CONFESIONES

Traducción: Ángel Custodio Vega Rodríguez, revisada por José Rodríguez Díez

LIBRO SÉPTIMO

De la filosofía neoplatónica a la verdad cristiana

Entre treinta y uno y treinta y dos años

(385—386)

CAPÍTULO I

Materialismo teológico

1. Ya era muerta mi adolescencia mala y nefanda y entraba en la juventud, siendo cuanto mayor en edad tanto más torpe en vanidad, hasta el punto de no poder concebir una sustancia que no fuera tal cual la que se puede percibir por los ojos.

Cierto que no te concebía, Dios mío, en figura de cuerpo humano desde que comencé a entender algo de la sabiduría; de esto huí siempre y me alegraba de hallarlo así en la fe de nuestra Madre espiritual, tu Católica; pero no se me ocurría pensar otra cosa de ti. Y aunque hombre ¡y tal hombre!, me esforzaba por concebirte como el sumo y el único y verdadero Dios; y con toda mi alma te creía incorruptible, inviolable e inconmutable, porque sin saber de dónde ni cómo, veía claramente y tenía por cierto que lo corruptible es peor que lo que no lo es, y que lo que puede ser violado ha de ser pospuesto sin vacilación a lo que no puede serlo, y que lo que no sufre mutación alguna es mejor que lo que puede sufrirla.

Clamaba violentamente mi corazón contra todas estas imaginaciones mías y me esforzaba por ahuyentar como con un golpe de mano aquel enjambre de inmundicia que revoloteaba en torno a mi mente, y que apenas disperso, en un abrir y cerrar de ojos, volvía a formarse de nuevo para caer en tropel sobre mi vista y anublarla, a fin de que si no imaginaba que aquel Ser incorruptible inviolable e inconmutable, que yo prefería a todo lo corruptible, violable y mudable, tuviera forma de cuerpo humano, me viera precisado al menos a concebirle como algo corpóreo que se extiende por los espacios sea infuso en el mundo, sea difuso fuera del mundo y por el infinito. Porque a cuanto privaba yo de tales espacios me parecía que era nada, absolutamente nada, ni aun siquiera el vacío, como cuando se quita un cuerpo de un lugar, que permanece el lugar vacío de todo cuerpo, sea terrestre, húmedo, aéreo o celeste, pero al fin un lugar vacío, como una nada extendida.

2. Así, pues, pesado de mente1, y sin acabar de aclararme a mí mismo, estimaba que todo lo que no se extendía por espacios concretos, o no se difundía, o no se condensaba, o no se hinchaba, o no era susceptible de tener algo de esto, era absolutamente nada. Porque cuales eran las formas por las que solían andar mis ojos, tales eran las imágenes por las que marchaba mi espíritu. Ni veía que la misma facultad con que formaba yo tales imágenes no era algo semejante, no obstante que no pudiera formarlas si no fuera alguna cosa grande.

Y así, aun a ti, vida de mi vida, te imaginaba como un Ser grande extendido por los espacios infinitos que penetraba por todas partes toda la mole del mundo, y fuera de ellas, en todas las direcciones, la inmensidad sin término; de modo que te poseyera la tierra, te poseyera el cielo y te poseyeran todas las cosas y todas terminaran en ti, sin terminar tú en ninguna parte. Sino que, así como el cuerpo del aire —de este aire que está sobre la tierra— no impide que pase por él la luz del sol, penetrándolo, no rompiéndolo ni rasgándolo, sino llenándolo totalmente, así creía yo que no solamente el cuerpo del cielo y del aire, y del mar, sino también el de la tierra, te dejaban paso y te eran penetrables en todas partes, grandes y pequeñas, para recibir tu presencia, que con secreta inspiración gobierna interior y exteriormente todas las cosas que has creado. De este modo discurría yo por no poder pensar otra cosa; mas ello era falso. Porque si fuera de ese modo, la parte mayor de la tierra tendría mayor parte de ti, y menor la menor. Y de tal modo estarían todas las cosas llenas de ti, que el cuerpo del elefante ocuparía tanto más de tu Ser que el cuerpo del pajarillo, cuanto aquél es más grande que éste y ocupa un lugar mayor; y así, dividiéndote en partículas, estarías más presente en las partes grandes del mundo y más pequeño en las pequeñas, lo cual no es así. Y es que por entonces aún no habías iluminado mis tinieblas2.

CAPÍTULO II

Argumento de Nebridio contra los maniqueos

3. Me bastaba, Señor, contra aquellos engañados engañadores y mudos charlatanes —porque no sonaba en su boca tu palabra—, me era suficiente, ciertamente, el argumento que desde antiguo, estando aún en Cartago, solía proponer Nebridio, y que todos los que le oímos entonces quedamos impresionados. «¿Qué podía hacer contra ti —decía— aquel no sé qué engendro de tinieblas que los maniqueos suelen contraponer como una masa contraria a ti, si tú no hubieras querido pelear contra él?» Porque si respondían que te podía dañar en algo, ya eras violable y corruptible; y si decían que no te podía dañar en nada no había razón para que pelearas, y pelearas de tal suerte que una porción tuya y miembro tuyo o brote de tu misma sustancia se mezclase con las potestades enemigas y naturalezas no creadas por ti, y quedara corrompida y deteriorada de tal modo que su felicidad se trocase en miseria y tuviese necesidad de auxilio para ser libertada y purgada. Y que esta porción de que hablo era el alma a la que vino a socorrer tu Verbo: el libre a la esclava, el puro a la contaminada; y el íntegro a la corrompida. Pero, al fin, también el Verbo o Palabra era corruptible por proceder de una y misma sustancia.

Y así, si decían que tú (seas lo que seas, esto es, tu sustancia por lo que eres) eras incorruptible, falsas y execrables eran todas aquellas cosas; y si decían que eras corruptible, esto mismo era falso y desde la primera palabra abominable.

Me bastaba, pues, esto contra aquéllos para arrojarlos enteramente de mi corazón angustiado, porque, sintiendo y diciendo de ti tales cosas, no tenían por donde escapar, sin un horrible sacrilegio de corazón y de lengua.

