Resurrección del hijo de la viuda de Naím1
1. Los milagros de nuestro Señor y Salvador Jesucristo impactan a todos los que los escuchan y los creen. Ciertamente, a unos de una manera y a otros de otra. En efecto, algunos, aturdidos por los milagros realizados en los cuerpos, no saben contemplar otros mayores; en cambio, a otros les produce más admiración los que se producen ahora en las almas que los que oyen que fueron realizados en los cuerpos. El Señor mismo dice: Pues como el Padre resucita y da vida a los muertos, así también el Hijo da vida a los que quiere2. No se trata ciertamente de que a unos los resucite el Hijo y a otros el Padre; sino de que a los mismos los resucita el Padre y el Hijo, ya que todas las cosas las realiza el Padre por el Hijo. Por tanto, ningún cristiano dude de que también ahora se resucitan muertos. Pero todo hombre tiene ojos con los cuales puede ver los muertos que resucitan de la forma que resucitó el hijo de la viuda, al que se refiere el texto del evangelio que se ha leído ahora. En cambio, para ver cómo resucitan los muertos en el corazón, no los tienen sino los que ya han resucitado en su propio corazón. Mayor milagro es resucitar a quien ha de vivir para siempre que resucitar a quien volverá a morir.
2. Su madre, que era viuda, se alegró de la resurrección del joven3; la madre Iglesia se alegra de los hombres resucitados a diario en su espíritu. El joven había muerto físicamente, estos espiritualmente. La muerte visible de aquel se lloraba de forma visible; en cuanto a la muerte invisible de estos ni interesaba, ni se la veía. Se interesó por ella quien conocía a los muertos; solo conocía quiénes estaban muertos el que podía devolverles la vida. Efectivamente, si el Señor no hubiese venido a resucitar a los muertos, no diría el Apóstol: Levántate, tú que duermes; sal de entre los muertos y te iluminará Cristo4. Escuchas que se habla de «dormir» cuando dice: Levántate tú que duermes; pero entiende que se trata de un muerto, dado que escuchas: Y sal de entre los muertos. Con frecuencia se llama también durmientes a los que han muerto visiblemente. Sin duda, para el que puede despertarlos, todos están dormidos. Consideras a alguien muerto cuando, por más que lo agites, lo pellizques o lo laceres, no despierta. Para Cristo, en cambio, estaba dormido aquel al que dijo: Levántate y al instante se levantó. Nadie hace salir con tanta facilidad a uno del lecho como Cristo le hizo salir del sepulcro.
3. Tenemos constancia de que el Señor realizó tres resurrecciones de forma visible y millares de forma invisible. Pero ¿quién sabe cuántos muertos resucitó visiblemente? Pues no todo lo que hizo Jesús quedó escrito. Lo dice Juan: Muchas otras cosas realizó Jesús que, si hubiesen sido escritas, juzgo que el mundo entero no podría contener los libros5. Por tanto, no hay duda de que muchos otros fueron resucitados, pero no en vano los mencionados son tres. En efecto, nuestro Señor Jesucristo quería que entendiésemos como realizado también en los espíritus lo que hacía en los cuerpos. Y no hacía milagros por hacerlos, sino con la finalidad de que llamasen la atención de quienes los viesen y fuesen verdaderos para quienes entendiesen su significado. Igual que uno que ve las letras de un códic admirablemente escrito y no sabe leer: alaba el pulso del copista admirando la belleza de los caracteres, pero ignora qué significan o qué indican; sus ojos los alaban, su mente no los conoce. Otro, en cambio, al mismo tiempo admira la obra de arte y entiende lo significado: es el que no solo puede ver los caracteres, algo común a todos, sino también leerlos, lo que no es posible a quien no aprendió a leer. De igual manera, los que vieron los milagros de Cristo y no entendieron lo que significaban ni lo que insinuaban a quienes eran capaces de comprenderlos, se admiraron únicamente del hecho; pero otros admiraron el hecho y alcanzaron su significado. Como estos debemos ser nosotros en la escuela de Cristo. Pues quien dice que Cristo realizó milagros para que fuesen solo eso: milagros, puede decir también que ignoraba que no era tiempo de frutos cuando fue a buscar higos en la higuera6. Según atestigua el evangelista, no era el tiempo de los frutos y, sin embargo, al sentir hambre, los buscó en el árbol. ¿Ignoraba Cristo lo que sabía el hortelano? ¿Lo que sabía el cultivador del árbol, no lo conocía quien fue su creador? Por consiguiente, si, al sentir hambre, buscó frutos en el árbol, significó que él sentía hambre de otra cosa y que buscaba algo más. Encontrando la higuera llena de hojas, pero sin fruto, la maldijo y se secó7. ¿Qué había hecho el árbol al no dar fruto? ¿Qué culpa tenía de no producirlos? Pero hay quienes no pueden dar fruto por propia voluntad. La esterilidad es culpable solo cuando la fecundidad es voluntaria. Por tanto, los judíos, que poseían las palabras de la ley, pero no poseían hechos, estaban llenos de hojas, pero no daban frutos. Os he dicho esto con el fin de convenceros de que nuestro Señor Jesucristo realizó los milagros para significar algo con ellos, de forma que, exceptuando que eran acciones admirables, grandiosas y divinas, aprendiésemos también otra cosa en ellos.
