Los obreros de la undécima hora1
1. En el santo evangelio habéis oído una parábola que se adecua al momento presente. Versa sobre los obreros de la viña. Estamos en la época de la vendimia física; hay, sin embargo, otra vendimia espiritual en la que Dios goza ante el fruto de su viña. Nosotros damos culto a Dios, y Dios nos cultiva a nosotros. Pero nuestro culto a Dios no es tal que con él le hagamos mejor, pues no le tributamos culto con el arado, sino con la adoración. Él, en cambio, nos cultiva igual que un agricultor cultiva a su campo. Por tanto, el hecho de que él nos cultive nos hace mejores, porque también el agricultor con el cultivo mejora su campo. Y él busca en nosotros el fruto: que le demos culto a él. El cultivo que él realiza en nosotros consiste en que no cesa de extirpar con su palabra la mala semilla de nuestros corazones, de abrir nuestro corazón con su palabra como con un arado, de plantar las semillas de los preceptos y de esperar el fruto de la piedad. En efecto, si aceptamos en nuestro corazón este cultivo de forma que le demos culto debidamente, no somos ingratos para con nuestro agricultor, sino que le pagamos con el fruto que le agrada. Y este nuestro fruto no le enriquece a él, pero a nosotros nos hace más dichosos.
Ved y escuchad que —como he dicho— Dios nos cultiva a nosotros. Que nosotros tributamos culto a Dios no es necesario que os lo demuestre. En efecto, toda persona tiene en la boca que los hombres dan culto a Dios. En cambio, que Dios cultiva a los hombres es algo que casi asusta a quien lo oye, puesto que no es habitual decir que Dios cultiva a los hombres, sino que los hombres dan culto a Dios. Debo, pues, demostraros que también Dios cultiva a los hombres, no sea que se piense que he empleado una palabra poco afortunada y alguno discuta conmigo en su interior y, desconociendo lo que he dicho, me reprenda. Lo que me he propuesto demostraros es esto: que también Dios nos cultiva; pero ya dije: para hacernos mejores, como al campo. Dice el Señor en el Evangelio: Yo soy la vid y vosotros los sarmientos2, y mi Padre, el agricultor3. ¿Qué hace el agricultor? Os lo pregunto a vosotros que sois hombres del campo. ¿Qué hace el agricultor? Pienso que cultiva el campo. Por tanto, si Dios Padre es agricultor, tiene un campo que cultivar del que espera el fruto.
2. Más aún, como dice el mismo Señor Jesucristo, plantó una viña y la arrendó a unos labradores que habían de darle el fruto a su debido tiempo. También les envió a sus siervos para que exigiesen el beneficio producido por la viña. Aquellos, sin embargo, los llenaron de afrentas; a otros hasta les dieron muerte y rehusaron entregarles el fruto. Envió aún a otros, que padecieron un trato similar4. Y se dijo el padre de familia, el cultivador de su campo, que plantó y arrendó su viña: Enviaré a mi hijo único; quizá a él le respeten. Y envió —dice— también a su hijo5. Los arrendatarios comentaron entre sí: Este es el heredero; venid, démosle muerte y será nuestra la herencia. Y le dieron muerte y lo arrojaron fuera de la viña. Cuando llegue el señor de la viña, ¿qué hará con esos malos colonos? Se le respondió: Hará perecer de mala manera a esos malvados y arrendará su viña a otros agricultores que le devuelvan el fruto a su tiempo6. Se plantó la viña al depositar la ley en los corazones de los judíos. Fueron enviados los profetas a buscar el fruto, o sea, su rectitud de vida. Estos profetas recibieron afrentas y hasta la muerte. Fue enviado también Cristo, el hijo único del padre de familia, y dieron muerte al heredero y, por ello, perdieron la herencia. Su malvada decisión les produjo el efecto contrario. Para poseerla, le dieron muerte y, por haberle dado muerte, la perdieron.
