Temer a los que matan el alma1
1. Las palabras divinas que se han leído nos animan a no temer temiendo y a temer no temiendo. Cuando se leyó el santo Evangelio, habéis advertido que Dios nuestro Señor, antes de morir por nosotros, quiso que nos mantuviéramos firmes, pero exhortándonos a no temer y, a la vez, a temer. Dijo, en efecto: No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma2. Ved que nos exhortó a no temer. Advertid ahora dónde nos exhortó a temer: Pero temed —dice— al que tiene poder para dar muerte al cuerpo y al alma en la gehena3. Por tanto, temamos para no temer. Se tiene la impresión que el temor va asociado a la cobardía; el temor parece ser propio de débiles, no de fuertes. Pero ved lo que dice la Escritura: El temor del Señor es la esperanza de la fortaleza4. Temamos para no temer, esto es, temamos sabiamente para no temer infructuosamente. Los santos mártires, en atención a cuya solemnidad se ha proclamado este texto del Evangelio, temiendo no temieron: temiendo a Dios, desdeñaron a los hombres.
2. Pues ¿qué ha de temer un hombre de parte de otros hombres? ¿Y con qué puede aterrar un hombre a otro hombre? Le atemoriza diciéndole: «Te mato», sin temer que quizá muera él antes, mientras amenaza. «Te mato» —le dice—. ¿Quién lo dice? ¿A quién lo dice? Escucho a dos, a uno que atemoriza y a otro que teme; uno de ellos es poderoso y el otro débil, pero ambos son mortales. ¿Por qué, entonces, al hincharse más, se cree más grande en su dignidad quien tiene autoridad, si en la carne es igual la debilidad? Intime con seguridad la muerte quien no teme la muerte. Pero, si teme eso mismo con que amenaza, mírese a sí mismo y compárese con aquel a quien amenaza. Descubra en él una común condición y, juntamente con él, pida al Señor misericordia. Porque es un hombre y amenaza a un hombre, una criatura a una criatura; una que, aunque está sometida al Creador, se hincha de orgullo; otra que huye hacia el Creador.
2. Como hombre ante otro hombre, diga, pues, el mártir lleno de fortaleza: «No temo, porque temo. Tú no ejecutarás tu amenaza, si él no quiere. En cambio, nadie impedirá que él ejecute la suya. Y, al fin y al cabo, incluso si se te permite, ¿qué lograrás con esa amenaza? Puedes ensañarte con mi cuerpo, pero mi alma está segura. No matarás lo que ni ves, pues como visible aterras a otro visible. Ambos tenemos un Creador invisible, a quien juntos debemos temer. Él creó al hombre de un elemento visible y otro invisible: hizo el visible de tierra y animó el invisible con su aliento5. Luego la invisible sustancia, es decir, el alma que levantó de la tierra a la tierra que yacía en tierra, no teme cuando hieres la tierra. Puedes herir la morada, pero ¿herirás al inquilino? Este está atado, y si rompes su atadura, huye y en su elemento oculto será coronado. ¿Por qué amenazas, si nada puedes hacer al alma? Por mérito del alma, a la que nada puedes hacer, resucitará ese cuerpo al que sí puedes hacer algo. En efecto, por mérito del alma, resucitará también el cuerpo, que, ya no destinado a perecer, sino a permanecer para siempre, será devuelto a su inquilino. Advierte que estoy repitiendo las palabras del mártir: «Mira, ni siquiera pensando en mi cuerpo temo tus amenazas». Mi cuerpo está sometido al poder terreno, pero hasta los cabellos de mi cabeza los tiene contados el Creador. ¿Por qué voy a temer perder el cuerpo, si no pierdo ni un cabello?6. ¿Cómo no mirará por mi carne quien así conoce lo que tengo de menos valor? El cuerpo mismo, que puede ser herido y muerto, será por algún tiempo ceniza, y en la eternidad, inmortal. ¿Y para quién será? ¿A quién se devolverá para la vida eterna ese cuerpo muerto, deshecho, desmembrado? ¿A quién se devolverá? Al que no temió entregar su vida y no teme que se dé muerte a su cuerpo.
