El reino revelado a los pequeños1
1. Ya ayer, domingo —como recordáis—, escuchamos esta lectura del santo Evangelio. Pero he querido que se leyera también hoy, dado que ayer la muchedumbre, apretujada y algo más inquieta por la falta de espacio, no daba facilidades a mi voz, que no es tal que llegue a todos sino es con un gran silencio. Por ello, juzgo que, con ayuda del Señor, hoy tengo que ocuparme de lo que ayer pasé por alto y exponerlo, según la medida de mi debilidad. No se trata de que ayer haya rehusado eso a la multitud, sino de que, por la debilidad de mi voz, no llegaba a todos.1Ahora, pues, ayudadme con vuestra atención ante el Señor Dios nuestro, para que a mí me dé lo que he de decir y a vosotros el oírlo para vuestra salvación.
2. El Hijo de Dios, Unigénito del Padre, Dios siempre, hombre por nosotros, hecho lo que hizo —hecho hombre quien hizo al hombre—, dice al Padre: Te «confieso»,1Padre, Señor de cielo y tierra2. Padre para mí: Señor de cielo y tierra, Padre de aquel por quien todo fue creado3. En efecto, cuando se habla de «cielo y tierra», en estas dos palabras se incluye toda la creación. Por eso el primer libro de la Escritura divina dice: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra4; y el auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra5. Pero con el término «cielo» se entiende todo lo que hay en el cielo, y con el término «tierra» se entiende todo lo que hay en ella; así, al nombrar estas dos partes de la creación, nada de ella se omite, pues o está incluido en este término o en aquel. Mas el Hijo dice al Padre: «Confieso», advirtiéndonos que la «confesión» que se debe a Dios no es solo la de los pecados. Pues, la mayor parte de las veces, cuando oyen, porque se ha leído en la Escritura, «Confesad» al Señor6, muchos de los oyentes se golpean el pecho. Les parece que «confesión» no puede significar otra cosa distinta de aquella de la que suelen hacer uso los penitentes cuando confiesan sus pecados, esperando de Dios lo que merecen: no lo que merecen padecer, sino lo que él misericordiosamente se digna obrar. Porque, si la confesión no significase también alabanza, no diría: Te «confieso», Padre, quien no tenía ningún pecado que confesar. Se dice también en cierto libro de la Escritura: «Confesad» al Señor y esto diréis en la «confesión»: todas las obras del Señor son muy buenas7. También aquí se trata de una confesión de alabanza, no de una culpa. Luego cuando alabas a Dios, «confiesas» a Dios; y cuando acusas tus pecados ante Dios, «confiesas» a Dios. Todo esto incluye la alabanza del Creador: ensalzarlo a él y acusarte a ti.
3. Que ensalzar a Dios es una forma de alabarle, nadie lo duda; pero quizá preguntes cómo puede ser una alabanza a él el acusarte a ti. Esto es lo que con brevedad puede decirse y entenderse: cuando, tras cometer un pecado, te acusas de él, alabas al que te creó a ti sin pecado. Pues si te hubiese creado con pecado, no te acusarías a ti del pecado, sino a quien te creó. Luego en tu ensalzar a Dios hay alabanza, y el mismo acusarte a ti es alabanza de Dios: ambas cosas incluye la «confesión». Hemos oído2al Hijo de Dios que dice: Te «confieso», Padre, Señor de cielo y tierra8. ¿Qué le «confiesa»? ¿Por qué le alaba? Porque —dice— has escondido estas cosas a los sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños. ¿Quiénes son los sabios e inteligentes? ¿Quiénes, los pequeños? ¿Qué cosas ha ocultado a los sabios e inteligentes y ha revelado a los pequeños? Bajo la designación de sabios e inteligentes significa a aquellos de los que dice Pablo: ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el escriba? ¿Dónde el escrutador de este mundo? ¿No hizo Dios insensata la sabiduría de este mundo?9. Quizá todavía preguntes quiénes son estos. Quizá son los que, discutiendo muchos puntos acerca de Dios, dijeron falsedades; inflados con sus doctrinas, fueron detodo punto incapaces de encontrar y conocer a Dios. Quizá alguien diga que a ellos se refiere el apóstol Pablo, cuando pregunta: ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el escriba? ¿Dónde el escrutador de este mundo? Inclúyase también a estos; inclúyase asimismo a los que no pudieron conocer a Dios y en lugar de Dios, cuya sustancia es incomprensible e invisible, pensaron que era aire, éter, sol, algo que destaca por su elevada ubicación en la creación. Contemplando la grandeza, hermosura y fortaleza de las criaturas, se quedaron en ellas y no encontraron al Creador, aunque admiraban sus obras. No está lejos de la verdad aceptar que también estos se hallan significados.
