Las bienaventuranzas (Mt 5,3-10)
1. Vuestra Caridad ha escuchado conmigo el santo Evangelio. Que el Señor me ayude para que, al hablaros sobre el capítulo leído, lo que os diga sea adecuado para vosotros y fructifique en vuestras costumbres. Todo el que escucha la palabra de Dios debe pensar que lo que escucha ha de llevarlo a la práctica, sin pretender alabar la palabra de Dios con la lengua y despreciarla con la vida. Pues, si lo que se dice resulta suave cuando se escucha, ¡cuánto más suave debe resultar cuando se realiza! Yo soy como un sembrador, vosotros sois campos de Dios. No se pierda la semilla; fructifique en forma de mies. Habéis escuchado conmigo que, cuando se le acercaron los discípulos, Cristo el Señor abriendo su boca los enseñaba con estas palabras: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos1, etc. Habiéndosele acercado, pues, sus discípulos, el Maestro único y verdadero les enseñaba con sus palabras lo que brevemente he recordado. También vosotros os habéis acercado a mí para que, con su ayuda, os instruya. ¿Puedo hacer cosa mejor que enseñar lo que tan gran Maestro dijo y expuso?
2. Sed, pues, pobres de espíritu para que sea vuestro el reino de los cielos2. ¿Por qué teméis ser pobres? Pensad en las riquezas del reino de los cielos. Se teme la pobreza; haya temor, sí, pero de la maldad. Efectivamente, tras la pobreza de los justos, vendrá la gran felicidad, porque habrá plena seguridad. Aquí, en cambio, cuanto más aumentan las riquezas —así llamadas, sin serlo—, aumenta también el amor a ellas y no se agota la codicia. Puedes presentarme muchos ricos: pero ¿puedes presentarme uno que tenga seguridad? Arde en deseos de poseer y tiembla ante la posibilidad de perder lo poseído. ¿Cuándo es libre tal esclavo? Es esclavo quien sirve a cualquier ama y ¿es libre quien sirve a la avaricia? Bienaventurados, pues, los pobres de espíritu3. ¿Quiénes son los pobres de espíritu? No los pobres en recursos, sino en deseos. En efecto, el que es pobre en espíritu, es humilde; y Dios escucha los gemidos de los humildes y no desecha sus súplicas.
El Señor nos confió el sermón de la montaña y comenzó por la humildad, es decir, por la pobreza. Hallas a un hombre piadoso con abundancia de bienes terrenos, pero no hinchado de orgullo. Hallas a otro hombre necesitado, que carece de todo, pero se sostiene en cosas que son nada. No tiene este más esperanza que aquel. Aquel es pobre de espíritu porque es humilde; este, por el contrario, es pobre, pero no de espíritu. Por eso Cristo el Señor, cuando dijo: Bienaventurados los pobres, añadió de espíritu. En consecuencia, no busquéis ser ricos quienes me habéis escuchado siendo pobres.
3. Escuchad al Apóstol, no a mí. Ved lo que dijo: Gran ganancia es la piedad que se conforma con lo suficiente. Pues nada trajimos a este mundo y nada podemos llevarnos de él. Poseyendo con qué alimentarnos y con qué vestirnos, estemos contentos. Pues quienes quieren hacerse ricos —no habló de quienes lo son, sino de quienes quieren serlo— caen —dice— en la tentación y en el lazo y en muchos deseos necios y dañinos, que sumergen a los hombres en la muerte y en la perdición. La avaricia es la raíz de todos los males. Muchos, por apetecerla, se extraviaron de la fe y vinieron a dar en abundantes dolores4. Cuando oyes la palabra «riquezas» te suena a dulzura. Pero ¿son dulces estas otras: caen en la tentación? ¿Oestas: muchos deseos necios y dañinos? ¿Son dulces los términos «muerte» y «perdición»? ¿Y el venir a dar en muchos dolores? No te seduzca un único y falso bien que te procure tantos males verdaderos. Ahora bien, con esas palabras se dirigió el Apóstol no a los ricos, sino a quienes no lo son para que no quieran ser lo que no son. Veamos también con qué otras encara a los que encontró siendo ya ricos. He dicho lo que había que decir. Vosotros, que sois pobres, lo habéis oído. Pero si algunos de los aquí presentes sois ricos, escuchad al mismo bienaventurado Apóstol.
