Comentario del Sal 63,11
1. El justo se regocijará en el Señor, esperará en él y se gloriarán todos los rectos de corazón 1. Esto lo cantamos ciertamente con la boca y el corazón. Son palabras que dicen a Dios la conciencia y lengua cristianas: El justo, no el mundo, se regocijará en el Señor. En otro lugar dice: Una luz surgió para el justo, y para los rectos de corazón, el regocijo 2. Si preguntas de dónde procede tal regocijo, lo oyes aquí: El justo se regocijará en el Señor, y en otro pasaje: Una luz surgió para el justo; y en otro todavía: Deléitate en el Señor y te concederá los deseos de tu corazón 3. ¿Qué se nos anuncia, qué se nos concede, qué se nos manda, qué se nos da? Que nos regocijemos en el Señor. ¿Quién se regocijará en algo que no ve? ¿O acaso vemos al Señor? Es algo que tenemos prometido, mas ahora caminamos en la fe; mientras estamos en el cuerpo, somos peregrinos lejos del Señor; vivimos en la fe, no en la realidad 4. Llegaremos a la realidad cuando se cumpla lo que asimismo dice Juan: Amadísimos, somos hijos de Dios y todavía no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es 5. Entonces tendrá lugar el regocijo grande y perfecto; entonces el gozo será pleno, cuando no sea ya la esperanza la que nos amamante, sino la realidad misma la que nos nutra. No obstante, también ahora, antes que la realidad misma llegue a nosotros, antes que nosotros nos acerquemos a ella, regocijémonos en el Señor, pues no es pequeño el regocijo que produce la esperanza de lo que luego será realidad. Acontece también en los asuntos temporales, en la alegría que se tiene, no en el Señor, sino en el mundo: muchos aman algunas cosas sin haber llegado todavía a conseguir aquello que aman; el ardor corre impulsado por la esperanza, pero la realidad aún no la posee. Por ejemplo: amas el dinero; pero no lo amarías si no tuvieses esperanza de poseerlo. Amas como esposa a una mujer con la que aún no te has casado, pero con la que esperas hacerlo; tal vez, antes de tenerla como mujer, la amas, y una vez que la tienes, la odias. ¿Cómo así? Porque, ya casada, no resultó ser como tu mente la imaginaba antes de casarte con ella. Dios, sin embargo, no es algo que pierde valor cuando se le tiene presente y se le ama cuando está ausente. En efecto, por mucho que la mente humana exagere el bien que es Dios, se queda corta y muy por debajo de la realidad; y necesariamente, al alcanzarlo, se descubre que es una realidad mayor de lo que el pensamiento se figuraba. Por lo tanto, más le amaremos cuando le veamos, si fuimos capaces de amarle aun antes de verle. Ahora, pues, le amamos en esperanza. Por eso dijo: El justo se regocijará en el Señor. Y, puesto que aún no le ve, añade inmediatamente: y esperará en él 6.