CAPÍTULO III

El libre albedrío, causa del pecado

4. Pero tampoco yo, aun cuando afirmaba y creía firmemente que tú, nuestro Señor y Dios verdadero, creador de nuestras almas y de nuestros cuerpos, y no sólo de nuestras almas y de nuestros cuerpos, sino también de todos los seres y realidades, eras incontaminable, inalterable y bajo ningún concepto mudable, tampoco tenía por averiguada y explicada la causa del mal. Sin embargo, cualquiera que ella fuese, veía que debía buscarse de modo que no me viera obligado por su causa a creer mudable a Dios inmutable, no fuera que llegara a ser yo mismo lo que buscaba [ser causa del mal].

Así, pues, buscaba aquélla [la causa del mal], mas estando seguro y cierto de que no era verdad lo que decían aquéllos [los maniqueos], de quienes huía con toda el alma, porque los veía buscando el origen del mal repletos de malicia, a causa de la cual creían antes a tu sustancia capaz de padecer el mal, que no a la suya capaz de cometerlo.

5. Ponía atención en comprender lo que había oído de que el libre albedrío de la voluntad es la causa del mal que hacemos, y tu recto juicio, del que padecemos; pero no podía verlo con claridad. Y así, esforzándome por apartar de este abismo la mirada de mi mente, me hundía de nuevo en él, e intentando salir de él repetidas veces, otras tantas me volvía a hundir.

Porque me elevaba hacia tu luz el ver tan claro que tenía voluntad como que vivía; y así, cuando quería o no quería alguna cosa, estaba certísimo de que era yo y no otro el que quería o no quería; y ya casi, casi me convencía de que allí estaba la causa del pecado; y en cuanto a lo que hacía contra voluntad, veía que más era padecer que obrar, y juzgaba que ello no era culpa, sino pena, por la cual confesaba ser justamente castigado por ti, a quien tenía por justo. Pero de nuevo decía:

¿Quién me ha hecho a mí? ¿Acaso no ha sido Dios, que es no sólo bueno, sino la misma bondad? ¿De dónde, pues, me ha venido el querer el mal y no querer el bien? ¿Es acaso para que yo sufra las penas merecidas? ¿Quién depositó esto en mí y sembró en mi alma esta semilla de amargura, siendo hechura exclusiva de mi dulcísimo Dios? Si el diablo es el autor, ¿de dónde procede el diablo? Y si éste de ángel bueno se ha hecho diablo por su mala voluntad, ¿de dónde le viene a él la mala voluntad por la que es demonio, siendo todo él hechura de un creador buenísimo?

Con estos pensamientos me volvía a deprimir y ahogar, si bien no era ya conducido hasta aquel infierno del error donde nadie te confiesa3, al juzgar más fácil que padezcas tú el mal, que no sea el hombre el que lo ejecuta.

CAPÍTULO IV

Incorruptibilidad esencial de Dios

6. Así, pues, me empeñaba yo en buscar las demás cosas, como ya había encontrado que lo incorruptible es mejor que lo corruptible, y por eso confesaba que tú, fueses lo que fueses, debías ser incorruptible. Porque nadie ha podido ni podrá jamás concebir cosa mejor que tú, que eres el bien sumo y excelentísimo. Ahora bien, siendo certísimo y muy verdadero que lo incorruptible debe ser antepuesto a lo corruptible, como yo entonces lo anteponía, podría ya con el pensamiento concebir algo mejor que mi Dios, si tú no fueras incorruptible.

Pero allí donde veía que lo incorruptible debe ser preferido a lo corruptible, allí decía yo haberte buscado y por allí deducir la causa del mal u origen de la corrupción, la cual de ningún modo puede violar tu sustancia, de ningún modo en absoluto; puesto que ni por voluntad, ni por necesidad, ni por ningún caso fortuito puede la corrupción dañar a nuestro Dios, ya que él es Dios y no puede querer para sí sino lo que es bueno, y aun él es el mismo bien, y la corruptibilidad no es ningún bien.

Tampoco puedes ser obligado a algo contra tu voluntad porque tu voluntad no es mayor que tu poder, y lo sería en caso de que tú pudieras ser mayor que tú, puesto que la voluntad y el poder de Dios son el mismo Dios. ¿Y qué puede haber imprevisto para ti, que conoces todas las cosas y todas existen porque las has conocido?

Pero ¿a qué tantas palabras para demostrar que no es corruptible la sustancia de Dios, cuando si fuera corruptible no sería Dios?

CAPÍTULO V

Incertidumbres sobre el origen del mal

7. Buscaba yo el origen del mal, pero lo buscaba mal, y ni aun veía el mal que había en el mismo modo de buscarle. Ponía yo delante de los ojos de mi alma toda la creación (así lo que podemos ver en ella, como es la tierra y el mar, el aire y las estrellas, los árboles y los animales, como lo que no vemos en ella, cual es el firmamento del cielo, con todos los ángeles y seres espirituales, pero éstos como si fuesen cuerpos colocados en sus respectivos lugares, según mi fantasía) e hice con ella [la creación] como una masa inmensa, especificada por diversos géneros de cuerpos, ya de los que realmente eran cuerpos, ya de los que como tales fingía mi fantasía en sustitución de los espíritus.

E imaginaba yo esta masa inmensa, no cuanto ella era realmente —que esto no lo podía saber—, sino cuanto me placía, aunque limitada por todas partes; y a ti, Señor, como a un ser que la rodeaba y penetraba por todas partes, aunque infinito en todas las direcciones, como si hubiese un mar único en todas partes e infinito en todas direcciones, extendido por la inmensidad, el cual tuviese dentro de sí una gran esponja, bien que limitada, la cual estuviera llena en todas sus partes de ese mar inmenso. De este modo imaginaba yo tu creación, finita, llena de ti, infinito, y decía:

