Comentario a Rm 7,15ss y Mt 15,21—28
1. Cuando se leyó al apóstol Pablo escuchamos lo que ocurre en el hombre, y todo el que se examine a sí mismo descubre que el Apóstol dijo la verdad. Efectivamente, él dijo que no hace lo que quiere, sino lo que detesta1. Y añadió: Si hago lo que no quiero, reconozco que la ley es buena2. La razón es que lo que yo no quiero, tampoco lo quiere la ley; lo que la ley me prohíbe hacer, tampoco yo lo quiero hacer; pero lo que no quiero, eso...; hay dentro de mí otra cosa que lucha contra mi voluntad. Dijo también: Me deleito en la ley según el hombre interior, pero veo otra ley que se opone a la ley de mi mente y me lleva cautivo en la ley del pecado que reside en mis miembros3. He aquí lo que ocurre en el hombre. Ved, no obstante, lo que dijo a continuación: ¡Infeliz de mí!, ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte? La gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor4.
2. Por tanto, que cada uno mire a sí mismo, pues el apóstol Pablo puso en su carta un espejo para que todo hombre se vea. Lo que manda la ley deleita a nuestra mente, y lo que prohíbe, deleita a nuestra carne, y se entabla un combate entre nuestra mente y nuestra carne; la mente lucha en favor de la ley, y la carne, contra ella, y cada hombre pasa por la vida con esa pendencia que tiene lugar en él. En uno y el mismo hombre se celebra ese combate; calla la lengua, pero dentro hay alboroto. Os propongo un ejemplo para que lo veáis con mayor claridad: un hombre ve la mujer de otro y la desea. Considera la ley que le manda no fornicar; y ¿qué dice interiormente la mente de ese hombre? «Es justo lo que dice la ley, grande es lo que ha ordenado la ley, que ama la castidad, pero la carne encuentra su deleite en la iniquidad». Ya se ha producido la lucha en el hombre. Venzan las dos a quien está sola: venzan las dos, la ley y la mente, a la carne que opone resistencia. Pero considerad lo que dijo la misma mente: Veo otra ley en mis miembros que se opone a la ley de mi mente y me lleva cautivo en la ley del pecado, que reside en mis miembros5. Así, pues, es la mente la vencida por la carne. Invoque el auxilio del Salvador y se evadirá del lazo del engañador. Ved, pues, lo que dijo el Apóstol. ¡Cómo era el Apóstol; cuán grande y fuerte atleta de Dios era! A pesar de todo, hubiera sido llevado cautivo si no le hubiera socorrido el Crucificado. En consecuencia, ¿qué dijo cuando se halló en peligro? ¡Infeliz de mí!, ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte6, para no obrar la maldad que deleita a mi carne? La gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor7.
3. Cristo, pues, está de espectador en tu combate. El anfiteatro es tu conciencia; en ella combaten las dos, la mente y la carne. La mente da su consentimiento a la ley, la carne se opone a ella, y aquélla quiere refrenar a ésta. Gran combate, pero quien te contempla cuando luchas puede ayudarte si te encuentras en peligro. Si, por ejemplo, mantuvieses una pelea de pancracio con otro hombre en la que él te hiriera a ti y tú a él, habría un hombre de espectador para ver quién de vosotros ganaba. Quienquiera que venciese, recibiría un premio. Tal hombre no te diría otra cosa sino: «Quien gane de los dos, recibirá esto». Estaba allí dispuesto a coronar al vencedor, pero ¿podría acaso ayudar al que se encontrase en apuros? Ahora, en cambio, es Cristo quien te observa; cuando te encuentres en dificultad, llámale para vencer, pues es para su mal el empeño de la carne en salir ganadora. En efecto, si luchaseis dos hombres al pancracio, venza quien venza ese será coronado. En cambio, en esta lucha, si vence la mente obtiene la liberación para el alma y la carne; y si vence la carne, ambas son enviadas al fuego. Por lo tanto, es para su mal el esfuerzo y la voluntad de vencer de la carne. El apoyo a la carne es para que sea vencida y evite el castigo del fuego eterno.
4. También concuerda con lo expuesto el salmo que cantamos. Hemos dicho: Desde lo hondo he gritado a ti, Señor; Señor, escucha mi voz8. Ese es el abismo donde la carne lucha contra la mente. En efecto, si vence la mente, una y otra son llevadas hacia arriba; incluso la carne vencida es sacada hacia arriba desde aquel abismo, pues para su bien fue vencida. Sucede lo mismo que cuando en una familia la esposa mala disputa con el buen marido: si vence es para su mal, y si es vencida, lo es para su bien. Pues si vence la esposa mala, la casa queda patas arriba cuando el hombre de barba sirve a una mujer mala. Si, por el contrario, es vencida esa mala esposa, comienza a servir al varón bueno: la misma mujer se hace buena al servir al hombre bueno. Por tanto, así es también nuestra carne: como una mala esposa que ha sido vencida, porque se la vence para su bien. Desde este abismo clamamos a nuestro Señor, como dijimos en el salmo, para invocar su auxilio que una a los dos y los corone a ambos. En efecto, si vencemos y no consentimos a los malos deseos de nuestra carne, resucitará después la misma carne, y entonces no hallas malos deseos contra los que luchar. De hecho, ahora los encuentras y se te dice: «Vence y serás coronado.» ¿Y en qué consiste para ti el vencer ahora? En no consentir a los malos deseos. ¿Acaso puedes carecer de ellos? Pero vencer consiste en... (no) consentir. En cambio, cuando en el día de la resurrección recobremos la carne, ella misma se transformará y se hará inmortal, y no encontrarás ya deseos contra los que luchar... en que seas coronado. Y una vez que estés arriba con tu carne, ¿por ventura vas a gritar desde lo hondo donde mantenías la lucha contra ella?
