Sermón sobre el pasaje evangélico de la mujer que llevaba dieciocho años encorvada y de aquellos sobre los que cayó la torre1
1. Con frecuencia he advertido a vuestra Caridad y, en la medida de mis fuerzas y del don del Señor, he enseñado que las obras maravillosas realizadas por nuestro Señor Jesucristo en el evangelio, además de ser obras grandiosas —¿qué otra cosa cabe decir, sino que tanto más maravillosas cuanto más divinas—, son asimismo una especie de palabras visibles, que también nos exhortan a entender lo que significan. Aunque solo sea por lo que tienen de milagroso, deleitan e impulsan el corazón a alabar a Dios, incluso si no las entendemos. Es un hecho constatado que admira y alaba al calígrafo que hace una hermosa letra hasta quien no sabe leer y desconoce el significado de lo escrito, y que, con solo verlo, se deleita en la belleza de las letras —quien ignora lo que significan, alaba su articulación; quien, en cambio, sabe leerlas, obtiene fruto más abundante—. De igual manera, cuando oímos las obras maravillosas que hizo el Señor, incluso si no entendemos lo que significan, cual, si no supiéramos leer y como si nos limitáramos a ver las letras, nos causa admiración lo que hizo el artista, aun desconociendo su voluntad de significar algo. ¿Hay algo más maravilloso que este hecho? Una mujer llevaba dieciocho años encorvada a causa de una enfermedad: en un instante se enderezó por la palabra del Señor2, y tan prolongada enfermedad cedió a la voz de quien le daba órdenes, porque obedeció al Dominador. Rompió el lazo del que la tenía enredada, actuó como creador. La que estaba encorvada fue enderezada, fue desatada la que estaba atada, y todo con la palabra, puesto que quien la pronunció —y todo fue hecho por él3— vino a buscar lo que había perecido4. Admirémoslo, alabémoslo, amémoslo. No obstante, después de haber admirado la articulación de estas letras, investiguemos con algo más de atención su significado.
2. En el mismo pasaje evangélico, en el mismo contexto en que se menciona que una torre se derrumbó en Siloé sobre dieciocho hombres, procurándoles la muerte5, se narra que fue sanada y endereza una mujer que llevaba enferma dieciocho años. Ambos hechos figuran allí; uno sigue al otro en el relato. En el mismo hilo de la narración aparece lo que el Señor dijo de aquel árbol al que vino y halló sin fruto, ya por tres años. Cuando él mandó que fuera talado, intercedió el labrador: le pondría algo de estiércol en una fosa cavada alrededor y, si daba fruto, bien; si no, vendría y lo cortaría6. Esto se dijo del árbol en sentido figurado, no se realizó mediante un milagro. En cambio, lo referente a los dieciocho hombres sobre los que se derrumbó la torre ni lo dijo el Señor en sentido figurado, ni se trató de algo recomendado mediante un milagro: el derrumbe los aplastó7. Se podría atribuir al azar, sino fuera porque (hasta) los impíos entienden que ni un pájaro cae a tierra sin que lo quiera el Creador8. La circunstancia para que el Señor mencionara de propia iniciativa a los dieciocho hombres aplastados por el derrumbe de la torre fue que le habían contado que el rey Herodes había dado muerte a algunos como dura medida ejemplar, hasta el punto de mezclar su sangre con la de sus sacrificios9. Como les parecía espantoso, se lo contaron (a Jesús). Y dice el Señor: ¿Pensáis que aquellos eran más pecadores que los demás hombres porque les sucedió eso? En verdad, os digo: Si no os arrepentís, todos pereceréis de igual manera10. Luego fue más allá y, recordando lo acontecido, añadió: O ¿pensáis que eran más culpables, es decir, pecadores, que los demás aquellos dieciocho hombres sobre los que se derrumbó la torre de Siloé, procurándoles la muerte? En verdad os digo que, si no os arrepentís, pereceréis todos de igual manera11. Después pasa a hablar de aquella higuera12, endereza ya a la mujer13. Os lo suplico: ayudad mi debilidad con vuestra atención. Juzgo que lo primero que debemos averiguar sin negligencia es el significado del hecho.