2. Poseemos las primicias del Espíritu 7, y tal vez nos acercamos por otras vías a aquel a quien amamos; y lo que con gran avidez hemos de comer y beber, lo probamos y gustamos ya ahora, aunque en pequeña medida. ¿Cómo lo probamos? No se trata de que Dios, a quien se nos manda amar y en quien se nos ordena regocijarnos, sea oro o plata, tierra o cielo, o esta luz del sol o cualquier cosa que brilla desde el cielo, o que, bañada de luz, resplandece en la tierra. Dios no es cuerpo alguno; Dios es espíritu. Por tanto -dice- quienes le adoran, es menester que le adoren en espíritu y en verdad 8. No en lugar alguno corporal, porque no es cuerpo; no, por ejemplo, en una montaña elevada, de modo que pienses acercarte a Dios sirviéndote de la altura del monte. Ciertamente el Señor es excelso, pero dirige su mirada a las cosas humildes. Las cosas elevadas las conoce desde lejos 9, no así las humildes. Sin duda es excelso y, si efectivamente conoce desde lejos las cosas elevadas, las humildes las debe ver más distantes. Dirá alguno: «Si a causa de su encumbramiento está alejado de las cosas elevadas de modo que las conoce desde lejos, ¡cuánto más el mismo encumbramiento lo mantendrá apartado de las cosas humildes!». Pero no es así, pues el Señor es excelso y dirige su mirada a las cosas humildes. ¿Cómo es que les dirige la mirada? El Señor está cerca de quienes tienen el corazón contrito 10. No busques, por tanto, una montaña alta donde te parezca encontrarte más cercano a Dios. Si te engríes, se aparta lejos de ti; si te humillas, se inclina hacia ti. El publicano se mantenía en pie alejado, y así Dios se le acercaba más fácilmente. No se atrevía siquiera a levantar los ojos al cielo 11 y ya tenía consigo a quien había hecho el cielo. ¿Cómo, entonces, vamos a regocijarnos en el Señor si él se halla tan alejado de nosotros? Que esté cerca o que esté lejos eres tú quien lo causas. Ama y se te acercará; ama y habitará en ti. El Señor está cerca; de nada habéis de preocuparos 12. ¿Quieres ver cómo está contigo si le amas? Dios es amor 13. ¿Por qué revolotean esas imaginaciones a lo largo y a lo ancho de tu mente? ¿Por qué preguntas «qué piensas tú que es Dios; cómo piensas que es?» Cualquier cosa que llegues a figurarte, no es él. Cualquier cosa que comprendas con tu mente, no es él. Pues si fuera él, no podría ser abarcado. Mas para que lo saborees un poco, Dios es amor. Me dirás: «¿Qué piensas tú que es el amor?» El amor es aquello por lo que amamos. ¿Qué es lo que amamos? El bien inefable, el bien benefactor, el bien creador de todos los bienes. Que te satisfaga aquel de quien recibes cualquier cosa que te satisface. No hablo del pecado, pues es lo único que no recibes de él. Exceptuando el pecado, cualquier otra cosa que tengas, de él la recibes.
3. Así, pues, no refieras al pecado lo que acabo de afirmar: «Que te satisfaga aquel de quien recibes cualquier cosa que te satisface». No digas: «He aquí que me satisface el pecado, ¿acaso me viene de Dios?» Fíjate antes, por si no es el pecado lo que te satisface, sino otra cosa en la que cometes el pecado. Cuando amas una criatura en modo desordenado, contra el uso honesto y lícito, es decir, cuando amas una criatura contra la ley y la voluntad del Creador mismo, estás pecando. No amas el pecado en sí, pero, amando mal lo que amas, quedas atrapado en los lazos del pecado. Te apetece el cebo puesto en la red y, sin darte cuenta, te alimentas del pecado. Luego lo defiendes de esta forma: «Si beber mucho es pecado, ¿por qué creó Dios el vino?» Si amar el oro es pecado -yo soy amante del oro, no de su creador; el creador del oro es Dios- ¿por qué creó lo que constituye un mal amarlo? Lo mismo puedes preguntarte a propósito de las restantes cosas que amas mal, entre las cuales se encuentra todo tipo de lujuria, terreno en que se comete toda clase de acciones obscenas. Presta atención, mira, reflexiona y advierte que toda criatura de Dios es buena 14 y en ella no existe más pecado que el mal uso que haces de ella. Por lo tanto, escucha esto, ¡oh hombre! Tú dices: «¿Por qué Dios creó lo que me prohíbe amar? Que no lo hubiera creado y no existiría ese objeto de mi amor; que no hubiera creado la criatura que me ordena no amar y no existiría ese objeto de amor, amando el cual puedo procurarme la condenación». Si pudiese hablar esta criatura que amas mal porque ni siquiera a ti mismo te amas, te respondería: «Quisieras que Dios no me hubiese creado para que no existiese como objeto de tu amor; mira ahora cuán malvado eres y cómo tus palabras delatan que lo eres en grado sumo». Quisieras que Dios, que es superior a ti, te creara a ti, y que no creara ningún otro bien. Todo lo que Dios hizo para ti es un bien; unos bienes son grandes, otros pequeños; unos son terrenos, otros espirituales, otros temporales, pero todos son bienes porque el que es bueno hizo cosas buenas. Por esto, en cierto lugar de las Escrituras divinas se dice: Ordenad el amor hacia mí 15. Dios te creó a ti como un bien; creó algo inferior a sí mismo y también algo inferior a ti. Eres inferior a uno y superior a otro. No te inclines al bien inferior después de abandonar el superior. Mantente recto para ser alabado, porque serán alabados todos los de recto corazón 16. ¿A qué se debe el que peques, sino a que tratas desordenadamente las cosas que recibiste para tu uso? Usa bien de las cosas inferiores y gozarás debidamente del bien superior.
