La lucha entre el espíritu y la carne (Rm 7,15—25)
1. Cuantas veces se lee el texto de la carta del apóstol Pablo que se ha proclamado hay que temer que, mal entendido, proporcione a los hombres la ocasión que están buscando. En efecto, los hombres son propensos al pecado y apenas se contienen. En consecuencia, cuando oyen al Apóstol decir: Pues no hago el bien que quiero, sino el mal que detesto1, obran el mal y como si les desagradase ese obrar el mal, se consideran semejantes al Apóstol que dijo: No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. De vez en cuando, se lee este texto y entonces nos pone en la necesidad de entrar en discusiones para evitar que los hombres, interpretándolo indebidamente, conviertan en veneno lo que es alimento saludable. Así, pues, preste atención Vuestra Caridad hasta que os diga lo que el Señor me inspire, de forma que, allí donde tal vez veáis que me fatigo por la dificultad de algún punto oscuro, me ayudéis con el afecto de vuestra piedad.
2. Ante todo, pues, recordad algo que gracias a Dios estáis acostumbrados a oír: que la vida del justo, mientras existe en este cuerpo, es una batalla todavía, aún no el triunfo. El triunfo en esta guerra llegará en su momento. Por ello el Apóstol, al hablar, utilizó gritos de guerra y gritos de triunfo. El grito de guerra lo acabamos de oír: Pues no hago el bien que quiero, sino el mal que detesto. Ahora bien, si hago lo que detesto, doy mi consentimiento a la ley, porque es buena. El querer existe en mí, pero no encuentro cómo realizar el bien2. Al contrario, veo en mis miembros otra ley que se opone a la ley de mi mente y me cautiva en la ley del pecado que reside en mis miembros3. ¿No adviertes la guerra cuando se te habla de oposición y cautividad?
Por tanto, no es todavía grito de triunfo, pero que ha de llegar a serlo lo enseña el mismo Apóstol cuando dice: Conviene que este cuerpo corruptible se vista de incorrupción y que este cuerpo mortal se revista de inmortalidad. Cuando el cuerpo corruptible se haya vestido de incorrupción y el mortal se haya revestido de inmortalidad —he aquí el grito de triunfo—, entonces se hará realidad lo que está escrito: La muerte ha sido absorbida en la victoria4. Digan los triunfadores: ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu contienda?5 Lo diremos, pues; alguna vez lo diremos y este «alguna vez» no estará lejos. Lo que queda de vida al mundo es menos que lo ya transcurrido. Esto, por tanto, diremos entonces. Pero ahora, mientras dura esta guerra, poned atención, os lo suplico, hermanos míos, y quienes estáis en lucha seguid luchando, no sea que esta lectura mal interpretada sea trompeta del enemigo, no nuestra —trompeta con la que él sea estimulado, no con la que sea vencido—. Pues quienes aún no habéis entrado en combate, no vais a comprender lo que digo; sí, en cambio, quienes ya estáis en la refriega. Mi voz se dejará oír, la vuestra hablará en el silencio. Antes que nada recordad lo que el Apóstol escribió a los gálatas, palabras con las que se puede exponer esto en la forma debida. En efecto, hablando a fieles, a personas ya bautizadas, a personas a las que en el baño sagrado se habían perdonado todos sus pecados; hablando a personas bautizadas, sí, pero personas bautizadas que luchan, les dice: Os digo que caminéis en el Espíritu, y no deis satisfacción a las apetencias de la carne6. No dijo que no tuvieran apetencias, sino: No deis satisfacción. ¿Por qué esto? Continúa diciendo: La carne tiene deseos contrarios a los del espíritu, y el espíritu contrarios a los de la carne, pues uno y otra se oponen para que no hagáis lo que queréis. Pues si sois guiados por el Espíritu, no estáis todavía bajo la Ley7 —sino bajo la gracia, ciertamente—. Si sois guiados por el Espíritu: ¿qué significa ser guiados por el Espíritu? Obedecer a lo que manda el Espíritu de Dios, no a lo que desea la carne. Sin embargo, ella apetece y ofrece resistencia. Quiere algo que no quieres tú: persevera en no quererlo tú.