He aquí a Dios y he aquí las cosas que ha creado Dios, y un Dios bueno, inmenso e infinitamente más excelente que sus criaturas; pero como bueno, hizo todas las cosas buenas; y ¡ved cómo las abraza y llena! Pero si esto es así, ¿dónde está el mal y de dónde y por qué parte se ha colado en el mundo? ¿Cuál es su raíz y cuál su semilla? ¿Es que no existe en modo alguno? Pues entonces, ¿por qué tememos y nos guardamos de lo que no existe? Y si tememos vanamente, el mismo temor es ya ciertamente un mal que atormenta y despedaza sin motivo nuestro corazón, y tanto más grave cuanto que, no habiendo de qué temer, tememos. Por tanto, o es un mal lo que tememos o el que temamos es ya un mal. ¿De dónde, pues, procede éste, puesto que Dios, bueno, hizo todas las cosas buenas: el Mayor y Sumo bien, los bienes menores, pero Criador y criaturas, todos buenos? ¿De dónde viene el mal? ¿Acaso la materia de donde las sacó era mala y la formó y ordenó, sí, pero dejando en ella algo que no convirtiese en bien? ¿Y por qué esto? ¿Acaso siendo omnipotente era, sin embargo, impotente para convertirla y mudarla toda, de modo que no quedase en ella nada de mal? Finalmente, ¿por qué quiso servirse de esta materia para hacer algo y no más bien usar de su omnipotencia para destruirla totalmente? ¿O podía ella existir contra su voluntad? Y si era eterna, ¿por qué la dejó por tanto tiempo estar por tan infinitos espacios de tiempo para atrás y le agradó tanto después de servirse de ella para hacer alguna cosa? O ya que repentinamente quiso hacer algo, ¿no hubiera sido mejor, siendo omnipotente, hacer que no existiera aquella, quedando él solo, bien total, verdadero, sumo e infinito? Y si no era justo que, siendo él bueno, no fabricase ni produjese algún bien, ¿por qué, quitada de delante y aniquilada aquella materia que era mala, no creó otra buena de donde sacase todas las cosas? Porque no sería omnipotente si no pudiera crear algún bien sin ayuda de aquella materia que él no había creado.

Tales cosas revolvía yo en mi pecho, apesadumbrado con los devoradores cuidados de la muerte y de no haber hallado la verdad. Sin embargo, de modo estable se afincaba en mi corazón, en orden a la Iglesia católica, la fe de tu Cristo, Señor y Salvador nuestro; informe ciertamente en muchos puntos y como fluctuando fuera de la norma de doctrina; mas con todo, no la abandonaba ya mi alma, antes cada día se empapaba más y más en ella.

CAPÍTULO VI

Cómo abandonó la astrología

8. Asimismo, yo había ya rechazado las engañosas predicciones e impíos delirios de los matemáticos [astrólogos].

¡Te confieso, por ello, Dios mío, tus misericordias desde lo más íntimo de mis entrañas! Porque tú y solamente tú — ¿porque quién otro hay que nos aparte de la muerte del error sino la Vida que no muere y la Sabiduría que ilumina las pobres inteligencias sin necesidad de otra luz, y gobierna el mundo hasta en las volanderas hojas de los árboles?—: sí, sólo tú procuraste remedio a aquella terquedad mía con que me oponía a Vindiciano, anciano sagaz, y a Nebridio, joven de un alma admirable, los cuales afirmaban —el uno con firmeza, el otro con alguna duda, pero frecuentemente— que no existía tal arte de predecir las cosas futuras y que las conjeturas de los hombres tienen muchas veces la fuerza de la suerte, y que diciendo muchas cosas acertaban a decir algunas que habían de suceder sin saberlo los mismos que las decían, acertando a fuerza de hablar mucho.

Porque tú fuiste el que me proporcionaste un amigo muy aficionado a consultar a los matemáticos, aunque no muy entendido en esta ciencia; mas consultábales, como digo, por curiosidad, y sabía una anécdota, que había oído contar a su padre, según decía, y que él ignoraba hasta qué punto era eficaz para destruir la autoridad de aquel arte de la adivinación.

Este tal, llamado Fermín, docto en las artes liberales y ejercitado en la elocuencia, vino a consultarme, como a amigo carísimo, acerca de algunos asuntos suyos sobre los que abrigaba ciertas esperanzas terrenas, a ver qué me parecía sobre el particular, según las constelaciones suyas. Yo, que en esta materia había empezado ya a inclinarme al parecer de Nebridio, aunque no me negué a hacer el horóscopo y decirle lo que, según ellos, se deducía, le añadí, sin embargo, que estaba ya casi persuadido de que todo aquello era vano y ridículo.

Entonces me contó cómo su padre había sido muy aficionado a la lectura de tales libros y que había tenido un amigo igualmente aficionado como él y al mismo tiempo que él, con lo que platicando los dos sobre dicha materia, se encendían mutuamente más y más en el estudio de aquellas bagatelas, hasta el punto de que observaran los momentos de nacer aun de los mudos animales que nacían en casa y notaran en orden a ellos la posición del cielo para recoger algunas experiencias de aquella cuasi arte.

Y decía haber oído contar a su padre que, estando embarazada la madre del mismo Fermín, sucedió hallarse también encinta una criada de aquel amigo de su padre, la cual no pudo ocultarse al amo, que cuidaba con exquisita diligencia de conocer hasta los partos de sus perras.

Y sucedió que, contando con el mayor cuidado los días, horas y minutos, aquél los de la esposa y éste los de la esclava, vinieron las dos a parir al mismo tiempo, viéndose así obligados a hacer hasta en sus pormenores las mismas constelaciones a los dos nacidos, el uno al hijo y el otro al siervo.

Porque habiendo comenzado el parto, ambos se comunicaron lo que pasaba en la casa de cada uno y dispusieron comunicarse mutuamente para que tan pronto como terminara el parto se lo comunicase el uno al otro, lo que fácilmente habían podido ejecutar para comunicárselo al momento como reyes en su reino. Y así —decía—, los dos que habían sido enviados por cada uno vinieron a encontrarse tan igualmente equidistantes de sus respectivas casas, que ninguno de ellos podía notar diversa posición de las estrellas ni diferentes partículas de tiempo. Y, sin embargo, Fermín, nacido en un espléndido palacio entre los suyos, corría por los más felices caminos del siglo, crecía en riquezas y era ensalzado con honores, en tanto que el siervo, no habiendo podido sacudir el yugo de su condición, tenía que servir a señores, según contaba él mismo, que lo conocía.

