CONTRA LOS ACADÉMICOS

Traductor: Victorino Capánaga, OAR

LIBRO II

Examen de la doctrina de los académicos

CAPITULO I

Exhortación a Romaniano

1. Si tan necesario como es que el sabio esté adornado de la disciplina y ciencia de la sabiduría, lo fuera tanto que se hallase la verdad cuando se busca, ciertamente toda la sofística y pertinacia y terquedad de los académicos, o, según yo opino, toda la razón especial de sentir de aquel modo, válida para aquel tiempo, hubieran sido sepultadas con el mismo tiempo y con los cuerpos de Carnéades y Cicerón. Mas porque, o por las muchas y diversas vejaciones de la vida presente, como en ti mismo lo puedes ver, ¡ oh Romaniano!; o por cierta cobardía de los ingenios, que se entorpecen por flojedad, pereza o rudeza; o bien por la desesperación de descubrir la verdad, pues la estrella de la sabiduría no brilla a los ojos interiores con el esplendor evidente con que la luz material a los ojos del cuerpo; o ya también-y éste es error que cunde mucho-por la falsa opinión de haber hallado la verdad, los hombres ni la buscan con entusiasmo, si hay quien la busca, y fácilmente se enfrían en su investigación, ocurre que la ciencia es rara y patrimonio de pocos, y por esto mismo las armas de los académicos, cuando se viene a mano con ellos, que no son hombres mediocres, sino agudos y eruditos, parecen invencibles y como forjados en la fragua de Vulcano.

Por lo cual, contra aquellas olas y tempestades de la fortuna se debe resistir con todos los remos de las virtudes, y, sobre todo, debe implorarse el socorro divino con toda devoción y piedad, a fin de que nuestra firmísima intención de consagrarnos al estudio de la sabiduría siga su curso sin que nadie la malogre ni impida llegar al segurísimo y dulcísimo puerto de la filosofía.

He aquí tu primer negocio: de aquí mi temor por ti, de aquí mi deseo de liberarte, y para esto, todos los días (si soy digno ahora de ser escuchado) no ceso de pedir para ti un viento próspero. A la misma omnipotencia y suma sabiduría de Dios se elevan mis preces. ¿Pues no es así como nos presentan al Hijo de Dios los misterios de nuestra fe?

2. Y grande apoyo prestarás a mis plegarias en tu favor si confías en que seremos escuchados y unes tus esfuerzos a los nuestros, no sólo con el deseo, sino con los conatos de la voluntad y la elevación de ánimo que te distingue y me atrae hacia ti; ella me hechiza singularmente y siempre admiro, y se halla envuelta, ¡oh lástima!, como rayo en aquellas nubes de los cuidados domésticos, y se oculta a los ojos de muchos, de casi todos; mas no puede ocultarse a mí, ni al uno y otro de tus amigos familiarísimos, que muchas veces no sólo oímos atentamente tus rumores, sino vimos también algunos relámpagos más cercanos a los rayos. Pues callando lo demás y recordando un solo hecho, ¿de dónde vino aquel golpe de trueno tan potente y súbito, aquel esplendor que brilló tan vivo, cuando con un solo bramido-de la razón y con cierto relámpago de templanza, en un sola día, acabaste con la bestia cruel de la liviandad? ¿Tardará, pues, en salir alguna vez esta virtud para convertir en profundo estupor la risa de tantos incrédulos, y después de manifestarse aquí en la tierra como con ciertos presagios de lo futuro, dejando otra vez el peso de todas las cosas corporales, no remontará el vuelo arriba? ¿Quedarán frustradas las promesas que Agustín hizo de Romaniano? No lo permita aquel a quien totalmente me he consagrado, comenzando ya a reconocerlo algún tanto.

CAPITULO II

Beneficios de Romaniano a Agustín

3. Emprende, pues, conmigo el estudio de la filosofía, pues ella es el maravilloso excitante que sientes en ti a menudo, cuando andas inquieto y dudoso. No me arredra en ti ni la indiferencia moral ni la falta de ingenio. ¿Quién más atento se mostró en nuestros discursos, cuando te era permitido respirar un poco? ¿Y quién más agudo que tú? ¿No corresponderé, pues, a tus favores? ¿O tal vez es insignificante mi deuda? Siendo adolescente pobre y emigrante por causa de mis estudios, tú me diste alojamiento y subvención para mi carrera, y lo que se aprecia más, una acogida cordial. Cuando perdí a mi padre, tú me consolaste con tu amistad, me animaste con tus consejos, me ayudaste con tu fortuna. Tú en nuestro municipio, con tus favores, tu amistad y el ofrecimiento de tu casa, me hiciste partícipe de tu honra y primacía. Y al partir a Cartago, con propósito de más ilustre profesión, al descubrirte a ti solo y a ninguno de los míos mi plan y esperanzas, aunque titubeaste un poco por el amor innato que tienes a tu patria, pues ya enseñaba allí, con todo, al no poder doblegar la voluntad del adolescente, que aspiraba a más altos empleos, tú con la maravillosa moderación de tu benevolencia, de disuasor te convertiste en mi apoyo. Tú me proveíste de lo necesario para el viaje, y tú de nuevo, después de haber protegido mi cuna y, por decirlo así, el nido de mis estudios, cuando durante tu ausencia, y sin avisarte, embarqué (para Italia), sin echar a mala parte que no lo comunicara contigo, seguiste inquebrantable en tu amistad, considerando, más que el abandono de los hijos por el maestro, los íntimos propósitos y la rectitud de mi corazón.