3. Ahora habéis escuchado también una semejanza tomada del santo Evangelio: El reino de los cielos es semejante a un padre de familia que salió a contratar obreros para su viña7. Salió de mañana y llevó a los que encontró, y convino con ellos en darles un denario por salario. Salió también hacia las nueve de la mañana, encontró a otros y los condujo al trabajo en la viña. Y lo mismo hizo hacia el mediodía y hacia las tres de la tarde. Salió también hacia las cinco de la tarde, casi al final de la jornada, y encontró a algunos que estaban parados e inactivos, y les dijo: ¿Qué hacéis ahí parados? ¿Por qué no estáis trabajando en mi viña? Respondieron: «Porque nadie nos ha llevado». «Venid también vosotros —les dice— y os daré lo que sea justo». Le plugo darles un denario. ¿Cómo se iban a atrever a esperar un denario estos que no iban a trabajar más que una hora? Con todo, se alegraban de que iban a recibir algo. Fueron conducidos también estos para trabajar durante una hora. Concluida la jornada mandó que se pagase a cada uno el salario, empezando por los últimos hasta los primeros. Comenzó a pagar a los que habían llegado a las cinco de la tarde y mandó que se les diese un denario. Los que habían venido a primera hora, viendo que los últimos en llegar habían recibido un denario, la cantidad pactada, esperaron recibir algo más; cuando les llegó el turno, recibieron el denario. Murmuraron contra el padre de familia, diciendo: «Advierte que a nosotros, que soportamos el fuego y el calor del día, nos equiparaste e igualaste con los que solo trabajaron una hora en la viña». Y el padre de familia, respondiendo con toda justicia a uno de ellos, lo dijo: «Compañero, no te he hecho agravio alguno, es decir, no te he defraudado; te pagué según lo pactado. No te defraudé en nada, porque te di lo convenido. Lo de este no es paga, sino un donativo. ¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo que es mío? ¿Acaso tu ojo tiene celos de que yo sea bueno? Si quitase a alguien algo que no es mío, con razón se me reprendería en cuanto defraudador e injusto; si a alguno no devolviese lo que le debo, se me reprocharía con razón al estafar y rehusar lo debido a otros; pero si, al contrario, pago lo debido y a quien quiero le añado incluso un regalo, no me puede reprender mi acreedor, pero sí debe alegrarse más el que recibió mi donativo». No había nada que responder; todos fueron equiparados y los últimos pasaron a ser los primeros y los primeros los últimos, porque se los igualó a todos, no porque se invirtiese el orden8. ¿Qué significa que los últimos fueron los primeros y los primeros los últimos? Que recibieron exactamente lo mismo los primeros y los últimos.
4. ¿Qué sentido tiene, entonces, el haber comenzado a pagar por los últimos? ¿No han de recibir todos —según leemos— la recompensa al mismo tiempo? En efecto, en otro pasaje del evangelio leemos que ha de decir a los que ponga a su derecha: Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino preparado para vosotros desde el inicio del mundo9. Si, pues, todos han de recibir la recompensa a la vez, ¿cómo vemos aquí que los obreros de las cinco de la tarde fueron los primeros en recibirla y los de las seis de la mañana los últimos? Si logro decirlo en forma que vosotros lo entendáis, gracias sean dadas a Dios. Es a él a quien debéis agradecerlo, a él, que os da sirviéndose de mí; pues no os doy de lo mío. Si, por ejemplo, con referencia a dos personas, preguntas quién recibió primero, si la que recibió después de una hora o la que lo hizo después de doce, todo hombre responderá que recibió antes la primera de las dos. Del mismo modo, aunque todos hayan recibido a la misma hora, no obstante, puesto que unos recibieron después de una hora y otros después de doce, se dice que recibieron antes los que recibieron tras un breve espacio de tiempo. Los primeros justos como Abel, como Noé, llamados en cierto modo a las seis de la mañana, recibirán la felicidad de la resurrección al mismo tiempo que nosotros. Otros justos posteriores a ellos, como Abrahán, Isaac, Jacob y sus contemporáneos, llamados como a las nueve de la mañana, recibirán la felicidad de la resurrección al mismo tiempo que nosotros. Otros justos, Moisés y Aarón y los que con ellos fueron llamados como a mediodía, recibirán la felicidad de la resurrección con nosotros. Después de estos, los santos profetas, llamados como a las tres de la tarde, recibirán la misma felicidad con nosotros. Al final del mundo, todos los cristianos, como llamados a las cinco de la tarde, han de recibir la felicidad de la resurrección con ellos. Todos la han de recibir al mismo tiempo, pero ved después de cuánto tiempo la reciben los primeros. Si, pues, los primeros la recibieron después de mucho tiempo y nosotros después de poco, aunque la recibamos contemporáneamente, se tiene la impresión de que nosotros la recibimos los primeros, porque nuestra recompensa no se hará esperar.