3. No obstante, tu deseo con respecto a Dios debe ser tal que no exista apetencia alguna a la que oponer resistencia. Ved lo que he dicho: Tu deseo con respecto a Dios debe ser tal que no deje lugar a apetencia alguna a la que sea preciso ofrecer resistencia. Efectivamente, opones resistencia y, negándole tu consentimiento, la vences; pero es mejor carecer de enemigo que vencerlo. Llegará el momento en que no exista tal enemigo. Dirige tu mente al grito de triunfo y mira si existirá: ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu contienda?8 No existirá ya. ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu aguijón?9 Buscarás su lugar y no lo hallarás10. Pues esta —algo que debéis oír antes que nada—, pues esta no es algo así como otra naturaleza, conforme a lo que pregona la locura de los maniqueos. Es una enfermedad que tenemos, es un vicio nuestro. No subsistirá aparte en algún lugar, sino que, una vez sanado, dejará de existir. Por tanto, no deis satisfacción a las apetencias de la carne11. Mejor era ciertamente cumplir lo que ordenó la ley: No apetezcas12. Esta es la plenitud de la virtud, la perfección de la justicia, la palma de la victoria: No apetezcas. Dado que esto no puede hacerse plena realidad ahora, haga algo que dice también la Sagrada Escritura: No vayas es pos de tus apetencias13. Mejor es carecer de ellas; mas, puesto que existen, no vayas tras ellas. Si no quieren seguirte, no quieras seguirlas. Si quisieran ir tras de ti, dejarían de existir, puesto que no se rebelarían contra tu mente. Si se rebelan, rebélate tú. Si luchan, lucha; si pelean, pelea. Estate atento solo a esto: a que no venzan.
4. Fijaos; os voy poner un ejemplo al respecto para que entendáis lo demás. Sabéis que hay hombres sobrios —son los menos, pero los hay—. Sabéis que los hay también borrachos —éstos abundan—. Suponed que se bautiza el sobrio: por lo que respecta a la embriaguez, no tiene con qué luchar; tiene otras apetencias contra las que luchar. Mas, para que comprendáis los otros casos, imaginémonos el combate con un solo enemigo. Suponed ahora que el bautizado es uno que se emborracha: escuchó, y no sin temor, que entre los demás males que cierran a los hombres las puertas del reino de Dios se halla mencionada también la embriaguez, pues donde se dijo: Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones poseerán el reino de Dios, allí mismo se añadió: ni los borrachos, etc., poseerán el reino de Dios14. Lo escuchó y temió. Se bautizó: se le perdonaron todos los pecados de embriaguez; le queda la costumbre que opone resistencia. De hecho, no obstante haber nacido de nuevo, tiene contra qué luchar. Todos sus vicios pasados le fueron perdonados: ponga atención, se mantenga alerta, luche para no volver a embriagarse. Así, pues, se despierta el apetito de beber, pellizca al ánimo, introduce la sequedad en las fauces, pone asechanzas a los sentidos; quisiera incluso, si le fuera posible, penetrar los muros, llegar hasta el allí encerrado y llevarle cautivo. Lucha él, oponle resistencia. ¡Oh, si tampoco él existiera! Si entró por una costumbre de esta vida, morirá por una buena costumbre. Tú preocúpate solo de no satisfacerlo; no lo sacies cediendo, sino dale muerte ofreciéndole resistencia. Con todo, mientras exista, será tu enemigo. Si no le otorgas consentimiento y nunca vuelves a embriagarte, cada día será menor. Que sus fuerzas no le vengan de tu sumisión. En efecto, si cedes y te emborrachas, se las estás dando. ¿Acaso le das fuerzas contra mí y no contra ti? Desde este sitial más elevado advierto, digo y anuncio el mal que ha de sobrevenir a los que se emborrachan; lo digo con anticipación. No podrás decir: «Nunca oí esto»; ni podrás decir: «Dios pedirá cuentas de mi alma a quien no me habló». Pero sudas porque tú mismo, con tu mala costumbre, te creaste un adversario poderoso. No te fatigaste para nutrirlo; fatígate para vencerlo. Y si no te hallas con fuerzas frente a él, ruega a Dios. No obstante, si en esta lucha contra tu mala costumbre no sales vencido, si ella no te derrota, has cumplido con lo que manda el Apóstol: No deis satisfacción a las apetencias de la carne15. En aquel cosquilleo se hizo presente la apetencia, pero no le diste satisfacción bebiendo.