4. En fin, si ahora disfruto de mi descanso; si he volado, rompiendo las ligaduras de las cosas superfluas; si, dejando la carga de los cuidados ya muertos, ahora respiro, me reanimo, vuelvo en mí; si con deseo ardentísimo busco la verdad, que ya comienza a mostrárseme; si me alienta la confianza de llegar al sumo Bien, tú me has animado, tú has sido mi estímulo, a ti debo la realización de mis anhelos. Pero la fe, más que la razón, me ha hecho conocer a aquel de quien tú has sido instrumento. Pues cuando, estando contigo, te manifesté todos los movimientos de mi ánimo, asegurándote con firmeza muchas veces que para mí no había mejor suerte que la que me permitiese consagrarme completamente al estudio de la sabiduría, ni otra vida dichosa sino la que se vive conforme a ella, pero que yo me veía atado por la urgencia de atender con mi trabajo a los míos, y por otras muchas necesidades, como también por cierta vergüenza de mi parte, y el temor de arrastrar a mis parientes a una miseria bochornosa, entonces te erguiste con tan grande alborozo, te inflamaste con tan santo ardor en el deseo de este género de vida, que decías que, si lograbas verte libre de algún modo de la carga de aquellos procesos molestos, luego romperías todas mis cadenas aun con la participación contigo de tu patrimonio.

5. Así, pues, cuando, después de haber arrimado el tizón, te separaste, nunca hemos cesado de suspirar por la filosofía ni abandonado el pensamiento de aquel agradable género de vida que proyectamos; el ideal subsistía siempre, si bien para realizarlo andábamos más remisos; con todo, creíamos hacer bastante. Y porque todavía no se había levantado la grande llama, que después había de arrebatarnos, creímos que era la mayor aquella que nos inflamaba tan lentamente.

Y he aquí que unos libros, bien henchidos, como dice Celsino, esparcieron sobre nosotros los perfumes de la Arabia y, destilando unas poquísimas gotas de su esencia sobre aquella llamita me abrasaron con un incendio increíble, ¡oh Romaniano!, pero verdaderamente increíble, y más de lo que tú piensas, y aun añadiré que más de lo que podía sospechar yo mismo.

No me atraían ya los honores, la pompa vana, el deseo de la vana gloria, los incentivos y halagos de la vida mortal. Vivía todo entero concentrado en mí mismo.

Y miré como de paso-así lo confieso-aquella religión que, siendo niño, me había sido profundamente impresa en mi ánimo, y, si bien inconscientemente, me sentía arrebatado hacia ella. Así titubeando, con prisa y ansiedad, cogí el libro del apóstol San Pablo. Y me hice esta reflexión: Ciertamente éstos no hubieran realizado tan grandes hazañas, ni vivido como nos consta, a no hallarse sus escritos y argumentos en consonancia con tan estimable bien. Y lo leí todo entero con mucha atención y piedad.

6. Entonces, como rociado por esta feble luz, se me mostró tan radiante el semblante de la filosofía, que me sentí capaz de mostrar su hermosura, no digo a ti, que siempre anduviste hambriento de esa desconocida, sino también a tu mismo enemigo, que es para ti más bien un estímulo que una rémora, para que, dejando sus baños, sus jardines deliciosos, sus refinados y espléndidos convites, sus bufones y, en fin, todo lo que más embelesa y fascina a los hombres, se abalanzase en su hermosura, como un amante apasionado y casto, lleno de admiración, de impaciencia y fogosidad. Porque hay que confesar que también él ostenta cierto decoro o más bien germen de decoro de ánimo, que, pujando por florecer con verdadera hermosura, lozanea tortuoso y deforme entre la aspereza de los vicios y los matorrales de las opiniones falaces; con todo, no cesa de echar sus frondas y descollar, como puede, a los ojos de los pocos que con mirada penetrante y cuidadosa aciertan a ver en medio del follaje. De ahí su carácter hospitalario y aquella sazón de humanidad con que condimenta sus banquetes; de ahí la elegancia, el esplendor y limpieza de todas sus cosas y las buenas maneras con que en todo pone una sombra de hermosura.

CAPITULO III

El amor de la hermosura y de la sabiduría

7. Esto es lo que vulgarmente se llama filocalia. No desprecies el vocablo a causa de su uso común, porque filocalia y filosofía son casi sinónimos y quieren aparecer como de la misma familia, y lo son.

Pues ¿qué es la filosofía? El amor de la sabiduría. ¿Y qué es la filocalia? El amor de la hermosura. Pregúntaselo, si no, a los griegos. ¿Y qué es la sabiduría? ¿No es la misma verdadera hermosura? Son, pues, hermanas entre sí y engendradas de una misma madre; pero la filocalia, destronada de su cielo por el apego al placer y encerrada en la espelunca del vulgo, ha conservado una semejanza del nombre, como un aviso a sus seguidores para que no la menosprecien. Su hermana-la filosofía-, que vuela libremente, la reconoce muchas veces, aunque sin alas, sórdida y sumida en la miseria; pero raramente la liberta, pues la filocalia no conoce su origen, la filosofía sí.

Toda esta fábula (pues de repente me he convertido en un Esopo) te la puede comunicar en versos armoniosos Licencio, porque es todo un poeta.

Si, pues, aquél-me refiero a tu adversario-pudiera con templar un poco con los ojos sanos y puros la verdadera hermosura, a la que ama en sus remedos falsos, ¡con qué alborozo se arrojaría en el seno de la filosofía! Y si te viera allí, ¡cómo te abrazaría como a hermano! ¿Te admiras de esto y aun tal vez te sonríes? Pues ¿qué sería si te lo explicase, como era mi deseo? ¿Y qué si pudiera, no digo verse la faz misma, pero sí oírse a lo menos la voz misma de la filosofía? Te llenarías de admiración; créeme, de nadie hay que desesperar, y mucho menos de sujetos de tales prendas. No faltan ejemplos; pájaros de esta clase fácilmente se escapan, fácilmente toman el revuelo, con gran admiración de muchos que siguen presos en sus jaulas.