4. Escribiendo a su discípulo Timoteo, entre otras recomendaciones que le hizo, le dijo también esto: Manda a los ricos de este mundo5. La palabra de Dios los encontró siendo ya ricos. Pues, si los hubiese encontrado pobres, les hubiese dicho lo que ya he mencionado. Manda a los ricos de este mundo que no sean orgullosos, ni pongan su esperanza en riquezas inseguras, sino en el Dios vivo que nos otorga todas las cosas con abundancia para que disfrutemos. Sean ricos en buenas obras, den con facilidad, repartan con los demás, atesoren para sí una buena base para el futuro, a fin de conseguir la verdadera vida6. Reflexionemos un poco sobre estas breves palabras. Ante todo —dice— manda a los ricos que no sean orgullosos. Pues nada hay que engendre el orgullo tan fácilmente como las riquezas. Si el rico no fuera orgulloso, pisotearía las riquezas y pendería de Dios. El rico orgulloso no posee, sino que es poseído. El rico orgulloso es semejante al diablo. Si no tiene a Dios, ¿qué tiene el rico orgulloso? Añadió también: Y no pongan su esperanza en riquezas inseguras. Ha de poseer las riquezas sabiendo que son perecederas. Posea, pues, lo que no puede perder. En efecto, tras haber dicho: Y no pongan su esperanza en las riquezas inseguras, añadió: Sino en el Dios vivo. Las riquezas, es verdad, pueden perecer; ¡ojalá perezcan para que no te echen a perder a ti! El salmo habla y se ríe del rico que pone su esperanza en las riquezas: aunque el hombre camine a imagen de Dios7. Ciertamente, el hombre fue hecho a imagen de Dios; reconozca, pues, que ha sido hecho, pierda lo que él mismo hizo y permanezca lo que en él es obra de Dios. Aunque el hombre camine a imagen de Dios, en vano se inquieta8. ¿Qué significa el inquietarse vanamente? Acumula tesoros y no sabe para quién9. Esto advierten los vivos a propósito de los muertos; observan cómo los hijos de muchos no poseen los bienes de los padres, sino que o bien pierden lo que se les dejó, derrochándolo, o bien lo pierden siendo objeto de falsas acusaciones. Y, lo que es más grave, mientras busca lo que tiene, perece también quien lo tiene. Muchos son asesinados a causa de sus riquezas. Advierte que lo que tenían, aquí lo dejaron. ¿Con qué cara se presentarán ante Dios, si no hicieron con ello lo que él había mandado? Posee las verdaderas riquezas: Dios mismo, que nos otorga todas las cosas con abundancia para que disfrutemos10.
5. Sean ricos —dice— en buenas obras. Manifiéstense ahí las riquezas; siembren en ese campo. Pues de tales obras hablaba el mismo Apóstol al decir: No nos cansemos de hacer el bien. A su debido tiempo cosecharemos11. Siembren: aún no ve lo que ha de obtener; crea y arroje la semilla. ¿Acaso el agricultor cuando siembra ve ya la cosecha recolectada? Saca y arroja el trigo guardado con tanta fatiga y cuidado. Él confía sus semillas a la tierra, y tú ¿no confías tus obras a quien hizo el cielo y la tierra? Sean, pues, ricos, pero en buenas obras. Den con facilidad, repartan12. ¿Qué es repartan? No posean en solitario. Nos has dicho, ¡oh Apóstol!, y nos has enseñado a sembrar; muéstranos también la cosecha. La mostró. Escucha igualmente cuál es. Avaro, no seas perezoso a la hora de sembrar. Escucha —repito— cuál es la cosecha. Lo añade después de decir: Sean ricos en buenas obras, den con facilidad, repartan. Como solo ha dicho que siembren, debe añadir qué van a recoger. Atesoren para sí una buena base para el futuro, a fin de conseguir la vida verdadera13. Esta vida falsa en que causan deleite las riquezas es pasajera. Por tanto, después de esta se ha de llegar a la verdadera. Amas lo que posees; ponlo en un lugar más seguro para no perderlo. Quienquiera que seas, si amas las riquezas, con seguridad toda tu preocupación consistirá en no perder lo que posees. Escucha un consejo de tu Señor. No hay lugar seguro en la tierra; traspasa todo al cielo. Querías confiar a tu fidelísimo siervo lo que habías acumulado; ¡confíalo a tu fiel Señor! Tu siervo, aunque te sea fiel, puede perderlo involuntariamente; tu Dios nada puede perder. Todo cuanto le confíes lo tendrás junto con él cuando le tengas a él.
