Comentario a Jn 21,12-19, dictado en Hipona, probablemente el sábado 17 de julio de 420
Nadie dudaba de Jesús
1. El evangelio del bienaventurado apóstol Juan se termina en que, tras la resurrección, por tercera vez se manifestó a sus discípulos el Señor, respecto a lo cual ya he examinado a fondo, como he podido, la parte primera, hasta el lugar donde está narrado que, por los discípulos a quienes se mostró, habían sido capturados ciento cincuenta y tres peces y, aunque eran grandes, no habían estallado las redes. Después ha de considerarse y, en la medida en que el Señor ayuda, exponerse lo que sigue, como parecerá postularlo el asunto. Lo cierto es que, concluida esa pesca, les dice Jesús: «Venid, comed». Y, pues sabían que era el Señor, nadie de los recostados osaba interrogarle: «Tú ¿quién eres?»1. Si, pues, lo sabían ¿por qué era preciso que interrogasen? Si, por otra parte, no era preciso, ¿por qué está dicho «no osaban», como si fuese preciso, pero por algún temor no lo osasen? El sentido es, pues, éste: la evidencia de la verdad con que Jesús aparecía a esos discípulos era tanta, que ninguno de ellos osaba no sólo negar, sino ni siquiera dudar, porque evidentemente, si alguno dudase, debería interrogar. Está, pues, dicho: «Nadie osaba interrogarle: “Tú ¿quién eres”?», como si se dijese: Nadie osaba dudar que era él en persona.
Cristo es el pez y el pan
2. Y viene Jesús y toma el pan y se lo da, y similarmente el pez2. He ahí que está dicho incluso qué almorzaron; almuerzo acerca del que, si me alimenta también a mí, aun yo diré algo suave y salubre. Más arriba está narrado que esos discípulos, cuando bajaron a tierra, vieron puestas unas brasas y un pez puesto encima y pan3, donde no ha de entenderse que también el pan estaba puesto sobre las brasas, sino sólo sobrentenderse «vieron». Si repetimos esta palabra en el lugar donde ha de sobrentenderse, todo puede decirse así: Vieron brasas puestas y un pez puesto encima y vieron pan; o, mejor dicho, así: Vieron brasas puestas y un pez puesto encima; vieron además pan . Por haberlo mandado el Señor, incluso trajeron también de los peces que esos mismos habían cogido. Aunque el narrador no había expresado que ellos lo hicieron, no se ha silenciado empero que el Señor lo mandó, pues dice: Traed de los peces que ahora habéis cogido4. Y, evidentemente, ¿quién creerá que ellos, al mandarlo él, no lo hicieron?
Con esto, pues, o sea, con el pez que habían visto puesto encima de las brasas, al que añadió alguno de los que habían cogido, y con el pan respecto al que está narrado que ellos lo vieron también, el Señor hizo para los siete discípulos suyos el almuerzo. El pez asado es Cristo victimado. Éste en persona es el pan que descendió del cielo5. A éste se incorpora la Iglesia para participar de la felicidad sempiterna. Por eso: «Traed de los peces que ahora habéis cogido», está dicho para que todos los que sentimos esta esperanza supiéramos que, mediante el septenario número de discípulos —puede entenderse que mediante él está representada en este lugar nuestra universalidad—, nosotros participamos en tan gran misterio y estamos asociados a idéntica felicidad. Éste es el almuerzo del Señor con sus discípulos, en el que Juan, aunque tenía otras muchas cosas que decir acerca de Cristo, ha concluido su evangelio con una contemplación importante, según estimo, y de realidades importantes. Aquí, en efecto, está representada mediante la captura de ciento cincuenta y tres peces la Iglesia cual va a ser en solos los buenos, y a esos que creen, esperan y aman estas realidades se muestra mediante este almuerzo la participación en tan gran felicidad.