4. Ahora escucha y examina tus mismos conocimientos y examínate a ti, que te dedicas al negocio, y los bienes con los que negocias. Si en tu ocupación, suponiendo que fueses comerciante, antepusieras la plata al oro, o el plomo a la plata, o el polvo al plomo, ¿no serías considerado loco en extremo por todos los de tu gremio, apartado de su sociedad y tildado de ruinoso, y quizá también necesitado de un psiquiatra? ¿Qué otra cosa dirían todos tus socios si afirmases: «Vale más la plata que el oro» o «es mejor la plata que el oro»? Al preferir la plata al oro, ¿no te gritarían, acaso: «Estás mal de la cabeza, estás engañado, ¿qué te pasa?» Y ¿no te dirá nadie: «qué te pasa», cuando antepones el oro a Dios? ¿Cómo -dice- antepongo el oro a Dios? Si, pues, debido a algún tipo de demencia, antepongo la plata al oro, se me tiene por loco porque, de dos cosas a las que veo, miro y toco con las manos, antepongo la de menor valor a la de mayor, ¿cómo antepongo el oro a Dios? Al oro lo veo, a Dios no lo veo. Tampoco en esta dirección hallarás excusa. ¿Por qué amas la plata? Porque es algo de valor, porque su precio es alto, porque es una cosa cara. ¿Por qué amas más el oro? Porque es más caro. La plata es cara, el oro es más caro; Dios es la caridad misma 17(cf. 1 Jn 4,8).
5. Ved que voy a decir algo sobre el don de Dios, para convencerte con rapidez de cómo antepones el oro a Dios, aunque el oro lo veas y a Dios no lo veas. Tal es el motivo por el que te parece que no lo antepones: porque nadie quiere anteponer una cosa que ve a otra que no ve. Ved que os digo una cosa. ¿Qué te parece? ¿La fidelidad (fides) es plata? ¿Es oro, o una moneda, o una res, o tierra, o cielo? No es ninguna de estas cosas y, sin embargo, es algo. No sólo es algo, sino algo muy grande. Por el momento no te hablo de aquella fe (fides) superior, por la que te llamas fiel y te acercas a la mesa de tu Señor, respondiendo desde la fe a las palabras de fe. Dejando de lado ésta por un momento, hablaré de aquella fidelidad (fides) que vulgarmente se llama también fe; no de aquella excelsa que exige de ti tu Señor, sino de aquella que reclamas de tu siervo. Hablo de ella porque también te la exige a ti el Señor, para que no defraudes a nadie, guardes la fidelidad en tus negocios, mantengas la misma a tu mujer en el lecho. También tu Señor exige de ti tal fidelidad. ¿Qué es esta fidelidad? Ciertamente no la ves. Si no la ves, ¿cómo es que levantas la voz cuando alguno la quebranta en daño tuyo? Por tu misma indignación quedas convicto de que la ves. Decías: «¿Cómo antepongo el oro a Dios, si el oro lo veo y a Dios no lo veo?» He aquí que ves el oro, y no ves la fidelidad. ¿O acaso -y esto es más cierto- ves la fidelidad? ¿O la ves sólo cuando la exiges de otros, y cuando se te exige a ti no la ves? Con los ojos del corazón bien abiertos suplicas: «Guarda la fidelidad que prometiste». Con los mismos ojos, pero esta vez cerrados, gritas: «Nada te he prometido». Abre los ojos en ambos casos. Malvado, no pierdas la fidelidad, sino la iniquidad misma. La que exiges a los otros, mantenla tú.
