Pablo en Atenas (Hch 17,17—34)
1. Cuando se leyó el pasaje del libro de los Hechos de los Apóstoles, Vuestra Caridad advirtió conmigo que Pablo dirigió su palabra a los atenienses y que los que se mofaban de la verdad predicada le llamaron sembrador de palabras1. Aunque salió de bocas burlonas, tal designación no han de rechazarla los creyentes. Él era, en efecto, sembrador de palabras, pero cosechador de costumbres. También yo, aunque tan pequeño y sin poderme comparar con la excelencia de aquél, siembro palabras de Dios en el campo divino, que es vuestro corazón, al mismo tiempo que espero una abundante cosecha en vuestras costumbres. Con todo, os exhorto a que prestéis mayor atención a aquel contenido de la misma lectura que me invita a dirigiros la palabra, por si, con la ayuda del Señor, Dios nuestro, logro decir algo que no es fácil que puedan entender todos sino lo explico y que, una vez comprendido, nadie debe despreciar.
2. Él hablaba en Atenas. Los atenienses gozaban entre los restantes pueblos de gran fama en toda clase de cultura literaria y filosófica. Era patria de grandes filósofos. Desde ella se habían extendido por el resto de Grecia y los demás países de la tierra las muchas y distintas corrientes doctrinales. Allí hablaba el Apóstol, allí anunciaba a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, judíos y griegos, Cristo, el Poder y la Sabiduría de Dios2. Vosotros mismos podéis pensar cuán peligroso era anunciar esto en medio de gente soberbia y docta. Además, acabado su discurso, tras haber escuchado allí su anuncio de la resurrección de los muertos, punto central de la fe cristiana, unos se mofaban, otros, en cambio, decían: Volveremos a escucharte al respecto3. Pero no faltaron quienes creyeron, entre los cuales se menciona a Dionisio el Areopagita, uno de los magistrados de Atenas —pues Areópago es el nombre dado a la curia de aquella ciudad—, a cierta mujer noble y algunos otros4. Así, pues, como consecuencia de la palabra del Apóstol, la multitud se dividió en tres grupos, clasificados según una llamativa y gradual diferenciación: el de quienes se mofaban, el de quienes dudaban y el de quienes creyeron. En efecto, según está escrito y escuchamos: Algunos se mofaban, otros decían: «Volveremos a escucharte al respecto»5 —estos eran los que dudaban—, otros creyeron. Entre quienes se mofaban y quienes creyeron, están como término medio quienes dudaban. Quien se mofa, cae; quien cree, se mantiene en pie; quien duda, fluctúa. Volveremos a escucharte al respecto, decían; no se sabía si iban a caer del lado de los burlones o del de los creyentes. Pero ¿acaso trabajó en vano aquel sembrador de palabras? Si en verdad hubiese temido a los burlones, no hubiese llegado a los creyentes, del mismo modo que si aquel sembrador de que habla el Señor en el Evangelio —eso era Pablo en efecto— hubiese dudado en arrojar la semilla, por temor a que una parte cayese en el camino, otra entre zarzas y otra en terreno pedregoso, nunca hubiese podido llegar la semilla también a la tierra buena6. Sembremos también nosotros, esparzamos la semilla: vosotros preparad los corazones, dad fruto.
3. Si Vuestra Caridad lo recuerda, en la lectura escuchamos también que ciertos filósofos epicúreos y estoicos debatían con el Apóstol7. Sin duda alguna muchos de vosotros desconocen quiénes son o fueron unos y otros, es decir, qué pensaban, en qué ponían la verdad y qué buscaban con su filosofar; mas, puesto que hablamos en Cartago, muchos lo saben. Estos, pues, me escuchan ahora que os lo voy a decir. Lo que pienso que debo deciros viene ciertamente muy a cuento. Escúchenme tanto los que no lo saben como los que lo saben. Quienes lo desconocen, para instruirse; quienes lo conocen, para recordarlo. Conózcanlo los unos, reconózcanlo los otros.