4. Veamos, pues, qué quiso el Señor que aprendiéramos en los tres muertos que resucitó. Resucitó a la hija muerta del jefe de la sinagoga, cuya curación le habían pedido cuando aún estaba enferma. Hallándose en camino a casa de ella, le anunciaron su muerte. Y como si la fatiga del Señor resultase ya inútil, se le comunicó al padre de ella: La niña ha muerto, ¿por qué molestas todavía al Maestro?8. Jesús prosiguió su camino y dijo al padre de la niña: No temas, solamente ten fe9. Llegó a casa, encontró preparadas las debidas honras fúnebres, y les dijo: No lloréis, pues la niña no está muerta, sino que duerme10. Y dijo la verdad: dormía, pero solo para quien tenía el poder de resucitarla. Una vez resucitada, se la devolvió viva a sus padres.
También resucitó al joven, hijo de una viuda. El Señor me ha exhortado a hablar al respecto con Vuestra Caridad lo que él se digne concederme. Habéis acabado de oír cómo lo resucitó. El Señor se acercaba a la ciudad, cuando he aquí que sacaban ya al muerto de la casa. Conmovido de misericordia por las lágrimas de la madre viuda y privada de su único hijo, hizo lo que habéis oído, diciendo: Joven, a ti te lo digo, levántate11. Resucitó el difunto, comenzó a hablar y se lo entregó a su madre12.
Resucitó igualmente a Lázaro, pero del sepulcro. Puesto que los discípulos con quienes hablaba sabían que estaba enfermo —él mismo le quería—, les dijo allí: Nuestro amigo Lázaro duerme. Ellos, pensando que era un sueño reparador de la salud, le responden: Señor, si duerme, está a salvo. Y él, hablando ya de forma más clara, replica: Os digo que nuestro amigo Lázaro ha muerto13. Las dos veces dijo la verdad: para vosotros está muerto, para mí duerme.
5. Estas tres clases de muertos corresponden a tres clases de pecadores a los que Cristo resucita también hoy. En efecto, la hija del jefe de la sinagoga se hallaba muerta dentro de casa; aún no la habían sacado al exterior. Allí dentro la resucitó y entregó viva a sus padres. El joven ya no estaba en casa, pero tampoco aún en el sepulcro; le habían sacado de casa, pero aún no había sido sepultado. Quien resucitó a la difunta aún no sacada de casa resucitó al ya sacado de ella, pero aún no sepultado. Faltaba el tercer caso: que lo resucitara también estando en el sepulcro; esto lo realizó en Lázaro. Hay, pues, personas que tienen el pecado dentro en su corazón, aún no convertido en obra. Un tal se sintió sacudido por cierto mal deseo. El Señor mismo dice: Quien mire a una mujer casada, deseándola, ya adulteró con ella en su corazón14. Aunque aún no ha habido contacto físico, ya consintió en su corazón. Tiene el muerto en su interior; aún no lo ha sacado fuera. Y como acontece, según sabemos conforme a lo que a diario experimentan en sí las personas, a veces, después de oír la palabra de Dios, como si el Señor le dijese: Levántate15, se condena el haber consentido al pecado y se anhela la salud y la justicia. Resucita el muerto en casa y revive el corazón en el secreto de la conciencia. Esta resurrección del alma muerta se ha producido en el secreto de la conciencia, como si fuese dentro de los muros de la casa.
Hay otros que, después de haber consentido, pasan a la acción; es el caso paralelo a quienes sacan fuera al muerto, para que aparezca a las claras lo que permanecía oculto. ¿Acaso han perdido ya la esperanza estos que pasaron a la acción? ¿No se dijo también al joven: A ti te lo digo, levántate?16. ¿No fue devuelto también él a su madre? Luego, igualmente, quien cometió una acción pecaminosa, si amonestado y tocado por la palabra de la Verdad, se levanta obedeciendo a la palabra de Cristo, vuelve a la vida. Pudo avanzar en el pecado, pero no perecer para siempre.