3. En verdad —refiere— os digo: Si nos os arrepentís, todos moriréis de igual manera14. De igual manera. ¿Cómo? Es decir, como aquellos cuya sangre mezcló Herodes con la de sus sacrificios15. De nuevo si no os arrepentís todos moriréis de igual manera16. De igual manera: ¿en qué sentido? Como aquellos sobre los que se derrumbó la torre17. Dado que ellos murieron de otra manera —de una manera murieron aquellos cuya sangre fue mezclada con la de sus sacrificios, y de otra aquellos a los que el derrumbe aplastó— ¿cómo se entiende que todos morirán de igual manera, si no se arrepienten? Los que mueren de la primera manera, no mueren de la segunda, y los que mueren de la segunda manera, no mueren de la primera; sin embargo, mueren igual en cuanto a merecerlo. La Escritura divina no puede mentir, la boca de la verdad no puede mentir. Por tanto, si la entendemos, es verdad. Todos los malos —dice—, todos los perdidos, los criminales, los infames, los amantes de este mundo, los lascivos y los abyectos, si no se arrepienten, morirán de igual manera. ¿En qué sentido de igual manera? Como los unos, como los otros. No de forma corporal y visible; por tanto, de igual manera. Pues en cuanto a la muerte corporal, no pueden morir de una y otra manera. Pero si entendemos y comparamos lo espiritual con lo espiritual y, con semejanzas corporales, dirigimos ciertos signos a las realidades que se entienden con la mente, todos mueren de igual manera. En efecto, todos los malvados piden a Dios cosas malas, y las que juzgan buenas para sí, son malas al juzgar mal. ¿Por qué? Porque su juicio lo inspira el mal deseo, lo que obra la carne y la sangre, esto es, la obra de corrupción, que no poseerá el reino de Dios18. Por tanto, sus sacrificios, es decir, sus preces, se mezclarán con su sangre, puesto que piden conforme al deseo de la carne y la sangre. Esto lo indica y lo reprueba en texto de la Escritura al decir: Pedís y no recibís porque pedís mal, para consumiros en vuestros malvados deseos19. Tú, pues, ofreces tu sacrificio: sea mezclado con tu sangre; juzgas carnalmente y ruegas a Dios a tono con esos pensamientos carnales. En efecto, tú has nacido de la carne y la sangre; quieres que Dios se doblegue a tu carne —siendo tú quien debes levantar tu corazón a Dios— y no prestas atención a lo que te dice el Apóstol: Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios: gustad las cosas de arriba, no las de la tierra20, no sea que vuestras preces, provenientes de la carne y la sangre, os procuren el mismo castigo con que fueron castigados aquellos cuya sangre mezcló con sus sacrificios el rey encolerizado. Separa tu sacrificio de tu sangre, di a tu Dios: Te cumpliré los votos que distintamente pronunciaron mis labios21. El hombre espiritual juzga todo, mientras que a él no lo juzga nadie22. Juzgando todo, no mezcla el sacrificio con la sangre.
4. ¿Cómo, entonces, los que no se arrepienten mueren de la misma manera que los que murieron al derrumbarse la torre de Siloé sobre ellos? (Siloé significa enviado). ¿Quién fue enviado sino nuestro Señor? La torre de Siloé es la cruz de Cristo. Si, por tanto, no te mortificas, clavado a su cruz con los malos deseos de la carne y de la sangre, cae sobre ti el crucificado. ¿Por qué te signas? Si no lo haces (lo indicado), no te signas. Es un derrumbe, no una gracia. Reconoce al crucificado, reconoce al que sufre, reconoce al que ora por sus enemigos, reconoce a quien amaba y deseaba curar a quienes le procuraban tales males. Si lo reconoces, arrepiéntete y, si alguna vez deseaste el mal, procura desear el bien. Elimina la culpa para no temer el castigo. Pero si no lo haces, ¿te aprovechará de algo Cristo? Quien lo come indignamente, come y bebe su propia condenación23. Si al comerlo indignamente come y bebe su propia condenación, ¿no se derrumba sobre él la torre? Todos, pues, moriréis de igual manera —dice, y dice verdad—, si no os arrepentís24 de vuestras malas acciones. Por otra parte, si te arrepientes, serás enderezado y hecho semejante a aquella mujer; si te arrepientes, recibes, no sin fruto, lo sórdido del arrepentimiento cual montón de estiércol, para no ser talado.