3. En efecto, hermanos, el alma se manifiesta inmortal, y es inmortal según un modo que le es propio: porque es una cierta vida que, con su presencia, puede vivificar el cuerpo, ya que por el alma vive el cuerpo. Esa vida no puede morir y por eso es inmortal el alma. ¿Y por qué, pues, he dicho «según un modo que le es propio»? Oíd porqué. Hay una cierta inmortalidad auténtica, inmortalidad que es inmutabilidad plena: de ella dice el Apóstol, hablando de Dios: Solo él tiene la inmortalidad, y habita en una luz inaccesible; a quien ningún hombre ha visto ni puede ver; a él el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén7. Entonces, si solo Dios posee la inmortalidad, el alma es ciertamente mortal. Ved por qué dije que el alma es inmortal según un modo que le es propio. De hecho, también puede morir. Entienda Vuestra Caridad y no quedará ningún interrogante. Me atrevo a decir que el alma puede morir, que puede recibir la muerte. Sin duda es inmortal. Ved que me atrevo a decir que es inmortal y que puede recibir la muerte. Y por eso he dicho que existe cierta inmortalidad, es decir, una inmutabilidad plena que solo Dios tiene, de la que se dijo: Solo él tiene la inmortalidad. Pues si el alma no puede recibir la muerte, ¿cómo el Señor mismo, infundiéndonos temor, dijo: Temed al que tiene poder para dar muerte al alma y al cuerpo en la gehena?8.
4. Aún no he resuelto la cuestión, sino que la he reafirmado. He mostrado que el alma puede recibir la muerte. Y solo un alma impía puede contradecir al Evangelio. He aquí que, precisamente ahora, me viene a las mientes lo que voy a decir. Solo un alma muerta puede contradecir a la vida. El Evangelio es vida, y la impiedad y la falta de fe es la muerte del alma. Ved que puede morir y es inmortal. ¿Cómo, pues, es inmortal? Porque siempre hay una vida que en ella nunca se extingue. ¿Y cómo muere? No muere dejando de ser vida, sino perdiendo la vida. En efecto, el alma es también vida para otro elemento y ella tiene su propia vida. Considera la jerarquía en las criaturas. Vida del cuerpo es el alma; vida del alma es Dios. Como existe una vida para el cuerpo, esto es, existe el alma para que no muera el cuerpo, así debe existir una vida para el alma, es decir, existe Dios para que no muera el alma. ¿Cómo muere el cuerpo? Si lo abandona el alma. Si lo abandona el alma —repito— muere el cuerpo, y queda un cadáver, poco antes apetecible, ahora despreciable. Tiene miembros, ojos, oídos; pero son las ventanas de la casa, el inquilino se ha ausentado. Quien llora al muerto, en vano llama a las ventanas de la casa: dentro no hay nadie que escuche. ¿Cuántas cosas dice el afecto de quien lo llora, cuántas cosas enumera, cuántas recuerda, y con qué delirio de dolor —por decirlo así— habla, como si el muerto sintiera, cuando habla a un ausente? Enumera las costumbres y los signos de benevolencia que le manifestaba: «tú eres quien me diste aquello, quien me ofreciste esto y lo otro, quien me has amado así y así». Pero si atiendes, si entiendes, si reprimes tu delirio de dolor, quien te ha amado se fue; en vano insistes en llamar a la casa, en la que no puedes hallar al inquilino.