8. Pero volvamos a nosotros mismos, Romaniano, y reanudemos nuestras reflexiones. Reiteraré mi agradecimiento; tu hijo ya ha comenzado a filosofar. Yo le freno, para que se yerga más firme y vigoroso, robustecido por las indispensables disciplinas liberales, en las que no debes considerarte profano, si te conozco bien; sólo pido para ti una atmósfera de más libertad. ¿Y qué diré de tus disposiciones naturales? ¡Ojalá no fuesen tan raras entre los hombres como son ciertas en ti! Quedan dos escollos y dificultades para hallar la verdad, pero no me dan cuidado por ti; con todo, temo no te menosprecies, ni des entrada a la desesperación de hallarla, o te imagines haberla hallado. El primer peligro, si existe, con esta discusión se disipará. Con frecuencia te has indignado contra los académicos con tanta mayor acritud cuanto menos instruido estabas sobre estas cuestiones; pero también con tanta mayor espontaneidad cuanto más sentías el atractivo de la verdad. Yo, pues, contando con tu apoyo, entablaré discusión con Alipio y te persuadiré de lo que deseas, a lo menos con probabilidad, pues no llegarás a la posesión de la verdad si no te dedicas plenamente a la filosofía.

El segundo peligro de la presunción de haber hallado la verdad, aunque ya te separaste de mí ansioso de saber y dudando, con todo, por si algún error se ha deslizado en tu ánimo, ciertamente lo arrojaré de ti, o cuando te remitiere alguna discusión que tengamos sobre materia religiosa, o cuando de viva voz pueda conversar contigo de muchas cosas.

9. Pues yo mismo ahora no hago otra cosa sino limpiarme de las vanas y funestas opiniones. No dudo, pues, que mi estado actual es preferible al tuyo. Sólo envidio tu suerte en una cosa: en que disfrutas solo de la amistad de mi Luciliano. ¿Estás celoso, tal vez, también de que lo llame «mi» Luciliano? Pero, al hacerlo así, ¿no lo llamo igualmente tuyo y de cuantos estamos enlazados por unión común? ¿Y a qué rogarte para que satisfagas a mi deseo? Examínate a ti mismo en mi favor, según pienses que es tu deber. Pero ahora para los dos hablo: evitad la presunción de saber algo, a no ser que lo sepáis como esta suma: 1 + 2 + 3 + 4 = 10.

Precaveos igualmente de creer que en filosofía no habéis de conocer ninguna verdad o que de ningún modo puede conocerse. Pues creedme a mí, o más bien creed al que dijo: Buscad y hallaréis1; no hay que desconfiar, pues, de hallar la verdad, y que se hará más evidente que aquellos números.

Pero vengamos ya a nuestro propósito. Pues ahora tardíamente he comenzado a temer que este principio sobrepasa la medida, lo cual es grave defecto. Porque la moderación es cosa divina; mas cuando guía suavemente, ha podido dar origen a algún engaño; pero seré más cauto cuando fuere sabio.

CAPITULO IV

Expónese la doctrina de los académicos

10. Después de la última discusión, referida en el primer libro, tuvimos un descanso de casi siete días, repasando los tres libros de Virgilio que siguen al primero y estudiándolos según la oportunidad del momento. Con todo, en este trabajo, Licencio tanto se aficionó a la poesía, que me pareció oportuno refrenarlo un poquito. No dejaba gustosamente su labor por ninguna otra ocupación. Pero, al fin, al hacer yo, como me fue posible, un cálido elogio de la luz de la filosofía, accedió con gusto a tratar de nuevo la cuestión de los académicos, que habíamos aplazado.

Por suerte lució un día muy claro y propicio para serenar nuestros ánimos.

Abandonamos el lecho antes que de costumbre, y tratamos con los operarios de los trabajos más urgentes que había que hacer.

Entonces dijo Alipio:

-Antes de oír vuestra disputa sobre los académicos, será bueno me leáis el discurso que acabasteis cuando yo me hallaba ausente, porque, habiendo surgido de él la presente discusión, no me será posible de otro modo, al oíros, evitar los errores y el trabajo.

Accedióse a su demanda, y habiendo empleado casi toda la mañana en esta tarea, dejando el paseo del campo, nos resolvimos volver a casa.

-Ruégote, dijo aquí Licencio, que antes de comer no te sea enojoso resumir en breve exposición la doctrina de los académicos, para que no se me escape nada de lo que pueda favorecerme.

-Así lo haré, le respondí yo, y con mucho gusto, para que, absorto en esta cuestión, seas sobrio en la comida.

-No te forjes esa ilusión, dijo él, pues he advertido que muchos, y sobre todo mi padre, tanto más apetito tenían cuanto más preocupaciones pesaban sobre ellos. Además, ¿no has observado que, cuando más enfrascado estoy en las cuestiones de la métrica, por mi cuidado está segura la mesa?

Y es cosa que me llama la atención en mí mismo; pues ¿qué significa que se come con más voracidad cuando nuestro ánimo se halla más lleno de cuidados? ¿Y qué hay que, estando nosotros ocupados, nos tiraniza demasiado las manos y los dientes?

-Escucha más bien, le atajé yo, lo que has preguntado sobre los académicos, no sea que con el embrollo de estas cuestiones tenga que soportar la falta de moderación, no sólo en la comida, sino también en el modo de tratarlas. Si se me pasa algo en la exposición de mi argumento, lo suplirá Alipio.

-Es necesaria tu buena fe, dijo Alipio; pues si es de temer que se te pase de vuelo algo a ti, creo yo será difícil sorprender al que en estas cosas ha sido mi maestro, como todos saben, y sobre todo teniendo en cuenta que en la exposición de la verdad, más que el logro de la victoria, has de seguir la inclinación y rectitud de tu ánimo.

CAPITULO V

Exposición

11. -Obraré, dije yo, con buena fe, porque tienes derecho a exigirlo. Pues a los académicos plúgoles sostener que el hombre no puede conseguir la ciencia de las cosas tocantes a la filosofía (porque lo demás no preocupaba a Carnéades) y, no obstante eso, que el hombre puede ser sabio, y toda su misión consiste en investigar la verdad, como lo has recordado tú, Licencio, en aquella disertación.