5. Queda por indagar lo referente a los números: cómo los dieciocho hombres (y) los dieciocho años se combinan con los tres años de aquel árbol. A resolver este tipo de cuestión nos ha impulsado el jefe de la sinagoga, airado porque el Señor Jesús curó a aquella mujer en sábado. Dice, en efecto, a la muchedumbre: Hay seis días en los que procede obrar; venid esos días a ser curados, no el sábado25. En cuanto animal queda convicto con un ejemplo tomado de otro animal. Hipócritas —dice—, cualquiera de vosotros ¿no desata su montura el sábado y lo lleva al abrevadero? No (convenía) dejarlo convicto con otro tipo de argumento, puesto que, al no tener inteligencia, era como el caballo y el mulo. Él también creía que la Escritura estaba de su parte, al decir: Hay seis días en los que procede obrar. El texto lo tomó ciertamente de la Escritura, pero mezclaba el sacrificio con la sangre, porque entendía carnalmente lo dicho espiritualmente. Nosotros, en cambio, tomemos de él ocasión para entenderlo, y recordemos también que el Señor creó en seis días todo lo que vemos, el cielo y la tierra y todo lo que contienen, descansando en el séptimo día. Solo que todos aquellos días tienen tarde, dado que el cielo y la tierra pasarán26; en cambio, el séptimo día, el del descanso, no la tiene, puesto que, una vez que también nosotros hayamos descansado tras nuestras buenas obras, nuestro descanso no tendrá término. Hallamos, pues, que todo fue hecho en seis días: con el número seis significó el tiempo. Por otra parte, si con el número seis se te significa el tiempo, fíjate en los tres años del árbol, porque en ese número se significa el tiempo dividido en tres épocas: una antes de la ley, otra bajo la ley, la tercera la que vivimos ahora bajo la gracia. Quien no se haya corregido en este tiempo, ha de esperar el hacha, no seguridad. Por tanto, dado que aquel árbol, al menos en la tercera etapa, tenía que enmendarse y pasar de estéril a fértil, para escuchar a quien administraba un bautismo de arrepentimiento: Dad frutos dignos de arrepentimiento27, dado que el número seis significa el tiempo, está claro que aquellos dieciocho a los que aplastó la torre no se emendaron en el conjunto de las tres etapas. En efecto, si el número seis significa el tiempo, tres por seis son dieciocho.
6. Aquella mujer es enderezada, tras dieciocho años, en la época de la gracia, como si fuera ella la que había dicho: Encurvaron mi alma28. En efecto, está encorvada el alma oprimida por las realidades terrenas, está encorvada el alma lastrada por el deseo de cosas, está encorvada el alma que miente cuando dice que tiene su corazón elevado hacia el Señor. Pues, si tienes «en alto el corazón», no estás encorvado. Si siempre buscas bienes terrenos, si deseas ser feliz con bienes terrenos, si piensas que no te compensa adorar a Dios si no abundas en felicidad terrena, estás encorvado: tu corazón no está con el Señor. Este castigo tiene su origen en el dominio del diablo. Todo el género humano se encontraba encorvado bajo el poder del diablo, todo el género humano estaba lastrado por deseos terrenos: vino quien nos prometió el reino de los cielos. Es otro tipo de vida; es la sociedad de los ángeles; es la patria a la que nadie hace violencia, en la que no se teme a enemigo alguno; es la patria amurallada con la voluntad de Dios, cercada con el escudo de la buena voluntad29 de Dios, a la que no se permite acceder al enemigo, que no abandona el amigo; es la patria en la que nadie muere, y nadie sucede a nadie. Esa patria se llama Jerusalén, que se traduce por «visión de paz». Enderézate tras estar encorvada, no gustes lo terreno. Has resucitado con Cristo, él está en el cielo: extiéndete hacia él30 y dejarás de estar encorvado.