4. Ante todo, escuchad cuál es, en líneas generales, el afán común de todos los filósofos. En relación con ese afán común hubo cinco grupos, diferenciándose cada uno por sus opiniones particulares: con su estudio, investigación, debates y vida, los filósofos, sin excepción, no apetecieron otra cosa que conseguir la vida feliz. Esta fue la única causa de su filosofar; pero pienso que esto lo tienen también en común con nosotros. Efectivamente, si yo os preguntase por qué creéis en Cristo, por qué os hicisteis cristianos, con verdad todo hombre me respondería: «Pensando en la vida feliz». Así, pues, el deseo de la vida feliz es común a los filósofos y a los cristianos. Pero de aquí surge la cuestión y la diferencia entre ellos: dónde encontrar esa realidad tan buena. En efecto, el apetecer la vida feliz, el quererla, el desearla, ansiarla y buscarla es —pienso— común a todos los hombres. Por lo cual me parece que me quedé corto al decir que esta apetencia es común a filósofos y cristianos; debí decir más bien a todos los hombres, absolutamente a todos, buenos y malos. Pues, quien es bueno, lo es para ser feliz; y quien es malo no lo sería si no esperase que puede ser feliz precisamente siendo malo . Por lo que se refiere a los buenos la cuestión no ofrece dificultad: ellos buscan la vida feliz y por esa razón son buenos. Mas en cuanto a los malos quizá no falten quienes duden de si también ellos buscan la vida feliz. Pero, si pudiese dirigirme a los malos, separados y apartados de los buenos, y preguntarles: «¿Queréis ser felices?», ninguno respondería: «No lo quiero». Piensa, por ejemplo, en un ladrón. Le pregunto por qué comete el hurto. «Para tener lo que no tenía», responde. «Por qué quieres tener lo que no tenías?» «Porque me hace infeliz el no tenerlo». Si, pues, el no tenerlo le hace infeliz, es que piensa que el tenerlo le hará feliz. Pero aquí está su descaro y su error: en querer hacerse feliz con el mal. El ser feliz es, sin duda, un bien para todos. ¿Por qué, entonces, anda descaminado? Porque, buscando el bien, obra el mal. ¿Qué busca, pues? ¿A qué aspira el mal deseo de los malos? A la recompensa propia de los buenos. La vida feliz es la recompensa de los buenos; la bondad, la tarea; la felicidad, la recompensa. Dios asigna la tarea y presenta la recompensa. Te dice: «Haz esto y recibirás aquello». El malo, en cambio, me responde: «Si no obro el mal, no seré feliz». Como si alguien dijera «Sólo siendo malo alcanzaré el bien». ¿No ves que el bien y el mal son cosas contrarias? Buscas el bien, obras el mal. Corres en dirección contraria, ¿cuándo vas a llegar?
