SERMÓN 99

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, OSA

La pecadora que lava los pies de Jesús1

1. Las palabras del Señor contenidas en las lecturas divinas son para mí una exhortación. Creyendo que Dios quiere que hable sobre ellas, con su ayuda, ofrezco a Vuestra Caridad un sermón sobre el perdón de los pecados. En efecto, lo que hizo el Señor ha sido narrado y presentado a los ojos de vuestro corazón, cuando se leyó el evangelio, que habéis escuchado con la máxima atención. No con los ojos de la carne, sino con los del espíritu, habéis visto a Jesucristo el Señor recostado a la mesa en casa del fariseo, a cuya invitación no puso pega. Habéis visto también que una mujer, muy famosa en la ciudad, con mala fama ciertamente, pecadora, se introdujo, sin estar invitada, en el banquete al que asistía su médico y, con piadosa desvergüenza, buscó su sanación. Se coló, de forma como intempestiva en cuanto a la asistencia al banquete, aunque oportuna en cuanto a su utilidad, pues conocía la gravedad de su enfermedad y sabía que el médico idóneo para sanarla era aquel al que había acudido. Se acercó, pues, no a la cabeza del Señor, sino a sus pies, y la que durante mucho tiempo había andado extraviada, buscaba huellas bien orientadas. Primero derramó lágrimas, sangre de su corazón, y lavó los pies del Señor como tributo de su arrepentimiento. Los secó con sus cabellos, los besó, los ungió2. Hablaba en silencio. No pronunciaba palabra alguna, pero mostraba su afecto.

2. Así, pues, dado que tocó al Señor mojando, besando, secando y ungiendo sus pies, el fariseo que había invitado al Señor Jesucristo y que pertenecía a la clase de hombres orgullosos de los que dice el profeta Isaías: Los que dicen: «Apártate de mí, no me toques, que estoy limpio»3, pensó que el Señor no había conocido qué mujer era aquella. Pensaba y decía en su interior: Si este fuese profeta, sabría qué mujer se le ha acercado a los pies4. Creyó que no la conocía porque no la rechazó, porque no le prohibió acercarse, porque permitió que la pecadora le tocase. ¿Cómo sabía él que Jesucristo no conocía quién era? Si lo sabía, ¿qué debía hacer, ¡oh fariseo que invitas al Señor y te mofas de él!? Alimentas al Señor y no comprendes quién te ha de alimentar a ti. ¿De dónde deduces que él no sabía quién era aquella mujer, sino de que le permitió acercarse a él; de que, tolerándolo él, ella le besó, le secó y le ungió los pies? Entonces, ¿no le debió permitir que, en cuanto mujer impura, hiciese todo eso a unos pies puros? Si tal mujer se hubiera acercado a los pies del fariseo, hubiera dicho lo que dice Isaías de esas personas: Apártate de mí, no me toques, que estoy limpio. No obstante, la impura se acercó al Señor para regresar limpia; se acercó enferma, para volver sana; confesando sus pecados, para volver profesando su fe en él.

3. Oyó, pues, el Señor el pensamiento del fariseo. A partir de este hecho, debía entender el fariseo que el Señor, que podía percibir su pensamiento, podía advertir que la mujer era pecadora. El Señor le propuso la parábola de dos personas en deuda con un mismo acreedor. También deseaba curarle a él para no comer gratis su pan. Personalmente tenía hambre del que le daba de comer; deseaba sanarlo, sacrificarlo, comerlo; que-ría ingerirlo en su cuerpo. Igual que dijo a aquella mujer samaritana: Estoy sediento5. ¿Qué quiere decir estoy sediento? Anhelo tu fe. Así, pues, en la parábola se refieren las palabras del Señor, dirigidas a obtener dos efectos: que sane el anfitrión con sus comensales, que, igual que él, veían e ignoraban al Señor Jesucristo, y que aquella mujer tuviera confianza para confesar sus pecados, a fin de que en adelante no le punzasen los remordimientos de su conciencia. Y dijo: Uno debía cincuenta denarios, otro quinientos, y a ambos se los perdonó. ¿Quién le ha amado más?6.Y aquel a quien propuso la parábola respondió lo que la razón le obligaba sin duda a responder: Creo, Señor, que aquel al que más le perdonó. Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para lavarme los pies; ella me los ha lavado con sus lágrimas y enjugado con sus cabellos. No me diste el beso de la paz; ella, desde que llegó, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con perfume; ella ha ungido mis pies. Por tanto, te digo: le son perdonados sus muchos pecados porque ha amado mucho. A quien se le perdona poco, poco ama7.

