La lucha entre el espíritu y la carne
y la encarnación del Hijo en la carne de pecado
(Rm 7,12—8,5)
1. Vuestra Caridad debe recordar que ya os he hablado de la dificilísima cuestión que plantea la carta del bienaventurado Apóstol en la que dice: No hago lo que quiero, sino lo que aborrezco1. Así, pues, quienes estuvisteis presentes, lo recordáis; prestad ahora atención, para añadir esto a lo que oísteis entonces. En efecto, continúa el texto leído hoy, que el lector comenzó a partir de aquel punto: Envió Dios a su Hijo en una carne semejante a la carne del pecado, y desde el pecado condenó al pecado en la carne, para que se cumpliera la justicia de la ley en nosotros que no caminamos según la carne, sino según el Espíritu2. El texto leído entonces y que aún no ha sido expuesto es el siguiente: Así, pues, yo mismo sirvo con la mente a la ley de Dios, y con la carne, en cambio, a la ley del pecado. No hay, por tanto, condenación ahora para quienes están en Cristo Jesús. Pues la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús te ha librado de la ley del pecado y de la muerte. Porque lo que era imposible a la ley, en lo que estaba debilitada por la carne3. Y sigue lo que se ha leído hoy: Dios envió a su Hijo en una carne semejante a la carne de pecado4. No resulta difícil descubrir los sentidos ocultos, si ayuda el Espíritu. Que él me ayude por vuestras oraciones, pues el mismo deseo de querer comprender es ya una oración a Dios. De él, pues, conviene que esperéis la ayuda. Pues yo, como agricultor en el campo, trabajo desde fuera. Pero, si no hubiera quien trabaja desde dentro, ni la semilla se fijaría en la tierra, ni brotaría en el campo su punta, ni se fortalecería la caña ni se convertiría en viga; tampoco nacerían ni las ramas, ni los frutos ni el follaje. Por esto dijo el Apóstol mismo, distinguiendo la acción de los obreros y la del creador: Yo planté, Apolo regó, pero el crecimiento lo dio Dios. Y añadió: Ni quien planta ni quien riega es algo, sino que es Dios quien da el crecimiento5. Si Dios no da el crecimiento desde el interior, este sonido que llega a vuestros oídos es algo vacío. En cambio, si lo da, para algo vale mi plantar y regar, y mi fatiga no es inútil.
2. Ya os dije que las palabras del Apóstol: Con la mente sirvo a la ley de Dios, con la carne, en cambio, a la ley del pecado6 han de entenderse de esta manera: Nada concedáis a la carne, a no ser las apetencias sin las cuales no puede existir. Pues si dais vuestro consentimiento a las malas apetencias y no lucháis contra ellas, una vez vencidos, lloraréis. Y es de desear que lloréis, para que no perdáis también el sentido del dolor. Por lo que concierne a nuestros deseos, a nuestra voluntad y a nuestra oración, cuando decimos: No nos abandones a la tentación, mas líbranos del mal7, esto es lo que ciertamente deseamos: que en nuestra carne no existan ni siquiera las malas apetencias. Pero mientras vivimos aquí no lo podemos conseguir. Por esto dice: No consigo ejecutarlo plenamente8. ¿Qué logro hacer? No consentir a la mala apetencia. No consigo ejecutar el bien plenamente, es decir, no tener ninguna mala apetencia. En esta lucha, pues, no queda más solución que esta: que tu espíritu no consienta a las malas apetencias y sirvas a la ley de Dios; que, aunque la carne apetezca, tú no consientas y sirvas a la ley del pecado. ¿Satisface la carne sus apetencias? Satisfaz también tú las tuyas. Si tú no logras aplastar y apagar sus apetencias, que no apague ella las tuyas, de modo que, esforzándote en el combate, no te arrastre vencido.