5. Dejemos, pues, a éstos; quizá sea oportuno volver a ellos tras haber concluido lo que propuse respecto a los filósofos. Pienso que no sin una razón y por dispensación de la divina providencia que se sirve de los hombres sin que ellos se den cuenta, tuvo lugar algo grande, esto es, que siendo tantas las sectas filosóficas existentes en Atenas sólo los estoicos y epicúreos comenzaron a debatir con Pablo8. Pues, tras haber escuchado lo que piensa cada una de estas sectas, veréis por qué no ha sido casual el que de entre todos los filósofos sólo ellos hablasen con Pablo. Ni siquiera él pudo escoger los adversarios a quienes rebatir, sino que la Sabiduría divina, que todo lo gobierna9, puso frente a él a aquellos cuyas posiciones representaban casi a la perfección la divergencia entre los filósofos. En pocas palabras, pues, digo: los indoctos créanme, los doctos júzguenme. Pienso que no osaré mentir a los indoctos teniendo por jueces a los doctos, máxime hablando de algo sobre lo que pueden juzgar con verdad tanto los indoctos como los doctos. Así, pues, mi primera afirmación es esta: el hombre consta de cuerpo y alma. No os pido que, creáis esto, pero sí que también vosotros juzguéis al respecto. En efecto, no temo que nadie que se conozca a sí mismo me juzgue mal respecto a esa afirmación. El hombre, pues, cosa que nadie duda, consta de alma y cuerpo. Esta sustancia, esta realidad, esta persona que se llama hombre, busca la vida feliz. También sabéis esto; no os insto a que lo creáis, sino que os exhorto a que lo reconozcáis. Reitero: el hombre, es decir, esta realidad no insignificante, superior a todas las bestias, a todas las aves, a todos los peces y a cualquier ser que lleva carne y no es humano; el hombre, pues, que consta de alma y cuerpo, pero no de cualquier alma, pues también la bestia consta de alma y cuerpo; el hombre, por tanto, que consta de alma racional y cuerpo mortal busca la vida feliz. Una vez que el hombre haya conocido lo que procura la vida feliz, si no lo posee, si no lo persigue, si no se lo apropia y recibe si está en su poder o lo pide si hay alguna dificultad, no puede ser feliz. En consecuencia, el núcleo de la cuestión está en saber qué proporciona la vida feliz, qué realidad procura la vida feliz. Imaginad ahora que están ante vuestros ojos los epicúreos, los estoicos y el Apóstol —también pude expresarme así: los epicúreos, los estoicos y los cristianos—. Preguntemos en primer lugar a los epicúreos qué es lo que hace la vida feliz. Su respuesta: «El placer corporal». Aquí yo os pido que creáis, puesto que tengo jueces. Desconocéis si los epicúreos dicen y piensan esto, dado que no habéis leído sus escritos; pero hay personas aquí que los han leído. Volvamos a los que tenemos que interrogar. ¿Qué cosa decís, epicúreos, que procura la vida feliz? Responden: El placer corporal. ¿Qué decís, estoicos? ¿Qué cosa procura la vida feliz? La virtud del alma5. Atienda Vuestra Caridad junto conmigo; somos cristianos, discutimos con filósofos que se oponen entre sí. Ved el motivo por el que se procuró que sólo aquellas dos sectas entrasen en discusión con el Apóstol. A excepción del cuerpo y el alma, nada hay en el hombre que pertenezca a su sustancia y naturaleza. Los epicúreos pusieron la vida feliz en uno solo de estos dos componentes, a saber, en el cuerpo; en el otro, o sea, en el alma la pusieron los estoicos. Por lo que al hombre se refiere, si la vida feliz le ha de venir de él mismo, no hay que contar más que con el cuerpo o el alma. Causa de la vida feliz no es otra que el cuerpo o el alma; si buscas otra cosa, te apartas del hombre. Por tanto, quienes pusieron la vida feliz en el hombre, en ninguna otra cosa pudieron ponerla a no ser en el cuerpo o en el alma. Entre quienes la pusieron en el cuerpo, se llevan la palma los epicúreos, y los estoicos entre quienes la pusieron en el alma.