En la recompensa seremos, pues, todos iguales: los últimos como los primeros y los primeros como los últimos, porque el denario es la vida eterna y en la vida eterna todos serán iguales. Aunque unos brillarán más, otros menos, según la diversidad de los méritos, por lo que respecta a la vida eterna será igual para todos. No será para uno más largo y para otro más corto lo que en ambos casos será sempiterno; lo que no tiene fin, no lo tendrá ni para ti ni para mí. De un modo estará allí la castidad conyugal y de modo distinto la integridad virginal; de un modo el fruto del bien obrar y de otro la corona del martirio. Un estado de vida de un modo, otro estado de otro; sin embargo, por lo que respecta a la vida eterna, ninguno vivirá más que el otro. Viven igualmente sin fin, aunque cada uno viva en su propia gloria. Y el denario es la vida eterna. No murmure, pues, el que lo recibió después de mucho tiempo contra el otro que lo recibió tras poco. A uno se le da como recompensa, a otro se le regala; pero a uno y a otro se otorga lo mismo.
5. Existe también en esta vida algo semejante. Dejemos de lado la solución de esta parábola, según la cual a las seis de la mañana fueron llamados Abel y los justos de su época; a las nueve, Abrahán y los justos de su época; a mediodía, Moisés y Aarón y los justos de su época; a las tres de la tarde, los profetas y los justos contemporáneos suyos, y a las cinco de la tarde, como al final del mundo, todos los cristianos. Dejando de lado esta explicación de la parábola, también en nuestra propia vida puede advertirse una semejanza que la explica. Se toman como llamados a las seis de la mañana quienes empiezan a ser cristianos nada más salir del seno de su madre; como a las nueve de la mañana, los adolescentes; como a mediodía, los jóvenes; como a las tres de la tarde, los que se encaminan a la vejez, y como alas cinco de la tarde, los ya totalmente decrépitos. Todos, sin embargo, han de recibir el único denario de la vida eterna.
6. Pero prestad atención y comprended, hermanos míos, no sea que alguien difiera venir a la viña, apoyado en la seguridad de que venga cuando venga ha de recibir el mismo denario. Sin duda tiene la seguridad de que se le promete el mismo denario, pero no se le manda postergar el ir a la viña. Pues ¿acaso los que fueron conducidos a la viña, cuando el padre de familia salió a las nueve de la mañana para llevar a la viña a los que encontrara y los llevó, le dijeron, por ejemplo: «Espera; no iremos allí hasta mediodía»? ¿O los que encontró a mediodía: «No iremos hasta las tres de la tarde»? ¿O los de las tres de la tarde: «No iremos hasta las cinco? Si a todos vas a dar exactamente lo mismo, ¿por qué hemos de fatigarnos nosotros más?». Lo que el padre de familia ha de dar y lo que ha de hacer es decisión suya; tú vete cuando te llamen. La recompensa se promete igual para todos, pero lo referente a la hora de emprender el trabajo plantea una gran cuestión. Pues si, por ejemplo, los que fueron llamados a mediodía, es decir, los que se hallan en la edad física en que los años jóvenes arden como arde también el mediodía; si esos jóvenes llamados dijeran: «Espera, pues hemos oído en el evangelio que todos han de recibir una única recompensa; iremos cuando nos hagamos viejos, a las cinco de la tarde; habiendo de recibir lo mismo, ¿para qué fatigarnos?». Estos obtendrían como respuesta: «¿No quieres fatigarte, tú que ignoras si has de vivir hasta la senectud? Te llaman a mediodía, vete entonces. El padre de familia te prometió ciertamente el denario aunque fueras a las cinco de la tarde; pero nadie te ha prometido vivir hasta la una de la tarde. No digo hasta las cinco; ni siquiera hasta la una. ¿Por qué, pues, difieres seguir a quien te llama, teniendo la certeza de la recompensa y la incertidumbre respecto al día? Pon atención, no sea que, con tu dilación, te prives tú mismo de lo que lo que él te ha de dar, conforme a su promesa». Si esto es válido aplicado a los bebés, como llamados a las seis de la mañana; referido a los muchachos, como pertenecientes a las nueve; a los jóvenes, en cuanto puestos en el ardor del mediodía, con cuánta mayor razón ha de decirse a los decrépitos: «Ve que ya son las cinco de la tarde y aún estás ahí plantado; ¿eres perezoso para venir?».