4. Surge ahora una cuestión que ha de resolverse inmediatamente. Requiere atención por vuestra parte, por si no bastan mis palabras para eliminar toda su oscuridad e iluminarla, debido al poco tiempo de que dispongo. Sobre todo, cuando la carne, fatigada por el calor, desea ya reponer fuerzas y, reclamando lo que se le debe y obstaculizando la avidez del alma, manifiesta ser verdad lo escrito: El espíritu ciertamente está dispuesto, pero la carne es flaca8. Hay que temer y mucho que, al no entenderlas bien los que fomentan sus apetitos carnales y sienten pereza en salir de ellos hacia la libertad, se infiltre subrepticiamente en estas palabras del Señor la sentencia, invención de lenguas maldicientes ya durante la predicación de los Apóstoles, a la que se refiere el apóstol Pablo cuando escribe: Y como algunos afirman que decimos: hagamos el mal para procurar el bien9. Alguien puede decir: «Si a quien se le perdona poco, ama poco, a quien más se le perdona, más ama. Es preferible amar más a amar menos. Conviene, por tanto, pecar mucho, deber mucho, deseando que se nos perdone, para amar más a quien nos ha perdonado grandes deudas; pues la mujer pecadora, cuanto mayor era su deuda, tanto más amaba a quien se la perdonaba, según palabra del mismo Señor: Se le perdonaron sus muchos pecados porque amó mucho. ¿Por qué amó mucho, sino porque debía mucho? Finalmente añadió: A quien se le perdona poco, poco ama10. A fin de amar mucho a mi Señor,¿no es preferible —dice— que se me perdone mucho a que se me perdone poco?». Ciertamente —pienso— comprendéis cuán profunda es la cuestión; la veis, lo sé. Pero también advertís la escasez de tiempo; la veis y la experimentáis.

5. Aceptad, pues, unas pocas palabras. Si debido a lo complicado de la cuestión no son suficientes, retenedlas entre tanto y consideradme deudor para el futuro. Para que con ejemplos más claros reflexionéis sobre lo propuesto, imaginaos ahora dos hombres: uno está lleno de pecados, ha vivido como un perdido durante largo tiempo; el otro ha pecado poco. Ambos se acercan a la gracia, ambos reciben el bautismo. Entran cargados de deudas, salen libres de ellas. A uno se le ha perdonado más, a otro menos. Ahora pregunto cuánto ama cada uno. Si descubro que ama más aquel a quien más se le ha perdonado, el haber pecado mucho le fue más útil; su gran maldad le era más útil, para que no fuese tibio su amor. Pregunto al otro cuánto le ama y encuentro que ama menos, porque si descubro que ama al Señor tanto cuanto aquel al que se le perdonaron muchos pecados, ¿cómo responderé a las palabras del Señor? ¿Cómo será verdadero lo que dijo la Verdad: A quien poco se le perdona, poco ama?11. He aquí —dirá alguien—: «A mí me ha perdonado poco, no he pecado mucho, y lo amo tanto como este a quien le ha perdonado mucho». ¿Quién dice la verdad, tú o Cristo? ¿Se te perdonó tu mentira para acusar de mentiroso a quien te perdonó la mentira? Si se te ha perdonado poco, amas poco. Pues si se te ha perdonado poco, pero amas mucho, llevas la contraria a quien dijo: A quien poco se le perdona, poco ama. Yo, por tanto, creo más a quien conoce más que tú. Juzgas que se te perdonó poco; sin duda amas poco. «Entonces —dices— ¿qué debí hacer? ¿Multiplicar las acciones malas para tener muchas que él pudiese perdonarme a fin de poder amarlo más?». El Señor nos ha puesto en aprietos; pero líbreme de ellos él, que nos propuso esta verdad.