3. Continúa, pues, diciendo el Apóstol: No hay condenación ahora para quienes están en Cristo Jesús9. Aunque experimenten las apetencias de la carne, a las que no dan su consentimiento, y aunque exista en sus miembros la ley que se opone a la ley de su mente, intentando cautivarla10, con todo, no hay condenación ahora para quienes están en Cristo Jesús, porque mediante la gracia del bautismo y el baño de la regeneración quedaron librados de la culpa con que habían nacido y de cualquier anterior consentimiento a los malos deseos. Sea que se trate de acciones lascivas, sea que se trate de acciones injustas, o de algún mal pensamiento o de alguna mala palabra, todo se destruye en aquella fuente a la que entraste siendo esclavo y de la que saliste en libertad 5. Estando así las cosas ahora no hay condenación alguna para quienes están en Cristo Jesús. No hay condenación ahora, pero la hubo. La condenación pasó de un hombre a todos11. Ese mal lo había producido la generación, pero este bien lo produjo la regeneración. Pues la ley del Espíritu de vida te ha librado de la ley del pecado y de la muerte12. Existe en tus miembros, pero no te convierte en reo. Has sido librado de ella; lucha en libertad, pero estate atento a no ser vencido y caer de nuevo en la servidumbre. Te fatigas en la lucha, pero gozarás con el triunfo.
4. Pero os dije y debéis recordarlo de modo especial no sea que, a causa de esta lucha, sin la cual nadie puede vivir, aunque sea justo —diré más, sobre todo el justo, pues quien no vive rectamente, no lucha, sino que es arrastrado—, lleguéis a pensar que existen como dos naturalezas procedentes de diversos principios y que la carne no trae su origen de Dios, como opina la locura de los maniqueos. Esta doctrina es falsa: una y otra cosa proceden de Dios. Pero la naturaleza humana, a consecuencia del pecado, mereció esta lucha que encuentra en sí. Se trata, por lo tanto, de una enfermedad: una vez sanada, desaparece. La discordia que ahora existe entre el espíritu y la carne está ordenada a la concordia; el espíritu se esfuerza por lograr que la carne vaya de acuerdo con él. Es como si en una casa hubiese lucha entre el marido y la mujer: el marido debe esforzarse en domesticar a la mujer. Una vez domesticada, sométase la mujer al marido; sometida la mujer al marido, vuelve la paz a la casa.
5. Mas, después de haber dicho: La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús te ha librado de la ley del pecado y de la muerte13, nos presentó esas leyes para que las comprendamos. Vedlas y distinguidlas; os es muy necesario hacer esa distinción. La ley —dijo— del Espíritu de vida; he aquí una ley. Te ha librado de la ley del pecado y de la muerte: he aquí la segunda. Y sigue: Pues lo que era imposible a la ley, en quien estaba debilitada por la carne14: he aquí la tercera. ¿O acaso esta es la síntesis de las otras dos? Investiguemos y veámoslo con la ayuda del Señor. ¿Qué dijo de aquella ley buena? La ley del Espíritu de vida te ha librado de la ley del pecado y de la muerte. De ella no dijo que fuese incapaz de obrar: Te ha librado —dijo— de la ley del pecado y de la muerte. Aquella ley buena te ha librado de esta ley mala. ¿Cuál es la ley mala? Veo en mis miembros otra ley que se opone a la ley de mi mente y que me cautiva en la ley del pecado que reside en mis miembros15. ¿Por qué se llama ley a esto? Con toda razón. Es totalmente justo que al hombre que no quiso obedecer a su Señor no le obedezca su carne. Por encima de ti está tu Señor; por debajo de ti tu carne. Sirve a quien te es superior, para que te sirva tu inferior. Despreciaste al superior, eres atormentado por tu inferior. Esta es, pues, la ley del pecado; ésta es también la de la muerte, pues por el pecado vino la muerte. El día en que comáis de él, moriréis16. Por tanto, esta ley del pecado arrastra al espíritu e intenta