SERMÓN 67

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, OSA

El reino revelado a los pequeños1

1. Cuando se leyó el santo evangelio hemos oído que el Señor Jesús exultó en el Espíritu2 y dijo: Te «confieso», Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios e inteligentes y las has revelado a los pequeños3. Si, de momento, consideramos digna y diligentemente las palabras citadas del Señor; si —lo que es más importante— las consideramos con piedad, lo primero que hallamos es esto: no siempre que leemos en las Escrituras el término «confesión» debemos entenderlo como palabra de un pecador. He tenido que comenzar diciéndoos esto y tomar pie de ello para advertíroslo porque, en cuanto esa palabra sonó en la boca del lector —es decir, nada más oír las palabras del Señor: Te «confieso», Padre—, se siguió también el ruido de vuestros golpes de pecho. En cuanto sonó la palabra «confieso», os lo golpeasteis. ¿Qué significarse golpearse el pecho sino recriminar el pecado que late en él, y golpear con un gesto visible el pecado oculto? ¿Por qué lo habéis hecho sino porque habéis oído: Te «confieso», Padre? Habéis oído: «Confieso», pero no habéis reparado en el sujeto de esa «confesión». Advertidlo, pues, ahora. Si quien dijo «Confieso» fue Cristo, de quien está lejos todo pecado, tal palabra no es exclusiva de uno que peca, sino, en ciertos casos, también de uno que alaba. «Confesamos», por tanto, ya alabando a Dios, ya acusándonos a nosotros mismos. Una y otra confesión nace de la correcta actitud ante Dios: tanto cuando te reprendes dado que no estás sin pecado, como cuando alabas a quien no puede tener pecado.

2. Ahora bien, si lo pensamos debidamente, el reproche a ti es alabanza a él. En efecto, ¿por qué le confiesas cuando te acusas a ti mismo? ¿Por qué, al acusarte a ti mismo, le estás confesando a él sino porque, estando muerto, has vuelto ya a la vida? Dice, en efecto, la Escritura: En el muerto, como uno que no existe, fenece la confesión4. Si en el muerto fenece la confesión, quien confiesa vive, y si confiesa el propio pecado, sin duda ha vuelto de la muerte a la vida. Y si el que confiesa su propio pecado ha vuelto de la muerte a la vida, ¿quién le resucitó? Ningún muerto se resucita a sí mismo. Solo pudo resucitarse quien no murió, aunque muriese su cuerpo. De hecho, él resucitó lo que había muerto. Se resucitó a sí mismo el que vivía en sí mismo y había muerto en su cuerpo que tenía que ser resucitado. En efecto, al Hijo no lo resucitó solo el Padre, del que dice el Apóstol: Por lo cual Dios lo ha exaltado5, sino que también el Señor se resucitó a sí mismo, esto es, su cuerpo. Por eso dice: Derribad este templo, y en tres días lo levantaré6. El pecador, a su vez, es un muerto, máxime el oprimido por el peso enorme de su costumbre: es como un Lázaro sepultado. Poco era que hubiese muerto; hasta lo habían sepultado. Así, pues, toda persona que se halla oprimida y profundamente hundida por la mole de su mala costumbre, de su mala vida, es decir, de las apetencias terrenas de modo que ya ha tenido lugar en ella lo que, como hecho lamentable, se dice en cierto salmo: Dijo el necio en su corazón: «No hay Dios»7; esa persona —repito— se hace semejante a aquella de la que se dijo: En el muerto, como uno que no existe, fenece la confesión8. ¿Quién lo resucitará sino quien, retirada la losa del sepulcro, dijo gritando: ¡Lázaro, sal fuera!?9. ¿Y qué es salir afuera sino manifestar fuera lo que estaba oculto? Quien confiesa sale afuera. No podría salir afuera si no viviera, y no podría vivir si no hubiese sido resucitado. Luego, con referencia a la confesión, acusarse a sí equivale a alabar a Dios.