7. ¿O acaso no salió el padre de familia a buscarte a ti? Si no salió, ¿de qué estoy hablando? Es cierto que soy un siervo de su familia y he sido enviado a reclutar obreros. ¿Qué haces, entonces, ahí plantado? Has llegado ya al fin de tus años, apresúrate a buscar el denario. En esto consiste el salir del padre de familia: en darse a conocer, pues quien está en casa está escondido, y no le ven quienes están fuera; le ven cuando sale de casa. Cuando no se le comprende ni se le reconoce, Cristo está oculto; en cambio, cuando se le reconoce, sale a contratar obreros. Para hacerse conocer sale de lo oculto: Cristo es conocido, en todas partes se le predica; todo lo que está bajo el cielo proclama su gloria. Entre los judíos fue en cierto modo objeto de mofa y de reprensión; le vieron humilde y le despreciaron. De hecho, ocultaba su majestad, dejaba patente su debilidad. Despreciaron en él lo que saltaba a la vista, y desconocieron lo que estaba oculto. Si le hubiesen conocido, nunca hubiesen crucificado al Señor de la gloria10. ¿Acaso hay que despreciarle ahora cuando está sentado en el cielo, dado que fue despreciado cuando colgaba del madero? Quienes le crucificaron agitaron su cabeza y de pie ante la cruz, como recogiendo el fruto de su crueldad, en tono de insulto, le decían: Si es Hijo de Dios, baje de la cruz. Salvó a otros, ¿y no puede salvarse a sí mismo? Baje de la cruz y creeremos en él11. No descendía porque se mantenía oculto. Pues él que pudo resucitar del sepulcro, con mucha mayor facilidad podía bajar de la cruz. Pensando en instruirnos a nosotros, manifestaba su paciencia, difería mostrar su poder, y no fue reconocido. De hecho, entonces aún no había salido a reclutar obreros; no había salido, no se había dado a conocer. Al tercer día resucitó, se manifestó a sus discípulos, subió al cielo y, a los cincuenta días de su resurrección, diez después de su ascensión, envió el Espíritu Santo. El Espíritu Santo, una vez enviado, llenó a todos: los ciento veinte hombres que se encontraban en un salón12. Llenos del Espíritu Santo, comenzaron a hablar las lenguas de todos los pueblos13: se hizo manifiesta la llamada, salió él a reclutar obreros. Comenzó, en efecto, a manifestarse a todos el poder de la verdad. Pues entonces, tras recibir al Espíritu Santo, incluso uno solo hablaba las lenguas de todos los pueblos. Ahora, en cambio, en la Iglesia, la misma unidad, como una sola persona, habla en las lenguas de todos los pueblos. ¿A qué lengua no ha llegado la religión cristiana? ¿A qué confines no ha llegado? Ya no existe quien se esconda de su calor14; ¡y todavía se demora quien se halla parado en la última hora hábil!