6. Esto se dijo a causa del fariseo que, en su opinión, no tenía pecado alguno o solo unos pocos. En efecto, no hubiera invitado al Señor si no le hubiera amado en cierta medida. Pero ¡cuán pequeño era su amor! Ni le dio el beso de la paz, ni agua para lavar los pies, ya que no lágrimas. No le agasajó como la mujer que sabía quién y de qué la iba a curar. ¡Oh fariseo! Tú le amas poco porque presumes que se te perdonó poco; le amas poco, no porque te ha perdonado poco, sino porque juzgas que es poco lo que te ha perdonado. «Entonces, ¿qué? —dice él—. Yo que no he cometido homicidio alguno, ¿he de considerarme un homicida? Yo que no he admitido nunca un adulterio, ¿tengo que ser castigado como adúltero? ¿O se me ha de perdonar todo esto que no he realizado?». Trae aquí de nuevo dos hombres y hablemos con ellos. Llega uno, pecador suplicante, cubierto de espinas como un erizo y más temeroso que una liebre. Pero refugio de erizos12 y liebres son las piedras. Se acerca, pues, a la piedra, en ella encuentra refugio y recibe auxilio. El otro no ha cometido muchos pecados; ¿qué haremos con él para que ame mucho? ¿Cómo le persuadiremos? ¿Llevaremos la contraria a las palabras del Señor: A quien poco se le perdona, poco ama?13. Así de claro, a quien poco se le perdona. Pero, ¡oh tú, que afirmas no haber cometido muchos pecados!, ¿por qué no los cometiste? ¿Quién te gobernó para no caer? Demos gracias a Dios, porque tanto con el movimiento como con la voz habéis mostrado que habéis entendido.

Por lo que veo, la cuestión está resuelta. Uno cometió muchos pecados y se hizo deudor de muchos; el otro, bajo la guía de Dios, cometió pocos. A quien uno atribuye el habérselos perdonado, atribuye también el otro el no haberlos cometido. No fuiste adúltero en tu vida pasada llena de ignorancia, antes de ser bautizado, cuando todavía no distinguías el bien del mal14 ni creías en el que, sin tú saberlo, te guiaba. Esto te dice tu Dios: «Yo te gobernaba para mí, te guardaba para mí. Para que no cometieses adulterio, te faltó quien te lo sugiriera; y el que te faltase fue obra mía. Te faltó lugar y oportunidad; el que te faltasen, también fue obra mía y, si hubo quien te lo sugirió y no te faltó ni lugar ni oportunidad, yo te infundí temor». Reconoce, pues, la gracia del Señor, a quien debes también el no haber consentido. El primero es deudor por lo que hizo y has visto que se le perdonó; también tú eres mi deudor por el hecho de no haberlo cometido. No existe pecado que cometa un hombre que no pueda cometerlo otro hombre, si le falta como guía quien hizo al hombre.