7. Pero, ¡oh malvado género humano!, no hiciste esto; no lo hiciste antes de la ley; no lo hiciste bajo la ley, hazlo bajo la gracia. Tras dieciocho años te ha encontrado encorvado quien vino erguido, quien vino a ser crucificado por ti, para desatarte el lazo del diablo. La deuda con tu acreedor te tenía encorvado. En efecto, el diablo había encadenado a sus deudores y en cierto modo les había engrilletado; vino el que no era deudor, pagó lo que no debía y destruyó la prueba documental de nuestras deudas. ¿Cómo se destruyó esta prueba? Con la sangre del Justo. ¿Por qué el príncipe de la muerte podía tener a los hombres sujetos a la muerte? Ciertamente (los) tenía como árbol suyo por su condición pecadora: los venció y los sujetó, los venció y los poseyó. Poseía conforme a derecho a los que había engañado, aconsejándolos mal. Vino él (Jesucristo) aconsejando el bien, sin poseer mal alguno, nacido de una virgen, ajeno a la estirpe de pecado, pero revestido del castigo de la muerte, poseyendo la semejanza de la carne de pecado, para librar de la carne de pecado. Escúchale decir cuando se encaminaba a la pasión: Ved que viene el príncipe del mundo, pero en mí no hallará nada31. En mí no hallará nada¸ pero sin ser igual al que está limpio entre vosotros o en todo el género humano. Entonces, si no hallará nada en ti, ¿por qué vas a morir? ¿Cómo sigue? Después dijo: En mí no hallará nada¸ como si se le dijera: «¿Por qué entonces, vas a morir?», mas para que sepan todos —dijo— que cumplo la voluntad de mi Padre, Levantaos, vámonos de aquí32. Se levanta y se encamina a la pasión para cumplir la voluntad del Padre, como enviado a Siloé, no porque tuviese deuda alguna, sino para pagarla por los pecadores, como si el profeta hubiera dicho de él: Entonces he devuelto lo que no he robado33. Él era el único que no merecía la muerte. Todos nosotros somos merecedores de ella, porque todos merecimos la muerte simultáneamente. Él, en cambio, no la mereció en absoluto y, no obstante, la asumió por nosotros. Así, pues, pagó la deuda que no había contraído, libró a los deudores, destruyó los viejos documentos, aporto otros nuevos. ¿Qué necesidad tenemos de tomar en consideración los documentos antiguos? (Jesucristo) los convirtió en cenizas con el fuego del Espíritu Santo.
8. Reconoce a tu redentor; no vuelvas a convertirte en deudor. No obstante, en atención a ciertos pecados que, aunque de poca entidad, se cometen cada día, nos dio un remedio también cotidiano. Di con fe, di con el corazón, di con buena voluntad: Perdónanos nuestros pecados. Añade, pues, no solo con la boca, sino también con los hechos lo que sigue: Como también nosotros perdonamos a nuestros deudores34. Así, pues, Dios, de quien eres deudor, quiso que tú tuvieras un deudor. Deudor tuyo es quien te hace una maldad, quien te oprime injustamente, quien, inicuamente, te sustrae algo. Es deudor tuyo, te debe el castigo. ¿Quieres saber que es deudor tuyo? Fíjate, lee: Ojo por ojo, diente por diente35. La ley estableció que todos sufran lo mismo que hicieron. Por el contrario, cuando el evangelio dice: Yo os digo: amad a vuestros enemigos36, no se opone a la ley como piensan algunos, según los cuales, entendiendo mal el texto, la mansedumbre evangélica se opone a la aspereza de la ley. No es esa la realidad. La ley muestra lo que se te debe; el evangelio no haría de ti un perdonador, si la ley no te mostrara deudor.