8. Está, por tanto, claro, hermanos míos; está del todo claro; retenedlo, estad seguros de que, cuando uno se convierte a la fe en nuestro Señor Jesucristo, abandonando el propio camino por inútil o por estar lleno de maldad, él le perdona todos los pecados pasados y, como teniendo condonadas todas sus deudas, estipula con él un contrato completamente nuevo. Se le perdona absolutamente todo. Nadie sienta preocupación de que le quede algo sin perdonar. Pero, al mismo tiempo, nadie tenga una descaminada seguridad. Pues estas dos cosas dan muerte al alma: o la desesperación, o una aberrante esperanza. Oíd unas pocas palabras acerca de estos dos males. Pues del mismo modo que la esperanza buena y recta libera, así la esperanza desnortada engaña. Considerad primero cómo engaña la desesperación. Hay hombres que, comenzando a pensar en el mal que hicieron, piensan que no se les puede perdonar, y mientras piensan eso, entregan ya su alma a la perdición, perecen por su desesperación, diciendo en su interior: «No hay esperanza ya para nosotros y no se nos pueden perdonar los pecados tan graves que hemos cometido; ¿por qué, pues, no satisfacemos nuestros apetitos? Dado que quedaremos sin recompensa en el futuro, al menos ahora saturémonos de placer. Dado que no merecemos recibir la dulzura eterna, hagamos lo que nos agrada, aunque sea ilícito, para tener al menos la temporal». Al decir esto, perecen por su desesperación, tanto si aún no han venido a la fe, como si ya son cristianos, pero que, viviendo mal, han venido a dar en algunos pecados y crímenes. Se acerca a ellos el Señor de la viña y, como a gentes sin esperanza que dan la espalda a quien les cita, llama a sus puertas y les grita por medio del profeta Ezequiel: El día, sea el que sea, que un hombre se convierta de su pésimo camino olvidaré todas sus maldades15. Tras haber escuchado y dado crédito a esta voz, alejados de la desesperación se restablecen y emergen de la profundísima vorágine en que estaban sumergidos.
9. Pero estos han de temer caer en otra vorágine y que, después de evitar la muerte por desesperación, la encuentren por su aberrante esperanza. Cambian, en efecto, sus pensamientos, muy distantes unos de otros, pero no menos perniciosos, y de nuevo comienzan a decir en sus corazones: «El día, sea el que sea, que me convierta de mi extraviado camino, el Dios misericordioso olvidará todas mis iniquidades, como prometió verazmente por boca del profeta; si esto es así, ¿por qué convertirme hoy y no mañana? ¿Por qué hoy y no mañana? Transcurra el día de hoy como el de ayer; transcurra envuelto en el más depravado placer, en el abismo de la lujuria; revuélquese en la delectación mortífera; mañana me convertiré y será el fin». Se te responde: «¿El fin de qué?». Dices: «De mis maldades». Bien, alégrate, de que el día de mañana será el fin de tus maldades. ¿Y qué, si tu fin llega antes de mañana? Así, pues, tienes razón al alegrarte de que Dios te ha prometido el perdón de tus maldades una vez convertido; pero nadie te ha prometido el día de mañana. O si tal vez te lo prometió el astrólogo, él es alguien muy distinto de Dios. A muchos engañaron los astrólogos, pues con frecuencia hasta a sí mismos se prometieron ganancias y hallaron pérdidas. Por tanto, también pensando en estos que esperan de forma indebida, sale el padre de familia. Del mismo modo que, recuperándolos para la esperanza, salió hasta los que indebidamente habían perdido la esperanza y por su desesperación habían perecido, así sale también hacia los que con su equivocada esperanza quieren perecer, diciéndoles en otro libro: No tardes en convertirte al Señor16. A aquellos les había dicho: El día, cualquiera que sea, que un hombre se convierta de su camino pésimo, olvidaré todas sus maldades17, quitándoles la desesperación por la que habían entregado su alma a la perdición, al no esperar absolutamente ningún perdón. Del mismo modo se acerca a los que quieren perecer a base de esperanza y dilación y les dice en tono de reproche: No tardes en convertirte al Señor ni lo difieras de un día para otro. Vendrá su ira repentinamente y en el tiempo de la venganza te aniquilará18. En consecuencia, no difieras convertirte; no cierres contra ti lo que está abierto. Mira que el dador del perdón te abre la puerta; ¿por qué tardas? Deberías alegrarte de que te abriera, si alguna vez hubieras llamado; te abrió sin haber llamado, ¿y te quedas fuera? No difieras, pues, entrar. Refiriéndose a las obras de misericordia, dice en cierto lugar la Escritura: No digas: «Vete y regresa, que mañana te daré», cuando te sea posible hacer el bien de inmediato19; no sabes lo que te va a suceder el día siguiente. Escuchaste el precepto de no diferir el ser misericordioso con otro, y ¿eres cruel contigo con tu dilación? No debes diferir dar el pan, y ¿difieres recibir el perdón? Si no difieres compadecerte de otro, apiádate de tu alma agradando a Dios20. Da también a tu alma una limosna. No te digo que se la des tú, sino que no rechaces la mano del que se la da.
