La curación del ciego de nacimiento (Jn 9,1—1)
1. Las obras que nuestro Señor Jesucristo hizo entonces en los cuerpos las hace ahora en los corazones, aunque en modo alguno cesa de realizarlas también en muchos cuerpos; pero es mucho más grande lo que hace en los corazones. En efecto, si es cosa grande ver la luz del cielo, ¡cuánto más lo es ver la luz de Dios! Para esto precisamente, para ver la luz que es Dios, son sanados, abiertos y purificados los ojos del corazón. Dios —dice la Escritura— es luz y en él no hay tiniebla alguna1, y el Señor en el Evangelio: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios2.
2. Por tanto, quienes nos extrañamos admirados de que este ciego vea, empeñémonos, por don de Dios, con todas nuestras fuerzas en la curación y purificación de nuestros corazones. Sean buenas las costumbres y los corazones están ya purificados. Pues ¿de qué sirve ser purificados de los pecados en la fuente sagrada, si en seguida nos manchamos con pésimas costumbres?
3. Los distintos momentos de esta intervención del Señor por la que otorgó la vista al ciego, nos invita a considerar algo grande y necesario. En efecto, el Señor Jesucristo podía —¿quién hay que le niegue ese poder?— tocar los ojos del ciego sin saliva ni lodo y devolverle o, mejor, darle la vista al instante. Estaba en su poder. ¿Por qué hablo de tocarle con las manos? ¿Qué no hubiese podido hacer con la sola palabra si lo hubiese mandado?3 ¿Qué no puede hacer la Palabra con la palabra? Pues no se trata de cualquier palabra, sino de ésta: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios4. Esta Palabra, que en el principio era Dios junto a Dios, se hizo carne5 para habitar entre nosotros. Así, pues, caminaba la Palabra revestida de carne: la carne era visible, la Palabra estaba oculta. Pero que esta Palabra había de venir en la carne lo predijeron con anterioridad muchos profetas, cual mensajeros de ella en su espíritu y verdad. Muchos fueron los que llegaron antes proclamando: «He aquí que vendrá; vendrá aquel en quien tendrá lugar el perdón de los pecados». «He aquí que vendrá»: esto lo decían de múltiples maneras, con múltiples figuras, con múltiples sacrificios figurativos, con numerosas realidades encubridoras de misterios. No se oía más que esto: «Ved que vendrá». Una vez llegado, el amigo del esposo dijo en seguida desde el agua: He aquí el cordero de Dios, he aquí el que quita el pecado del mundo6: aquel cuya venida se había prometido; aquel de quien escribió Moisés; aquel de quien dan testimonio la ley y los profetas; aquel por cuya santificación se edificó el templo; aquel cuya sangre estuvo figurada en las víctimas que ofrecían los sacerdotes: He aquí el cordero de Dios, he aquí el que quita el pecado del mundo.
4. Así, pues, también el Señor, al curar a este ciego de nacimiento, en el que se figuraba al género humano ciego también de nacimiento, al iluminar a tal hombre guardó un procedimiento preciso. El Señor escupió en la tierra, hizo lodo y le untó los ojos con saliva7. La tierra significa a los profetas. Efectivamente, esta tierra fue enviada delante, pues ¿qué otra cosa son los profetas sino tierra? Siendo en verdad hombres hechos de tierra, recibieron el Espíritu del Señor8 y ungieron al pueblo de Dios. Lo veían proféticamente, pero aún no lo veían.
5. Pero mira ahora a dónde fue enviado para que lavar su cara. A la piscina de Siloé. ¿Qué significa Siloé? Afortunadamente no lo calló el evangelista: que significa «enviado»9. ¿Quién ha sido enviado sino aquel que dice continuamente: El Padre que me ha enviado?10 ¿Quién ha sido enviado sino aquel de quien se dijo: He aquí el cordero de Dios11? En él se lava la cara, y quien había sido untado adquiere la vista, porque en Cristo el Señor se ha hecho realidad toda profecía. Quien no conoce a Cristo camina untado. Y, si tal vez lee un profeta, es un judío. ¿Por qué lees al profeta? Vete a Siloé para verle y conocer a aquel cuya saliva llevas en tus ojos.
6. Ahora bien, el orden seguido primeramente con relación a los ojos de este hombre, se mantuvo también con relación a su corazón. Prestad atención a la pregunta que le hicieron los judíos: ¿Qué dices tú de ese hombre? Digo —respondió— que es un profeta12. Aún no había lavado la faz de su corazón en Siloé. Sus ojos ya estaban abiertos, pero su corazón estaba (solo) untado, cuando ya tenía lavada la cara. Respondió como pudo, como quien está untado y aún no ve. Mostró hallarse untado, evidentemente, en su corazón, a la vez que la apertura de los ojos de su carne. En su condición de untado que aún no ve, dijo también algo: Sabemos que Dios no escucha a los pecadores13. Si esto fuera verdadero, en vano se habría golpeado el pecho el publicano14. Mas perdonemos esta afirmación a quien, teniendo los ojos untados aún, no veía. Pues también a los pecadores los escucha Dios. Ellos son los pupilos, los humildes, los pobres. Juzgad —dice— a favor del pupilo y del necesitado; haced justicia al humilde y al pobre15. Humilde y pobre era aquel que no se atrevía a levantar los ojos al cielo, y golpeó su pecho, diciendo: Ten compasión de mí que soy pecador. ¿Y bajó justificado el que dijo: Ten compasión de mí, que soy pecador?16 ¿Es cierto que Dios no escucha a los pecadores?
7. ¿Quién es el pupilo, sino el aún pequeño en la fe? En efecto, pupillus —como pupulus— es diminutivo de pupus (muchacho pequeño). Pues cuando ha crecido y entra en la pubertad, deja de ser pupilo y se le llama ya adulto. En cambio, cuando ha cumplido los veinticinco años, se le llama legalmente mayor de edad. ¿Qué he de decir, hermanos? Si consideramos la grandeza de los santos ángeles, ¿no es verdad que los hombres que nos hallamos en la tierra somos unos pupilos? Pero dirá alguien: «¿cómo somos pupilos, nosotros que, aunque pequeños, gritamos sin embargo: Padre nuestro que estás en los cielos17?». Sucede así porque somos pupilos según el espíritu, no según la carne. Pues, según la carne, es pupilo aquel cuyo padre ha muerto; según el espíritu, es pupilo aquel cuyo padre está oculto. Dejaremos de ser pupilos cuando veamos a nuestro Padre.
8. Tratemos de encontrar, pues, al ciego, con los ojos ya abiertos, pero aún (solo) untado en su corazón, en el momento en que se lava la cara. Los furiosos judíos, vencidos y convictos, ciegos de cólera hacia el que ya veía, lo arrojaron fuera. Cuando lo arrojaron fuera, fue precisamente cuando entró allí de donde no podrían arrojarle fuera los judíos instalados en la casa de Dios. Así, pues, expulsado, encontró al Señor en el templo, quien le dijo: ¿Crees tú en el Hijo de Dios?18 —en efecto, conocía quién había dado la vista a su cuerpo, aunque aún tenía que recibirla en el corazón. Ahora lava la faz de su corazón, ahora viene a Siloé, porque ahora entiende que es el Unigénito enviado—. Como un untado que aún no ve, le respondió: ¿Quién es, Señor, para creer en él? Y el Señor a su vez: Le has visto; el que está hablando contigo, ése es19. Darle estas palabras equivale a lavarle la cara. Por último, ya acabada de lavar la cara, viendo en su corazón, dijo: Creo, Señor; y, postrándose, lo adoró20. Vueltos al Señor.