4. Sin embargo, amadísimos, más admirable es lo que hallamos en cierto lugar de la Sagrada Escritura, a saber, que se reprende a los que conocieron a Dios, se censura su necedad y se hace mofa de su falsa sabiduría. En efecto, el libro de la Sabiduría acusa a los que por la criatura no conocieron al Creador cuando dice: Tuvieron por dioses, rectores del orbe de la tierra, a la bóveda estrellada, al sol, a la luna10. Y se dice de ellos que también pensaron que eran dioses obras no de Dios, sino de los hombres; sin embargo, aunque sean preferibles a los que dieron culto a los ídolos, los acusa igualmente hasta el punto de decir: Por su parte, tampoco estos son excusables11. En efecto, en comparación con los que tienen por dioses a obras humanas, son sin duda mejores los que tienen por dioses a obras divinas. El ídolo lo ha hecho un carpintero, el sol lo hizo Dios: en comparación del que tiene por dios lo que ha hecho un carpintero, mejor es quien tiene por dios algo hecho por Dios. No obstante, considerad cómo también se los declara culpables y se les acusa justamente: Por su parte —dice— tampoco estos sonexcusables, pues, si su capacidad fue tanta que pudieron indagar elmundo, ¿cómo no hallaron más fácilmente al Señor del mundo?12. Les reprocha haber agotado su tiempo y las discusiones en que estaban ocupados en escrutar y en cierto modo medir las criaturas: investigaron el curso de los astros, las distancias entre las estrellas, el recorrido de los cuerpos celestes, hasta tal punto que, mediante ciertos cálculos, lograron predecir científicamente los eclipses de sol, de luna, y cuando los predecían, ocurrían en el día y la hora, en la medida y parte anunciada por ellos. ¡Gran habilidad! ¡Gran talento! Pero cuando su investigación se centró en el Creador, que no estaba lejos de ellos, no lo hallaron. Si lo hubiesen hallado, lo tendrían consigo. Es como si alguien, entrando en esta basílica, contase las columnas, midiese cuántos codos tienen, calculase la altura del techo, la anchura del pavimento y la altura de las paredes y te informase de todos estos datos que tú ignoras. Pero supón que tú conoces quién construyó la basílica, pero lo ignora él que, demasiado desconocedor de la realidad, no cree que ese edificio fue construido por un hombre, sino que juzga que estas columnas, este techo, estas paredes, existen por su propia virtud y naturaleza, sin que nadie las haya hecho; o bien atribuye a algún elemento de este edificio tal poder, que estima que construyó todo lo demás. Supón que, al decirle tú, «un hombre construyó este edificio», él te pregunta: «¿Qué hombre? ¿Cómo pudo un hombre levantar este edificio? Ese techo que ves tan alto, ese techo fabricó todo esto que ves debajo». En tal caso, no digo que te parecería un necio; le tendrías por loco. ¿Qué le aprovecharía el que te calculara las medidas de todas las columnas, y las dimensiones de todo el edificio y te dijera lo que tú ignoras? Tú, hombre dotado de mejor ciencia, conocerías al hacedor de este edificio. Porque el saber que lo hizo un hombre, que lo hizo con la razón, que lo construyó con su mente racional, que un proyecto precedió a esa mole, es mejor que saber cuántos codos tiene la columna, o cuántas son las columnas, o cuán ancho es el pavimento o el techo.