10. Pero a veces los hombres se causan un gran daño a sí mismos cuando temen ofender a los demás. Mucho valen tanto los buenos amigos para el bien como los malos para el mal. Por ello el Señor, a fin de que despreciemos las amistades de los poderosos con vistas a nuestra salvación, no quiso elegir primero a senadores, sino a pescadores. ¡Gran misericordia la del creador! Sabía que, si elegía un senador, iba a decir: «Ha sido elegida mi dignidad». Si elegía primero a un rico, diría: «Ha sido elegida mi riqueza». Si elegía antes a un emperador, diría: «Ha sido elegido mi poder». Si elegía antes a un orador, diría: «Ha sido elegida mi elocuencia». Si elegía a un filósofo, diría: «Ha sido elegida mi sabiduría». «De momento —dice—, sufran una dilación estos orgullosos; están muy hinchados». Hay diferencia entre la magnitud y la hinchazón; una y otra cosa son algo grande, pero no algo igualmente sano. «Sufran dilación —dice— estos orgullosos; han de ser sanados con algo sólido. Dame en primer lugar —dice— este pescador. Tú, pobre, ven y sígueme; nada tienes, nada sabes, sígueme. Sígueme tú, pobre ignorante. Nada hay en ti que asuste, pero hay mucho que llenar». A una fuente de tan amplio caudal hay que llevar un vaso vacío. Dejó sus redes el pescador, recibió la gracia el pecador y se convirtió en divino orador. He aquí lo que hizo el Señor, de quien dice el Apóstol: Dios eligió lo débil del mundo para confundir a lo fuerte; eligió Dios también lo despreciable del mundo y lo que no es como si fuera, para anular lo que es21. Además, ahora se leen las palabras de los pescadores y se doblega la cerviz de los oradores. Desaparezcan, pues, de en medio los vientos vacíos; desaparezca de en medio el humo que, a medida que crece, se esfuma; despréciense totalmente esas cosas en bien de la salvación.
Si en una ciudad enfermare alguien en el cuerpo y hubiese allí un médico muy competente, enemigo de poderosos amigos del enfermo; si —repito— en una ciudad sufriese alguien una enfermedad peligrosa y existiese en la misma ciudad un médico muy competente, enemigo —como dije— de poderosos amigos del enfermo, quienes le dijeran: «No recurras a él; es un incompetente» y lo dijeran por mala voluntad, no con criterio, ¿no prescindiría aquel en bien de su salud de las patrañas de sus poderosos amigos? Y, aunque les ofendiese de alguna manera, ¿no recurriría, para vivir unos días más, al médico que la opinión pública había celebrado como muy competente, para que expulsase de su cuerpo la enfermedad?
