SERMÓN 109

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, OSA

Los signos de los tiempos1

1. Hemos escuchado el evangelio y en él al Señor que reprende a quienes saben juzgar por el aspecto del cielo y no saben descubrir el tiempo de la fe en el reino de los cielos que se acerca. El Señor lo decía a los judíos, pero su discurso ha llegado también a nosotros. Ahora bien, Jesucristo, nuestro Señor, comenzó la predicación de su Evangelio así: Arrepentíos, pues se ha acercado el reino de los cielos2. Con idénticas palabras comenzó también su precursor Juan el Bautista: Arrepentíos, pues se ha acercado el reino de los cielos3. Y ahora reprende el Señor a los que no quieren arrepentirse al acercarse el reino de los cielos. El reino de los cielos —como dice él mismo— no vendrá con ostentación4. Y en otro lugar: El reino de los cielos está dentro de vosotros5. Acoja, pues, cada uno sabiamente las amonestaciones del maestro para no desaprovechar el tiempo de la misericordia del Salvador que se otorga en esta época de perdón para el género humano. En efecto, al hombre se le perdona para que se convierta y no haya nadie a quien condenar. Dios verá cuándo ha de llegar el fin del mundo; ahora, por de pronto, es el tiempo de la fe. Ignoro si el fin del mundo encontrará a alguno de nosotros aquí. Quizá no. Pero el fin del tiempo está cerca para cada uno de nosotros, puesto que somos mortales. Caminamos en medio de caídas. Si fuéramos de vidrio, temeríamos menos estas caídas. ¿Qué hay más frágil que un vaso de cristal? Sin embargo, se conserva y dura siglos. Aunque en un vaso de cristal se teme que caiga, no se teme en él ni la vejez ni la fiebre. Nosotros, pues, somos más débiles y frágiles y, debido a esta nuestra fragilidad, a cada momento tememos los accidentes de que está llena la vida humana. Y aunque estas desgracias no se produzcan, el tiempo corre. El hombre puede evitar un golpe, pero ¿puede evitar acaso la muerte? Evita lo que le amenaza externamente, pero ¿será capaz de arrojar de sí lo quedimana de su interior? Además, o bien las vísceras producen lombrices, o bien le acomete de repente cualquier enfermedad. Y finalmente, por mucho que el hombre se vea libre de esos males, cuando llegue la ancianidad no hay un punto hasta el cual retrasarla.

2. Oigamos, pues, al Señor; hagamos realidad en nosotros lo que nos manda. Veamos quién es el adversario con que nos atemorizó al decir: Si te presentas con tu adversario al juez, esfuérzate en el camino por librarte de él, no sea que te entregue al juez, el juez al alguacil y este te meta en la cárcel, de donde no saldrás hasta haber pagado el último céntimo6. ¿Quién es este adversario? Si es el diablo, ya estamos liberados de él. ¿Qué precio se le pagó para rescatarnos de él? De él habla el Apóstol refiriéndose a nuestro rescate: Que nos sacó del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor7. Hemos sido rescatados, hemos renunciado al diablo; ¿cómo es que hemos de esforzarnos por librarnos de él a fin de que no nos haga cautivos de nuevo por el pecado? Pero no es este el adversario del que el Señor nos previene. Pues en otro lugar, otro evangelista dijo lo mismo de modo que, si unimos las palabras de uno y otro, y comparamos entre sí los textos de uno y otro evangelio, comprendemos luego quién es ese adversario. En efecto, esto es lo que dijo uno: Mientras vas con tu adversario al juez, esfuérzate por librarte de él8. Pero el otro evangelista puso lo mismo de esta manera: Ponte luego de acuerdo con tu adversario mientras vas de camino con él9. Las palabras que siguen son semejantes: No sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al alguacil, y el alguacil te meta en la cárcel10. Ambos evangelistas lo expresaron de forma parecida. Uno dijo: Esfuérzate en el camino para librarte de él. Y el otro: Ponte de acuerdo con él, pues no podrás librarte de él si no te pones de acuerdo con él. ¿Quieres librarte de él? Ponte de acuerdo con él. ¿Es acaso con el diablo con quien debe ponerse de acuerdo el cristiano?