De donde resulta que el sabio no da su asentimiento a ninguna cosa, porque necesariamente yerra-y esto es impropio del sabio-asintiendo a cosas inciertas. Y no sólo afirmaban que todo era incierto, sino que apoyaban su tesis con muchísimos argumentos. Pero que no puede comprenderse la verdad lo deducían de una definición del estoico Zenón, según la cual sólo puede tenerse por verdadera aquella representación que es impresa en el alma por el objeto mismo de donde se origina, y que no puede venir de aquello de donde no es.

O más breve y claramente: lo verdadero ha de ser reconocido por ciertos signos que no puede tener lo falso. Y que estos signos no pueden hallarse en nuestras percepciones, se empeñaron en demostrar con mucha tenacidad los académicos.

De aquí el desacuerdo de los filósofos y los engaños de los sentidos; de aquí los sueños y alucinaciones, las falacias y sorites que empleaban para defensa de su causa.

Y habiendo aprendido del mismo Zenón que no hay cosa más despreciable que la opinión, muy hábilmente dedujeron de ahí que, si nada puede percibirse, por una parte, y por otra, la opinión es cosa muy baja, el sabio debía de abstenerse de aprobar nada.

12. Esto les acarreó una gran hostilidad, porque parecía consecuente que el que nada afirma, nada haga. Y por esta causa, parecían pintar los académicos a su sabio-que, según ellos, nada debe afirmar-como condenado a perpetua soñolencia y deserción de todos sus deberes. Mas ellos, en este punto, introdujeron el uso de cierta probabilidad, que llamaban verosimilitud, sosteniendo que de ningún modo el sabio deja de cumplir sus deberes, pues tiene sus reglas de conducta para seguir; pero que la verdad, sea por la obscuridad de la naturaleza, sea por las semejanzas engañosas, yacía escondida y confusa. Y añadían que la misma refrenación y suspensión del asentimiento era fruto de una gran actividad del sabio.

Creo haberos expuesto todo su sistema, como has querido, sin separarme de tus indicaciones, Alipio; es decir, que he obrado con buena fe. Porque si algo o no es como lo he dicho o lo he callado, no ha dependido de mi voluntad.

No falta, pues, la buena fe, según el testimonio de mi conciencia. El hombre que se engaña, debe parecemos digno de lástima; y el que engaña, vitando; el primero necesita un buen maestro; el segundo, un discípulo precavido.

CAPITULO VI

Divergencia entre la antigua y la nueva Academia

13. Alipio dijo entonces:

-Te doy gracias, porque has satisfecho los deseos de Licencio y a mí me has aliviado de la carga impuesta. Nada más temible para ti que alguna omisión, hecha con intención de probarme (pues ¿qué otro motivo podría haber?), como para mí el compromiso de completarte en algo. Por lo cual, menos para colmar la laguna de una exposición que para cumplir un oficio mío de interrogante, no te sea molesto exponer la diferencia entre la antigua y la nueva Academia.

-Cierto, es labor enojosa, lo confieso. Por lo cual me harías un favor-pues no puede negarse que lo que preguntas debe conocerse-, mientras yo descanso un poco, si quisieras tú mismo ante mí discriminar estos dos nombres y manifestar la razón de ser de la nueva Academia.

-Con eso me darías motivo para creer, dijo Alipio, que me quieres apartar de comer, si no recordase que Licencio te ha aterrado poco ha, y su demanda no nos hubiese impuesto la obligación de declarar antes de la comida todo el embrollo de la cuestión.

Y cuando iba a proseguir su discurso, nuestra madre, pues estábamos ya en casa, comenzó a llevarnos a la mesa con tal apremio, que no dio lugar para ningún discurso.

14. Tomado el necesario alimento para satisfacer nuestra hambre, volvimos luego al prado, y Alipio comenzó diciendo:

-Obedeceré a tu deseo, sin atreverme a rehusar el compromiso. Si nada omito, será gracias a tu doctrina y también a mi memoria. Pero si en alguna cosa me equivoco, tú la retocarás, de modo que en adelante no tema esta clase de compromisos.

Según mi parecer, la escisión de la nueva Academia se produjo no tanto contra la antigua doctrina como contra los estoicos. Y ni aun se ha de considerar como una escisión, porque convenía refutar y discutir una opinión nueva introducida por Zenón. Pues la doctrina sobre la imposibilidad de la percepción, aunque no suscitó controversias, refugióse en la mente de los antiguos académicos, y no fue juzgada como inadmisible. Podría probarse esto fácilmente con la autoridad del mismo Sócrates, de Platón y otros filósofos antiguos, que en tanto creyeron que uno puede inmunizarse contra el error en cuanto evita la temeridad en dar su asentimiento; con lodo, ellos no introdujeron en las escuelas una discusión sobre esta materia ni investigaron particularmente si era o no posible la percepción de la verdad.

Este es el problema que lanzó bruscamente Zenón, porfiando en que nada puede percibirse sino aquello que de tal manera es verdadero, que se distingue de lo falso por sus notas o marcas de disimilitud, y que el sabio no debía abrazar opiniones; y Arquesilao, habiendo oído esto, negó que pudiera haber para el hombre cosa de ese género, y que la vida del sabio no debía exponerse a aquel naufragio de la opinión. Conclusión de todo esto fue que no debía asentirse a ninguna cosa.

15. Mas como sucedió que la Antigua Academia se vio más robustecida que quebrantada, surgió Antíoco, discípulo de Filón, el cual, según el parecer de muchos, era más ávido de la gloria que de la verdad, y puso en abierta hostilidad las sentencias de ambas Academias.

Porque decía que los académicos nuevos habían introducido una doctrina insólita y extraña a los antiguos, aduciendo en su apoyo la autoridad de los físicos y otros filósofos.