5. También aquella mujer cananea que iba gritando tras el Señor, ¡cómo gritó! Su hija sufría un demonio; estaba poseída por el diablo, pues la carne no está de acuerdo con la mente. Si ella gritó tan intensamente por su hija, ¡cuál debe ser nuestro grito en favor de nuestra carne y nuestra alma! Pues veis lo que consiguió con su gritar. En un primer momento fue despreciada, pues era cananea, un pueblo malo que adoraba los ídolos. El Señor Jesucristo, en cambio, caminaba por Judea, tierra de los patriarcas y de la Virgen María, que dio a luz a Cristo: era el único pueblo que adoraba al verdadero Dios y no a los ídolos. Así, pues, cuando le interpeló no sé qué mujer cananea, no quiso escucharla. No le hacía caso precisamente porque sabía lo que le tenía reservado: no para negarle el beneficio, sino para que lo consiguiera ella con su perseverancia. Le dijeron, pues, sus discípulos: «Señor, despáchala ya, dale una respuesta; estás viendo que viene gritando detrás de nosotros9 y nos está cansando». Y él replicó a sus discípulos: No he sido enviado más que a las ovejas de la casa de Israel que se han perdido10. He sido enviado al pueblo judío para buscar las ovejas que se han extraviado. Había otras ovejas en otros pueblos, pero Cristo no había venido para ellas, porque no creyeron por la presencia de Cristo, sino que creyeron a su Evangelio. Por eso dijo: No he sido enviado más que a las ovejas; por eso también eligió personalmente a los apóstoles. De esas mismas ovejas era Natanael, de quien dijo: He aquí un israelita en quien no hay engaño11. De esas mismas ovejas procedía la gran muchedumbre que llevaba ramos delante del asno que montaba el Señor y decía: Bendito el que viene en el nombre del Señor12. Aquellas ovejas de la casa de Israel se habían extraviado y habían reconocido al pastor que estaba presente y habían creído en Cristo a quien veían. Por lo tanto, cuando no atendía a aquella mujer, la dejaba para más tarde como oveja de la gentilidad. A pesar de haber oído lo que el Señor dijo a sus discípulos, ella perseveró gritando, y no se alejó. Y el Señor, dirigiéndose a ella, le dice: No está bien quitar el pan a los hijos y echárselo a los perros13. La hizo perro, ¿por qué? Porque pertenecía a los gentiles, quienes adoraban los ídolos; pues los perros lamen las piedras. No está bien quitar el pan a los hijos y echárselo a los perros. Pero ella no dijo: «Señor, no me hagas perro, porque no lo soy», sino más bien: «Dices la verdad, Señor, soy un perro.» Mereció el beneficio por reconocer la verdad del insulto: pues donde quedó perpleja la iniquidad, allí fue coronada la humildad. Así es, Señor, dices la verdad; pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus señores14. Y entonces el Señor: ¡Oh mujer!, grande es tu fe; hágase según tú deseas15. Poco ha perro, ahora mujer; ladrando se ha transformado. Deseaba las migajas que caían de la mesa, e inmediatamente se encontró sentada a la mesa. En efecto, cuando le dice: Grande es tu fe, ya la había contado entre aquellos cuyo pan no quería echar a los perros.
6. ¿Qué nos enseñan todas estas cosas sino que, cuando lo que pedimos a Dios es cosa buena, perseveremos en la oración, deseándola y suspirando por ella, hasta que la recibamos? Pues Dios difiere el dar a quienes le piden algo para ejercitar mientras lo desean. Pero la vida eterna debemos pedirla con grandes gemidos: para aquí una vida santa y para después la vida eterna, pues también debes pedir la vida santa a Dios: que él ayude tu voluntad. Si no la ayuda, permaneces vencido: comenzarás a ser conducido prisionero si no te socorre lo dicho por el Apóstol: ¡Infeliz de mí!, ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte? La gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor16. Así, pues, pidamos con seguridad dos cosas: en este mundo, una vida santa; para el mundo futuro, la vida eterna. Desconocemos si las restantes cosas nos serán útiles o no. Un hombre pide a Dios poder casarse; ¿cómo sabe si será para su bien? Otro pide a Dios adquirir riquezas; ¿cómo sabe si una vez hecho rico soñará con ladrones mientras que cuando era pobre dormía tranquilo? No sabe, pues, qué cosa de todas las que tiene este mundo le será útil. Sin temor de ninguna clase pida la vida santa y la vida eterna; la primera para merecer a Dios aquí, y la segunda, para ser coronado por él allí. Pero ¿en qué consiste la vida santa? En amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, y amar al hermano como a ti mismo17. Amemos, por tanto, a nuestro Dios; amémonos en la unidad del mismo Dios, tengamos paz en él y amor entre nosotros, para que, cuando venga el mismo Cristo, nuestro Señor, podamos...: «Señor, con tu ayuda hicimos lo que nos mandaste; por tu misericordia danos lo que nos prometiste».