subyugarlo. Pero me deleito en la ley de Dios según el hombre interior17. De aquí surge la lucha y en el mismo combate se dice: Sirvo con la mente a la ley de Dios, con la carne, en cambio, a la ley del pecado18. La ley del Espíritu de vida te ha librado de la ley del pecado y de la muerte19. Efectivamente, ¿cómo te ha librado la ley del Espíritu de vida? En primer lugar, te concedió el perdón de los pecados. Pues de esa ley se dice en el salmo a Dios: Ten piedad de mí según tu ley20. Es la ley de la misericordia, la ley de la fe, no la de las obras. ¿Cuál es la ley de las obras? Ya escuchasteis la ley buena de la fe: La ley del Espíritu de vida te ha librado de la ley del pecado y de la muerte. Acabáis de escuchar otra ley, la del pecado y de la muerte. Pues lo que era imposible a la ley en lo que estaba debilitada por la carne21. Así, pues, esta ley que ha sido mencionada en tercer lugar, como que no realiza no sé qué; en cambio la ley del Espíritu de vida realizó algo, puesto que te ha librado de la ley del pecado y de la muerte. En consecuencia, a esta ley que ha sido mencionada en tercer lugar, la misma que fue dada por Moisés al pueblo judío en el monte Sinaí, se la llama la ley de las obras. Sabe amenazar, pero no socorrer; mandar, no ayudar. Ella es la que ordena: No apetezcas. Por eso dice el Apóstol: Desconocería la concupiscencia si la ley no me dijera: No apetezcas22. ¿De qué me sirvió el que la ley dijera: No apetezcas? Tomando ocasión del precepto, el pecado me engañó y por él me dio muerte23. Se me prohibió apetecer, y no cumplí lo mandado, pero fui vencido. Con anterioridad a la ley era pecador; recibida la ley, me he convertido en prevaricador. En efecto, el pecado, tomando ocasión del precepto, me engañó y por él me dio muerte.
6. Así que —dice— la ley es ciertamente santa24. Buena es, por ello, también esta ley que condenan los maniqueos igual que a la carne. De ella dice el Apóstol: Así que la ley es ciertamente santa, y santo, justo y bueno el precepto. Entonces, ¿lo que es bueno me ha causado la muerte? De ninguna manera. Pero el pecado, para que aparezca el pecado, me proporcionó la muerte mediante una cosa buena25. Son palabras del Apóstol; abrid los ojos y atended. Así que la ley es ciertamente santa. ¿Qué hay tan santo como no apetezcas26? No sería cosa mala transgredir la ley si ella no fuera buena. Si no fuese buena, no sería malo transgredir una cosa mala. Puesto que es cosa mala transgredirla, ella es buena. ¿Hay cosa mejor que no apetezcas? Por lo tanto, la ley es santa, y santo, justo y bueno el precepto. ¡Cómo insiste en ello! ¡Cómo lo inculca! Parece que grita contra quienes la calumnian. ¿Qué dices, maniqueo? ¿Es mala la ley dada por Moisés? —Es mala, dicen. ¡Oh monstruosidad! ¡Qué desfachatez! Tú has dicho una sola vez: «Mala»; escucha al Apóstol que dice: La ley es ciertamente santa, y santo, justo y bueno el precepto. ¿Callas de una vez? —Entonces —dice— ¿lo que es bueno me ha causado la muerte? —De ninguna manera. Pero el pecado, para que aparezca el pecado, me proporcionó la muerte mediante una cosa buena. También aquí dice: mediante una cosa buena. Acusa al reo sin dejar de alabar a la ley. Me proporcionó la muerte —dice— mediante una cosa buena. ¿Mediante qué cosa buena? Mediante el precepto, mediante la ley. ¿Cómo es que me proporcionó la muerte? Para que aparezca el pecado; para que, delinquiendo mediante el mandato, se haga sobremanera pecado27. Por eso, sobremanera. Cuando delinquía sin que existiera el precepto, la falta era menor; cuando delinque mediante el precepto, rebasa la medida. En efecto, cuando a alguien no se le prohíbe algo, piensa que al hacerlo obra bien. Una vez que se le ha prohibido, comienza a no querer realizarlo; pero es vencido, arrastrado, subyugado. No le queda más que pedir la gracia, puesto que fue incapaz de cumplir la ley.
