier otra cosa que te deleite; despréciala por mí». Ya la despreciaste, pero le parece poco. Este es el modo humano, en consideración a la debilidad de vuestra carne. Es poco despreciar lo que te deleita; desprecia también lo que te atormenta; desprecia la cárcel, las cadenas, el potro; desprecia los tormentos, desprecia la muerte. Si has vencido estas cosas, me has hallado». Examinad si sois amantes de la justicia en ambos niveles.

8. Es posible encontrar quienes antepongan el deleite de la justicia a los placeres y deleites de su cuerpo; ¿pensáis, en cambio, que hay entre vosotros quienes desprecien por ella el sufrimiento, el dolor y la muerte? Al menos pensemos lo que no osamos decir en público. ¿Qué pensamos? ¿En qué pensamos? Millares de mártires aparecen ante nuestros ojos, auténticos y perfectos amantes de la justicia. De ellos se dijo: Hermanos míos, considerad vuestro mayor gozo el tener que enfrentaros a las distintas pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe obra la paciencia y que, a su vez, la paciencia produce la obra perfecta16. ¿Qué se le puede añadir, para que realice la obra perfecta? Llena de amor, de fuego y calor, pisotea todo lo que le deleita y pasa adelante; llega a las asperezas, a los suplicios, a las crueldades y amenazas: las pisotea, las quebranta y sigue adelante. ¡Qué amor! ¡Qué forma de caminar, de morir a sí mismos y llegar a Dios! Quien ama su alma, la perderá; y quien pierda su alma por causa mía, la encontrará en la vida eterna17. Así ha de ir armado el amante de la justicia; así ha de ir el amante de la hermosura invisible. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo a la luz; y lo que escucháis al oído, predicadlo sobre los tejados18. ¿Qué significa: lo que os digo en la oscuridad, decidlo a la luz? Lo que yo os digo y vosotros escucháis en vuestro interior, proclamadlo con confianza. Y lo que escucháis al oído, predicadlo sobre los tejados. ¿Qué significa: escucháis al oído? Escucháis en secreto, porque aún teméis profesarlo y confesarlo públicamente. ¿Qué quiere decir, entonces: predicadlo sobre los tejados? Vuestras casas son vuestros cuerpos; vuestras casas son vuestra carne. Sube al tejado, pisotea la carne y predica la palabra.

9. Pero, antes que nada, hermanos míos, llorad lo que fuisteis, para llegar a lo que aún no sois. Lo que estoy diciendo es algo grande. ¿Y de dónde nos llega esa realidad grandiosa? Es lo sumo, la perfección, lo mejor; ¿de dónde nos llega? Escuchad de dónde: Toda dádiva y todo don perfecto proviene de arriba y desciende del Padre de las luces, en quien no hay mutación alguna ni sombra de vicisitud19. De él procede el bien que poseemos y el que aún no poseemos. ¿No lo tenéis aún? Pedid y recibiréis20. Si vosotros, siendo malos —dice el Salvador— sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre celestial dará los bienes a quienes se los piden!21. Que cada uno se examine y dé gracias al dador por todo el bien que encuentre en sí, referente a nuestra justificación; y al mismo tiempo que le da las gracias, pídale lo que aún no le ha otorgado, pues si tú te enriqueces recibiendo, él no se empobrece dando. Por muy amplias que sean tus fauces y voluminoso el vientre, la fuente vence al sediento.