La tercera vez
3. Ésta fue ya la tercera vez, afirma, que Jesús se manifestó a sus discípulos tras haber resucitado de entre los muertos6. Debemos referir el dato no a esas mostraciones mismas, sino a los días, esto es, se manifestó el primer día, cuando resucitó; tras ocho días, cuando el discípulo Tomás vio y creyó, y hoy, cuando con los peces hizo esto; ahora bien, no está dicho tras cuántos días hizo esto. Efectivamente, según demuestran tras ser comparados los testimonios de todos los evangelistas, en el primer día mismo fue visto no sólo una vez; pero, como queda dicho, sus manifestaciones han de contarse según los días, para que ésta sea la tercera. En efecto, por la primera, idéntica y única por el único día, han de tenerse todas las veces que él se mostró aun a cualesquiera a quienes se mostró en ese día en que resucitó; por la segunda, la de tras ocho días; por la tercera, ésta y, después, cuantas veces quiso hasta el día cuadragésimo, en que ha ascendido al cielo, aunque no esté escrito todo.
Diálogo entre Cristo y Pedro
4. Tras haber, pues, almorzado, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón de Juan, ¿me quieres más que éstos?». Le dice: «Sí, Señor; tú sabes que te amo». Le dice: «Apacienta mis corderos». Le dice de nuevo: «Simón de Juan, ¿me quieres?». Le responde: «Sí, Señor; tú sabes que te amo». Le dice: «Apacienta mis corderos». La tercera vez le dice: «Simón de Juan, ¿me amas?». Se contristó Pedro porque la tercera vez le dijo: «¿Me amas?», y le dice: «Señor, tú sabes todo, tú sabes que te amo». Le dice: «Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: “Cuando eras más joven te ceñías y caminabas adonde querías; en cambio, cuando hayas envejecido, extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará adonde tú no quieres”». Pues bien, dijo esto para dar a entender la muerte con que iba a glorificar a Dios7.
Este desenlace halló aquel negador y amador, altanero presumiendo, derribado negando, purgado llorando, aprobado confesando, coronado padeciendo; este desenlace halló: con amor perfecto, morir por el nombre de ese con quien con apresuramiento perverso había garantizado que él iba a morir. Fortalecido por su resurrección haga lo que, débil, había prometido prematuramente. En efecto, era preciso esto: que primero muriese Cristo por la salvación de Pedro, después Pedro por la predicación de Cristo. Porque la Verdad había dispuesto ese orden, fue intempestivo lo que la humana temeridad había comenzado a osar. Pedro suponía que él iba a deponer su alma por Cristo8 —por el Liberador quien necesitaba ser liberado—, aunque Cristo había venido a deponer su alma por todos los suyos, entre los que estaba también Pedro, lo cual he ahí que ha sucedido ya.
Ahora, la firmeza del corazón para aceptar por el nombre del Señor la muerte, démosla ya por verdadera, pues él en persona la dona; errados, no presumamos de firmeza falsa. Ahora sucede que no tememos la destrucción de esta vida, porque al resucitar el Señor ha precedido una muestra de la otra vida. Ahora sucede, Pedro, que no temes la muerte, porque vive ese por quien, muerto, te dolías y a quien, con amor carnal, morir por nosotros9 prohibías. Osaste adelantarte al Guía, temiste a su perseguidor; derramado en favor tuyo el precio, ahora sucede que sigues al Comprador y lo sigues enteramente: hasta la muerte de cruz. Has oído las palabras de ese respecto a quien has comprobado que es veraz; que ibas a padecer lo ha predicho ese mismo que había predicho que ibas a negarlo.