5. Lo que os he dicho respecto a la embriaguez vale para todos los vicios, para toda apetencia. Algunos nacieron con nosotros, otros son fruto de la costumbre. En efecto, pensando en los primeros se bautiza a los niños, para que sean librados no de una mala costumbre de la que carecían, sino de la culpa original. Por lo tanto, hemos de estar siempre en guerra, pues la concupiscencia con la que hemos nacido no desaparecerá, mientras vivamos. Puede disminuir día a día, pero no desaparecer. A causa de ella se llamó a este nuestro cuerpo, cuerpo de muerte. A ella se refiere el Apóstol cuando dice: Me deleito en la ley de Dios, según el hombre interior. Sin embargo, veo en mis miembros otra ley que se opone a la ley de mi mente y me cautiva en la ley del pecado que reside en mis miembros16. Esta segunda ley surgió como consecuencia de la transgresión de la primera. Esta ley surgió —repito— cuando se despreció y se traspasó la primera. ¿Cuál es la primera ley? La que el hombre recibió en el paraíso. ¿No estaban desnudos, sin sentir vergüenza?17 ¿Por qué esto, sino porque aún no existía en los miembros la ley que se opone a la ley de la mente? Cometió el hombre una acción punible, y encontró un movimiento pudendo. Comieron de lo prohibido y se les abrieron los ojos. ¿Qué decir, pues? ¿Es que antes estaban en el paraíso con los ojos cerrados o andaban errantes como cegatos? De ninguna manera. ¿Cómo, si no, impuso Adán los nombres a las aves y a las bestias, cuando le fueron presentados todos los animales?18 ¿A qué animales imponía los nombres, si no veía? A continuación se dice: Vio la mujer un árbol y que era agradable a los ojos19. No queda duda de que tenían los ojos abiertos y, aunque estaban desnudos, no sentían vergüenza. Sin embargo, se abrieron sus ojos para algo que nunca habían experimentado, algo que nunca les había asustado en el movimiento de su cuerpo. Se les abrieron los ojos para advertir, no para ver, Y, como experimentaron algo vergonzoso, se cuidaron de taparlo. Tejieron —dice— hojas de higuera y se hicieron unos cinturones20. La nueva sensación se localiza en la parte que cubrieron. He aquí de dónde procede el pecado original; he aquí por qué nadie nace sin pecado. He aquí por qué no quiso ser concebido de esta forma aquel a quien concibió una virgen. Rompió las ligaduras del pecado quien vino sin él; las rompió quien no procede de él. Ved por qué hay dos: uno conduce a la muerte, otro a la vida; el primer hombre a la muerte, el segundo a la vida. Mas ¿por qué conduce aquél a la muerte? Porque es sólo hombre. ¿Por qué éste a la vida? Porque es Dios y hombre.
6. No hace, pues, el Apóstol lo que quiere, porque quiere no tener malas apetencias y, sin embargo, las tiene. Por eso no hace lo que quiere —no porque aquella apetencia mala tuviera sometido al Apóstol y le arrastrase a desear la fornicación—. ¡De ninguna manera! No suban tales pensamientos a nuestro corazón. Luchaba, no estaba sometido. Mas puesto que no quería tener siquiera contra qué luchar, por esto decía: No hago lo que quiero21. No quiero tener malas apetencias y las tengo. Por lo tanto, no hago lo que quiero. Pero, con todo, no doy mi consentimiento a esas apetencias. En efecto, de ningún modo diría: No deis satisfacción a las apetencias de la carne22, si él mismo se la diese. Puso ante tus ojos su lucha, para que no sientas pánico ante la tuya. Pues si el bienaventurado Apóstol no hubiese dicho esto, al ver que en tus miembros, sin tu consentir, se despertaba la concupiscencia, es posible que te desesperaras y dijeras: «Si yo perteneciera a Dios, no habría en mí estos movimientos». Contempla la lucha del Apóstol y no desesperes. Veo otra ley —dice— en mis miembros que se opone a la ley de mi mente23. Y como no quiero esa oposición —pues es mi carne, soy yo mismo, es una parte de mí—, No hago lo que quiero, sino el mal que detesto24, puesto que tengo tales apetencias.