5. Volvamos a la cuestión de que hablaba poco ha. Ha muerto el cuerpo. ¿Por qué? Porque se fue su vida, o sea, su alma. Vive su cuerpo, pero él es impío, infiel, reacio a la fe, reluctante a corregir sus costumbres; estando en vida su cuerpo, ha muerto su alma, por la que vive el cuerpo. Es cosa tan grande el alma que, aun muerta, es capaz de dar vida al cuerpo. Tan gran cosa es —repito— el alma, tan excelente criatura, que, aun muerta, es capaz de vivificar el cuerpo. Porque el alma misma de un impío, el alma de un infiel, el alma de un malvado y terco, está muerta; y, no obstante, gracias a ella, aunque muerta, vive el cuerpo. Por eso está ahí: mueve las manos para obrar, los pies para andar, dirige la mirada para ver, se inclina con los oídos para oír; distingue los sabores, rechaza los dolores, apetece los placeres. Todas estas cosas son indicios de un cuerpo vivo, mas por la presencia del alma. Pregunto al cuerpo si vive, y me responde: «Me ves andar, trabajar, me oyes hablar, me ves apetecer una cosa y rechazar otra, y ¿no entiendes que el cuerpo vive? Por esas obras propias de un alma que está dentro, entiendo que el cuerpo vive. Y pregunto al alma misma si vive. También ella tiene obras propias por las que revela su vida. Si andan los pies, entiendo que el cuerpo vive, mas por la presencia del alma. Pregunto si el alma vive. Estos pies caminan. Ved, de este único movimiento deduzco que vive. Pregunto al cuerpo y al alma acerca de su vida. Caminan los pies, y entiendo que el cuerpo vive. ¿Pero adónde caminan? «Al adulterio» —responde—. Entonces está muerta el alma. Así lo ha dicho la veracísima Escritura: Muerta está la viuda que vive entregada a los placeres9. Y ya que hay tanta diferencia entre los placeres y el adulterio, ¿cómo puede un alma, de la que se dice que está muerta en medio de sus placeres, vivir en el adulterio? Está muerta. Pero ni siquiera obrando así está muerta. Oigo que habla: el cuerpo vive, pues no se movería la lengua en la boca, ni produciría sonidos articulados en cualquier lugar si no morase dentro el inquilino y, por así decir, el músico para ese instrumento, el músico que utilizase su lengua. Lo entiendo perfectamente. Un cuerpo que habla de ese modo es un cuerpo que vive. Pero yo pregunto si vive el alma. Ved que el cuerpo habla: señal de que vive. ¿Qué dice? Igual que, refiriéndome a los pies, decía: «caminan: señal de que vive el cuerpo» y, para saber si el alma estaba viva, preguntaba yo: ¿hacia dónde caminan?, así también ahora, al oír que habla, entiendo que el cuerpo vive; pregunto qué dice, para saber si también el alma vive. Dice una mentira. Si dice una mentira, entonces está muerta. ¿Cómo lo pruebo? Preguntemos a la misma Verdad, que responde: La boca que miente da muerte al alma10. Pregunto: ¿Por qué está muerta el alma? Como poco antes, pregunto: ¿por qué está muerto el cuerpo? Porque se ha ido el alma, su vida. ¿Por qué está muerta el alma? Porque la ha abandonado su vida, Dios.
6. Así, pues, reconocidas brevemente estas cosas, sabed y tened por cierto que el cuerpo está muerto sin el alma, y que el alma está muerta sin Dios. Todo hombre alejado de Dios tiene muerta el alma. ¿Lloras a un muerto? Llora mejor al pecador, llora al impío, llora al infiel. Escrito está: El luto por un muerto, siete días; el luto por el fatuo e impío, todos los días de su vida11. ¿No tienes acaso vísceras de cristiana compasión, de modo que lloras a un cuerpo del que se ha ausentado el alma y no lloras a un alma de la que se ha retirado Dios? Firme en esto, replique el mártir al que le amenaza: «¿Por qué me obligas a negar a Cristo? ¿Me fuerzas a negar la Verdad? Y si me niego, ¿qué me harás? Hieres mi cuerpo para que se retire de él el alma; pero mi misma alma tiene un cuerpo que le es propio. No es ignorante, no es necia. Tú quieres herir mi cuerpo: ¿Quieres que, por temor a que hieras mi cuerpo y se retire de él mi alma, hiera yo mi alma y se retire de ella mi Dios?». Por lo tanto, ¡oh mártir!, no temas la espada del sayón. Teme a tu lengua, no sea que te hieras a ti mismo y mates no tu cuerpo, sino tu alma. Teme por tu alma, no sea que muera en la gehena de fuego.
7. Por eso, entonces, dijo el Señor: A quien tiene poder para dar muerte al cuerpo y al alma en la gehena de fuego12. ¿Cómo? Cuando el impío sea arrojado a la gehena, ¿arderán allí su cuerpo y su alma? La muerte del cuerpo es la pena eterna; la muerte del alma es la ausencia de Dios. ¿Deseas saber cuál es la muerte del alma? Entiende lo que dice el profeta: Sea eliminado el impío para que no vea la claridad del Señor13. Tema, pues, el alma la propia muerte y no tema la muerte de su cuerpo. Pues si teme su muerte y vive en su Dios, no ofendiéndole ni alejándole de sí, merecerá recobrar al final su cuerpo; y no para una pena eterna, como los impíos, sino para una vida eterna, como los justos. Los mártires, temiendo esa muerte, amando esa vida, esperando las promesas de Dios, despreciando las amenazas de los perseguidores, merecieron ser coronados ante Dios, y a nosotros nos dejaron estas solemnidades que hemos de celebrar.