6. Helos aquí en discusión con el Apóstol. ¿Dispone el Apóstol de otra opción más o, por el contrario, ha de dar necesariamente su asentimiento a uno de estos dos puntos de vista, de forma que ponga también él la causa de la vida feliz en el cuerpo o en el alma? ¿La pondría Pablo alguna vez en el cuerpo? Es significativo que incluso quienes tienen mejor concepto del cuerpo rehúsan totalmente poner en él la causa de la felicidad. Los epicúreos, en efecto, piensan lo mismo del cuerpo que del alma, a saber, que uno y otra realidad son mortales y, cosa más grave y detestable, afirman que, tras la muerte, antes se disuelve el alma que el cuerpo. «Llegada la muerte —dicen— aun permaneciendo el cadáver y manteniendo íntegra durante algún tiempo la forma de los miembros, el alma, nada más salir, sacudida por el viento, se disuelve como el humo» 6. No nos extrañemos, pues, de que hayan puesto el sumo bien, es decir, la causa de la felicidad en el cuerpo, que consideraron tener superior al alma. ¿Haría esto el Apóstol? ¡Lejos de él el poner el sumo bien en el cuerpo! Más aún; siendo el sumo bien la causa de la felicidad, se dolió el Apóstol de que ciertos cristianos aceptaran la opinión de los epicúreos, puercos, no hombres 7. Del número de tales eran quienes corrompían las buenas costumbres con sus perversas habladurías10 al decir: Comamos y bebamos, pues mañana moriremos11. Unos epicúreos debatieron con el Apóstol. También hay cristianos epicúreos. ¿Qué otra cosa son, en efecto, quienes dicen día a día: Comamos y bebamos, pues mañana morimos? Pues mañana morimos ¿a qué responde? Nada hay después de la muerte. De hecho, nuestra vida no es sino el paso de una sombra»12? Llevados de sus pensamientos torcidos13, entre otras cosas dijeron para sí: Hagámonos coronas de rosas, antes de que se marchiten; no haya prado por el que no pase nuestra lujuria; dejemos por doquier signos de nuestra alegría, porque esta es nuestra parte y nuestro lote14.
7. Si reprendemos con mayor dureza esta forma de pensar, si ofrecemos aún mayor resistencia a estos deseos, añadirán también lo que sigue: Oprimamos al justo que es pobre15. No obstante digo y ni siquiera en este lugar 8 temo decirlo: «No seáis epicúreos». Pensad, sí, en lo que dicen esos que no hablan con rectitud: pues mañana morimos16. Pero no morimos del todo; después de la muerte permanece lo que sigue a la muerte. A quien muere le hará compañía o la vida o el castigo. Que nadie diga: «¿Quién hay que haya vuelto de allí hasta aquí?». Aquel rico, vestido de púrpura, quiso volver, pero tarde, y no se le permitió. Abrasado de sed, pedía una gota de agua quien miró con desdén a un pobre hambriento17. Que nadie, por tanto, diga: Comamos y bebamos, pues mañana morimos. Si queréis decir: pues mañana moriremos, no os lo prohíbo, pero anteponed otra cosa. Los epicúreos, en efecto, pensando en que no han de vivir tras la muerte y como careciendo de cualquier otra cosa, a no ser de lo que deleita a la carne, dicen: Comamos y bebamos, pues mañana morimos. Pero los cristianos, que han de vivir después de la muerte y que más bien han de vivir felices, no digan: Comamos y bebamos, pues mañana morimos, pero retened las palabras: pues mañana morimos y decid: «Ayunemos y oremos, pues mañana morimos». Añado todavía algo; añado una tercera cosa para no pasar por alto lo que ante todo hay que observar, a saber, que con tu ayuno se satisfaga el hambre del pobre o que, si no puedes ayunar, alimentes a aquel cuya saciedad te procure el perdón de tus pecados. Digan, pues, los cristianos: «Ayunemos, oremos y demos, pues mañana morimos». O, en el caso de que sólo quieran mencionar dos cosas, prefiero que digan: «Donemos y oremos», antes que «Ayunemos y no demos». ¡Lejos del Apóstol poner el sumo bien del hombre, es decir, la causa de la felicidad, en el cuerpo!
8. Pero quizá no esté fuera de lugar la disputa con los estoicos. Ved que a quien les pregunta en qué ponen la vida feliz, es decir, qué procura la vida feliz al hombre, mirad lo que responden: «No es el placer corporal, sino la virtud del alma». ¿Qué dijo de esto el Apóstol? ¿Asintió? Si asintió él, asintamos nosotros. Pero no asintió, pues la Escritura rechaza a quienes confían en su virtud18. El epicúreo, al poner el sumo bien del hombre en el cuerpo, pone su esperanza en sí mismo. Pero también el estoico, al poner el sumo bien del hombre en el alma, es decir, en la parte más excelente del hombre, puso igualmente su esperanza en sí mismo. Tanto el estoico como el epicúreo son hombres. Maldito todo el que pone su esperanza en el hombre19. ¿Qué decir, pues? Puestos ante nuestros ojos los tres —el epicúreo, el estoico y el cristiano—, interroguemos a cada uno por separado. Dinos, epicúreo, qué cosa hace al hombre feliz. Responde: El placer corporal. —Dínoslo tú, estoico. —La virtud del alma. —Habla tú, cristiano. —El don de Dios.