5. Pienso que Vuestra Caridad distingue estos saberes. Pues, al respecto, no es gran cosa saber que lo edificó un hombre, si lo atribuyes al cuerpo mismo del hombre. Pero sabes ya algo significativo si sabes que lo hizo conforme a un proyecto, con su mente racional en la que estuvo el edificio antes de aparecer a la vista. Precedió el proyecto de edificación y luego se siguió el efecto. Precedió lo que tú no veías, para que existiese lo que ves. Así, pues, ahora ves el edificio, alabas el proyecto; contemplas lo que tienes ante los ojos y alabas lo que no ves; y lo que no ves es más que lo que ves. Por tanto, con toda razón y justicia se reprende a los que pudieron averiguar lo referente a las estrellas, los intervalos de los tiempos, y conocer y predecir los eclipses; justamente se les reprende, pues no hallaron a quien hizo y ordenó estas cosas, porque fueron negligentes en investigarlo. Personalmente no te preocupe mucho ignorar el curso de los astros y de los cuerpos celestes o terrenos; contempla la hermosura del mundo y alaba el designio del Creador: mira lo que hizo y ama al que lo hizo. Pero retén principalmente esto: ama al que lo hizo; porque también a ti, que le amas, te hizo a su imagen. ¿Qué tiene de extraño, pues, que a esos sabios ocupados en las criaturas, que por negligencia rehusaron buscar al Creador y no pudieron hallarlo, quedaran escondidas esas cosas a las que se refería Cristo: Las has escondido a los sabios e inteligentes?13. Más extraño resulta lo que vais a oír: que se haya reprendido también a los sabios e inteligentes que pudieron conocer a Dios. Se revela —dice— la ira de Dios desde el cielo sobre toda injusticia e impiedad de los hombres que retienen la verdad en la maldad14. Quizá preguntes: «¿Qué verdad retienen en la maldad?». Pues lo que se conoce de Dios está manifiesto en ellas15. ¿A qué se debe que esté manifiesto? Sigue diciendo él: Pues Dios se lo manifestó. ¿Preguntas aún cómo se lo manifestó a los que no otorgó la ley? ¿Cómo, entonces? En efecto, desde la creación del mundo, lo invisible de Dios puede percibirse con la inteligencia a través de las cosas creadas16. Así, pues, lo manifestó: porque desde la creación del mundo lo invisible de Dios se puede percibir con la inteligencia a través de las cosas creadas.
6. Otra persona, para encontrar a Dios, lee el libro. Es, sin duda, un gran libro la misma hermosura de la creación. Contempla, mira, lee su parte superior y su parte inferior. Dios no hizo letras de tinta, mediante las cuales pudieras conocerle: puso ante tus ojos esas mismas cosas que hizo. ¿Por qué buscas una voz más potente? A ti claman el cielo y la tierra: «Dios me hizo». Lees lo que escribió Moisés. ¿Qué lee el mismo Moisés, hombre sometido al tiempo, para dejarlo escrito? Contempla piadosamente el cielo y la tierra. Hubo algunos hombres distintos del siervo de Dios Moisés y distintos de muchos profetas, que contemplaron y entendieron estas cosas con la ayuda del Espíritu de Dios, Espíritu que sacaron con la fe, bebieron con las fauces de la piedad y eructaron con la boca del hombre interior. No se trata, pues, de hombres como estos últimos; hubo otros desemejantes a ellos que, a través de esta creación, pudieron llegar a comprender al Creador y, a partir de las cosas que hizo Dios, decir: «Ved lo que hizo, gobierna y contiene; él mismo, que lo hizo, llena con su presencia eso que hizo». Pudieron decir eso, pues de ellos se acordó el apóstol Pablo en los Hechos de los Apóstoles. Después de haber dicho, refiriéndose a Dios: Pues en él vivimos, nos movemos y existimos17, como hablaba ante los atenienses, entre los que se dieron esos hombres sumamente sabios, añadió al punto: como también dijeron algunos de los vuestros18. No carece de importancia lo que dijeron, a saber: que en Dios vivimos, nos movemos y existimos. ¿Por qué entonces son desemejantes? ¿Por qué se les vituperó? ¿Por qué se les reprendió justamente? Escucha las palabras del Apóstol que yo había comenzado a citar: La ira de Dios —dice— se revela desde el cielo sobre toda impiedad19, a saber, la de quienes no recibieron la ley. Sobre toda impiedad e injusticia de los hombres que retienen la verdad en la maldad20. ¿Qué verdad? Porque lo que se conoce de Dios está manifiesto en ellas21. ¿Quién lo manifestó? Pues Dios se lo manifestó22. ¿Cómo se lo manifestó? En efecto, desde la creación del mundo lo invisible de Dios puede percibirse con la inteligencia a través de las cosas creadas; también su sempiterno poder y divinidad23. ¿Para qué lo manifestó? Para que sean inexcusables24. Si lo manifestó para que sean inexcusables, ¿por qué son culpables? Porque, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios25. ¿Qué es lo que dices, que no lo glorificaron como a Dios? Ni le dieron gracias26. Entonces, glorificar a Dios es darle gracias. Sin duda. ¿Hay cosa peor que, hecho a su imagen, conociendo a Dios, te muestres ingrato? Eso es, por cierto, eso es glorificar a Dios, dar gracias a Dios. Los fieles saben dónde y cuándo se dice: «Demos gracias a Dios nuestro Señor». Mas ¿quién da gracias al Señor sino quien tiene el corazón elevado al Señor?
