La multiplicación de los panes (Jn 6,5—15)
1. Un gran milagro ha tenido lugar, amadísimos: con cinco panes y dos peces se han saciado cinco mil hombres, y los pedazos restantes llenan doce canastos. Gran milagro, pero no nos causará excesiva admiración, si nos fijamos en su autor. El que multiplicó los panes entre las manos de los repartidores es el mismo que multiplica las semillas que germinan en la tierra de modo que se siembran pocos granos y se llenan las trojes. Pero como esto lo hace cada año, nadie se admira. La admiración la excluye no la insignificancia del hecho, sino su repetición. Ahora bien, al hacer estas cosas, el Señor hablaba a los que las entendían no solo mediante palabras, sino también por medio de los milagros mismos. Los cinco panes simbolizaban los cinco libros de la ley de Moisés. La ley antigua es, respecto al Evangelio, lo que al trigo la cebada. Esos libros encierran grandes misterios concernientes a Cristo. Por eso decía él: Si creyerais a Moisés, me creeríais también a mí, pues él ha escrito de mí1. Pero igual que en la cebada el meollo está bajo el cascabillo, así Cristo se oculta bajo el velo de los misterios de la ley. Como los misterios de la ley al exponerlos se expanden, así también aquellos panes se acrecentaban al partirlos. Y en el hecho mismo de exponeros esto os he partido el pan. Los cinco mil hombres significan el pueblo constituido al amparo de los cinco libros de la ley; los doce canastos son los doce apóstoles, que, a su vez, se llenaron con los rebojos de la misma ley. Los dos peces son, o bien los dos mandamientos del amor de Dios y del prójimo, o bien los dos pueblos: el de la circuncisión y el del prepucio, o aquellas dos funciones sagradas: la real y la sacerdotal. Exponer estos misterios equivale a partirlos; comprenderlos equivale a alimentarse.
2. Volvamos al hacedor de estas cosas. Él es el pan que ha bajado del cielo2, pero un pan que repara sin menguar él; un pan que se puede consumir sin que pueda consumirse. Este pan estaba figurado también en el maná. Por eso se dijo: Les dio pan del cielo; el hombre comió el pan de los ángeles3. ¿Quién es el pan del cielo sino Cristo? Mas para que el hombre comiera el pan de los ángeles se hizo hombre el Señor de los ángeles, pues si no se hubiera hecho esto, no tendríamos su carne; y, si no tuviéramos su carne, no comeríamos el pan del altar. Apresurémonos por llegar a la herencia, dado que hemos recibido tan gran prenda de ella. Hermanos míos, deseemos la vida de Cristo puesto que tenemos su muerte como prenda. ¿Cómo no va a darnos sus bienes quien ha sufrido nuestros males? En estas tierras, en este mundo malvado, ¿qué abunda sino el nacer, fatigarse y morir? Examinad las cosas humanas, y convencedme de lo contrario, si miento. Fijaos en cualquier hombre, y ved está aquí para otro fin que no sea nacer, fatigarse y morir. Tales son los productos de nuestro país; eso lo que abunda. A proveerse de tales mercancías bajó del cielo el divino Mercader. Y, puesto que todo mercader da y recibe: da lo que tiene y recibe lo que no tiene, da dinero y recibe lo comprado, también Cristo dio y recibió en esta operación comercial. Pero ¿qué recibió? Lo que abunda entre nosotros: nacer, fatigarse y morir. Y ¿qué dio? Renacer, resucitar y reinar por siempre. ¡Oh Mercader bueno, cómpranos! Mas ¿a qué decir: cómpranos, si lo que debemos hacer es darte gracias por habernos comprado? Nos das el precio pagado por nosotros: bebemos tu sangre; nos das, pues, el precio pagado por nosotros. También leemos el evangelio, nuestro documento oficial. Siervos tuyos somos, somos criaturas tuyas: tú nos hiciste y nos redimiste. Un esclavo puede comprarlo cualquiera, crearlo no; el Señor, en cambio, creó y redimió a sus