9. Oídas y creídas por mí estas cosas —por ser tal quien me las contaba— toda aquella mi resistencia, resquebrajada, se vino a tierra, y desde luego intenté apartar de aquella curiosidad al mismo Fermín, diciéndole que, vistas sus constelaciones, para pronosticarle conforme a verdad, debería ciertamente ver en ellas a sus padres, los principales entre los suyos; a su familia, la más noble de su ciudad; su nacimiento, ilustre; su educación, esmerada, y sus conocimientos, liberales. Y, al contrario, si el siervo aquel me consultase sobre sus constelaciones —porque de él eran también éstas—, si había de decirle verdad, debería yo asimismo ver en ellas: a su familia, abyectísima; su condición, servir, y todas las otras cosas tan diferentes y tan opuestas a las primeras.

Pero del hecho de que viendo las mismas constelaciones debía pronosticar cosas distintas, si había de decir verdad, y de que si pronosticaba las mismas había de decir cosas falsas, deduje certísimamente que aquellas cosas que, consideradas las constelaciones, se decían con verdad, no se decían por razón de la técnica, sino de la suerte; y a su vez, las falsas, no por impericia de la técnica, sino por fallo de la suerte.

10. Pero tomando pie de aquí y rumiando dentro de mí mismo tales cosas para que ninguno de aquellos delirantes que buscan el lucro en esto, y a quienes yo deseaba refutar y ridiculizar, no me objetase que podía Fermín haberme contado cosas falsas o a él su padre, fijé la consideración en los que nacen mellizos, muchos de los cuales salen del seno materno tan seguidos que este pequeño intervalo de tiempo, por mucha influencia que tenga en las cosas de la Naturaleza, como pretenden, no puede ser apreciado por la observación humana ni consignado en modo alguno en las tablas que luego ha de usar el matemático para pronosticar las cosas verdaderas. Pero no serán verdaderas, porque, mirando los mismos signos, debería aquél decir las mismas cosas de Esaú y de Jacob, siendo así que fue muy diverso lo que a cada cual le aconteció.

Luego cosas falsas había de pronosticar, o, de decir cosas verdaderas, forzosamente no habría de decir las mismas cosas, no obstante que contemplase las mismas constelaciones; luego el que dijese cosas verdaderas no había de ser por técnica, sino por suerte o casualidad. Porque tú, Señor, gobernador justísimo del universo, obras de modo oculto, sin que lo sepan los consultores ni consultados, a fin de que cuando alguno consulta oiga lo que le conviene oír, atendidos los méritos de las almas, según el abismo de tu justo juicio. Al cual no diga el hombre: ¿Qué es esto? ¿Por qué esto?4 No lo diga, no lo diga, porque es hombre.

CAPÍTULO VII

Nueva discusión sobre el problema del mal

11. Ya me habías sacado, Ayudador mío5 de aquellas ligaduras; y aunque buscaba el origen del mal y no hallaba su solución, mas no permitías ya que las olas de mi razonamiento me apartasen de aquella fe por la cual creía que existes, que tu sustancia es inconmutable, que tienes providencia de los hombres, que has de juzgarles a todos y que has puesto el camino de la salud humana, en orden a aquella vida que ha de sobrevenir después de la muerte, en Cristo, tu hijo y Señor nuestro, y en las Santas Escrituras, que recomiendan la autoridad de tu Iglesia católica.

Puestas, pues, a salvo estas verdades y fortificadas de modo inconcuso en mi alma, buscaba lleno de ardor de dónde venía el mal. Y ¡qué tormentos de parto eran aquellos de mi corazón!, ¡qué gemidos, Dios mío! Allí estaban tus oídos y yo no lo sabía. Y como en silencio te buscara yo fuertemente, grandes eran las voces que elevaban hacia tu misericordia las tácitas contriciones de mi alma.

Tú sabes lo que yo padecía, no ninguno de los hombres. Porque ¿cuánto era lo que mi lengua comunicaba a los oídos de mis más íntimos familiares? ¿Acaso percibían ellos todo el tumulto de mi alma, para declarar el cual no bastaban ni el tiempo ni la palabra? Sin embargo, hacia tus oídos se encaminaban todos los rugidos de los gemidos de mi corazón y ante ti estaba mi deseo6; pero no estaba contigo la lumbre de mis ojos, porque ella estaba dentro y yo fuera; ella no ocupaba lugar alguno y yo fijaba mi atención en las cosas que ocupan lugar, por lo que no hallaba en ellas lugar de descanso ni me acogían de modo que pudiera decir: «¡Basta! ¡Está bien!»; ni me dejaban volver adonde me hallase suficientemente bien. Porque yo era superior a estas cosas, aunque inferior a ti; y tú eras gozo verdadero para mí sometido a ti, así como tú sujetaste a mí las cosas que criaste inferiores a mí. Y éste era el justo temperamento y la región media de mi salud: que permaneciese a imagen tuya y, sirviéndote a ti, dominase mi cuerpo. Pero habiéndome yo levantado soberbiamente contra ti y corrido contra el Señor teniendo como escudo mi dura cerviz7 estas cosas débiles se pusieron también sobre mí y me oprimían y no me dejaban un momento de descanso ni de respiración.

Cuando yo las miraba me salían al encuentro amontonada y confusamente de todas partes; mas cuando pensaba en ellas se me oponían las mismas imágenes de los cuerpos a que me retirase, como diciéndome: «¿Adónde vas, indigno y sucio?» Pero estas cosas habían crecido en mí a causa de mi llaga, porque me humillaste como a un soberbio herido8 y me hallaba separado de ti por mi hinchazón, y mi rostro, hinchado en extremo, no dejaba a mis ojos ver.

CAPÍTULO VIII

Estímulos saludables y secretos

12. Pero tú, Señor, permaneces eternamente y no te aíras eternamente contra nosotros9, porque te compadeciste de la tierra y ceniza y fue de tu agrado reformar nuestras deformidades. Tú me aguijoneabas con estímulos interiores para que estuviese impaciente hasta que tú me fueses cierto por la mirada interior. Y bajaba mi hinchazón gracias a la mano secreta de tu medicina; y la vista de mi mente, turbada y obscurecida, iba sanando de día en día con el fuerte colirio de saludables dolores.

CAPÍTULO IX

La lectura de los libros neoplatónicos

13. Y primeramente, queriendo tú mostrarme cuánto resistes a los soberbios y das tu gracia a los humildes10 y con cuánta misericordia tuya ha sido mostrada a los hombres la senda de la humildad, por haberse hecho carne tu Verbo y haber habitado entre los hombres11, me procuraste, por medio de un hombre hinchado con descomunal soberbia, ciertos libros de los platónicos, traducidos del griego al latín.