3. Busquemos, pues, al adversario con quien hemos de ponernos de acuerdo para que no nos entregue al juez y el juez al alguacil. Busquémosle y pongámonos de acuerdo con él. Si pecas, tu adversario es la palabra de Dios. Pongo ejemplo: Quizá te gusta emborracharte; ella te dice: «No lo hagas». Quizá te deleitan los espectáculos y las frivolidades; ella te dice: «No lo hagas». Quizá te agrada cometer un adulterio; la palabra de Dios te dice: «No lo cometas». En cualesquiera pecados en que pretendas hacer tu voluntad, te dice: «No lo hagas». Ella es el adversario de tu voluntad hasta que llegue a convertirse en autora de tu salvación. ¡Oh, qué buen adversario! ¡Qué provechoso adversario! No busca nuestra voluntad, sino nuestra utilidad. Es nuestro adversario, mientras lo somos nosotros de nosotros mismos. Mientras tú seas tú mismo enemigo, tienes como enemiga a la palabra de Dios. Hazte amigo de ti mismo, y vas de acuerdo con ella. No mates11: escúchalo, y te has puesto de acuerdo con ella. No robes12: escúchalo, y te has puesto de acuerdo con ella. No forniques13: escúchalo, y te has puesto de acuerdo con ella. No profieras falso testimonio14: escúchalo, y te has puesto de acuerdo con ella. No desees la mujer de tu prójimo15: escúchalo, y te has puesto de acuerdo con ella. No codicies los bienes ajenos16: escúchalo, y te has puesto de acuerdo con ella. En todas estas cosas te has puesto de acuerdo con tu adversario. En cuanto a ti, ¿has perdido algo? No solo no has perdido nada, sino que te has hallado a ti mismo que te habías perdido. El camino es esta vida. Si nos ponemos de acuerdo con él, si pensamos como él, al final del trayecto no temeremos ni al juez, ni al alguacil, ni la cárcel.

4. ¿Cuándo termina el camino? No acaba para todos a la misma hora. Cada uno tiene su momento para concluirlo. Se ha llamado camino a esta vida. Si has acabado la vida, has concluido el camino. Caminamos y el mismo vivir es avanzar, a no ser que penséis que avanza el tiempo y nosotros nos detenemos, cosa imposible. A medida que avanza el tiempo, avanzamos también nosotros, y más que sumar años, se nos van. Mucho se equivocan los hombres cuando dicen: «Este niño tiene todavía poco sentido común; a medida que aumenten los años, se hará sensato». Considera lo que dices. Has dicho: «aumenten». Yo te demuestro que disminuyen, aunque tú digas que aumentan. Escucha cuán fácilmente te lo demuestro. Supongamos que sabemos los años que ha de vivir en total. Por ejemplo, deseándole muchos, que ha de vivir ochenta, que ha de llegar a la vejez. Anota, por tanto, ochenta años. Ha vivido ya un año, ¿cuántos tienes en la suma? ¿Cuántos tenías? «Ochenta». Resta uno. Vivió diez: le quedaron setenta. Vivió veinte: le quedaron sesenta. Es cierto que aumentaban, pero ¿qué decir? Nuestros años vienen, mas para marcharse; vienen —repito— para irse. Efectivamente, no vienen para quedarse con nosotros; al contrario, al pasar por nosotros, nos desgastan y nos hacen valer cada día menos. Tal es el camino por el que caminamos. ¿Qué hemos de hacer con ese adversario, es decir, con la palabra de Dios? Ponte de acuerdo con ella, pues no sabes cuándo se acaba tu camino. Una vez que haya terminado, te queda por delante el juez, el alguacil y la cárcel. Pero si mantienes una buena disposición con tu adversario, si piensas como él, en vez de un juez hallarás un padre; en lugar de un cruel alguacil, un ángel que te transporte al seno de Abrahán; y en lugar de la cárcel, el paraíso. ¡Qué cambio más rápido de cosas por haberte puesto de acuerdo en el camino con tu adversario!