Acometía también a los académicos porque convertían lo verosímil en regía de conducta, cuando profesaban la ignorancia absoluta de la verdad.

Y de esta índole había recogido muchos argumentos, que creo deben omitirse ahora, y ponía todo su ahínco en sostener que el sabio puede llegar al conocimiento de la verdad.

Tal es, creo, la controversia entre los antiguos y los nuevos académicos. Si no es así, te ruego informes más completamente a Licencio; te lo pido por él y por mí.

Y si he acertado en la exposición, podéis ya entrar en la controversia empeñada.

CAPITULO VII

Réplica a los argumentos de los adversarios

16. Tomé yo entonces la palabra y dije:

-¿Por cuánto tiempo descansarás, Licencio, con este nuestro discurso, que se ha alargado más de lo que pensaba? Has oído quiénes son los académicos.

Y él, sonriendo, con una sonrisa vergonzosa, y un poco turbado por mi apostrofe, dijo:

-Ya me arrepiento de haber sostenido, contra Trigecio, que la vida feliz consiste en la investigación de la verdad. Pues esta cuestión tanto me agita, que si no llego a serun desgraciado, ciertamente a vosotros, si tenéis sentimientos de humanidad, os debo parecer digno de lástima. Pero ¿a qué atormentarme neciamente? ¿Por qué temblar, cuando tengo a mi favor el apoyo de tan noble causa? No me rendiré si no es a la verdad.

-¿Te agrada, pues, la doctrina de los académicos?, le dije yo.

-Muchísimo, respondió él.

-¿Luego te parece que están en la verdad?

Entonces él, estando ya para dar su asentimiento, y más prudente con la sonrisa de Trigecio, se mantuvo dudoso un rato. Y después continuó:

-Repite la preguntita.

-¿Crees que dicen verdad los académicos?

Tras larga pausa de silencio, dijo:

-Si existe la verdad, no lo sé; con todo, es probable. Mi vista no alcanza más para seguirlo.

-¿Sabes que lo probable recibe también el nombre de verosímil?

-Así parece, dijo él.

-Luego la opinión de los académicos es verosímil.

-Sí, respondió.

-Examina, pues, esto con más atención. Si alguien, viendo a tu hermano, dice que se parece a tu padre, a quien no conoce, ¿no lo tomarás por un necio o mentecato?

Después de pensar un largo rato, dijo:

-No me parece una cosa absurda.

17. Y al comenzar a responderle, me interrumpió diciendo:

-Espera un poco.

Y luego, sonriendo, añadió:

-Dime, te ruego, ¿ya estás seguro de tu victoria?

-Suponte que ya lo estoy, le contesté; no por eso debes abandonar tú la causa emprendida, sobre todo sabiendo que esta discusión se ha suscitado para tu ejercicio y afinamiento de tu espíritu.

-Pero ¿acaso he leído yo a los académicos, o soy tan erudito en tantas disciplinas como las que tú posees para salir a mi encuentro?

-A los académicos ni siquiera los leyeron aquellos que primero defendieron esta causa; y si te falta el ornamento de las disciplinas, no debes ser tú ingenio tan cobarde que sin conato de resistencia sucumbas ya a mis poquísimas preguntas y palabras. Pues me estoy temiendo que antes de tiempo te va a suceder Alipio, y con tal adversario no caminaré tan seguro.

-Ojalá, pues, yo sea vencido, para que alguna vez os oiga a vosotros disputando, y lo que es más, os vea, pues será para mí el más bello espectáculo que pueda presenciar. Pues os plugo a vosotros más bien recoger estos discursos que derramarlos, porque cuanto se dice aquí, se escribe, sin dejar caer nada en tierra, como se dice; nosotros ciertamente podremos leeros; pero, no sé por qué, cuando se tiene ante los ojos a los que conversan, la buena discusión, si nocon más provecho, sin duda penetra en el ánimo con más agrado.

18. -Te lo agradecemos, le respondí yo; pero este tu alborozo repentino te ha obligado a decir, hiperbólicamente, que no puede darse para ti espectáculo más feliz. ¿Y qué sería si vieras indagando la verdad y discutiendo con nosotros a tu mismo padre, a quien, después de tan larga sed, nadie superará en el ardor para abrevar en las fuentes de la filosofía? Si ya esto para mí sería el colmo de la dicha, ¿qué habrá que decir y pensar de ti?

Aquí al muchacho se le saltaron algunas lágrimas; y cuando pudo hablar, con las manos extendidas mirando al cielo, exclamó:

-¿Cuándo, Dios mío, veré esto? Pero todo se puede esperar de ti.

En este punto, todos, olvidando la disputa, nos echamos a llorar; y yo, luchando conmigo, sin poder concentrarme, le dije:

-Reanímate y recobra tus fuerzas; ya antes te he prevenido para que te prepares y dispongas a la defensa de la doctrina de la Academia; no creo, pues, que «antes de sonar la trompeta te acometa el temblor de los miembros», y que, por el deseo de ver combatir a otros, te entregues tan pronto prisionero.

Entonces Trigecio, al vernos con semblantes serenos, añadió:

-¿Y por qué este hombre tan virtuoso no había de desear que Dios le otorgue este favor, antes de pedírselo? Créeme, Licencio; pero me pareces hombre de poco valor, porque no sabes qué responder y deseas ya ser vencido.

Nos reímos lodos. Y Licencio le dijo:

-Habla tú, ¡oh hombre feliz!, no hallando la verdad, pero ciertamente no buscándola.

19. A todos nos contagió la alegría de los muchachos, y yo dije:

-Atiende a la pregunta y vuelve al camino con más brío y firmeza, si puedes.

-Aquí estoy en cuanto puedo. Y si el que ha visto a mi hermano, por la fama sabe que es parecido a mi padre, ¿será tenido por insensato o loco porque cree?