Y en ellos leí —no ciertamente con estas palabras, pero sí sustancialmente lo mismo, apoyado con muchas y diversas razones— que en el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, Y Dios era el Verbo. Este estaba desde el principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por él, y sin él no se ha hecho nada. Lo que se ha hecho es vida en él; y la vida era luz de los hombres, y la luz luce en las tinieblas, mas las tinieblas no la comprendieron. Y que el alma del hombre, aunque da testimonio de la luz, no es la luz, sino el Verbo, Dios; ése es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Y que en este mundo estaba, y que el mundo es hechura suya, y que el mundo no le reconoció. Pero no leí allí que él vino a casa propia y los suyos no le recibieron, y que a cuantos le recibieron les dio potestad de hacerse hijos de Dios creyendo en su nombre12.

14. También leí en estos libros que el Verbo, Dios, «no nació de carne ni de sangre, ni por voluntad de varón, ni por voluntad de carne, sino de Dios»13. Pero no leí en ellos que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros14.

Igualmente, encontré en aquellos escritos, dicho de diversas y múltiples maneras, que el Hijo tiene la forma del Padre y que no fue rapiña juzgarse igual a Dios por tener la misma naturaleza que él15. Pero no dicen los pasajes siguientes: que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres y reconocido por tal por su modo de ser; y que se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo que Dios le exaltó de entre los muertos y le dio un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los infiernos y toda lengua confiese que el Señor Jesús está en la gloria de Dios Padre16.

Allí se dice también «que antes de todos los tiempos, y por encima de todos los tiempos, permanece inconmutablemente tu Hijo unigénito, coeterno contigo, y que de su plenitud reciben las almas para ser felices y que por la participación de la sabiduría permanente en sí son renovadas para ser sabias». Pero no encontré allí que murió, según el tiempo, por los impíos y que no perdonaste a tu Hijo único, sino que le entregaste por todos nosotros17. Porque tú escondiste estas cosas a los sabios y las revelaste a los pequeñuelos18, a fin de que los trabajados y cargados viniesen a él y les aliviase, porque es manso y humilde de corazón, y dirige a los mansos en justicia y enseña a los pacíficos sus caminos19 viendo nuestra humildad y nuestro trabajo y perdonándonos todos nuestros pecados20.

Pero aquellos que, elevándose sobre el coturno de una doctrina, digamos más sublime, no oyen al que les dice: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas21, aunque conozcan a Dios no le glorifican como a Dios y le dan gracias, antes se desvanecen con sus pensamientos obscureciéndoseles su necio corazón, y diciendo que son sabios se hacen necios22.

15. Y por eso leía también en aquellos escritos [neoplatónicos] que la gloria de tu incorrupción había sido trocada en ídolos y simulacros varios, en la semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y serpientes23, es decir, en aquel manjar de Egipto por el que Esaú perdió su primogenitura, porque el pueblo primogénito, volviendo de corazón a Egipto, honró en lugar de ti a la cabeza de un cuadrúpedo, inclinando tu imagen —su alma— ante la imagen de un becerro comiendo hierba24.

Estas cosas encontré allí, mas no comí de ellas, porque te plugo, Señor, quitar de Jacob el oprobio de disminución, a fin de que el mayor sirviese al menor25, llamando a los gentiles a ser tu herencia.

También yo venía de los gentiles a ti y puse la atención en el oro que quisiste que tu pueblo transportase de Egipto26, porque era tuyo dondequiera que se hallara; y dijiste a los atenienses por boca de tu Apóstol que en ti vivimos, nos movernos y somos, como algunos de las tuyos dijeron27, y ciertamente de allí eran aquellos escritos. Pero no puse los ojos en los ídolos de los egipcios, a quienes ofrecían tu oro los que mudaron la verdad de Dios en mentira y dieron culto y sirvieron a la criatura más bien que al creador28.

CAPÍTULO X

Más claridad de espíritu encontrada en estos libros sobre el Ser divino

16. Y alertado por aquellos escritos que me intimaban a retornar a mí mismo, entré en mi interior guiado por ti; y lo pude hacer porque tú te hiciste mi ayuda29. Entré y vi con el ojo de mi alma, comoquiera que él fuese, sobre el mismo ojo de mi alma, sobre mi mente, una luz inmutable, no esta vulgar y visible a toda carne ni otra cuasi del mismo género, aunque más grande, como si ésta brillase más y más claramente y lo llenase todo con su grandeza. No era esto aquella luz, sino cosa distinta, muy distinta de todas éstas.

Ni estaba sobre mi mente como está el aceite sobre el agua o el cielo sobre la tierra, sino estaba sobre mí, por haberme hecho, y yo debajo, por ser hechura suya. Quien conoce la verdad, conoce esta luz, y quien la conoce, conoce la eternidad. La caridad es quien la conoce.

¡Oh eterna Verdad, y verdadera Caridad, y amada Eternidad! Tú eres mi Dios; por ti suspiro día y noche, y cuando por vez primera te conocí, tú me tomaste para que viese que existía lo que había de ver y que aún no estaba en condiciones de ver. Y reverberaste la debilidad de mi vista, dirigiendo tus rayos con fuerza sobre mí; y me estremecí de amor y de horror. Y advertí que me hallaba lejos de ti en la región de la desemejanza 26, como si oyera tu voz de lo alto: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí».

Y conocí que por causa de la iniquidad corregiste al hombre e hiciste que se secara mi alma como una tela de araña30, y dije: «¿Por ventura no es nada la verdad, porque no se halla difundida por los espacios materiales finitos e infinitos?» Y tú me gritaste de lejos: Al contrario, Yo soy el que soy31; y lo oí como se oye interiormente en el corazón, sin quedarme lugar a duda, antes más fácilmente dudaría de que vivo, que no de que no existe la verdad, que se percibe por la inteligencia de las cosas creadas32.