7. Entonces ¿cuál es el bien que hago? El no consentir a la mala apetencia. Hago el bien, pero no totalmente; también esas apetencias, mi enemigo, obra el mal, pero tampoco totalmente. ¿Cómo es que hago el bien, pero no totalmente? Hago el bien cuando no consiento a la mala apetencia; pero no tan perfectamente que carezca totalmente de ella. Lo mismo respecto a mi enemigo. Y a su vez, ¿cómo mi enemiga hace el mal, pero no en su plenitud? Obra el mal, porque excita la apetencia mala; pero no enteramente, porque no me arrastra hacia ella. Y en esta guerra se cifra la vida entera de los santos. ¿Y qué puedo decir de los impuros, que ni siquiera luchan? Vencidos, son arrastrados —ni siquiera arrastrados, porque la siguen libremente—. Esta es —repito— la batalla de los santos y en esta guerra el hombre se halla en peligro constante, hasta que le llegue la muerte. Pero ¿qué se dice al final, es decir, en la celebración triunfal de aquella victoria? Mejor, ¿qué dice el Apóstol contemplando de antemano el triunfo? Entonces se cumplirá lo que está escrito: La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu contienda?25 —he aquí el grito de los triunfadores—. ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado26, de cuya punción trajo origen la muerte. El pecado es como un escorpión: nos picó y morimos. Pero en el momento en que se dice: ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu aguijón? —el que recibiste con el ser, no el que tu produjiste—; en el momento en que se dice: ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu aguijón?, ciertamente no existirá, porque no habrá pecado. El aguijón de la muerte es el pecado. Para hacer frente al pecado se dio la ley. Pero la fuerza del pecado es la ley. ¿Cómo es que la fuerza del pecado es la ley?27 Intervino para que abundara el delito28. ¿Cómo así? Porque antes de la ley existió el hombre pecador; una vez dada la ley y trasgredida, se hizo prevaricador. Los hombres eran reos de pecado; dada la ley, con su prevaricación, se hicieron más reos todavía.
8. ¿Dónde está la esperanza, sino en lo que sigue: Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia29? Por eso, este soldado ejercitadísimo en cierto modo en esta guerra —¿en qué medida ejercitado? Hasta el punto de llegar a ser general—, fatigado en la batalla contra el enemigo, primero dice: Veo otra ley en mis miembros que se opone a la ley de mi mente y que me cautiva en la ley del pecado que reside en mis miembros30 —ley vergonzosa, ley miserable, llaga, peste, enfermedad— y luego: Miserable de mí, ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte?31 Y al que gemía le llegó el socorro. ¿Cómo? La gracia de Dios, por medio de Jesucristo nuestro Señor32. La gracia de Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor te librará de la ley de esta muerte, es decir, del cuerpo de esta muerte. ¿Cuándo poseerás un cuerpo en el que no quede ninguna mala apetencia? Cuando este cuerpo mortal se revista de inmortalidad y este cuerpo corruptible se vista de incorrupción y se diga a la muerte: ¿Dónde está, muerte, tu contienda? —y no existirá—. ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?33 —y no existirá en ningún lugar—. Ahora ¿qué? Escucha: Así, pues, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado34. Sirvo con la mente a la ley de Dios no consintiendo; mas con la carne, a la ley del pecado, apeteciendo. Con la mente a la ley de Dios y con la carne a la ley del pecado. En una me deleito, en otra apetezco, pero no soy vencido. Cosquillea, pone asechanzas, llama, intenta atraer: Miserable de mí; ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte? No quiero estar siempre venciendo, sino que quiero llegar alguna vez a la paz. Por tanto, ahora, hermanos, tened esta norma: servid con la mente a la ley de Dios y con la carne a la ley del pecado —pero por necesidad, porque tenéis malas apetencias, no porque consintáis a ellas—. A veces, esta concupiscencia acecha a los santos de tal manera que hace en los que duermen lo que no puede en quienes están despiertos. ¿Por qué habéis aclamado todos, sino porque todos habéis reconocido que es verdad? Me causa vergüenza demorarme en estas cosas, pero no hemos de tener pereza para rogar a Dios al respecto. Vueltos al Señor....