siervos: los creó para que existiesen, los redimió para que no fuesen siempre cautivos. Efectivamente, vinimos a dar en manos del príncipe de este mundo, que sedujo a Adán y le esclavizó a él, y comenzó a poseernos como si fuéramos esclavos suyos de nacimiento. Pero vino el Redentor, y fue vencido el seductor. Y ¿qué hizo nuestro Redentor al que nos tenía cautivos? Para rescatarnos convirtió su cruz en un cepo en el que puso como cebo su sangre. El seductor, sin embargo, pudo derramar su sangre, pero no mereció beberla. Y por el hecho de haber derramado la sangre de quien nada le debía, se le ordenó restituir a sus deudores; derramó la sangre de un inocente, se le ordenó alejarse de los culpables. El Redentor, en efecto, derramó su sangre para borrar nuestros pecados. Así, pues, su sangre destruyó aquello por lo que aquel nos tenía sujetos. De hecho, no estábamos sujetos a él si no por los lazos de nuestros pecados. Ellos eran las cadenas de nuestra cautividad. Vino el Redentor, ató al fuerte con los lazos de su pasión, entró en su casa, es decir, en los corazones de aquellos en que moraba, y le arrebató sus vasos4. Nosotros somos esos vasos, que él había llenado de su amargura, amargura que dio también a beber a nuestro Redentor con la hiel. Por tanto, él nos había llenado a nosotros como si fuésemos vasos suyos: a su vez, nuestro Señor al arrebatarle los vasos y hacerlos propios vertió la amargura y los llenó de dulzura.
3. Amémosle, por tanto, pues es dulce. Gustad y ved cuán dulce es el Señor5. Se le ha de temer; pero se le ha de amar todavía más. Es hombre y Dios: el único Cristo es Dios y hombre; y como es un único hombre, es un alma y un cuerpo, pero, aunque es Dios y hombre, no son dos personas. En Cristo hay, ciertamente, dos sustancias, Dios y hombre, pero una única persona, para mantener la Trinidad y no convertirse en una cuaternidad al sumarse el hombre. ¿Cómo puede, entonces, darse que Dios no se compadezca de nosotros por quienes Dios se hizo hombre? Mucho es lo que hizo, y es más maravilloso lo que hizo que lo que prometió, y, a partir de lo que hizo, debemos creer lo que prometió. De hecho, esto mismo que hizo apenas lo creeríamos si no lo viéramos también. ¿Dónde lo vemos? En los pueblos creyentes, en la muchedumbre llevada a él. Vemos cumplido lo que prometió a Abrahán y eso nos lleva a creer lo que no vemos. Abrahán fue un único hombre, pero se le dijo: En tu descendencia serán benditos todos los pueblos6. Si se hubiese fijado en sí mismo, ¿cuándo hubiera creído? Era un hombre sólo, ya anciano; su mujer era estéril y ya tan entrada en años que no podía concebir, aunque no hubiera sido estéril. No había absolutamente fundamento alguno para la esperanza. Pero él se fijaba en quien le hacía la promesa y creía lo que no veía. Advertid que nosotros vemos lo que él creyó. Por tanto, debemos creer lo que no vemos, apoyándonos en lo que vemos Abrahán engendró a Isaac: no lo hemos visto; Isaac, a su vez, engendró a Jacob: tampoco esto lo hemos visto; Jacob engendró doce hijos: tampoco a estos los vimos; sus doce hijos engendraron al pueblo de Israel: estamos viendo un gran pueblo. Comienzo ya a decir lo que vemos: del pueblo de Israel nació la virgen María que dio a luz a Cristo, y he aquí que en Cristo son bendecidos todos los pueblos. ¿Hay algo más verdadero? ¿Hay algo más cierto y más evidente? Desead conmigo el mundo futuro vosotros, congregados de los pueblos. En este mundo Dios cumplió su promesa referente a la descendencia de Abrahán. ¿Cómo, entonces, no va a darnos sus promesas eternas a nosotros a los que hizo descendencia de Abrahán? En efecto, esto dice el Apóstol: Ahora bien, si vosotros sois de Cristo —son palabras del Apóstol— entonces sois semilla de Abrahán7.