7. Y ahora ya, una vez resuelta en cuanto pude y en tan poco tiempo una cuestión tan profunda —o si no la he resuelto todavía, consideradme deudor, según dije—, examinemos ya, de forma breve, lo referente al perdón de los pecados. Tanto el que lo invitó como sus comensales juzgaban que Cristo era solo un hombre. Ignoro qué había visto de más en el Señor aquella pecadora. Pues ¿por qué hizo todo aquello sino para que se le perdonaran sus pecados? Ella sabía, por tanto, que él podía perdonar los pecados; los otros, a su vez, sabían que un hombre no puede perdonarlos. Y hay que creer que todos, los que estaban recostados a la mesa y la mujer que se acercó a los pies del Señor; que todos estos sabían que un hombre no puede perdonar los pecados. Por consiguiente, dado que todos sabían eso, la mujer que le creyó capaz de perdonar los pecados comprendió que era más que un hombre. Incluso, habiendo dicho él a la mujer: Tus pecados te quedan perdonados, añaden ellos acto seguido: ¿Quién es este que hasta perdona los pecados?15. ¿Quién es este a quien ya ha conocido una mujer pecadora? Tú que te recuestas a la mesa como sano no conoces al médico quizá porque, al ser mayor la fiebre, has perdido también la cabeza. En efecto, también la risa de un trastornado es causa de llanto para los sanos. Con todo, lo sabéis bien y lo mantenéis; mantened firme que un hombre no puede perdonar los pecados. Ella que creyó que Cristo le había perdonado sus pecados, creyó también que Cristo no era solo hombre, sino también Dios. ¿Quién es este —dicen— que hasta perdona los pecados? A los que preguntaban ¿Quién es este?, el Señor no les respondió: «Soy el Hijo de Dios, la Palabra de Dios». No les dijo eso, sino que, permitiéndoles permanecer por algún tiempo en lo que creían, solucionó la cuestión suscitada por su reacción. Pues quien los veía recostados a la mesa, oía sus pensamientos. Volviéndose a la mujer, le dice: Tu fe te ha salvado16. Quienes preguntan: ¿Quién es este que hasta perdona los pecados?, quienes me creen hombre, ténganme por hombre. Tu fe te ha salvado.

8. En cuanto médico bueno, Jesucristo no solo curaba los enfermos presentes, sino que también tenía en su mente los futuros. En el futuro habría hombres que dirían: «Yo perdono los pecados, yo hago justos, yo hago santos, yo sano a todo el que bautizo». En ese mismo grupo están incluidos los que dicen: No me toques17. Hasta tal punto están incluidos en él, que, hace poco, en nuestra conferencia, como podéis consultar en las actas mismas, al invitarles el juez instructor a sentarse con nosotros, juzgaron que debían responder: «Para nosotros se escribió: con esos tales no os sentéis». Es decir, para evitar que, mediante el contacto con las sillas, llegásemos supuestamente a contagiarlos». Ved si no equivale a decir: No me toques, que estoy limpio18. Otro día, presentándose una mejor oportunidad, les recordamos esa deplorable vanidad, tratando de la Iglesia, en concreto de que en ella los malos no contaminan a los buenos; les respondimos que por eso no habían querido sentarse con nosotros y replicaron que les había puesto sobre aviso la Escritura divina, en la que ciertamente está escrito: No he tomado asiento en la asamblea de hombres vanos. Nosotros les contestamos: «Si efectivamente no quisisteis sentaros con nosotros porque está escrito: No he tomado asiento en la asamblea de hombres vanos19, ¿por qué entrasteis con nosotros siendo así que a continuación está escrito: No entraré con los que ejecutan obras malvadas?»20. Por tanto, cuando dicen: No me toques, que estoy limpio, se asemejan al fariseo que había invitado al Señor y creía que desconocía quién era aquella mujer, porque no le prohibió que tocara sus pies. Pero en otro aspecto era mejor el fariseo, pues, juzgando que Cristo era solo hombre, no creía que un hombre pudiera perdonar los pecados. Los judíos, pues, se mostraron más inteligentes que los herejes. ¿Qué dijeron los judíos? ¿Quién es este, que hasta perdona los pecados?21. ¿Se atreve el hombre a usurpar para sí ese poder? ¿Qué dice, en cambio, el hereje? «Yo perdono, yo limpio, yo hago santo». Respóndale Cristo, no yo. «¡Oh hombre! Cuando los judíos me consideraban solo hombre, otorgué a la fe el perdón de los pecados». Es Cristo quien te responde, no yo. «¡Oh hereje!, siendo hombre, dices: "Ven, mujer, yo te salvaré". Yo, considerado solo hombre, dije: "Vete, mujer; tu fe te ha salvado"»22.