6. Al oír que lo traspases y coloques en el cielo, no se te deslice ningún pensamiento carnal que te diga: ¿Y cuándo saco o retiro de la tierra lo que poseo para colocarlo en el cielo? ¿Cómo subirlo? ¿Con qué andamios elevo lo que poseo? Pon tu mirada en quienes pasan hambre, en los desnudos, en los necesitados, en los inmigrantes, en los raptados: ellos serán tus portaequipajes en tu emigrar hacia el cielo. A este punto, quizá te detienes a reflexionar y te preguntas: ¿Cómo van a ser estos mis portaequipajes? Como pensaba, sin encontrarla, en la manera de poder elevar yo al cielo lo que poseo, pienso asimismo cómo lo van a elevar aquellos a quienes se lo doy. Escucha lo que te dice Cristo: «Haz un contrato de traspaso. Dámelo ahí y yo te lo devuelvo aquí». Cristo te dice: «Dámelo ahí en la tierra donde lo posees; yo te lo devuelvo aquí». Llegados a este punto, dirás también: «¿Cómo puedo dárselo a Cristo? Él está en el cielo, sentado a la derecha del Padre; cuando habitaba entre nosotros en la carne, pensando en nosotros se dignó pasar hambre y sed y necesitar hospitalidad. Necesidades todas que le fueron satisfechas por personas piadosas que merecieron recibir en la propia casa a su Señor14. Ahora, en cambio, Cristo no necesita de nadie, pues colocó su carne incorruptible a la derecha del Padre. ¿Cómo voy a darle aquí a él que nada necesita?». Se te pasa por alto que dijo: Lo que hicisteis a uno de estos más pequeños míos, a mí me lo hicisteis15. La cabeza está en el cielo, pero tiene los miembros en la tierra. Dé un miembro de Cristo a otro miembro de Cristo: quien tiene dé al necesitado. Miembro de Cristo eres tú que tienes qué dar; miembro de Cristo es el otro y necesita que le des. Los dos camináis por un mismo camino, ambos sois compañeros de viaje. El pobre va aliviado de peso, y tú, rico, oprimido por la carga. Da de lo que te oprime; da al indigente algo de eso que te resulta pesado. Así te aligeras tú y alivias al compañero. La sagrada Escritura dice: El rico y el pobre se encontraron; mas a ambos los hizo el Señor16. El rico y el pobre se encontraron: afirmación llena de suavidad. ¿Dónde se encontraron, sino en esta vida? Aquel va bien vestido; este, lleno de harapos, pero en el momento del encuentro. Uno y otro nacieron desnudos, pues también el rico nació pobre. No mire lo que encontró, sino lo que trajo. ¿Qué trajo el desdichado cuando nació, sino desnudez y lágrimas? Por esto dice el Apóstol: Nada trajimos a este mundo y nada podemos llevarnos de él17. Así, pues, envíe personalmente por adelantado lo que quiere encontrar allí cuando salga de aquí. Hay un pobre; hay también un rico. Uno y otro se han encontrado. Mas aambos los ha hecho el Señor; al rico para que socorra al pobre; al pobre para probar al rico. Bienaventurados, por tanto, los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos18. Tengan riquezas o no las tengan, sean pobres y de ellos es el reino de los cielos.
7. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra en herencia19. Los mansos. Quienes no ofrecen resistencia a la voluntad de Dios, esos son los mansos. ¿Quiénes son los mansos? Aquellos que, cuando les va bien, alaban a Dios y, cuando les va mal, no blasfeman contra él; glorifican a Dios por sus buenas obras y se acusan a sí mismos por sus pecados. Ellos poseerán la tierra en herencia. ¿Qué tierra sino la mencionada en el salmo: Tú eres mi esperanza y mi parcela en la tierra de los vivos?20.
8. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados21. Hermanos míos, el llanto es cosa triste cuando es el gemido del arrepentido. Pues todo pecador debe llorar. ¿A quién se llora sino a un muerto? ¿Y hay cosa más muerta que un malvado? Cosa admirable: llore por sí mismo y revivirá; llore con arrepentimiento y será consolado con el perdón.