7. Por esto mismo, la ley de la que se dijo: La ley del Espíritu de vida te ha librado de la ley del pecado y de la muerte28, es la ley de la fe, la ley del Espíritu, de la gracia y de la misericordia. En cambio, aquella otra ley del pecado y de la muerte no es ley de Dios, sino del pecado y de la muerte. Y aquella otra de la que dice el Apóstol: La ley es santa, y santo, justo y bueno el precepto, es ley de Dios, pero ley de las obras, de los hechos: la ley de las obras que manda y no ayuda; ley que te muestra el pecado, pero no te lo quita. Una ley te muestra el pecado, otra te lo quita. Dos son los testamentos: el antiguo y el nuevo. Escucha al Apóstol: Decidme: los que queréis estar bajo la ley, ¿no habéis leído la ley? Pues en ella está escrito que Abrahán tuvo dos hijos, uno de la esclava y otro de la libre. Pero el de la esclava nació según la carne; el de la libre, en virtud de la promesa. Todo esto es una alegoría. Estas mujeres son los dos testamentos, uno el del monte Sinaí, que engendra para la servidumbre, que es Agar29, la esclava de Sara, que fue entregada a Abrahán y dio a luz al siervo Ismael. Es, pues, el Testamento antiguo, correspondiente a Agar, que engendra para la servidumbre. En cambio, la Jerusalén que está arriba es libre, y ella es nuestra madre30. Así, pues, los hijos de la gracia son los hijos de la libre; los hijos de la letra son los hijos de la esclava. Busca los hijos de la esclava: La letra mata. Busca los hijos de la libre: El Espíritu, en cambio, da vida31. La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús te ha librado de la ley del pecado y de la muerte, de la que no pudo librarte la ley de la letra. Pues lo que era imposible a la ley, en quien estaba debilitada por la carne32. De hecho, se te rebelaba la carne y te subyugaba; oía la ley, pero incitaba más tu apetencia. Se debilitaba, pues, la ley de la letra a causa de la carne y, por esto, le era imposible librar de la ley del pecado y de la muerte.
8. Envió Dios a su Hijo en una carne semejante a la del pecado33, no en la carne de pecado. En carne, ciertamente, pero no en carne de pecado. La carne de todos los demás hombres es carne de pecado; sólo la suya no lo es, porque no lo concibió como madre la concupiscencia, sino la gracia. Con todo, tenía la semejanza de la carne de pecado: de aquí que pudiese alimentarse, sentir hambre y sed, dormir, fatigarse y morir. Envió Dios a su Hijo en la semejanza de carne de pecado.
9. Y con el pecado condenó al pecado en la carne. ¿Con qué pecado? ¿Qué pecado? Con el pecado condenó al pecado en la carne, para que se cumpla en nosotros la justicia de la ley34. Cúmplase ya en nosotros aquella justicia de la ley; cúmplase ya en nosotros, mediante el Espíritu que ayuda, la justicia ordenada. Es decir, cúmplase en nosotros la ley de la letra mediante el espíritu de vida, en nosotros que no caminamos según la carne, sino según el Espíritu35. ¿Con qué pecado, pues, y qué pecado condenó el Señor? Veo, estoy viendo ciertamente qué pecado condenó; lo veo sin género de duda: He aquí el cordero de Dios, he aquí el que quita el pecado del mundo36. ¿Qué pecado condenó? Todo pecado,todos nuestros pecados. ¿Pero con qué pecado? Él no tenía pecado, pues de él se dijo: Quien no cometió pecado, y en cuya boca no se encontró engaño37. Absolutamente ninguno; ni lo heredó, ni lo añadió personalmente. No tuvo ningún pecado, ni de origen, ni de propia maldad. Su origen lo manifiesta la virgen; al mismo tiempo, su santa vida muestra con suficiencia que él nada cometió que fuese digno de muerte. Por esto dice: He aquí que viene el príncipe de este mundo —refiriéndose al diablo— y nada hallará en mí38. El príncipe de la muerte no hallará motivo para darme muerte. ¿Por qué, entonces, vas a morir? Mas para que sepan todos que hago la voluntad de mi Padre, vayámonos de aquí39. Y se encaminó a la pasión que lo condujo a la muerte, muerte voluntaria, no por necesidad, sino por libre decisión. Tengo poder para entregar mi alma y para volver a tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que la entrego yo y de nuevo vuelvo a tomarla40. Si te admiras de su poder, comprende su majestad. Cristo habla al modo de Dios.