3. Dirá, entonces, alguien: «¿De qué sirve la Iglesia si quien confiesa su pecado ya sale resucitado por la palabra del Señor?». ¿De qué sirve a quien confiesa su pecado la Iglesia, a la que dice el Señor: Lo que desatéis en la tierra, quedará desatado también en el cielo?10. Fíjate en el mismo Lázaro: sale del sepulcro vendado. Ya estaba vivo por la confesión de sus pecados, pero aún no caminaba expedito, impedido por las mismas vendas. ¿Qué hace, entonces, la Iglesia, a la que se dijo: Lo que desatéis será desatado, sino lo que a continuación dice el Señor a los discípulos: Desatadlo y dejadlo marchar?11.

4. Por tanto, el acusarnos a nosotros mismos y el alabar a Dios, son dos formas de alabar a Dios. Si nos acusamos piadosamente, sin duda alabamos a Dios. Cuando alabamos a Dios, proclamamos, por así decir, que él carece de pecado12. En cambio, cuando nos acusamos a nosotros mismos, damos gloria a aquel gracias al cual hemos vuelto a la vida. Si esto haces, el enemigo no halla ocasión alguna para acorralarte ante el juez. Pues si tú eres acusador de ti mismo y Dios tu libertador, ¿qué será aquel sino un calumniador?

Con razón el salmista, partiendo de esta realidad, se procuró una tutela contra sus enemigos, no los manifiestos —la carne y la sangre, de las que hay que compadecerse más que prevenirse— sino contra los otros, frente a los que nos exhorta a armarnos el Apóstol: Vuestro combate no es contra la carne y la sangre13, esto es, contra los hombres que veis ensañarse con vosotros. Son vasos que otro utiliza; son instrumentos que otro maneja. Entró —dice— el diablo en el corazón de Judas para que entregara al Señor14. Dirá alguno: «¿Qué hice yo, entonces?». Escucha al Apóstol: Y no deis lugar al diablo15; con tu mala voluntad le diste lugar: entró, te posee, te usa. Si no le dieras lugar, no te poseería.

5. Por eso nos amonesta diciendo: Vuestro combate no es contra la carne y la sangre, sino contra los príncipes y potestades16. Alguien puede pensar: «el combate es contra los reyes de la tierra, contra los potentados del mundo». ¿Por qué? ¿No son «carne y sangre»? Se dijo globalmente: No contra la carne y la sangre: no pienses, pues, en hombre alguno. Quedan como enemigos: Contra los príncipes y potestades, les espíritus malvados, los que gobiernan el mundo17. Da la impresión de que otorgó más categoría al diablo y a sus ángeles; les dio más: los designó como «los que gobiernan el mundo». Mas para que no lo entiendas mal, expone cuál es el mundo que ellos gobiernan: los que gobiernan el mundo —dice—, estas tinieblas18. ¿Qué significa el mundo, estas tinieblas? El mundo está lleno de personas que lo aman y alejadas de la fe a los que ellos gobiernan. A ellas llama tinieblas el Apóstol. A estas las gobiernan el diablo y sus ángeles. Estas tinieblas no son naturales, no son inmutables: cambian y se convierten en luz; creen y, al creer, son iluminadas. Cuando esto se haya producido en ellas, oirán: Pues en otro tiempo fuisteis tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor19. En efecto, cuando eras tinieblas, no lo eras en el Señor; a su vez, cuando eres luz, no lo eres en ti sino en el Señor. Pues ¿qué tienes que no hayas recibido?20. Por tanto, dado que son enemigos invisibles, hay que combatirlos invisiblemente. Al enemigo visible le vences hiriéndole; al invisible, creyendo. El enemigo es visible cuando es un hombre: visible es también su herida; el enemigo es invisible cuando es el diablo: invisible es también el creer. Hay, pues, un combate invisible contra enemigos invisibles.