6. Para otorgar la libertad a tu esclavo lo llevas a la iglesia. Se produce el silencio; se lee en voz alta tu libelo, o se continúa con la ejecución de tu deseo. Dices que das libertad al esclavo porque te ha sido fiel en todas las cosas. Por eso lo amas, por eso lo honras y le regalas como premio la libertad. Haces lo que puedes. Lo haces libre porque no puedes hacerlo eterno. Tu Dios grita ante tus ojos y por medio de su esclavo te deja convicto. Te dice dentro de tu corazón: «Llevaste a tu esclavo de tu casa a la mía. Quieres que vuelva libre de la mía a la tuya. ¿Por qué tú eres tan mal siervo en mi casa? Tú le concedes a él lo que está dentro de tus posibilidades; yo te prometo cuanto está en mi poder. Tú donas la libertad a quien te guarda fidelidad; yo, en cambio, te hago eterno, si me la guardas. ¿Por qué cavilas todavía contra mí en tu interior? Da a tu Señor lo que alabas en tu esclavo. ¿O acaso tu engreimiento es tanto que te crees digno de tener un esclavo fiel, al que dices: 'Te he comprado'? ¿Es que yo no merezco tener como siervo fiel a aquel a quien he creado?» Esto te dice el Señor tu Dios internamente, donde nadie oye, sino tú solo. Y quien te habla es el mismo que habla la verdad. ¿Hay algo más verdadero que lo que acabo de decir? No te hagas el sordo. Ve que amas la fidelidad en tu esclavo; fidelidad que, ciertamente, no ves. ¿Por qué amas en otro esa fidelidad -y todo lo que he dicho que tiene ese otro-; por qué la amas en el esclavo que compraste con tu dinero, al cual, sin embargo, no creaste? El Señor interviene en ti por doble título: te creó y te compró. «Antes de que existieses -dice- te creé 18; cuando, por culpa tuya, estabas vendido como esclavo al pecado 19, te redimí». Para dar la libertad a tu esclavo rompes las tablillas: Dios no rompe las tuyas. Tus tablillas son el Evangelio, donde está la sangre con que fuiste comprado. Se conservan, se leen en público a diario, se te advierte cuál es tu condición, se te recuerda el precio pagado para tu rescate.
7. Si el esclavo a quien concedes la libertad no te hubiese guardado fidelidad, ni se hubiese hecho merecedor de aquella mediante esta y le hubieses sorprendido en algunos fraudes en tu casa, ¿qué gritarías?: «Mal esclavo, me eres infiel. ¿Ignoras que te compré? ¿No sabes que conté mi sangre por ti?» Gritas cuanto puedes y hieres al cielo con palabras cargadas de odio: «Di por ti mi sangre, mal esclavo». Y cuantos te escuchan dicen: «es verdad». Si tu mismo esclavo se atreviese a responderte, aun viéndote tan airado y gritando así, ¿no te avergonzarías si llegase a decirte: «Qué sangre, te suplico, diste por mí? Cuando me compraste, ni siquiera te abriste las venas. Pero llamas tu sangre a tu dinero. A tal grado llega tu amor a éste, que lo denominas tu sangre». Por tus mismas palabras te declara convicto el Señor: «Llamas sangre tuya a tu dinero y, en consecuencia, exiges fidelidad del esclavo que compraste, porque diste por él no ciertamente tu sangre, sino unas monedas u oro. Recuerdas qué di yo. Si no lo recuerdas, lee tus tablillas. Lee en ellas la muerte del Salvador, la lanza del percusor 20, el precio que pagó el redentor: todo por ti». Puede un hombre en vida, abierta la vena como dije, dar parte de su sangre y continuar viviendo. Pero es más lo que te dice tu Señor: «No se me extrajo la sangre en vida; te compré con mi sangre; más aún: con mi muerte te compré». ¿Qué tienes que decir? Guarda a tu Señor la fidelidad que exiges de tu esclavo. Ves el oro, ves también la fidelidad. No la exigirías si no la vieras; no la alabarías si no la vieras; no le darías como regalo la libertad si no la vieras; pero el oro lo ves con los ojos de la carne; la fidelidad, con los ojos del corazón. Cuanto