10. ¿Con qué pecado, entonces, condenó al pecado? Algunos llegaron a una comprensión y explicación aceptable, pero, según me parece a mí, no se puede decir que lograran averiguar lo que afirmó el Apóstol. Con todo, no dijeron nada malo. Esto es lo que voy a deciros en primer lugar; luego os diré lo que me parece a mí y lo que la misma Escritura divina muestra ser absolutamente verídico. Al preguntárseles: «¿Con qué pecado condenó el pecado?» o «tenía él pecado», molestos, esto es lo que dijeron: —Condenó el pecado con el pecado41. No con un pecado suyo, pero con el pecado condenó el pecado. —Si no con el suyo, ¿con el de quién? —Con el de Judas, con el de los judíos. En efecto, ¿cómo derramó su sangre para el perdón de los pecados? Porque fue crucificado por los judíos. ¿Quién lo entregó? Judas. Cuando los judíos le dieron muerte, Judas lo había entregado. ¿Hicieron bien, o pecaron? Pecaron. He aquí con qué pecado condenó al pecado. Está bien dicho y es verdad que también con el pecado de los judíos condenó Cristo todo pecado, porque, debido a la persecución que sufrió de ellos, derramó su sangre, con la que borró todo pecado. Sin embargo, mira lo que dice el Apóstol en otro lugar: Somos —dice— embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio nuestro; os pedimos en nombre de Cristo, es decir, como si Cristo os lo pidiese; en su nombre os pedimos que os reconciliéis con Dios42. Y continúa: A quien no conocía el pecado43. Dios, con quien os exhortamos que os reconciliéis, hizo pecado por nosotros, para que nosotros seamos justicia de Dios en él44, a quien no conocía pecado, es decir, a Cristo Dios; a Cristo que no conocía el pecado. ¿Acaso puede pensarse que habla aquí del pecado de Judas o del de los judíos o del de cualquier otro hombre, cuando oyes decir: A quien no conocía el pecado lo hizo pecado por nosotros? ¿Quién? ¿A quién? Dios a Cristo. Dios hizo a Cristo pecado por nosotros. No dijo que lo hizo pecador por nosotros sino: lo hizo pecado. Si es execrable afirmar que Cristo pecó, ¿quién puede soportar que Cristo sea pecado? Y, sin embargo, no podemos contradecir al Apóstol. No podemos decirle: «¿Qué estás hablando?». Decírselo al Apóstol es decírselo a Cristo mismo. Escribe, en efecto, en otro lugar: ¿Queréis recibir una prueba de Cristo que habla en mí45?
11. Entonces ¿de qué pecado se trata? Considere vuestra caridad este misterio grande y profundo 9. Seréis felices si deseáis comprenderlo y llegáis a amarlo. Sin duda, sin duda alguna, Cristo nuestro Señor, Jesús nuestro Salvador y Redentor fue hecho pecado para que nosotros seamos justicia de Dios en él46. ¿De qué manera? Escuchad la ley. Quienes la conocen saben lo que digo; y quienes no la conocen, léanla o escúchenla. En la ley se llamaban también pecados los sacrificios que se ofrecían por ellos. Lo tienes cuando se presentaba una víctima por un pecado. Dice la ley: Pongan los sacerdotes sus manos sobre el pecado47, es decir, sobre la víctima que se ofrece por el pecado. ¡Y qué otra cosa es Cristo sino un sacrificio por el pecado? Como también Cristo —dice— os amó y se entregó a sí mismo por vosotros como oblación y víctima a Dios en olor de suavidad48. He aquí con qué pecado condenó el pecado. Con el sacrificio por los pecados en que él se convirtió, condenó el pecado. Tal es la ley del Espíritu de vida que te ha librado de la ley del pecado y de la muerte49, porque la otra ley, la ley de la letra, la que manda, es buena ciertamente —santo, justo y bueno es el precepto50—, pero estaba debilitada a causa de la carne51 y lo que ordenaba no podía cumplirlo en nosotros. Así, pues, como había comenzado a decirte, que una ley te manifieste el pecado, y otra te lo quite. Que la ley de la letra te lo descubra, y la ley de la gracia te lo borre.