6. ¿Cómo dice cierta persona que está seguro frente a estos enemigos? Había comenzado a indicarlo, pero vi la necesidad de traer a la memoria y hablar con cierto detenimiento de esos enemigos. Conocidos ya quiénes son los enemigos, veamos la defensa contra ellos. Alabándolo invocaré al Señor y quedaré a salvo de mis enemigos21. Tienes qué hacer: invócalo alabando, pero alabando al Señor. Pues si te alabas a ti mismo, no quedarás a salvo de tus enemigos. Invoca al Señor alabándolo y estarás a salvo de tus enemigos. Porque ¿qué dice el Señor mismo? El sacrificio de alabanza me glorificará; y ese es el camino en que le mostraré mi salvación22. ¿Dónde está el camino? En el sacrificio de alabanza. No pongas tus pies fuera de ese camino. Mantente en el camino, no te desvíes de él; no te apartes de la alabanza del Señor el espacio de un pie, el de una uña. Porque si pretendes desviarte de este camino y alabarte a ti en lugar del Señor, no te verás libre de aquellos enemigos, ya que de ellos se dijo: Junto a la senda me colocaron piedras de tropiezo23. Por tanto, te has desviado de la alabanza de Dios tanto cuanto es el bien que creas que posees y que proviene de ti. ¿Por qué te extrañas ya de que te engañe el enemigo, si te engañas tú mismo? Escucha al Apóstol: Quien piensa ser algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo24.

7. Escucha, pues, al Señor que confiesa: Te «confieso», Padre, Señor de cielo y tierra25. Te «confieso»: te alabo; te alabo a ti, no me acuso a mí. Mas en lo que toca a la asunción del hombre mismo, la gracia es plena, singular, perfecta. ¿Qué mereció el hombre que es Cristo, si quitas la gracia, y gracia tan grande por la que era necesario que uno solo fuese Cristo y que lo fuese precisamente ese que conocemos? Quita esa gracia: ¿qué es Cristo sino un hombre? ¿Qué es sino lo mismo que tú? Tomó un alma, tomó un cuerpo, tomó una naturaleza humana íntegra: lo une a sí y el Señor constituye una única persona con su siervo. ¿Cuál es la magnitud de esta gracia? Cristo está en el cielo, Cristo está en la tierra; Cristo está a la vez en el cielo y en la tierra. Y no son dos Cristos, sino un único Cristo a la vez en el cielo y en la tierra. Cristo estaba junto al Padre, Cristo estaba en el seno de la Virgen; Cristo estaba en la cruz, Cristo estaba en los infiernos para socorrer a algunos; y en el mismo día, Cristo estaba en el paraíso con el salteador que confesaba sus pecados26. ¿Y por qué lo mereció allí el salteador sino porque se mantuvo en el camino donde Cristo le mostró su salvación? ¡Que tu pie no se aparte de ese camino! Pues, por el hecho mismo de acusarse, el salteador alabó a Dios e hizo dichosa su vida; dio también por hecho que la recibía del Señor, y le dijo: Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino27, pues consideraba los graves daños que había causado, y tenía por un gran bien el que se le perdonase al menos al final de los tiempos. Mas, como él dijo: Acuérdate de mí —pero ¿cuándo? Cuando llegues a tu reino—,el Señor le replicó enseguida: En verdad, en verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso28. La misericordia logró lo que la miseria había diferido.