7. Respecto de estas palabras, hay entre vosotros algunos que las oyen y otros que no las oyen. No se enfaden conmigo desde el momento que ellos mismos difieren el oírlas. Así, pues, son culpables los que son inexcusables porque, conociendo a Dios, no lo glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias27. Pero ¿qué? Sino que se disiparon en sus pensamientos28. ¿Y por qué se disiparon, sino porque fueron orgullosos? También el humo se disipa cuando sube a lo alto; en cambio, el fuego brilla y se vigoriza si se queda más a ras de tierra. Se disiparon en sus pensamientos y se oscureció su insipiente corazón29. También es oscuro el humo, aunque está sobre el fuego. Atiende, en fin, a lo que sigue y observa de qué pende todo el problema: Llamándose a sí mismos sabios, se hicieron necios30. Al arrogarse lo que les había prestado Dios, Dios les retiró lo que les había dado. Así, pues, se esconde de los orgullosos él, que se había dado a conocer a los que, a través de la creación, buscaban diligentemente al creador.
Por tanto, dijo bien el Señor: Has escondido estas cosas a los sabios e inteligentes31: ya a los que con múltiples discusiones y aguda indagación llegaron a investigar la creación, pero no conocieron en absoluto al Creador; ya a los que conocieron a Dios, pero no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias32, y no pudieron verle de forma perfecta y que les aportase la salvación, ya que eran orgullosos. Luego has escondido estas cosas a los sabios e inteligentes y las has revelado a los pequeños. ¿A qué pequeños? A los humildes. Dice: ¿Sobre quién reposará mi Espíritu? Sobre el humilde y el sosegado y el que teme mis palabras33. Ante estas palabras tembló Pedro, no Platón; posea el pescador lo que perdió el nobilísimo discutidor. Has escondido estas cosas a los sabios e inteligentes y las has revelado a los pequeños: las has escondido a los orgullosos y las has revelado a los humildes. Así, pues, ¿qué somos, por mucho que seamos? Si somos humildes, mereceremos la bienaventuranza de la plena visión de Dios, si hemos merecido ser contados entre los pequeños. Así, Padre —dice el Señor exultando en el Espíritu Santo34—; lo aprobó, le plugo, alabó que así sea, que así haya sido: Así, Padre, pues así te ha agradado a ti35.
8. Hemos oído que dijo: Has escondido estas cosas a los sabios e inteligentes y las has revelado a los pequeños36. ¿Quiénes son los sabios e inteligentes y quiénes esos pequeños a quienes las has revelado? ¿Qué cosas son esas? Al decir: Has escondido estas cosas a los sabios e inteligentes y las has revelado a los pequeños, no miraba al cielo y a la tierra como indicándolos con la mano. Pues ¿quién no ve esas cosas? Las ven los buenos, las ven los malos, pues hace salir su sol sobre buenos y malos37. ¿Cuáles son, entonces, esas cosas de las que dice: las has escondido a los sabios e inteligentes y las has revelado a los pequeños? ¿Cuáles son sino aquellas a propósito de las cuales añadió a continuación: Así, Padre, pues así te ha agradado a ti?38. Aquí lo alabó; le agradó. ¿Cuáles son, entonces, esas cosas? Estas las cosas me las ha entregado mi Padre39. Esta gracia cristiana, esto es, que todas las cosas le fueron entregadas por su Padre, estuvo oculta al conjunto de los sabios de este mundo. Y no solo los que, ocupados con excesiva e intensísima curiosidad en las criaturas celestes o terrestres, descuidaron buscar y no fueron capaces de encontrar al Creador, sino también los que por la creación y por las cosas que veían, esto es, por las cosas visibles, pudieron llegar con el pensamiento al que las hizo: ni unos ni otros conocieron lo que se dijo: Todas las cosas me las ha entregado mi Padre. Moisés vio estas cosas, las vieron los profetas, las vieron los patriarcas; los grandes sabios, agudos dialécticos, investigadores, especie de dilapidadores, con sus estruendos, del lenguaje, las ignoraron del todo. Este es el misterio escondido desde la eternidad en Dios, y ahora revelado a sus santos40, a sus pequeños, por tanto a sus humildes, sobre los que reposa su Espíritu, los sosegados y los que temen sus palabras41: Todas las cosas —dice— me las ha entregado mi Padre.