CAPÍTULO XI

Precariedad de las criaturas

17. Y miré las demás cosas que están por bajo de ti, y vi que ni son en absoluto ni absolutamente no son. Son ciertamente, porque proceden de ti; pero no son, porque no son lo que eres tú, y sólo es verdaderamente lo que permanece inmutable. Pero para mí el bien está en adherirme a Dios33, porque, si no permanezco en él, tampoco podré permanecer en mí. Pero él, permaneciendo en sí mismo, renueva todas las cosas34; y tú eres mi Señor, porque no necesitas de mis bienes35.

CAPÍTULO XII

Todo lo que se corrompe es bueno, porque tiene ser

18. También se me dio a entender que son buenas las cosas que se corrompen, las cuales no podrían corromperse si fuesen sumamente buenas, como tampoco lo podrían si no fuesen buenas; porque si fueran sumamente buenas, serían incorruptibles, y si no fuesen buenas, no habría en ellas, qué corromperse. Porque la corrupción daña, y no podría dañar si no disminuyese lo bueno. Luego o la corrupción no daña nada, lo que no es posible, o, lo que es certísimo, todas las cosas que se corrompen son privadas de algún bien. Por donde, si fueren privadas de todo bien, no existirían absolutamente; luego si fueren y no pudieren ya corromperse, es que son mejores que antes, porque permanecen ya incorruptibles. ¿Y puede concebirse cosa más monstruosa que decir que las cosas que han perdido todo lo bueno se han hecho mejores? Luego las que fueren privadas de todo bien quedarán reducidas a la nada. Luego en tanto que son en tanto son buenas. Luego cualesquiera que ellas sean, son buenas, y el mal cuyo origen buscaba no es sustancia ninguna, porque si fuera sustancia sería un bien, y esto había de ser sustancia incorruptible —gran bien ciertamente— o sustancia corruptible, la cual, si no fuese buena, no podría corromperse.

Así vi yo y me fue manifestado que tú eras el autor de todos los bienes y que no hay en absoluto sustancia alguna que no haya sido creada por ti. Y porque no hiciste todas las cosas iguales, por eso todas ellas son, porque cada una por sí es buena y todas juntas muy buenas, porque nuestro Dios hizo todas las cosas buenas en extremo36.

CAPÍTULO XIII

Todas las criaturas alaban a Dios

19. Y ciertamente para ti, Señor, no existe absolutamente el mal; y no sólo para ti, pero ni aun para la universidad de tu creación, porque nada hay de fuera que irrumpa y corrompa el orden que tú le impusiste. Pero en cuanto a sus partes, hay algunas cosas tenidas por malas porque no convienen a otras; pero como estas mismas convienen a otras, son asimismo buenas; y ciertamente en orden a sí todas son buenas. Y aun todas las que no dicen conveniencia entre sí, la dicen con la parte inferior de las criaturas que llamamos «tierra», la cual tiene su cielo nuboso y ventoso apropiado para sí.

No quiera Dios que diga: ¡Ojalá no existieran estas cosas!, porque, aunque no contemplara más que estas solas, desearía ciertamente otras mejores; pero aun por estas solas debiera ya alabarte, porque laudable te muestran en la tierra los dragones y todos los abismos, el fuego, el granizo, la helada, el viento de la tempestad, que ejecutan tu mandato; los montes y todos los collados, los árboles frutales y todos los cedros, las bestias y todos los ganados, los reptiles y todos los volátiles alados; los reyes de la tierra y todos los pueblos, los príncipes y todos los jueces de la tierra, las jóvenes y las vírgenes, los ancianos y los jóvenes; todos alaban tu nombre37.

Y también te alaban, ¡oh Dios nuestro!, en las alturas, todos tus ángeles y todos tus mensajeros alaben tu nombre y el sol y la luna, todas las estrellas y la luz, y el cielo de los cielos y las aguas que están sobre los cielos38. Así que ya no deseaba cosas mejores, porque todas las abarcaba con el pensamiento, y aunque juzgaba que las superiores eran mejores que las inferiores, pero con más sano juicio consideraba que todas juntas eran mejores que solas las superiores.

CAPÍTULO XIV

Despertar de Agustín en Dios

20. No están sanos39 aquellos a quienes les desagrada alguna de tus criaturas, como no lo estaba yo cuando me desagradaban muchas de las cosas hechas por ti. Pero porque mi alma no se atrevía a decir que le desplacía mi Dios, por eso no quería conocer por tuyo lo que le desagradaba.

Y de aquí también que mi alma fuera tras la opinión de las dos sustancias, en la que no hallaba descanso, y dijese cosas extrañas. Mas retornando de aquí, se había hecho para sí un dios difuminado por los infinitos espacios de todos los lugares, y le tenía por ti y le había colocado en su corazón, haciéndose por segunda vez templo de su ídolo, cosa abominable a tus ojos.

Pero después que pusiste fomentos en la cabeza de este ignorante y cerraste mis ojos para que no viese la vanidad40, me dejó en paz un poco y se adormeció mi locura; y cuando desperté en ti, te vi de otra manera infinito; y esta visión no procedía de la carne.

CAPÍTULO XV

Verdad y falsedad de las criaturas

21. Y miré las otras cosas y vi que te son deudoras, porque son; y que en ti están todas las finitas, aunque de diferente modo, no como en un lugar, sino por razón de sostenerlas todas tú, con la mano de la verdad, y que todas son verdaderas en cuanto son, y que la falsedad no es otra cosa que tener por ser lo que no es.

También vi que no sólo cada una de ellas dice conveniencia con sus lugares, sino también con sus tiempos, y que tú, que eres el solo eterno, no has comenzado a obrar después de infinitos espacios de tiempo, porque todos los espacios de tiempo —pasados y futuros— no podrían pasar ni venir sino obrando y permaneciendo tú.

CAPÍTULO XVI

Noción del pecado o perversidad de la voluntad

22. Y conocí por experiencia que no es maravilla que al paladar enfermo sea tormento aun el pan, que es grato para el sano, y que a los ojos enfermos sea odiosa la luz, que a los puros es amable. También desagrada a los inicuos tu justicia mucho más que la víbora y el gusano, que tú criaste buenos y aptos para la parte inferior de tu creación, con la cual los mismos inicuos dicen aptitud, y tanto más cuanto más desemejantes son de ti, así como son más aptos para la superior cuanto te son más semejantes.