4. Comenzamos a ser algo grande; que nadie se desprecie; no fuimos nada, pero somos algo. Hemos dicho al Señor: Acuérdate de que somos polvo8, pero él hizo al hombre del polvo, polvo al que dio vida, y en Cristo nuestro Señor llevó ya a los reinos celestiales al polvo mismo. La explicación es que quien hizo cielo y tierra9 tomó de aquí su carne; tomó de aquí su tierra y elevó la tierra al cielo. Suponed, pues, que se nos propusieran dos cosas como aún no realizadas y que se nos preguntase qué cosa es más asombrosa: que Dios se haya hecho hombre o que el hombre se haga Dios. ¿Cuál es más asombrosa?, ¿cuál más difícil? ¿Qué nos ha prometido Cristo? Lo que aún no vemos, a saber: ser hombres suyos, reinar con él y no morir por siempre jamás. Se cree casi con dificultad que un hombre que ha nacido arribe a aquella vida en la que nunca morirá. Esto es lo que nosotros creemos, tras sacudir el corazón, es decir, tras sacudir de él el polvo mundano para evitar que el mismo polvo nos ciegue los ojos de la fe. Esto se nos manda creer: que, después de la muerte, nos hallaremos, acompañados de los cuerpos muertos, en la vida en la que nunca moriremos. Esto es maravilloso, pero aún lo es más lo que hizo Cristo. En efecto, ¿qué es más increíble: que viva siempre el hombre, o que alguna vez muera Dios? ¿Es más creíble el que los hombres reciban de Dios la vida? Juzgo que es más increíble que Dios reciba de manos de hombres la muerte. Y ya ha tenido lugar: creamos también lo que tendrá lugar en el futuro. Si se ha realizado lo que parece más increíble, ¿no nos dará lo que es más creíble? De hecho, Dios puede hacer ángeles a los hombres, pues hace a los hombres de una semilla terrena y horrible. ¿Qué seremos? Ángeles. ¿Qué fuimos? Vergüenza da recordarlo; pero se siento obligado a pensarlo y me ruboriza decirlo. ¿Qué fuimos? ¿De dónde hizo Dios a los hombres? ¿Qué fuimos antes de existir de hecho? Nada éramos. Y cuando estábamos en el seno materno, ¿qué cosa éramos? Basta que lo recordéis. Apartad de vuestra mente de aquello de lo que fuisteis hechos y pensad lo que sois ahora. Vivís, pero también viven las hierbas y los árboles; sentís, mas también sienten las bestias. Sois hombres: habéis aventado a las bestias, sois superiores a ellas por el mismo hecho de entender cuán grandes bienes nos otorgó Dios. Vivís, sentís, entendéis, sois hombres. Ahora bien, ¿hay algo que admita comparación con este beneficio? Sois cristianos. Efectivamente, si no hubiéramos recibido este don, ¿de qué nos habría aprovechado el ser hombres? Somos, pues, cristianos; pertenecemos a Cristo. Que el mundo se ensañe con nosotros, no nos quiebra, puesto que pertenecemos a Cristo. Que el mundo nos haga la corte, no nos seduce: ¡pertenecemos a Cristo!
5. Gran protector hemos hallado, hermanos. Sabéis que los hombres se crecen con el amparo de sus protectores. El protegido responde a quien le amenaza, si es de menor categoría que su protector: «Mientras viva ese mi amo, nada me harás». ¡Con cuánta mayor energía y seguridad decimos: «Mientras viva nuestra Cabeza, nada nos harás»! La razón es que nuestro protector es nuestra Cabeza. Todos los que se crecen con el amparo de algún protector humano, son protegidos suyos; nosotros, en cambio, somos miembros de nuestro protector. Que él responda por nosotros en sí mismo y que nadie nos arranque de él. Sean las que sean las fatigas que hayamos padecido en este mundo, todo lo que tiene un término es nada. Llegarán los bienes que nunca pasarán: a ellos se llega por las fatigas. Pero, una vez que hayamos llegado, nada nos arrancará de allí. Las puertas de Jerusalén se cierran, se echan también los cerrojos, para decir a aquella ciudad: Alaba, Jerusalén, al Señor; alaba, Sión, a tu Dios, porque redobló los cerrojos de tus puertas, bendijo a tus hijos dentro de ti. Él ha puesto paz en tus confines10. Cerradas las puertas y echados los cerrojos, ni sale amigo ni entra enemigo. Allí tendremos la auténtica y cierta seguridad, si aquí no hemos desertado de la verdad.