9. Pero, como entre todas estas cosas queremos y anhelamos ardientemente ver al mismo Dios, y tanto más lo deseamos cuanto somos mejores, más piadosos, más fieles, mejor instruidos en el progreso de la mente, más firmes, este deseo supera a todos los otros. Por eso, como a sus pequeños a los que otorgó conocer su gracia, esto es, que el Padre entregó a Cristo todas las cosas42, les habla con cariño, para que no lleven mal el no verle ahora, para que, como quienes han de prepararse para la visión, soporten la espera medicinal. Todas las cosas —dice— me las ha entregado mi Padre. Pero iban a decir los pequeños: «Queremos ver al mismo Padre», igual que dijo Felipe: Muéstranos al Padre y nos basta43. Es como si Jesús les dijera: «Sé lo que estáis deseando y que sois muy pequeños para tan gran bien: Nadie conoce al Hijo sino el Padre44. Pensabais que ya me conocíais a mí: Nadie conoce al Hijo sino el Padre. Como si, una vez que me conocéis a mí, buscaseis ver y conocer al Padre: Y nadie conoce al Padre sino el Hijo». Pero vosotros no vais a quedar excluidos de esta visión, pues continúa: y a quien el Hijo lo quiera revelar45. ¿Y a quién querrá el Hijo revelarlo sino a aquellos de los que dijo: Y las has revelado a los pequeños?46. Seamos, pues, pequeños: pidámoslo y aprendámoslo del gran Maestro. Aun siendo nada, ¿rehusarás ser pequeño tú, por quien alguien tan grande se hizo pequeño? El Padre revela al Hijo a los que quiere, y el Hijo revela al Padre a los que quiere. Pues no cabe pensar que el Hijo revele al Padre y el Padre no revele al Hijo. En el mismo pasaje hemos oído, hemos leído: Y nadie conoce al Padre sino el Hijo y a quien el Hijo se lo quiera revelar. Hemos aprendido que el Hijo es el revelador del Padre; ¿cómo sabemos que el Padre es revelador del Hijo? Escucha al mismo Hijo. Cuando Pedro dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo47, recibió esta respuesta: Bienaventurado eres, Simón Bar-Jona, porque no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre, que está en los cielos48. Luego el Padre revela al Hijo y el Hijo revela también al Padre. Pues ¿cómo conoces que es Hijo si no reconoces que tiene Padre? ¿O cómo conoces que es Padre si no reconoces que tiene un Hijo? En efecto, no se le puede llamar Padre si no tiene un hijo, ni puede llamársele Hijo si no tiene Padre. Luego, si no es Padre mas que en cuanto tiene un Hijo, el Padre revela al Hijo. Por el hecho mismo de reconocer su paternidad, se le busca una prole; si es Padre, buscas a quien ha engendrado: y ese es Cristo en cuanto Dios. Y si Cristo es Hijo, preguntas por quién fue engendrado: y ese es Dios Padre. Así, cuando diriges el ojo de la mente, el ojo de la fe al Hijo en cuanto Hijo, reconoces que es engendrado para ser Hijo; de ese modo, también el Hijo revela al Padre. Pero ¿a quiénes, sino a los pequeños?