E indagué qué cosa era la iniquidad, y no hallé que fuera sustancia, sino la perversidad de una voluntad que se aparta de la suma sustancia, que eres tú, ¡oh Dios!, y se inclina a las cosas ínfimas, y arroja sus intimidades, y se hincha por de fuera.

CAPÍTULO XVII

Ascensiones de Agustín hacia Dios

23. Y me admiraba de que te amara ya a ti, no a un fantasma en tu lugar; pero no me sostenía en el goce de mi Dios, sino que, arrebatado hacia ti por tu hermosura, era luego apartado de ti por mi peso, y me desplomaba sobre estas cosas con gemido, siendo mi peso la costumbre carnal. Pero conmigo estaba tu memoria, ni en modo alguno dudaba ya de que existía un ser a quien yo debía adherirme, pero a quien no estaba yo en condición de adherirme, porque el cuerpo que se corrompe agobia el alma y la morada terrena deprime la mente que piensa muchas cosas41. Asimismo, estaba certísimo de que tus cosas invisibles se perciben, desde la constitución del mundo, por la inteligencia de las cosas que has creado, incluso tu virtud sempiterna y tu divinidad42. Porque buscando yo de dónde aprobaba la hermosura de los cuerpos —ya celestes, ya terrestres— y qué era lo que había en mí para juzgar rápida y cabalmente de las cosas mudables cuando decía: «Esto debe ser así, aquello no debe ser así»; buscando, digo, de dónde juzgaba yo cuando así juzgaba, hallé que estaba la inconmutable y verdadera eternidad de la verdad sobre mi mente mudable.

Y fui subiendo gradualmente de los cuerpos al alma, que siente por el cuerpo; y de aquí al sentido íntimo, al que comunican o anuncian los sentidos del cuerpo las cosas exteriores, y hasta el cual pueden llegar las bestias. De aquí pasé nuevamente a la potencia raciocinante, a la que pertenece juzgar de los datos de los sentidos corporales, la cual, a su vez, juzgándose a sí misma mudable, se remontó a la misma inteligencia, y apartó el pensamiento de la costumbre, y se sustrajo a la multitud de fantasmas contradictorios para ver de qué luz estaba inundada, cuando sin ninguna duda clamaba que lo inconmutable debía ser preferido a lo mudable; y de dónde conocía yo lo inmutable, ya que si no lo conociera de algún modo, de ninguno lo antepondría a lo mudable con tanta certeza. Y, finalmente, llegué a «lo que es» en un golpe de vista trepidante (ictu trepidantis aspectus). Entonces fue cuando vi tus cosas invisibles por la inteligencia de las cosas creadas; pero no pude fijar en ellas mi vista, antes, herida de nuevo mi flaqueza, volví a las cosas ordinarias, no llevando conmigo sino un recuerdo amoroso y como apetito de viandas sabrosas que aún no podía comer.

CAPÍTULO XVIII

Cristo es el camino, la verdad y la vida

24. Y buscaba yo el medio de adquirir la fortaleza que me hiciese idóneo para gozarte; ni había de hallarla sino abrazándome con el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús43, que es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos44 el cual clama y dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida45, y el alimento mezclado con carne (que yo no tenía fuerzas para tomar), por haberse hecho el Verbo carne, a fin de que fuese amamantada nuestra infancia por la Sabiduría, por la cual creaste todas las cosas.

Pero yo, que no era humilde, no tenía a Jesús humilde por mi Dios, ni sabía de qué cosa pudiera ser maestra su flaqueza. Porque tu Verbo, verdad eterna, trascendiendo las partes superiores de tu creación, levanta hacia sí a las que le están ya sometidas, al mismo tiempo que en las partes inferiores se edificó para sí una casa humilde de nuestro barro, por cuyo medio abatiera en sí mismo a los que había de someterse y los atrajese a sí, sanándoles el tumor y fomentándoles el amor, no sea que, fiados en sí, se fuesen más lejos, sino, por el contrario, se hagan débiles viendo ante sus pies débil a la divinidad por haber participado de nuestra túnica pelícea46, y, cansados, se arrojen en ella, para que, al levantarse, ésta los eleve.

CAPÍTULO XIX

Conceptos erróneos de la encarnación del Verbo

25. Pero yo entonces juzgaba de otra manera, sintiendo de mi Señor Jesucristo tan sólo lo que se puede sentir de un varón de extraordinaria sabiduría, a quien nadie puede igualar. Sobre todo me parecía haber merecido de la divina Providencia a favor nuestro una tan gran autoridad de magisterio por haber nacido maravillosamente de la Virgen, para darnos ejemplo de desprecio de las cosas temporales en pago de la inmortalidad.

Pero qué misterio encerraran aquellas palabras: El Verbo se hizo carne, ni sospecharlo siquiera podía. Sólo conocía, por las cosas que de él nos han dejado escritas, que comió y bebió, durmió, paseó, se alegró, se estremeció y predicó, y que la carne no se juntó a tu Verbo sino dotada de alma y razón. Conoce esto todo el que conoce la inmutabilidad de tu Verbo, la cual ya conocía yo, en cuanto podía, sin que dudara un punto siquiera en esto. Porque, en efecto, mover ahora los miembros del cuerpo a voluntad o no moverlos, estar dominado de algún afecto o no lo estar, proferir por medio de signos sabias sentencias o estar callado, indicios son de la mutabilidad de un alma y de una inteligencia. Todo lo cual, si fuese escrito falsamente de aquél, periclitaría a causa de la mentira todo lo demás y no quedaría en aquellas letras esperanza alguna de salud para el género humano. Pero como son verdaderas las cosas allí escritas, reconocía yo en Cristo al hombre entero, no cuerpo sólo de hombre o cuerpo y alma sin mente, sino al mismo hombre, el cual juzgaba debía ser preferido a todos los demás no por ser la persona de la verdad, sino por cierta extraordinaria excelencia de la naturaleza humana y una más perfecta participación de la sabiduría.

Alipio, en cambio, pensaba que los católicos de tal modo creían a Dios revestido de carne, que en Cristo, fuera de Dios y la carne, no había alma; y así no juzgaba que hubiera en él mente humana. Y como estaba bien persuadido de que todas aquellas cosas que nos han dejado escritas de él no podían ejecutarse si no es por una criatura viviente y racional, de ahí que se moviera muy lentamente hacia la verdadera fe cristiana. Pero cuando después supo [Alipio] que éste era el error de los herejes apolinaristas, se congratuló y fue amoldándose a la fe católica.