9. Bienaventurados lo que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados22. Esto, sentir hambre de justicia, se da en esta nuestra tierra. La saciedad de justicia será realidad en otro lugar en el que nadie pecará; es la saciedad de justicia similar a la que se halla en los santos ángeles. En cambio, nosotros, que sentimos hambre y sed de justicia, digamos a Dios: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo23.
10. Bienaventurados los misericordiosos, porque de ellos tendrá Dios misericordia24. Con orden perfecto, tras haber proclamado: Bienaventurados quienes tienen hambre y sed de justicia25, añadió: Bienaventurados los misericordiosos, porque de ellos se apiadará Dios. Experimentas hambre y sed de justicia. Si sientes hambre y sed,eres mendigo de Dios. Estás, pues, como mendigo a la puerta de Dios. También a tu puerta hay otro mendigo. Lo que tú hagas con tu mendigo, eso hace Dios con el suyo.
11. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios26. Haga cuanto se ha dicho con anterioridad, y su corazón estará limpio. Tiene el corazón limpio porque no finge amistades a la vez que alberga enemistades en el corazón. Pues Dios corona allí donde él ve27. No apruebes ni alabes nada que te deleite allí, en tu corazón; y si te pellizca algún mal deseo, no consientas; y si es muy grande el ardor, ruega a Dios para que actúe en tu interior contra él y quede limpio el corazón desde el que le invocas. Cuando quieras rogar a Dios recogido en tu aposento interior, límpialo; límpialo para que te escuche Dios. A veces calla la lengua, pero gime el alma: ciertamente a Dios se le ruega en el aposento que es el propio corazón. No haya en él nada que ofenda los ojos de Dios; no haya en él nada que le desagrade. Quizá te fatigue la tarea de limpiar tu corazón; invoca a Dios, que no desdeñará limpiar el lugar que le has reservado, y se dignará habitar en ti. ¿Acaso temes recibir a tan poderoso Señor y que te quite la paz, del mismo modo que los hombres vulgares y que viven en la estrechez temen verse obligados a recibir en su casa a ciertos transeúntes de mayor categoría que ellos? Es cierto: nada existe mayor que Dios; pero no temas por tu estrechez; recíbele y él te dilata. ¿No tienes qué ofrecerle? Recíbele a él y él te alimenta a ti; y —cosa más grata al oído— te alimenta de sí mismo. Él será tu alimento, pues él mismo dijo: Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo28. Este pan fortalece y no se deteriora. Por tanto, Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios29.
12. Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios30. ¿Quiénes son los pacíficos? Los que construyen la paz. ¿Ves discordia entre determinadas personas? Actúa ante ellas como servidor de la paz. Habla bien a la una de la otra. ¿Te habla una, encolerizada, mal de la otra? No la delates, encubre el insulto escuchado de boca de la airada y dale el saludable consejo de la concordia. Con todo, si quieres ser artífice de paz entre dos amigos tuyos en discordia, comienza a obrar la paz en ti mismo: debes pacificarte interiormente donde, quizá, combates contigo mismo una lucha cotidiana. ¿Acaso no luchaba consigo mismo quien decía: La carne tiene deseos contrarios al espíritu, y el espíritu contrario a la carne. Uno y otro se oponen mutuamente para que no hagáis lo que queréis?31. Son palabras del santo Apóstol. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior; sin embargo, veo en mis miembros otra ley contraria a la ley de mi mente, que me cautiva en la ley del pecado que reside en mis miembros32. Si, pues, existe dentro del hombre mismo cierta lucha cotidiana, y el resultado de esa laudable lucha es que lo inferior no se imponga a lo superior, que la libido no venza a la mente ni la concupiscencia a la sabiduría, esa es la paz recta que debes producir en ti: que lo que hay de más noble en tu persona impere sobre lo que le es inferior. Lo más noble que posees es aquello en que reside la imagen de Dios. A esto se le denomina mente, se le llama inteligencia; allí arde la fe, allí se fundamenta la esperanza, allí se enciende la caridad. ¿Quiere tu mente ser capaz de vencer tus apetitos desordenados? Sométase a quien es mayor que ella y vencerá a lo que le es inferior. Entonces habrá en ti una paz verdadera, segura, ajustada plenamente al orden. ¿Cuál es el orden sobre el que se fundamenta esta paz? Dios impera sobre la mente, la mente sobre la carne. Nada hay más conforme al orden. Pero la carne tiene todavía sus debilidades. No era así en el paraíso; por el pecado se hizo así; por el pecado tiene la cadena de la discordia que actúa contra nosotros. Pero vino el único que está sin pecado a poner de acuerdo nuestra alma y nuestra carne y se dignó darnos como prenda al Espíritu Santo. Quienes se dejan conducir por el Espíritu, esos son los hijos de Dios33. Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Toda esta lucha que nos produce fatiga a causa de nuestra debilidad —pues, aun cuando no consentimos a los malos deseos, nos hallamos en cierto modo en el fragor de la batalla, y la seguridad no existe todavía—, toda esta lucha —repito— desaparecerá entonces, cuando la muerte sea absorbida en la victoria. Escucha en qué modo dejará de existir: Conviene que este cuerpo corruptible —son palabras del Apóstol— se revista de incorrupción, y este cuerpo mortal, de inmortalidad. Cuando este cuerpo mortal se haya revestido de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está escrito: La muerte fue absorbida en la victoria34. Concluida la guerra, se firmó la paz. Escucha la voz de los triunfadores: ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu esfuerzo? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?35. Este es ya el grito de los vencedores; no quedará absolutamente ningún enemigo: ni el que provoca la lucha interior, ni el que tienta exteriormente. Bienaventurados, pues, los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios.
13. Bienaventurados los que sufren persecución a causa de la justicia36. Este añadido final ha distinguido al mártir del bandido. De hecho, también este sufre persecución, pero por sus malas acciones, y no busca la corona, sino que paga la pena debida. Al mártir no lo hace la pena, sino la causa. Elija primero la causa y sufra sin temor la pena. Cuando Cristo padeció, en un mismo lugar había tres cruces: él en el medio, y a un lado y a otro dos bandidos. Mira la pena: nada más semejante; sin embargo, solo uno de los bandidos encontró, estando en la cruz, el paraíso. Cristo, en medio como un juez, condena al orgulloso y viene en ayuda del humilde. Aquel madero fue el tribunal de Cristo. ¿Qué hará cuando venga a juzgar, él que pudo eso cuando se hallaba juzgado? Dice al bandido que confesaba su culpa: En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso37. El bandido, en cambio, se daba un plazo más largo. En efecto, ¿qué le había dicho? Acuérdate de mí, Señor, cuando llegues a tu reino38. «Conozco —dice— mis malas acciones; sea, pues, atormentado hasta tu regreso». Y, puesto que todo el que se humilla es exaltado39, inmediatamente profirió la sentencia, concediéndole el perdón: Hoy —dice— estarás conmigo en el paraíso. Pero ¿acaso fue sepultado aquel mismo día el Señor en la totalidad de su ser? Por lo que a su cuerpo se refiere, iba a hallarse en el sepulcro, pero en su alma iba a bajar a los infiernos, no para quedar allí preso, sino para liberar a los encadenados. Si, pues, el mismo día iba a estar, según el alma, en los infiernos y, según la carne, en el sepulcro, ¿cómo dijo: Hoy estarás conmigo en el paraíso? ¿Acaso Cristo se reduce solo a carne y alma? Se te pasa por alto que en el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios40. Te olvidas de que Cristo es el Poder y Sabiduría de Dios41. ¿Dónde, entonces, no está la Sabiduría de Dios? ¿No se ha dicho de ella: Alcanza con fuerza de un extremo a otro y dispone todo con suavidad?42. Por tanto, se refiere a la persona de la Palabra cuando dice: Hoy estarás conmigo en el paraíso. «Hoy —dice— con el alma desciendo a los infiernos, pero con la divinidad no me aparto del paraíso».
14. En la medida de mis posibilidades, he expuesto a Vuestra Caridad todas las bienaventuranzas de Cristo. En verdad os veo tan alegres, que aún queréis seguir escuchándome. Vuestra Caridad me ha provocado a decir muchas cosas, y tal vez podría decir otras muchas; pero es mejor que rumiéis bien lo recibido y lo digiráis con provecho para vuestra salud.