-¿Podrá llamársele a lo menos necio?, le pregunté yo.

-Cierto que no, a no ser que porfíe diciendo que lo sabe. Pues da como probable lo que la continua fama ha pregonado de él, no puede acusársele de temerario.

Entonces continué yo:

-Consideremos más despacio este punto, poniéndolo ante los ojos. Supongamos que ese no sé qué hombre de quien hablamos está presente aquí. De alguna parte viene tu hermano, y dice:

-¿De quién es éste hijo? Y le responden:

- De cierto Romaniano.

-¡Oh, cuánto se parece a su padre!, dice él. ¡Con cuánta verdad la fama pregonó esto!

Aquí dirías tú o algún otro:

-¿Luego conociste, buen hombre, a Romaniano?

-No lo conocí, responde él; sin embargo, me parece que es semejante.

-Oyendo esto, ¿podría uno contenerse la risa?

-De ningún modo, respondió Licencio.

-Luego ya ves la consecuencia que de esto se sigue.

-Ha tiempo que la veo. Pero, con todo, esta conclusión quiero yo recogerla de ti mismo, porque es necesario que comiences a alimentar al que has hecho prisionero.

-¿Y por qué no sacar esta conclusión? La misma evidencia clama que son dignos de risa tus académicos, que en la vida quieren seguir lo verosímil, lo semejante a la verdad, ignorando ésta.

CAPITULO VIII

Argucias de los académicos

20. Dijo entonces Trigecio:

-Me parece muy distinta la precaución de los académicos que la necedad de ese hombre de quien has hablado. Pues ellos por discurso alcanzan lo que llaman verosímil; en cambio, este necio siguió el rumor de la fama, cuya autoridad es la más despreciable.

-¡Como si no fuera más necio, le argüí yo, si dijese: No conocí a su padre, ni supe por la fama que se parece a él; con todo, me parece semejante a él!

-Cierto sería más necio hablar así; pero ¿a qué viene eso?

-Pues a demostrar que tales son los que dicen: «No conocemos lo verdadero, pero lo que vemos se parece a lo no conocido».

-Probable dicen ellos, le objetó Trigecio.

-¿Cómo dices eso?, le repliqué yo. ¿Niegas que lo llamen verosímil?

-Lo he dicho, contestó, para rebatir aquella analogía. Pues, a mi parecer, sin razón la fama irrumpió en nuestra discusión, ya que los académicos no se fían del testimonio de los ojos humanos ni de los mil ojos fantásticos de la fama, según fingen los poetas. Pero, en fin, ¿quién me mete a mí a defender a los académicos? ¿Acaso en esta cuestión envidiáis mi seguridad? Ahí tienes a Alipio, cuya venida ojalá nos traiga vacación a nosotros, pues creemos que tú desde hace tiempo con razón le temes.

21. Hecho el silencio, entonces todos volvieron los ojos a Alipio, quien dijo:

-Yo quisiera ciertamente, según me lo consienten mis fuerzas, servir de apoyo a vuestra causa, si vuestra suerte no me amedrentase. Pero este temor lo desecharé pronto, si la esperanza no me engaña. Al mismo tiempo, me consuela que el actual adversario de los académicos ha soportado casi la carga de Trigecio vencido, y ahora, por vuestra confesión, está en perspectiva su victoria. Mas temo no poder evitar el reproche de negligente por el abandono de mi oficio y de presunción, por invadir, el de otro, pues no creo habréis olvidado que asumí el oficio de juez.

Aquí dijo Trigecio:

-Se trata de dos cosas diferentes; te rogamos, pues, te dejes alguna vez privar de él.

-No lo rehusaré, dijo; no sea que, mientras quiero evitar la censura de la presunción o negligencia, caiga en los lazos del orgullo, que es el más deforme de los vicios, si quiero mantener más tiempo del permitido el honor que me habéis hecho.

CAPITULO IX

Gravedad del problema de la verdad

22. Por lo cual, quiero que me expongas, ¡oh buen acusador de los académicos!, tu deber; esto es, en favor de quién los acometes. Pues temo que, refutando su sistema, te muestres como académico.

-Sabes muy bien, le advertí yo, que hay dos clases de acusadores; pues no porque Cicerón muy modestamente dijese que de tal modo era acusador de Verres, que aun al mismo tiempo defendía a los sicilianos, se sigue necesariamente que todo acusador de uno es defensor de otro.

-¿Tienes a lo menos, dijo él, algún fundamento en que estribe tu opinión?

-Fácil me será contestar a tu pregunta, sobre todo porque no me coge de sorpresa, pues todo esto lo tengo yo tratado conmigo mismo y con mucha atención por largo tiempo lo he examinado. Por lo cual, oye, Alipio, lo que creo muy bien sabes: no quiero que esta discusión se lleve a cabo por el simple prurito de discutir; dejemos ya los ensayos que hemos tenido con los jóvenes, en que la filosofía se ha mostrado como chanceándose. ¡Fuera de las manos los cuentos de los niños! Se trata del destino de la vida, de las costumbres, de nuestra alma, la cual confía vencer la dificultad de todos los sofismas, y después de abrazar la verdad, volviendo, por decirlo así, al país de su origen, ha de triunfar de todas las liviandades y, desposándose con la templanza, como esposa, reinar, segura de volver al cielo. ¿Oyes lo que digo? Desechemos todo eso ya; hay que preparar las armas para un valiente guerrero. Nada he deseado siempre menos que dar ocasión a que surja un nuevo conflicto entre los que tanto tiempo vivieron entre sí con mutua armonía y comunicación.

Mas por la memoria, que es infiel custodia de las cosas pensadas, he querido fijar con la escritura lo que tantas veces hemos tratado entre los dos, para que estos adolescentes aprendan a dedicar su atención a este linaje de problemas, adiestrándose en la acometida y defensa.

