SERMÓN 119

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

La palabra encarnada (Jn 1,1—14)

1. Mi predicación nunca ha callado y vuestra fe siempre ha mantenido que nuestro Señor Jesucristo se hizo hombre para buscar al hombre perdido, y, al mismo tiempo, que este Señor nuestro que se hizo hombre por nosotros fue siempre Dios junto al Padre y siempre lo será, o mejor, siempre lo es, porque donde no pasa el tiempo no hay ni un «fue» ni un «será». Lo que se dice que «fue», ya no es; lo que se dice que «será», todavía no es; pero él «es» siempre, porque es verdaderamente, o sea, inmutable. El pasaje evangélico nos ha apercibido de un misterio profundo y divino. San Juan regurgitó las palabras iniciales de su evangelio, porque las bebió en el pecho de su Señor. Recordad, pues —se os ha leído hace muy poco—, cómo este santo evangelista, Juan, esta recostado sobre el regazo del Señor. Queriendo indicar esto claramente, dijo: Sobre el pecho del Señor1, para que entendiésemos por qué había dicho «en el regazo del Señor». Y quien estaba recostado sobre el pecho del Señor, ¿qué pensamos que bebía? No lo pensemos, bebámoslo, pues también nosotros hemos oído ahora lo que hemos de beber.

2. En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios2. ¡Qué proclamación! ¡Qué eructo de lo bebido en el pecho del Señor! En el principio existía la Palabra. ¿Por qué buscas qué existía antes? En el principio existía la Palabra. Si la Palabra hubiera sido hecha —pues no fue hecha la que hizo todas las cosas3—; si —repito— la Palabra hubiera sido hecha, la Escritura habría dicho: «En el principio creó Dios la Palabra», igual que dijo en el Génesis: En el principio creó Dios el cielo y la tierra4. Luego no hizo Dios la Palabra en el principio, porque en el principio existía la Palabra. ¿Dónde estaba esta palabra que existía en el principio? Prosigue: Y la Palabra estaba junto a Dios. Pero, hechos a oír todos los días palabras humanas, acostumbramos a considerar sin valor el vocablo «Palabra». No juzgues aquí sin valor el vocablo «Palabra»: La Palabra era Dios. Esta, o sea, la Palabra, estaba en el principio junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por ella, y sin ella nada fue hecho5.

3. Dilatad vuestros corazones, ayudad la pobreza de mi palabra. Escuchad lo que pueda deciros, y reflexionad sobre lo que no pueda decir. ¿Quién hay que comprenda la Palabra que permanece? Todas nuestras palabras suenan y pasan. ¿Quién hay que comprenda la Palabra que permanece sino el que permanezca en ella? ¿Quieres comprender la Palabra que permanece? No sigas el río de la carne. En efecto, esta carne es un río, pues no se detiene. Los hombres nacen como de cierta fuente oculta de la naturaleza, viven y mueren, y no sabemos de dónde vienen ni a dónde van. Está escondida el agua hasta que brota el manantial; fluye y aparece el río, y luego se oculta en el mar. No apreciemos este río que mana, fluye y desaparece; no lo apreciemos. Toda carne es heno; y todo el honor de la carne, como la flor del heno. El heno se secó, la flor se cayó. ¿Quieres permanecer? En cambio, la Palabra de Dios permanece para siempre6.

4. Mas, para socorrernos, la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros7. ¿Qué significa la Palabra se hizo carne? El oro se hizo heno; se hizo heno para ser quemado; el heno se quemó, pero quedó el oro. No solo no pereció con el heno, sino que lo transformó. ¿Cómo lo transformó? Lo resucitó, le devolvió la vida, lo subió al cielo y lo sentó a la diestra del Padre. Recordemos el texto inmediatamente anterior a las palabras. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros: Vino a su casa, y los suyos no la recibieron; mas a cuantos la recibieron les dio poder de llegar a ser hijos de Dios8.