mejores son los ojos del corazón que los de la carne, tanto mejor es lo que ves con ellos. Tú, sin embargo, antepones el oro a esta fidelidad que tu Señor exige de ti, no devuelves lo que se te confió y dices: «Nada me diste». ¿O dices a quien nada encomendaste: «Devuélveme lo que te confié»? No restituyes lo que recibiste y reclamas lo que no prestaste. ¡Ánimo!, acumula, despoja de esa manera y amontona fango para ti. ¿Por qué oprimes diciendo: «Devuélveme» lo que no prestaste, y negando haber recibido lo que se te confió? Roba, aumenta tus lucros dañinos. He aquí que ya llenaste el arca, que adquiriste mucho oro: examina ahora el arca de tu corazón; has perdido la fidelidad.
8. Conviértete, pues, si has experimentado algo, si has sentido vergüenza, si has ajustado a la regla lo que estaba torcido y curvado; conviértete, deléitate en el Señor 21, regocíjate en él 22. Regocíjate en lo que mandó el Señor, para regocijarte en el Señor. Regocíjate en la fe; regocíjate en la esperanza, en el amor, en la misericordia, en la hospitalidad, en la castidad. Todas estas cosas son bienes, son tesoros del hombre interior, gemas, no de tu arca, sino de tu conciencia. Busca ser rico en estas cosas; son riquezas que no puedes perder ni en un naufragio, riquezas de las que estás lleno, aunque salgas desnudo. Pues sales también recto de corazón para ser alabado, sin reprochar nada a tu Señor en el caso de que te acaezca algo en este mundo, y alabando el látigo del padre de quien esperas la herencia. Busca tu refugio junto a quien corrige. No huyas de la disciplina, porque quien te corrige no puede errar. Quien te hizo, sabe qué ha de hacer contigo. ¿O acaso juzgas tan inhábil a tu hacedor, que supo hacerte y olvida lo que ha de hacer contigo? Antes de que tú existieras, pensó en ti, pues si no hubiera pensado en ti antes de que existieras, no existirías. Así, pues, ¿te va a despreciar o desdeñar ahora que ya existes, que te conservas, que vives, que le sirves? «Me desdeñó -dices-; he orado ya y no me ha escuchado». ¿Y si entonces pedías algo que, de haberlo recibido, habría sido para tu mal? «He llorado ante él y no me lo ha concedido». ¡Oh niño insensato!, ¿qué buscabas con tu llanto? Obtener una felicidad carnal, temporal, terrena. ¿Y si esta felicidad, que tan ardientemente deseabas y pedías y por la que llorabas, te hundiese en el abismo? Antes hablaba de tu esclavo; escucha ahora una semejanza inspirada en tu hijo. Tu hijo pequeño llora ante ti para que lo montes en el caballo. ¿Le prestas atención? ¿Le escuchas? ¿Eres cruel o más bien misericordioso? ¿Qué forma de proceder es ésta, dime; qué te impulsa a obrar así? Ciertamente el amor, ¿quién lo dudará? Mientras es niño, aunque llore, no montas en el caballo a aquel para quien guardas la casa entera. Todo cuanto posees: la casa y cuanto hay en ella; el campo y cuanto existe en él, lo reservas para él. Con todo, mientras es niño, aunque llore, no lo montas. Llore cuanto quiera; si quiere, todo el día; pero tú no le haces caso, y ello por misericordia. Si le escuchases, entonces serías cruel. Presta atención, pues; piensa, no sea que tu Señor haga contigo esto mismo cuando pides cosas inadecuadas y no las recibes. Pues tal vez la pobreza te enseñe y la abundancia te corrompa. Tú pides la abundancia que engendra corrupción, cuando tal vez sería necesaria la pobreza que procura enseñanza. Déjalo en manos de tu Dios, quien sabe qué ha de darte, qué ha de quitarte. Si te da lo que pides y es un mal, tal vez te lo da airado. Escucha un ejemplo tomado de la Ley. Él escuchó airado a los israelitas que deseaban satisfacer la gula 23; en cambio, no se mostró propicio con Pablo, pues no le escuchó cuando le decía: «Quítame el aguijón de la carne» 24.