23. ¿No sabes, pues, que yo no tengo ninguna cosa por cierta, y que de su investigación me retraen los argumentos y discusiones de los académicos? Pues no sé de qué modo me han hecho creer como cosa probable, usando su palabra favorita, que el hombre no puede hallar la verdad; por lo cual me hice perezoso y tardo, sin atreverse a buscar lo que no estuvo al alcance de los varones más agudos y doctos. Si, pues, yo no logro convencerme de la posibilidad de descubrir lo verdadero tan fuertemente como los académicos estaban convencidos de lo contrario, no me atrevo a indagar nada ni hallo cosa que defender.

Deja, pues, a un lado tu pregunta, si te place, y discutamos entre los dos, con mayor sagacidad posible, si puede hallarse la verdad. Por lo que a mí toca, tengo a mano muchos argumentos que oponer a la doctrina de los académicos; nuestra diferencia de opiniones se reduce a lo siguiente: a ellos parecióles probable que no puede descubrirse la verdad; en cambio, a mí me parece que puede hallarse. Pues el desconocimiento de la verdad me es particular, si ellos fingían, o seguramente es común a ellos y a mí.

CAPITULO X

No es cuestión de palabras, sino de cosas

24. Entonces dijo Alipio:

-Ahora ya avanzaré con seguridad, porque veo en ti, no ya un acusador, sino un defensor. Y así, para no ir demasiado lejos, te ruego no incurramos al ventilar nuestra cuestión, como ocurrió a los que te precedieron a ti, en una mera controversia verbal, pues por insinuación tuya, tomada de la autoridad de Cicerón, muchas veces hemos confesado que es cosa abominable.

Pues si no me engaño, habiendo dicho Licencio que le agradaba la sentencia de los académicos acerca de la probabilidad, tú le preguntaste-y convino en ello-si sabía que también la llamaban verosimilitud. Bien conozco yo, por haberlos aprendido de ti, y no de otro, los fundamentos del sistema académico.

Teniendo esto bien impreso en el ánimo, no es cosa de ocuparnos con cuestiones verbales.

-No es, le repliqué yo, mera cuestión de palabras, sino de mucha substancia y realidad, pues los académicos sabían poner nombres adecuados a las cosas; más bien me parece que escogieron tales vocablos para ocultar su manera de pensar a los más tardos de ingenio y revelarla a los más aptos.

Expondré luego el porqué y el cómo de mi opinión, declarando antes lo que comúnmente se cree acerca de su manera de pensar, como adversarios del conocimiento humano.

Así me agrada sobremanera que nuestra conversación haya llegado hoy a un punto desde donde aparece claramente cuál es la cuestión ventilada entre nosotros. Yo creo que ellos fueron varones muy prudentes y graves; y si hay algo que ahora hemos de someter a discusión, será contra los que creyeron que los académicos fueron hostiles al hallazgo de la verdad.

Mas para que no me creas acobardado, también contra ellos emplearé mis armas gustosamente, si sostuvieron con tesón lo que se consigna en sus libros, y no por disimular sus opiniones ni descubrir ciertos sagrarios de la verdad a hombres corrompidos y profanos.

Y esto lo haría hoy si la caída del sol no nos obligase a volver a casa. Hasta aquí disputamos aquel día.

CAPITULO XI

Sobre la probabilidad

25. El día siguiente también lució benigno y sereno, apenas nos dedicamos a las faenas agrícolas, porque gran parte de él lo empleamos en la redacción de cartas. Y pues nos convidaba la extraordinaria serenidad del cielo, quisimos aprovechar el poco tiempo que nos quedaba.

Llegamos al árbol de costumbre, y después de acomodarnos allí todos, les dije:

-Pues hoy no hemos de discutir grandes problemas, quiero que me recordéis vosotros, los jóvenes, cómo respondió Alipio a la cuestioncilla que os turbó.

-La respuesta fue tan breve, dijo Licencio, que apenas es trabajo recordarla. Sobre su valor y peso a ti te toca juzgar. Pues, según opino, el acuerdo sobre el fondo de la cuestión atajó la controversia sobre las palabras.

-¿Y habéis comprendido bien, les dije yo, lo que eso significa y la fuerza que tiene?

-Paréceme, a mi entender, lo que eso significa; pero no obsta eso para que tú lo aclares más. Pues muchas veces te he oído decir que es vergonzoso discutir sobre cuestiones verbales cuando se conviene en las cosas. Pero esto es demasiado sutil para que se me exija a mí una explicación.

26. -Oíd, pues, les dije yo, de qué se trata. Llaman los académicos probable o verosímil lo que, sin asentimiento formal de nuestra parte, basta para movernos a obrar. Digo sin asentimiento, de modo que sin tomar por verdadero lo que hacemos, conscientes de nuestra ignorancia de la verdad, no obstante, obramos. Por ejemplo, si la noche pasada, tan serena y pura, alguien nos hubiera preguntado si hoy había de salir un sol tan alegre, sin duda hubiéramos respondido: No lo sabemos, pero nos parece que sí.

Pues de esta categoría son, dice el académico, todas las cosas que yo he creído conveniente llamar probables o verosímiles. Si tú les quieres poner otro nombre, no te contradiré. Me basta con saber que has entendido mi pensamiento, esto es, a qué cosas se aplica dicho nombre. Pues el sabio debe ser averiguador de la verdad, no artífice de las palabras.

¿Habéis entendido, pues, cómo se me han ido de las manos aquellos juegos con que trataba de ejercitaros? Habiendo respondido ambos que sí, como con sus semblantes me pedían una respuesta, les dije:

-¿Qué pensáis?, os repito. ¿Creéis que Cicerón, artífice de estas palabras, fue tan indigente en la lengua latina que ponía nombres poco adecuados a las cosas que tenía en su ánimo?