9. Ellos responden —como afirma el Apóstol— ignorando lo que dicen y de qué hablan23. Responden y dicen: «Si los hombres no perdonan los pecados, es falso lo que dice Cristo: Lo que desatéis en la tierra quedará desatado también en el cielo»24. Ignoras por qué y cómo se dijo eso. El Señor, que iba a dar el Espíritu santo a los hombres, quería que se entendiera que los fieles reciben el perdón de sus pecados del Espíritu Santo, no de sus merecimientos. Porque ¿qué es el hombre sino un enfermo que debe ser curado? ¿Quieres ser tú mi médico? Busca conmigo al médico. Pues el Señor, para mostrarte de forma aún más clara que los pecados se perdonan por el Espíritu Santo que ha donado a sus fieles y no por méritos humanos, dice en cierto momento, después de resucitar de los muertos: Recibid el Espíritu Santo. Y tras haber dicho eso, añadió a continuación: Si perdonáis los pecados a alguien, le quedan perdonados25. Es decir, los perdona el Espíritu Santo, no vosotros. Ahora bien, el Espíritu Santo es Dios; luego es Dios quien los perdona, no vosotros. Pero ¿qué sois vosotros en relación al Espíritu? ¿Ignoráis que sois templo de Dios y que el Espíritu habita en vosotros?26. Y también: ¿No sabéis que vuestros cuerpos son templo del Espíritu Santo que habita en vosotros, Espíritu que recibís de Dios?27. Así, pues, Dios habita en su templo santo, esto es, en sus fieles, en su Iglesia; por medio de ellos perdona los pecados, porque son sus templos vivos.

10. Pero el que perdona por medio de un hombre puede perdonar también sin él. Pues quien puede otorgarlo mediante otro, no es menos capaz de otorgarlo él directamente. Él lo otorgó a algunos a través de Juan; ¿a través de quién lo otorgó a Juan mismo? Con razón, pues, queriendo Dios demostrar y testificar esta verdad, algunos, a pesar de haber sido evangelizados y bautizados en Samaria por obra del evangelizador Felipe, uno de los siete primeros diáconos, no recibieron el Espíritu Santo, y, sin embargo, estaban bautizados. Se anunció esto a los discípulos que estaban en Jerusalén, y vinieron luego a Samaria a fin de que quienes estaban ya bautizados recibieran el Espíritu Santo mediante la imposición de sus manos. En efecto, así se hizo. Llegaron, les impusieron las manos y recibieron el Espíritu Santo28. Entonces se otorgaba el Espíritu Santo de forma tal que incluso externamente se manifestaba que se había dado, pues quienes lo recibían hablaban las lenguas de todos los pueblos, para significar que la Iglesia habría de hablar en las lenguas de todos los pueblos. Recibieron, pues, el Espíritu Santo, y se manifestó en ellos de forma visible. Al ver esto Simón, juzgando que se trataba de una facultad humana, quiso adquirirla él también. Lo que juzgó una facultad humana, quiso comprarlo a los hombres, diciéndoles: ¿Cuánto dinero queréis que os dé para que, por la imposición de mis manos, se otorgue el Espíritu Santo?29. Entonces Pedro, abominando de él, le dijo: No hay para ti parte ni heredad en esta fe. ¿Pensaste que el don de Dios hay que comprarlo con dinero? Perezca contigo tu dinero30, y las demás cosas que dijo entonces, llenas de coherencia31.