8. Escucha, pues, al Señor que confiesa: Te «confieso», Padre, Señor de cielo y tierra29. ¿Qué? ¿Por qué te alabo? Pues, como he dicho, este confesar contiene una alabanza: Porque has escondido estas cosas a los sabios e inteligentes y las has revelado a los pequeños30. ¿Qué significa esto, hermanos? Entendedlo a partir de los contrarios. Las has escondido —dice— a los sabios e inteligentes; pero no dijo: «y las has revelado a los necios e ignorantes», sino: Las has escondido a los sabios e inteligentes y las has revelado a los pequeños. A los sabios e inteligentes, orgullosos dignos de mofa, falsamente grandes pero verdaderamente hinchados, les opuso no a los sabios, no a los inteligentes, sino a los pequeños. ¿Quiénes son pequeños? Los humildes. Por tanto, las has escondido a los sabios e inteligentes. Al decir: Las has revelado a los pequeños, él mismo indicó que, bajo el nombre de sabios e inteligentes, había que entender a los orgullosos. Luego «las has escondido a los que no-pequeños». ¿Qué significa «no-pequeños»? No-humildes. ¿Y qué significa no-humildes sino orgullosos? ¡Oh camino del Señor! El motivo de la exultación del Señor o no existía, o estaba oculto para revelársenos a nosotros. Puesto que se ha revelado a los pequeños, debemos ser pequeños, pues, si pretendemos ser grandes cual sabios e inteligentes, no se nos revela. ¿Quiénes son grandes? Los sabios e inteligentes. Diciendo que son sabios, se hicieron necios31. Pero tienes el remedio en lo contrario. Si diciendo que eres sabio te has hecho necio, di que eres necio y serás sabio. Pero dilo; dilo y dilo en tu interior, porque es así como lo dices. Si lo dices, no lo digas ante los hombres y renuncies a decirlo ante Dios. En lo que se refiere a ti mismo y a tus cosas, eres ciertamente tenebroso. Pues ¿qué otra cosa significa ser necio sino tener tinieblas en el corazón? Además, refiriéndose a ellos afirma: Diciendo que son sabios, se hicieron necios. ¿Qué había dicho antes de decir esto? Se entenebreció su insensato corazón32. Di que tú no eres luz para ti mismo. Como mucho, eres ojo, no luz. ¿Qué aprovecha un ojo abierto y sano si no hay luz? Di, pues, que no eres luz para ti mismo y proclama lo que está escrito: Tú iluminarás mi lámpara, Señor; con tu luz, Señor, iluminarás mis tinieblas33. Mío no es nada sino mis tinieblas; tú, en cambio, eres la luz que, al iluminarme, disipa mis tinieblas. La luz que existe para mí no viene de mí, sino que es luz de la que no participo sino en ti.

9. De igual manera, también Juan, amigo del esposo, era tenido por Cristo, era tenido por luz. No era él la luz, sino que vino para dar testimonio de la luz34. Existía, sin embargo, la luz verdadera. ¿Cuál es la luz verdadera? La que ilumina a todo hombre35. Si la luz que ilumina a todo hombre es la verdadera, por lógica ilumina también a Juan, que rectamente lo proclama y rectamente lo confiesa. Nosotros hemos recibido de su plenitud36: mira si dijo algo distinto de esto: Tú iluminarás mi lámpara, Señor37. Luego, una vez iluminado, daba testimonio; en atención a los ciegos, la lámpara daba testimonio del día. Ve que es lámpara: Vosotros —dice— mandasteis una embajada a Juan38, y quisisteis gloriaros un momento en su luz: él era una lámpara que arde y alumbra39. Él era «una lámpara», esto es, una realidad iluminada, encendida para alumbrar. Pero la que puede encenderse, puede asimismo apagarse; mas, para que no se apague, que no le dé el viento del orgullo. Por eso Te «confieso», Señor, Padre, del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios e inteligentes40, a los que se creían luz, pero eran tinieblas y, por el hecho mismo de que, siendo tinieblas, se creían luz, ni siquiera pudieron ser iluminados. En cambio, los que eran tinieblas, pero confesaban serlo, eran pequeños, no grandes; eran humildes, no orgullosos. Decían, pues, con razón: Tú iluminarás mi lámpara, Señor41. Se conocían, alababan al Señor, no se apartaban del camino salvador. Invocaban al Señor alabándolo y quedaban a salvo de sus enemigos42.

10. Vueltos hacia el Señor....