En cuanto a mí, confieso que conocí un poco más tarde la diferencia que había, en orden a la interpretación de las palabras el Verbo se hizo carne, entre la verdad católica y la falsedad de Fotino. Porque la reprobación de los herejes hace destacar más el sentir de tu Iglesia y lo que tiene por sana doctrina: Porque conviene que haya herejías, para que los probados se hagan manifiestos47 entre los débiles.

CAPÍTULO XX

Efectos de la lectura de los libros platónicos

26. Pero entonces, leídos aquellos libros de los platónicos, después que, amonestado por ellos a buscar la verdad incorpórea, percibí tus cosas invisibles por la contemplación de las creadas48 y, rechazado, sentí qué era lo que no se me permitía contemplar por las tinieblas de mi alma, quedé cierto de que existías; y de que eras infinito, sin difundirte, sin embargo, por lugares finitos ni infinitos; y de que eras verdaderamente, tú que siempre eres el mismo, sin cambiar en otro ni sufrir alteración alguna por ninguna parte ni por ningún accidente; y de que todas las cosas proceden de ti por la sola razón firmísima de que existen. Cierto estaba de todas estas verdades, pero también de que me hallaba debilísimo para gozar de ti. Charlaba mucho sobre ellas, como si fuera instruido, y si no buscara el camino de la verdad en Cristo, salvador nuestro, no fuera instruido, sino destruido. Porque ya había comenzado a querer parecer sabio, lleno de mi castigo, y no lloraba, antes me hinchaba con la ciencia. Mas ¿dónde estaba aquella caridad que edifica sobre el fundamento de la humildad, que es Cristo Jesús? O ¿cuándo aquellos libros me la hubieran enseñado, con los cuales creo quisiste que tropezase antes de leer tus Escrituras, para que quedasen grabados en mi memoria los efectos que produjeron en mí, y para que, después de haberme amansado con tus libros y restañado las heridas con sus suaves dedos, discerniese y percibiese la diferencia que hay entre la presunción y la confesión, entre los que ven adónde se debe ir y no ven por dónde se va y el camino que conduce a la patria bienaventurada, no sólo para contemplarla, sino también para habitarla?

Porque si yo hubiera sido instruido en tus sagradas letras y en su trato familiar te hubiera hallado dulce para conmigo y después hubiera tropezado con aquellos libros, tal vez me apartaran del fundamento de la piedad; o si persistiera en aquel afecto saludable que había bebido en ellas, juzgase que también en aquellos libros podía adquirirlo quienquiera que solo hubiese leído éstos.

CAPÍTULO XXI

Lo que no dicen los libros platónicos

27. Así, pues, cogí avidísimamente las venerables Escrituras de tu Espíritu, y con preferencia a todos, al apóstol Pablo. Y perecieron todas aquellas cuestiones en las cuales me pareció algún tiempo que se contradecía a sí mismo y que el texto de sus discursos no concordaba con los testimonios de la Ley y de los Profetas, y apareció uno a mis ojos el rostro de los castos oráculos y aprendí a alegrarme con temblor49.

Y comprendí y hallé que todo cuanto de verdadero había yo leído allí, se decía aquí realzado con tu gracia, para que el que ve no se gloríe, como si no hubiese recibido, no ya de lo que ve, sino también del poder ver —pues;¿qué tiene que no lo haya recibido?50—; y para que sea no sólo exhortado a que te vea, a ti, que eres siempre el mismo, sino también sanado, para que te retenga; y que el que no puede ver de lejos camine, sin embargo, por la senda por la que llegue, y te vea, y te posea.

Porque aunque el hombre se deleite con la ley de Dios según el hombre interior51, ¿qué hará de aquella otra ley que lucha en sus miembros contra la ley de su mente, y que le lleva cautivo bajo la ley del pecado, que existe en sus miembros?52 Porque tú eres justo, Señor, y nosotros, en cambio, hemos pecado, hemos obrado inicuamente53; nos hemos portado con impiedad, y tu mano se ha hecho pesada sobre nosotros54, y justamente hemos sido entregados al pecador de antiguo, prepósito de la muerte, porque persuadió a nuestra voluntad de que se asemejara a la suya, que no quiso persistir en tu verdad55.

¿Qué hará el hombre miserable, quién le librará del cuerpo, de esta muerte, sino tu gracia, por medio de Jesucristo, nuestro Señor56, a quien tú engendraste coeterno y creaste en el principio de tus caminos57; en quien no halló el Príncipe de este mundo nada digno de muerte y al que dio muerte58, con lo que fue anulada la sentencia que había contra nosotros?59

Nada de esto dicen aquellas letras [neoplatónicas]. Ni tienen aquellas páginas el aire de esta piedad, ni las lágrimas de la confesión, ni tu sacrificio, ni el espíritu atribulado, ni el corazón contrito y humillado60, ni la salud del pueblo, ni la ciudad esposa, ni el arra del Espíritu Santo, ni el cáliz de nuestro rescate61.

Nadie allí canta: ¿Acaso mi alma no estará sujeta a Dios? Porque de él procede mi salvación, puesto que él es mi Dios, y mi salvador, y mi amparo, del cual no me apartaré ya más62.

Nadie allí oye al que llama: Venid a mí los que trabajáis. Tienen a menos aprender de él, porque es manso y humilde de corazón63. Porque tú escondiste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeñuelos64.

Pero una cosa es ver desde una cima agreste la patria de la paz, y no hallar el camino que conduce a ella, y fatigarse en balde por lugares sin caminos, cercados por todas partes y rodeados de las asechanzas de los fugitivos desertores con su jefe o príncipe el león y el dragón65, y otra poseer la senda que conduce allí, defendida por los cuidados del celestial Emperador, en donde no latrocinan los desertores de la celestial milicia, antes la evitan como un suplicio.

Todas estas cosas se me entraban por las entrañas por modos maravillosos cuando leía al menor de tus Apóstoles66 «y consideraba tus obras, y me sentía espantado, fuera de mí»67.