9. Por lo tanto, hermanos, como ante nuestros ojos, disputaron los epicúreos y los estoicos con el Apóstol, y con su disputa nos enseñaron qué debemos rechazar y qué elegir. La virtud del alma es cosa digna de alabanza; tanto la prudencia que discierne el bien y el mal como la justicia que distribuye a cada uno lo suyo, o la templanza que refrena las pasiones o la fortaleza que soporta serenamente las molestias. Es cosa grande y digna de alabanza; alábala, estoico, cuanto puedas, pero dime: ¿De dónde la tienes? —si es que la tienes—. No te hace feliz la virtud de tu alma, sino quien te la dio, quien te inspiró el querer y te donó el poder20. Sé que quizás te reirás de mí y te encontrarás entre aquellos de los que se dice que se mofaban de Pablo21. Incluso si tú eres como el camino, yo siembro, pues en mi medida soy un sembrador de palabras22. Lo que ha sido objeto de tu mofa es mi deber. Yo siembro; lo que siembro cae en ti como en tierra dura. Yo no soy perezoso; también hallo tierra buena23. ¿Qué haré contigo? Ya has sido reprendido y con palabra divina. Te encuentras entre aquellos que confían en su virtud24; entre aquellos que ponen su esperanza en el hombre25. Te agrada la virtud; buena cosa es lo que te agrada. Sé que tienes sed, pero no puedes hacer manar para ti la virtud. Estás seco; si te mostrara la fuente de la vida, quizá te reirías, pues dices para ti: «¿De esa roca he de beber?». La toca la vara, y manó el agua26. Los judíos piden señales27; pero tú, estoico, no eres judío. Lo sé; eres griego. Y los griegos buscan la sabiduría. Nosotros, en cambio, predicamos a Cristo crucificado28 —el judío se escandaliza, y el griego se mofa—; para los judíos, en efecto, es un escándalo y para los griegos una locura, pero para los llamados, judíos y griegos —esto es, para Pablo, antes Saulo, para Dionisio Areopagita y cuantos son como ellos de una y otra parte— Cristo, el Poder de Dios y la Sabiduría de Dios29. Ya no te mofas de la roca; reconoce en la vara a la cruz y en la fuente a Cristo, y, si sientes sed, bebe la virtud. Llénate en la fuente; eructarás tal vez acciones de gracias; lo que tienes que procede de él ya no te lo atribuirás a ti, sino que eructando exclamarás: Te amaré, Señor, mi virtud30. Ya no dirás: «Me hace feliz la virtud de mi alma»; no estarás entre los que, conociendo a Dios, no le glorificaron como Dios ni le dieron gracias, sino que se desvanecieron en sus pensamientos y se oscureció su insensato corazón, pues, declarándose sabios se hicieron necios31 —en efecto, ¿qué significa declarándose sabios, sino tenerlo todo de sí, bastarse a sí mismos?— se hicieron necios; justamente necios. La falsa sabiduría es la verdadera necedad. Estarás, en cambio, entre aquellos de quienes se dice:
Señor, caminarán a la luz de tu rostro y en tu nombre exultarán todo el día y serán exaltados en tu justicia, porque tú eres la gloria de su virtud32. Buscabas la virtud; di: Señor, virtud mía33. Buscabas la vida feliz; di: Feliz el hombre a quien tú instruyeres, Señor34. Feliz el pueblo, no el que posee el placer corporal; no el que posee la virtud del alma, sino feliz el pueblo de quien el Señor es su Dios35. Esta es la patria de la felicidad que todos desean, pero que no todos buscan rectamente. No nos inventemos el camino hacia tal patria en nuestro corazón ni emprendamos falsos senderos: de allí nos vino incluso el camino36.