A su vez, quienes a fuerza de obrar mal se ven envueltos en la mala costumbre, de forma que la mala costumbre misma no les deja ver que es un mal, se convierten en defensores de sus malas acciones, se enfurecen cuando se les reprende, asemejándose a los sodomitas que, en otra época, replicaron al justo que les reprendía su perverso deseo: Tú viniste a vivir con nosotros, no a darnos leyes17. Tan arraigada estaba allí la costumbre de la lujuria nefanda que la maldad se identificaba para ellos con la justicia, hasta el punto de reprender antes al que la prohibía que al que la practicaba. Estos, oprimidos por tan malvada costumbre, están como sepultados. Pero ¿qué he de decir, hermanos? De tal forma sepultados que se da en ellos lo que se dijo de Lázaro: Ya hiede18. El peñasco colocado sobre el sepulcro es la fuerza opresora de la costumbre que oprime al alma y no la deja ni levantarse ni respirar.
6. De Lázaro se dijo: Ya lleva muerto cuatro días19. En realidad, el alma llega a esta costumbre de la que estoy hablando como en cuatro etapas. La primera consiste en el titilar del placer en el corazón; la segunda, en el consentimiento; la tercera, en la acción; la cuarta, en la costumbre. Pues hay quienes rechazan tan radicalmente las cosas ilícitas que se presentan a su pensamiento, que ni siquiera hallan deleite en ellas. Existen quienes hallan deleite en ellas, pero no les dan su consentimiento: la muerte no ha llegado a su término, pero en cierto modo ha empezado ya. Si el consentimiento sigue a la delectación, ahí está lo que es objeto de condena. Tras el consentimiento, se da el paso a la acción; la acción lleva a la costumbre, y se produce una cierta pérdida de esperanza, por lo cual se dice: Lleva cuatro días, ya hiede20. Llegó, pues, el Señor para quien todo era fácil y te mostró que el caso tenía cierta dificultad. Se estremeció en su espíritu y mostró que aquellos a quienes la costumbre ha hecho insensibles tienen necesidad de que se le levante bien la voz en tono de reproche. Sin embargo, ante el grito del Señor que le llamaba, se rompieron lo lazos que los ataban sin poderse librar de ellos. Tembló el poder del infierno, Lázaro fue devuelto vivo. También libera el Señor a los que, por la costumbre de pecar, llevan cuatro días muertos, pues para él, que quería resucitarle, Lázaro solo dormía. Pero ¿qué dice? Observad de qué manera le resucitó. Salió vivo del sepulcro, pero no podía caminar. Y Jesús dice a sus discípulos: Desatadlo y dejadlo ir21. Él resucitó al muerto, los apóstoles desataron al aún atado. Ved que algo es propio de la majestad divina que resucita al muerto. Alguien, enfangado en la mala costumbre, es reprendido por la palabra de la Verdad. ¡A cuántos increpa sin que la escuchen! ¿Quién, entonces, actúa en el interior de quien la oye? ¿Quién infunde dentro la vida? ¿Quién es el que aleja la muerte secreta, el que otorga la vida también secreta? ¿No es verdad que después de la reprensión y recriminación quedan los hombres solos con sus pensamientos y comienzan a reflexionar sobre la mala vida que llevan y la opresión que, por la pésima costumbre, soportan? Después, descontentos de sí mismos, deciden cambiar de vida. Estos han resucitado; han revivido aquellos a quienes les desagrada lo que fueron; mas, no obstante haber vuelto a la vida, no pueden caminar. Les atan los lazos de sus culpas. Es, pues, necesario que quien ha recobrado la vida sea desatado y se le permita andar. Esta función la otorgó el Señor a sus discípulos al decirles: Lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo22.
7. Oigamos, pues, amadísimos, estas cosas de forma que quienes están vivos sigan viviendo y quienes se hallan muertos recobren la vida. Si el pecado está en el corazón y aún no ha salido fuera, arrepiéntase, corrija su mal pensamiento, resucite el muerto en el interior de la conciencia. Si ya consintió a lo pensado, ni siquiera en este caso pierda la esperanza. El muerto no ha resucitado dentro, resucite una vez sacado fuera. Arrepiéntase de lo hecho, vuelva a la vida de inmediato; no descienda al fondo de la sepultura, no reciba sobre sí el peñasco de la costumbre. Pero quizá estoy hablando a quien ya se halla oprimido por la dura piedra de su costumbre, quien se ve atenazado por el peso de su hábito, quien quizá ya hiede de cuatro días. Tampoco él pierda la esperanza: es verdad que yace muerto en lo profundo, pero Cristo es alto. Sabe quebrar con su grito los pesos terrenos, sabe vivificar interiormente por sí mismo y entregarlo a los discípulos para que lo desaten. Arrepiéntanse también ellos, pues ningún hedor quedó a Lázaro, vuelto a la vida, no obstante, haber pasado cuatro días en el sepulcro. Por tanto, los que tienen vida, manténganla; mas los que se hallen muertos, cualquiera que sea, de las tres mencionadas, la muerte en que se encuentren, hagan lo posible para resucitar cuanto antes.