11. El género humano yace enfermo; no por enfermedad corporal, sino por sus pecados. Como un gran enfermo yace en todo el orbe de la tierra de Oriente a Occidente. Para sanar a este gran enfermo descendió a la tierra el médico omnipotente. Se humilló hasta la carne mortal, es decir, hasta el lecho del enfermo. Da preceptos que procuran la salud, y se le desprecia: quienes le escuchan se ven libres de la enfermedad. Se le desprecia, pues dicen los amigos poderosos: «No sabe nada». Si no supiera nada, no llenaría los pueblos con su poder; si no supiera nada, no existiría antes de venir a nosotros; si no supiera nada, no hubiera enviado los profetas antes de él. ¿Acaso no se cumple ahora lo predicho con anterioridad? ¿No demuestra este médico el poder de su ciencia cumpliendo sus promesas? ¿No caen por tierra en todo el orbe los errores perniciosos y se doman las codicias en la trilla del mundo? Nadie diga: «Antes el mundo estaba mejor que ahora; desde que llegó este médico a ejercer su ciencia, vemos en él muchas cosas espantosas». No te extrañes. Antes de que un enfermo fuese intervenido, la sala del médico parecía limpia de sangre; más aún, ahora que tú ves lo que pasa, sacúdete los vanos placeres, acércate al médico; es el tiempo de buscar la salud, no el placer.
Así, pues, seamos curados, hermanos. Si aún no hemos reconocido al médico, no nos enfurezcamos contra él como locos, ni nos apartemos de él como aletargados. De hecho, muchos perecieron a causa de su furor y muchos también por dormir. Los locos son los que pierden sus cabales por no dormir; los aletargados, los que están oprimidos por el mucho sueño. Se trata ciertamente de hombres. Los primeros quieren ensañarse con ese médico y, como él ya está sentado en el cielo, persiguen a los fieles, sus miembros en la tierra. También a estos los cura. Muchos de ellos, al convertirse, se volvieron de enemigos en amigos; de perseguirle pasaron a anunciarle. Incluso a los judíos, que se habían ensañado con él cuando se hallaba aquí en la tierra, los curó como a locos que eran. Por ellos oró cuando pendía de la cruz con estas palabras: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen22. Muchos de ellos, calmado su furor, como reprimida la locura, conocieron a Dios, conocieron a Cristo. Después de la ascensión, una vez enviado el Espíritu Santo, se convirtieron al que crucificaron y, creyendo en el Sacramento, bebieron la sangre que habían derramado con crueldad23.
12. Tenemos ejemplos. Saulo perseguía a los miembros de quien estaba ya sentado en el cielo; los perseguía en estado de profunda locura, con la mente trastornada, en enfermedad extrema. Pero el Señor, de una sola voz, gritándole desde el cielo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?24, golpeó al loco y le levantó sano; dio muerte al perseguidor y vida al predicador. Son muchos también los aletargados sanados. Son semejantes a ellos los que ni se ensañan contra Cristo, ni actúan con maldad contra los cristianos, pero, al postergar tanto su conversión, languidecen en medio de palabras soñolientas, tienen pereza para dirigir los ojos a la luz y les son molestos quienes quieren despertarlos. «Apártate demí —dice el apático aletargado—, te lo ruego; apártate de mí». ¿Por qué? «Quiero dormir». «Pero te causará la muerte». Él, por amor al sueño, responde: «Quiero morir». Pero la caridad dice desde arriba: «Yo no lo quiero». Este mismo afecto amoroso lo manifiesta con frecuencia el hijo para con su padre anciano que ha de morir pocos días después, llegado ya al término de su existencia. Si le ve aletargado y advierte por el médico que su padre sufre esa enfermedad, dice para sí: «Despierta a tu padre; si quieres que viva, no le permitas dormirse». El jovenzuelo está junto al anciano, lo mueve, le pellizca, le pincha, le causa molestias impulsado por el amor filial, y no permite que muera inmediatamente quien ha de morir pronto debido a su ancianidad. Y si vive, se alegra el hijo de que viva algunos días más, no obstante que será sucesor del que va a morir. ¡Con cuánta mayor caridad debemos causar molestias a nuestros amigos con quienes viviremos no unos pocos días en este mundo, sino junto a Dios por toda la eternidad! Ámennos, pues, y hagan lo que escuchan de nuestra boca; adoren al que también adoramos nosotros, para recibir lo que igualmente esperamos nosotros. Vueltos al Señor...