10. ¿Por qué no vemos a Dios ahora? Porque nuestros pecados se interponen entre nosotros y Dios. Si, pues, no lo vemos porque los pecados nos separan de él, y porque a causa de ellos retira él su rostro de nosotros49 sudorosos bajo el peso de nuestros pecados,1oigamos ya al que clama: Venid a mí todos los que estáis fatigados50. ¿Por qué sudáis inútilmente bajo los pecados? Venid a mí todos los que estáis fatigados. Pues ¿qué te fatiga, sino desear lo que no está en el poder de quien lo desea? Deseaste oro, amaste el oro: ¿acaso por amarlo tienes oro? ¿Qué es eso, qué es lo que amas? Amando sientes sed, sediento buscas, encontrando te atormentas. Advierte: antes de que halles lo que deseas poseer, antes de obtenerlo, antes de apropiártelo, antes de poseerlo, ardes de ansia: ese verdugo vulnera tu corazón, esa codicia te desgarra. ¿Hasta cuándo? Hasta que lo consigas. Mira, ya lo conseguiste. Ardías de codicia cuando querías tenerlo en propiedad: ya tienes lo que temes perder. A la codicia no sigue la seguridad; a la codicia le sigue el temor como un sayón a otro sayón. Antes de tener nada, te atormentaba solo la codicia; cuando comienzas a tener algo, te atormenta también el temor. Me he expresado mal al decir que le sigue; más bien se le añade otro torturador: a la anterior codicia de tener se le suma el ansia de aumentar lo que se tiene. El conseguir lo que buscabas no puso término a tu codicia. ¿No adviertes que, cuanto más tienes, más deseas? Cuando nada tenías, te contentabas con poco; mas, como te has hecho rico, las herencias ya no sacian tus apetencias. Deseas poseer lo que no posees, temes perder lo que posees, y estos dos sayones te estrangulan. Por lo menos confiesa a tu Dios en medio de los tormentos; óyele llamarte, escúchale ofrecérsete a fin de que huyan los verdugos. Escucha al que dice: Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados51. Estáis fatigados con los variados y desgarradores cuidados del mundo y os aprietan pesadas cargas. Yo os aliviaré52. Vagando libres por terrenos abruptos, os despeñabais: Tomad sobre vosotros mi yugo53. Por vuestra codicia y la dificultad de adquirir erais ásperos, y por el éxito vano en los negocios andabais inflados; contra la aspereza y contra el orgullo: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón54. No pongáis los ojos los unos en los otros —añade— y no seáis altaneros unos con otros.
11. Dirá alguno: «¿Y qué, si yo quiero poseer? ¡Oh, si yo poseyera! ¡Oh Dios!, dame poseer algo. Mira, mi vecino tiene lo que no tengo yo: le saludo, pero él no me saluda; le vuelvo a saludar, y tampoco me saluda. ¡Oh Dios, concédemelo!». Pero si ese tal te desagrada, ¿por qué quieres ser como él? Él dice: «Le vuelvo a saludar, y no responde a mi saludo», y desea ser lo mismo que condena. «Pero yo —dice— cuando lo tenga, no solo responderé a su saludo, sino que me adelantaré a saludarlo». Te sometes por la codicia de tener; pero mejor te conoce quien te hizo; mira más por ti quien rehúsa darte lo que pides y no te conviene. Como piensas que vas a poseer correctamente las riquezas, que vas a usar bien de ellas, que te vas a gobernar conforme a la piedad, para justificar el tenerlas, sacas a relucir el temor al sufrimiento, a la pobreza. ¿Deseas ser feliz? Ven al que clama: Yo os aliviaré55. Basta que aprendas lo que dice: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón56. Te fijas en tu vecino rico, adinerado, orgulloso; fijándote en él y envidiándolo, serás orgulloso; no serás humilde sino pones tus ojos en el que por ti se hizo humilde. Aprende de Cristo lo que no aprendes del hombre. En él está la regla de la humildad. A quien accede a él, primero le forma en su misma humildad, para embellecerlo exaltándolo. Porque ¿cuál es su hermosura? Quien, existiendo en la condición divina, no juzgó una rapiña ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo; hecho semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte57. Tras decir tantas cosas, no habría fijado los límites y medida de su humildad si no hubiera añadido: Y muerte de cruz58, pues este tipo de muerte comportaba un gran oprobio entre los judíos. Aceptó lo que conllevaba ese gran oprobio para otorgar un premio a los que no se avergüenzan de su misma humildad. ¿Hasta dónde llegó para sajar tu tumor? Hasta el oprobio de la cruz.