CAPITULO XII

Se insiste en el mismo argumento

27. Entonces dijo Trigecio:

-Pues la cosa es clara, no hemos de promover ninguna cuestión verbal. Por lo cual mira más bien cómo has de responder a este nuestro libertador, contra quien preparas de nuevo tus acometidas.

-Un momento, dijo Licencio, por favor; pues me brilla en el pensamiento no sé qué luz y por ella veo que no debiste dejarte arrebatar fácilmente tan grave argumento.

Y después de una pausa silenciosa de reflexión, añadió:

-Nada me parece más absurdo que decir que aprueba lo semejante a la verdad el que ignora a ésta; ni me hace flaquear en este punto tu comparación. Pues si a mí me preguntan si del estado atmosférico de hoy no se barrunta alguna lluvia para mañana, muy bien responderé que es verosímil, porque sostengo que puede conocerse alguna verdad. Sé que este árbol no puede hacerse de plata ahora, y otras muchas cosas digo sin presunción que las sé, a las cuales veo que son semejantes las que llamamos verosímiles.

Pero tú, ¡oh Carnéades!, o no sé qué otra peste griega, para callar de los nuestros-¿y por qué dudaré ya de pasarme al bando de quien soy prisionero por derecho de victoria? - cuando tú dices que no conoces ninguna verdad, ¿cómo puedes abrazar lo que se asemeja a ella? Cierto no pudo dársele otro nombre. ¿Cómo, pues, podemos discutir con un hombre que ni siquiera puede hablar?

28. -No temo yo, dijo Alipio, a los tránsfugas, ¿cuánto menos aquel Carnéades contra quien, movido por no sé si ligereza juvenil o pueril, has lanzado más bien maldiciones que el dardo de un argumento? Porque para confirmar su sentencia, que buscó siempre fundamentos de probabilidad, le bastaba alegar que nosotros nos hallamos lejos del descubrimiento de la verdad, de modo que tú mismo puedes hallar en ti un argumento de fuerza, pues por una cuestioncilla que te han propuesto, has cambiado de posición, sin saber dónde poner el pie.

Pero esto, como también el argumento de la certeza del árbol, mencionado poco ha, dejémoslo para otra ocasión. Y pues has cambiado de partido, conviene insistir en lo que poco antes dije.

Pues todavía no habíamos entrado en la substancia del argumento relativo a la posibilidad de hallar la verdad; pero yo creí que en el mismo umbral de mi defensa debía suscitarse la cuestión, con que te vi a ti abatido y sin fuerzas; conviene a saber: si no ha de buscarse lo verosímil o lo probable-o llámese con algún otro nombre-, con que se dan por satisfechos los académicos. Pues si tú te tienes por un perfecto poseedor de la verdad, a mí poco me importa. Si después no eres ingrato a mi patrocinio, tal vez me enseñarás estas mismas cosas a mí.

CAPITULO XIII

Conclusión

29. Aquí intervine yo, al ver a Licencio ruborosamente temeroso de la acometida de Alipio:

-Todo lo has querido decir, Alipio, salvo cómo se ha de disputar con los novicios en el uso de la palabra.

-Pues ya ha tiempo, contestó él, tanto yo como los demás sobradamente sabemos-y ahora lo pruebas con el ejercicio de tu profesión-que eres perito en el arte de la elocuencia, quisiera que nos expliques primero la conveniencia de esta inquisición suya, que o es superflua, y, por lo mismo, superfluo entretenerse con ella, o si ofrece alguna ventaja, y esto no lo puedo yo explicar, yo te ruego con instancia que no te sea gravoso el hacer oficio de maestro.

-Tú recuerdas que dije ayer que trataríamos de la cuestión de las palabras; y ahora aquel sol me avisa que lo que propuse a los muchachos como juguetes, lo recoja en la cesta, sobre todo porque lo propongo más como adorno que como objeto de venta. Y ahora, antes que las tinieblas que patrocinan a los académicos nos impidan escribir, quiero que conste con toda claridad el problema, para cuya resolución hemos de madrugar mañana.

Así, pues, responde, te ruego, a esto: a tu parecer, ¿tuvieron los académicos una doctrina cierta acerca de la verdad y no la quisieron manifestar temerariamente a los ignorantes y mal preparados, o realmente sintieron lo que se clarea en sus disputas?

30. Entonces dijo Alipio:

-Cuál fuera su pensamiento verdadero, yo no lo afirmaré a la primera. Pues, según puede colegirse de lo que escriben, tú sabes mejor en qué términos proponen su doctrina. Pero si tú me preguntas por mi convicción personal, creo que todavía no se ha descubierto la verdad.

Añado también que lo que preguntabas acerca de los académicos, conviene a saber, que la verdad no puede ser hallada, no sólo es convicción arraigada en mí, como has podido advertir siempre, sino lo prueba la autoridad de grandes y excelentes filósofos; ante ellos nos obligan a doblegar la cabeza tanto nuestra debilidad propia como su sagacidad, imposible de ser aventajada.

-Esto es lo que yo buscaba, le dije yo. Pues me temía que ambos fuésemos de la misma opinión y quedase cortada nuestra disputa, no habiendo ningún adversario que nos obligase venir a las manos, examinando la cuestión con el esmero que nos fuera posible. Tanto es así, que, de haber ocurrido eso, te hubiera rogado tomaras la defensa de los académicos, sosteniendo que no sólo disputaron, sino que estaban persuadidos de la imposibilidad de la percepción de lo verdadero.

He aquí, pues, el objeto de nuestra investigación: si, según sus argumentos, es probable que nada puede percibirse y que a ninguna cosa se debe prestar asentimiento. Si logras demostrar esto, gustosamente me daré por vencido; pero si yo logro probar que es mucho más probable que el sabio puede llegar a la verdad, y que el asentimiento no siempre se debe suspender, no tendrás tú ninguna razón para no pasarte a mi lado.

Agradó a él y a todos los presentes la propuesta, y cuando nos envolvían las sombras de la noche, volvimos a casa.