Llegar a ser, porque no lo eran, mientras que ella lo era desde el principio. Así, pues, dio poder de llegar a ser hijos de Dios a los que creen en su nombre, los cuales, no nacieron de la sangre, ni del deseo de la carne, ni de deseo de varón, sino de Dios9. Ved que lo son, sea la que sea la edad de su carne; estáis viendo a los recién nacidos; contempladlos y alegraos. Vedlos nacidos, pero de Dios. La matriz materna, el agua bautismal.

5. Que nadie conciba ideas propias de su alma mezquina, rumie en su interior pensamientos de todo punto falaces, y se diga: «Cómo es que en el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba en Dios, y la palabra era Dios, todas las cosas fueron hechas por ella10, y de pronto la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros?11 Escuchad por qué se hizo carne. Ciertamente, a los que creen en su nombre les dio poder de llegar a ser hijos de Dios. Y los mismos a los que les dio poder de ser hijos de Dios no piensen que es cosa imposible serlo. La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. No penséis que excede vuestras posibilidades el ser hijos de Dios: por vosotros se hizo hijo del hombre el que era Hijo de Dios. Y si el Hijo de Dios se hizo hijo del hombre, pasando de ser más a ser menos, ¿no puede hacer que nosotros, que éramos menos, podamos ser algo más? Desciende él a nosotros, y ¿no ascendemos nosotros a él? Tomó por nosotros nuestra muerte, y ¿no va a darnos su vida? Padeció tus males por ti, y ¿no te dará sus bienes?

6. Pero —dice— ¿cómo pudo suceder que la Palabra de Dios, por la que es gobernado el mundo y por la que fueron y son creadas todas las cosas, se encogiese en la carne de una virgen; que, abandonando el mundo y los ángeles, se encerrase en el seno de una sola mujer? No sabes pensar a lo divino. La Palabra de Dios —te hablo a ti, ¡oh hombre!; te hablo de la omnipotencia de la Palabra de Dios—, al ser también ella omnipotente, lo pudo ciertamente todo: quedar con el Padre y venir a nosotros; descender a nosotros en carne y quedar oculto en él. Y no es que no existiese, en el caso de no haber nacido de la carne. Existía antes que su carne; ella misma creó a su madre. Eligió la mujer que lo concibiera, hizo a aquella de la cual iba a ser hecho. ¿De qué te extrañas? Te estoy hablando de Dios: la Palabra era Dios.

7. Trato de decir algo sobre la Palabra, y tal vez la palabra humana puede ofrecerme algo semejante. Aunque muy desemejante, muy distante y sin admitir comparación alguna, no obstante, os la voy a proponer tomando pie de alguna semejanza. Ved que la palabra que os estoy hablando la tuve primero en mi corazón; salió hacia ti, pero no se apartó de mí; comenzó a estar en ti lo que no estaba en ti y permaneció conmigo al salir hacia ti. Así, pues, de la misma manera que mi palabra fue expresada a tu mente sin apartarse de mi corazón, así aquella Palabra fue expresada a nuestra mente sin apartarse de su Padre. Mi palabra estaba en mí y salió como voz; la Palabra de Dios estaba en el Padre y salió como carne. Pero ¿acaso puedo hacer yo de mi voz lo que pudo él de su carne? En efecto, yo no puedo retener mi voz volandera; él no solamente retuvo su carne para nacer, vivir y obrar, sino que también resucitó y llevó al Padre este a modo de carruaje en el que vino a nosotros. A la carne de Cristo la puedes considerar como su vestidura, como su carruaje, o como su montura —según tal vez él mismo se dignó significar, pues sobre su montura puso él al que había sido malherido por los salteadores12—, o, por último, como su templo —según lo expresó él con más claridad13—, este templo ya conoce la muerte y está sentado a la diestra del Padre; en ese mismo templo ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Lo que nos exhortó a cumplir con sus preceptos, lo mostró con su ejemplo. Lo que te mostró en su carne, debes esperarlo en la tuya. Esta es la fe: mantén lo que aún no ves. Es necesario que, por la fe, permanezcas en lo que no ves, no sea que, cuando lo veas, tengas que avergonzarte.