9. Por lo tanto, deléitate en el Señor 25, regocíjate en él 26, no en el mundo. En el Señor se regocijaba aquel a quien, después de perder todo lo que le era de regocijo en el mundo, le quedó el Señor en quien regocijarse; aun airado, le quedó un sencillo, perfecto e inmutable regocijo del corazón. Lo que tenía, lo poseía él sin ser él poseído; era poseído, en cambio, por el Señor. Pisoteaba aquellas cosas y estaba pendiente de él. Dejado de lado lo que pisoteaba, se adhirió a aquel de quien estaba pendiente. He aquí en qué consiste regocijarse en el Señor: El Señor me lo dio -mira el regocijo-, el Señor me lo quitó 27. ¿Acaso se apartó él? Lo que dio, lo quitó; quien lo dio se ofreció a sí mismo: se regocija en el Señor. Así, pues, El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; como al Señor plugo, así se hizo; sea bendito el nombre del Señor 28. ¿Por qué ha de desagradar al siervo lo que plugo al Señor? «He perdido el oro -dijo-, he perdido esclavos e hijos, he perdido los ganados; he perdido cuanto tuve 29. Pero a aquel de quien lo tengo, no lo he perdido. He perdido lo que me había dado, no he perdido a aquel de quien soy. Mi deleite es él; mis riquezas son también él. Pero ¿por qué? Porque no estaba fuera del camino, no tenía la cabeza donde los pies, ni olvidó desconsideradamente a quien está por encima de él, ni amó las cosas que le son inferiores. Pues en eso consiste el extravío de usar mal de las criaturas.
10. ¿Por qué acusas a quien te dio el oro, tú a quien con razón se acusa de amar mal el oro? Ten el oro -te dice Dios-; te lo di a ti; usa bien de él. Quieres adornarte con el oro; adorna tú más bien el oro; quieres honor, buscas honra del oro; dásela tú a él, para no ser deshonra del mismo. Tiene oro el que vive deshonestamente, fornica, se entrega al placer: organiza juegos pomposos, concede a los histriones regalos propios de locos y se los niega a los pobres; ese no es honra para el oro. Quien juzga rectamente, ¿no dice más bien esto: «Me da pena del oro que cayó en manos de aquél»? ¿Y si tú tuvieras el oro? Ahora ciertamente dices: «Me da pena del oro que cayó en manos de aquél. ¡Si lo tuviera yo!». ¿Qué harías? «Recibiría a los peregrinos, daría de comer a los pobres, vestiría a los desnudos 30, redimiría a los cautivos». Cosas buenas prometes antes de tenerlo; ¿qué dirías una vez que lo tuvieras? Si eres como dices, el oro te servirá de adorno. Si en verdad usas el oro así, porque amas más al que creó el oro, serás recto al amar más las cosas superiores y usar bien de las inferiores; y te deleitarías en el Señor 31; como justo te regocijarás en él 32. No tendrá cabida en ti acusación alguna contra el Creador; sólo la tendría la acción de gracias al Redentor.