Apacienta mis ovejas, no las tuyas
5. Pero primeramente pregunta el Señor y no una vez, sino de nuevo y la tercera vez, lo que sabía —si Pedro le quiere—, y otras tantas veces oye a Pedro no otra cosa sino que éste le quiere, y otras tantas encomienda a Pedro no otra cosa que apacentar sus ovejas. Se responde a negación triple confesión, para que la lengua sirva al amor no menos que al temor, y no parezca que la muerte inminente ha arrancado más palabras que la Vida presente. Sea oficio del amor apacentar el rebaño del Señor, si fue indicio de temor negar al Pastor. Quienes por afán de jactarse o dominar o enriquecerse, no por la caridad de obedecer y ayudar y agradar a Dios, apacientan las ovejas de Cristo con esta intención, la de querer que sean suyas, no de Cristo, quedan convictos de amarse a sí mismos, no a Cristo. Frente a éstos, pues, respecto a los que el Apóstol se queja de que buscan lo de ellos, no lo de Jesucristo10, está ojo avizor esta frase de Cristo, en la que se insiste tantas veces.
Efectivamente, «¿Me quieres? Apacienta mis ovejas», ¿qué otra cosa significa que si dijera: «Si me quieres, no pienses en apacentarte, sino apacienta mis ovejas como mías, no como tuyas; en ellas busca mi gloria, no la tuya; mi dominio, no el tuyo; mis ganancias, no las tuyas, para que no estés en la sociedad de esos que, amantes de sí mismos y de lo demás que se vincula con este inicio «de los males», pertenecen a los tiempos peligrosos?» En efecto, el Apóstol, tras haber dicho: «Pues los hombres serán amantes de sí mismos», a continuación ha añadido: Amadores del dinero, altaneros, soberbios, blasfemos, no obedientes a los progenitores, ingratos, criminales, irreligiosos, desamorados, detractores, incontinentes, inclementes, sin benignidad, traidores, procaces, ofuscados, amadores de los placeres más que de Dios, que tienen apariencia de piedad y, en cambio, rehúsan su eficacia11. Porque puso primeramente «amantes de sí mismos», todos estos males manan de esa fuente, por así llamarla. Con razón se dice a Pedro: «¿Me quieres?», y responde: «Te amo» y se le replica: «Apacienta mis corderos», y esto por segunda vez, esto la tercera vez, en razón de lo cual, porque incluso el Señor pregunta la última vez no «¿me quieres?», sino «¿me amas?», se muestra que amor y dilección son una sola e idéntica cosa. No nos amemos, pues, a nosotros mismos, sino a él y, al apacentar sus ovejas, busquemos lo que es de él, no lo que es nuestro.
Por cierto, no sé de qué modo inexplicable, cualquiera que se ama a sí mismo, no a Dios, no se ama y, cualquiera que ama a Dios, no a sí mismo, precisamente ése se ama. En efecto, quien no puede vivir por sí, muere, evidentemente, amándose; no se ama, pues, quien se ama de forma que no viva. Cuando, en cambio, uno quiere a ese debido al cual vive, no queriéndose se quiere, más bien, quien no se quiere precisamente para querer a ese debido al cual vive.
Para que, pues, quienes apacientan las ovejas de Cristo las apacienten no cual de ellos, sino cual de él, no sean amantes de sí mismos ni, como amadores del dinero, a costa de ellas busquen sus ganancias ni las dominen como altaneros ni como soberbios se gloríen de los honores que de ellas admiten, ni como blasfemos lleguen al punto de hacer herejías, ni como no obedientes a los progenitores sustituyan a los santos Padres, ni como ingratos devuelvan males por bienes a esos que, porque no quieren que perezcan, quieren corregirlos, ni como criminales maten las almas suyas y ajenas, ni como irreligiosos destrocen las maternales vísceras de la Iglesia; de los débiles no se compadezcan como desamorados; no intenten manchar como detractores la fama de los santos; no dejen de refrenar como incontinentes las pasiones pésimas; como inclementes no se dediquen a pleitos; no sean, como sin benignidad, incapaces de ayudar; como traidores no notifiquen a los enemigos de los piadosos lo que saben que ha de ocultarse; con acoso inverecundo no perturben como procaces la humana verecundia; al revés que los ofuscados procuren entender las cosas de que hablan y acerca de las que hacen afirmaciones12; no antepongan a los gozos espirituales las alegrías carnales, como amadores de los placeres más que de Dios. Por cierto, estos vicios y otros de esta laya, ora acaezcan todos a un único hombre, ora unos dominen a éstos y otros a aquéllos, se propagan desde esa raíz: cuando los hombres son amantes de sí mismos.