11. Advierta Vuestra Caridad por qué he querido recordaros esto. Convenía que Dios mostrase, en primer lugar, que obra mediante los hombres y, después, que obraba personalmente, para que no creyesen hombres como Simón que otorgar el Espíritu es facultad de los hombres, no de Dios. Aunque eso lo sabían también ya los discípulos, puesto que estaban reunidas ciento veinte personas cuando descendió sobre ellas el Espíritu Santo sin que nadie les impusiese las manos32. Porque ¿quién les había impuesto las manos en aquella ocasión? Aunque nadie se las había impuesto, descendió el Espíritu y fueron los primeros en quedar llenos de él. ¿Qué hizo Dios tras el intento escandaloso de Simón? Vedle enseñando no con palabras, sino con hechos. El mismo Felipe, que había bautizado a unas personas sin que descendiese sobre ellos el Espíritu Santo mas que cuando llegaron los apóstoles y les impusieron las manos, bautizó a un eunuco. Se trataba de cierto espadón de la reina Candace, quien, regresando de Jerusalén adonde había ido a adorar, sentado en su carroza leía sin entenderlo al profeta Isaías. Avisado Felipe, se acercó a la carroza, le explicó el texto leído, le instruyó en la fe y le anunció la buena noticia de Cristo. El eunuco creyó en Cristo y, al llegar a un lugar en que había agua, dijo: Aquí hay agua, ¿quién impide que yo sea bautizado?33. Y Felipe le pregunta: ¿Crees en Jesucristo? Él le responde: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios34. A continuación, bajó con él al agua. Una vez realizado el misterio y el sacramento del bautismo, para que no se creyera que la donación del Espíritu Santo era cosa de hombres, no hubo que esperar, como la vez anterior, a que vinieran los apóstoles, sino que, al instante, descendió sobre él el Espíritu Santo35. Así se desvaneció el pensamiento de Simón, para que no tuviese quienes lo imitasen.

12. Hay todavía otro ejemplo más admirable. Llega Pedro a casa del centurión Cornelio, gentil e incircunciso. Comienza a anunciarle a Jesucristo a él y a todos los que estaban con él. Todavía estaba Pedro hablando —no digo antes de imponerle las manos, sino incluso antes de bautizarle— y como los que estaban con él dudaban de si había que bautizar a los incircuncisos —pues había surgido una disputa entre los judíos que habían creído y los fieles de entre los gentiles, es decir entre los judíos y los cristianos de la gentilidad, que eran bautizados sin estar circuncidados—... Para dar una solución de parte de Dios al problema, mientras Pedro estaba hablando, vino el Espíritu Santo, llenó a Cornelio y a los que estaban con él36. El testimonio aportado por este hecho tan grandioso fue como un grito dirigido a Pedro: «¿Por qué dudas otorgar el agua (del bautismo)? Yo ya estoy aquí».

13. Teniendo, pues, la seguridad de que la gracia de Dios la va a librar de su abundante maldad como quien ha de ser purificada de su inmunda prostitución en la Iglesia, el alma, la que sea, crea, acérquese a los pies del Señor, busque sus huellas, confiese su pecado con las lágrimas y séquelos con sus cabellos. Los pies del Señor son los predicadores del Evangelio37. Los cabellos de la mujer son los bienes superfluos. Séquelos con sus cabellos, séquelos completamente, practique la misericordia. Y después de haberlos secado, béselos; reciba la paz para poseer la caridad. Se acercó a uno o fue bautizada por uno como el apóstol Pablo, escúchele: Sed imitadores míos, como también yo lo soy de Cristo38. Si, al contrario, fue bautizada por otro que busca sus intereses y no los de Jesucristo39, escuche las palabras del Señor: Haced lo que dicen y no hagáis lo que hacen40. En un caso y en otro, quede tranquila: tanto si topa con un evangelizador bueno como si topa con uno que no hace lo que dice. Pues escucha las palabras del Señor que le dan seguridad: Vete, mujer; tu fe te ha salvado 41.