10. ¿Qué quiere, en efecto, el hombre feliz, qué quiere sino no ser engañado, no morir, no sentir dolor? ¿Y qué busca? ¿Sentir hambre, o comer? ¿Por qué, si es mejor no sentir hambre? Sólo es feliz quien vive eternamente sin temor y sin engaño alguno. El alma, de hecho, detesta ser engañada. Cuán grande sea el odio espontáneo del alma a ser engañada puede colegirse del hecho de que quienes, trastornada la mente, se ríen, son objeto de llanto para los sanos, a pesar de que el hombre prefiere reír a llorar. Ante la disyuntiva entre reír y llorar, ¿quién hay que responda cosa distinta a esta: «Quiero reír»? De idéntica manera, ante ser engañado y tener la verdad, todo hombre responde que desea tener la verdad. La elección recae sobre el reír y el tener la verdad; entre la risa y el llanto, elige la risa; entre el engaño y la verdad, la verdad. Pero es tan invencible la fuerza de la verdad, que el hombre prefiere llorar con la mente sana antes que reír con ella trastornada. Así, pues, allí, en aquella patria, habrá verdad, sin lugar para el engaño y el error. Pero habrá verdad, y no llanto. Se dará igualmente el auténtico reírse y el gozarse de la verdad, puesto que allí estará la vida. Porque si existiera el dolor, no habría vida, pues no puede llamarse vida al tormento eterno e imperecedero. Por eso el Señor no quiso denominar vida a la que han de tener los impíos —aunque hayan de vivir en el fuego una vida sin fin para que la pena sea también sin fin: Su gusano no morirá y su fuego no se extinguirá37—; a ésta no quiso llamarla vida, y sí a la que es feliz y eterna38. De aquí que, al preguntar aquel rico: Señor, ¿qué he de hacer de bueno para alcanzar la vida eterna?39, tampoco el Señor mismo llamó vida eterna sino a la feliz. Pues los impíos la tendrán eterna, pero no feliz, puesto que estará llena de tormentos. Así, pues, pregunta él: Señor, ¿qué he de hacer de bueno para alcanzar la vida eterna? El Señor le responde indicándole los mandamientos. Y él replica: Todo eso lo he cumplido40. Pero cuando le respondió aludiendo a los mandamientos, ¿qué dijo? Si quieres llegar a la vida41. No le habló de la vida feliz, puesto que a la desdichada ni siquiera se la ha de llamar vida. Tampoco le habló de la vida eterna, porque donde existe el temor de la muerte, tampoco se puede hablar de vida. Por tanto, vida, la que es digna de ser llamada por este nombre, no es más que la feliz. Y no es feliz sino la eterna. Esta verdad y esta vida es la que quieren, la que queremos todos. Pero ¿por dónde se va a tan gran posesión, a tan gran felicidad? Los filósofos se inventaron las vías del error. Unos dijeron: «Por aquí»; otros: «No por aquí, sino por allí». Les quedó oculto el camino porque Dios resiste a los soberbios42. Nos estaría oculto también si no hubiera venido a nosotros. Por esto dijo el Señor: Yo soy el camino43. ¡Viandante perezoso!, puesto que no querías venir al camino, vino el camino a ti. Buscabas por donde ir: Yo soy el camino. Buscabas a donde ir: Yo soy la verdad y la vida44. No te extraviarás si vas a él por él. Esta es la enseñanza de los cristianos, que en ningún modo ha de compararse, sino que incomparablemente ha de preferirse a las doctrinas de los filósofos: a la inmundicia de los epicúreos y a la soberbia de los estoicos.