Este vicio han de evitar máxime quienes apacientan las ovejas de Cristo, no sea que busquen lo suyo, no lo que es de Jesucristo, y para provecho de sus pasiones se sirvan de esos por quienes ha sido derramada la sangre de Cristo. El amor hacia éste debe crecer, en el que apacienta sus ovejas, hasta un ardor espiritual tan grande que venza incluso el natural temor a la muerte, en virtud del cual no queremos morir ni aun cuando queremos vivir con Cristo. Efectivamente, incluso el apóstol Pablo dice que tiene ansia de disolverse y estar con Cristo13; sin embargo, gime agobiado y quiere ser no desvestido, sino revestido, para que lo mortal sea absorbido por la vida14.
Cuando seas viejo, Pedro
A este queredor suyo dice además el Señor: «Cuando hayas envejecido, extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará adonde tú no quieres». Por cierto, le dijo esto para dar a entender la muerte con que iba a glorificar a Dios. Afirma: «Extenderás tus manos, esto es, serás crucificado. Ahora bien, para que llegues a esto, otro te ceñirá y llevará no adonde quieres, sino adonde no quieres». Primero ha dicho lo que sucederá, y después cómo sucederá. En efecto, no crucificado, pero, evidentemente, para ser crucificado fue llevado adonde no quería, porque crucificado se marchó no adonde no quería, sino, más bien, adonde quería. En efecto, quería, librado del cuerpo, estar con Cristo, pero, si pudiera suceder, ansiaba, independientemente del pesar de la muerte, la vida eterna; a ese pesar fue conducido contra su voluntad, pero de él fue sacado adelante según su voluntad; contra su voluntad llegó a él, pero según su voluntad lo venció y abandonó este sentimiento de debilidad en virtud del cual nadie quiere morir, natural hasta el punto de que ni la vejez pudo quitárselo al bienaventurado Pedro, a quien está dicho: Cuando hayas envejecido, serás conducido adonde no quieres. Para consolarnos, incluso a éste lo ha transfigurado en sí el Salvador en persona, al decir: «Padre, si puede suceder, pase de mí esta copa»15, el cual, evidentemente, había venido a morir; pero, pues por potestad iba a deponer su alma y por potestad iba a tomarla de nuevo, tenía no la fatalidad de la muerte, sino la decisión.
Pero, por grande que sea el pesar de la muerte, debe vencerlo el vigor del amor con que se ama a ese que, aunque es nuestra vida, por nosotros ha querido sufrir incluso la muerte. Por cierto, si el pesar de la muerte fuese nulo o pequeño, no sería tan grande la gloria de los mártires. Pero si el Pastor bueno que depuso su alma por sus ovejas16, de entre las ovejas mismas hizo para sí tan numerosos mártires, ¿cuánto más deben luchar por la verdad hasta la muerte y contra el pecado hasta derramar la sangre esos a quienes ha encomendado las ovejas mismas para apacentarlas, esto es, guiarlas y enseñarles? Y, por esto, mediante el precedente ejemplo de su pasión, ¿quién no verá que los pastores deben adherirse más al Pastor al que, si lo han imitado también muchas ovejas, han de imitar; Pastor único bajo el que aun los pastores mismos son ovejas en el único rebaño?. Efectivamente, porque incluso él en persona se ha hecho oveja para padecer por todas, a todos los ha hecho ovejas suyas, por todas las cuales ha padecido.