12. Pero ¿tal vez pequeño en apariencia? Quien existiendo en la condición divina59. Fíjate: ¿cuándo exististe tú en la condición divina? ¿Y te avergüenzas de humillarte tú por quien se humilló la condición divina? Aprended —dice— de mí60. Quizá no habéis descubierto de dónde os llegó el conocer un fundamento tan grande para vuestra exaltación: Aprended —dice— de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas61. Pues, ciertamente, en todos vuestros deseos buscáis descanso; con ese objetivo andáis inquietos mientras buscáis, para que, al encontrar lo que buscáis, en algún momento halléis descanso. En vano pensáis así: hallando lo que tan mal buscáis, vuestra intranquilidad será mayor. Aprended —dice— de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es leve62. ¿Temías ser uncido al yugo? Mi yugo es suave, blando. Si temías ser uncido, desea regocijarte. ¿No veis que incluso en los cuerpos de quienes buscan lo humano y desean lo temporal, hay ciertas ligaduras de las que se complacen los hombres?¡Cuán difícil es que permitan que los desaten! Quien tiene un collar, se complace en el collar, a la vez que le asfixia la codicia. ¿Y piensas tú que el yugo de Cristo te va a estrangular? No temas, acéptalo: es blando; cohíbe la mísera libertad, pero no conlleva aspereza alguna. Y mi carga es ligera63. No pienses que te voy a dejar sin carga alguna; si vas a ser mi bestia de carga —esto te dice tu Señor— también yo pondré en tus lomos mi carga; pero no temas, es ligera; no te oprime, sino que te eleva; no es onerosa sino honrosa. No es tan liviana, aunque tampoco muy pesada. Es como las cargas pequeñas, que hacen decir al que las lleva: «Es ligera». Con todo, hasta la misma carga ligera tiene su peso, aunque no mucho. La carga de Cristo es tan liviana que te levanta; no te sentirás oprimido por ella o con ella, pero no te levantarás sin ella. Piensa que esta carga es para ti igual que el peso de las alas para las aves; si tienen el peso de las alas, se elevan;1si se les quita, quedarán en tierra. ¿Hay cosa pesada para el que ama algo? Omitiendo mil cosas que agitan y desgastan al género humano, ¿no vemos cuánto se fatiga el aficionado a la caza, qué molestias soporta, qué calores en verano, qué fríos en invierno, qué densos bosques, qué intransitables caminos, qué escabrosas montañas? Con todo, el amor hace todo eso no solo tolerable, sino hasta agradable; y tan agradable, que, si le prohíbes la caza, entonces siente fatiga y padece un horrendo tedio; no soporta estar parado. Tanto se tolera para llegar a un jabalí, y ¿se soporta difícilmente para llegar a Dios?
13. Esto, pues, dijo Cristo. Cuando oísteis: Mi carga es ligera64, no penséis en lo que padecieron aquí los mártires y os digáis: «¿En qué sentido es ligera la carga de Cristo?». Confesaron a Cristo varones y tuvieron que padecer mucho; le confesaron muchachos y muchachas, el sexo más fuerte y el más débil, la edad mayor y la menor, todos merecieron confesarlo y ser coronados. Yo pienso que no sintieron fatiga. ¿Por qué no? Porque todo lo soportaron por amor. Esta es la carga que Cristo se digna imponernos: recibe el nombre de caridad, se llama caridad, se llama dilección.1Gracias a ella te será fácil lo que antes fue laborioso en extremo; gracias a ella te será leve lo que creías pesado. Acepta esa carga: no te oprimirá, te levantará; tendrás alas. Y antes de tenerlas, grita al que te llama: ¿Quién me dará —dice— alas como de paloma —no como las de cuervo, sino como las de paloma— y volaré?65. Y como si preguntaras ¿para qué? Y hallaré descanso66. Así, pues, gracias a esa carga hallaréis descanso para vuestras almas67. Aceptad esta carga, estas alas y, si ya habéis comenzado a tenerlas, haced que se desarrollen: que alcancen la envergadura necesaria para poder volar. Un ala es: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente68. Pero no te quedes con un ala sola, pues, si crees tener una sola, no tienes ni esa siquiera. Amarás a tu prójimo como a ti mismo69. Si no amas a tu hermano, a quien ves, ¿cómo puedes amar a Dios, a quien no ves?70. Aparezca, pues, la otra ala: así volarás, así eliminarás la codicia de lo terreno y fijarás el amor en lo celeste. Y, en la medida en que te apoyes en ambas alas, de momento tendrás arriba el corazón, de modo que el corazón elevado arrastre hacia arriba también a su carne a su debido tiempo. Y no pienses que es excesivo para ti tener todas las alas. Hay que buscar en las santas Escrituras los múltiples preceptos que se refieren a ese amor, con los que se ejercite el que los lee y los escucha, pero la ley entera y los profetas penden de estos dos preceptos71.