TRATADO 122

Comentario a Jn 20,30-21,11, dictado en Hipona, probablemente el domingo 11 de julio de 420

Traductor: José Anoz Gutiérrez

¿Conclusión o prólogo?

1. Tras la narración del suceso en que el discípulo Tomás, ofrecidos a él para tocarlos los lugares de las heridas en la carne de Cristo, vio y creyó lo que no quería creer, el evangelista Juan intercala y dice esto: En efecto, Jesús hizo en presencia de sus discípulos muchos otros signos que no están escritos en este libro. Pues bien, éstos están escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, al creer, en su nombre tengáis vida1. Esta perícope indica, digamos, el final de este libro; pero aquí se narra después cómo se ha manifestado junto al mar de Tiberíades el Señor y cómo en la captura de los peces hizo valer el misterio de la Iglesia, cual va a ser ella en la resurrección de los muertos última. Así pues, estimo que, para hacer valer esto, es eficaz que se haya intercalado el final del libro, por así llamarlo, a fin de que ello sea también cual proemio de la narración que seguirá, de forma que en cierto modo le prepare a ella un lugar muy eminente. Esta narración comienza así: Después se manifestó de nuevo Jesús junto al mar de Tiberíades; pues bien, se manifestó así. Estaban juntos Simón Pedro y Tomás, al que se llama Dídimo, y Natanael, que era de Caná de Galilea, y los hijos del Zebedeo y otros dos de entre sus discípulos. Les dice Simón Pedro: «Voy a pescar». Le dicen: «Vamos también nosotros contigo»2.

Pescadores de hombres y de peces

2. Respecto a esta pesca de los discípulos suele preguntarse por qué Pedro y los hijos del Zebedeo regresaron a esto que fueron antes que el Señor los llamase; en efecto, pescadores eran cuando les dijo: Venid detrás de mí, y os haré pescadores de hombres3. Lo cierto es que ellos le siguieron entonces para adherirse a su magisterio, tras haber dejado todo hasta el punto de que, cuando de él se alejó triste el rico aquel a quien había dicho: «Vete, vende y da a los pobres lo que tienes, y tendrás en el cielo un tesoro; y ven, sígueme», Pedro le dijo: He ahí que nosotros hemos abandonado todo y te hemos seguido4. ¿Qué significa, pues, el hecho de que, cual dejado el apostolado, ahora se hagan lo que fueron y el hecho de que vuelvan a buscar lo que habían abandonado, olvidados, digamos, de lo que habían oído: Nadie que pone la mano sobre el arado y mira hacia atrás es apto para el reino de los cielos?5 Si, muerto Jesús, hubieran hecho esto antes que hubiese resucitado de entre los muertos —ciertamente no podían hacerlo, porque el día en que lo crucificaron los mantenía a todos atentos hasta su sepultura, que tuvo lugar antes del anochecer; además, el día siguiente era de descanso, cuando, evidentemente, a ellos, observantes de la costumbre de los padres, no les era lícito trabajar; por otra parte, al tercer día resucitó el Señor y los hizo volver a la esperanza que habían ya comenzado a no tener respecto a él—; si empero lo hubiesen hecho entonces, supondríamos que ellos lo habían hecho por la desesperación que había invadido sus ánimos. En cambio, ahora, tras haberles sido él devuelto vivo desde el sepulcro, tras haberse ofrecido a sus ojos y manos para que no sólo vieran, sino que también tocasen y palpasen la evidentísima verdad de la carne rediviva; tras inspeccionar los lugares de las heridas, hasta la confesión del apóstol Tomás que antes había dicho que de otra manera no iba él a creer; tras haber recibido mediante su soplo el Espíritu Santo, tras las palabras proferidas por su boca a los oídos de ellos —Como me envió el Padre, también yo os envío; se condonan los pecados a esos cuyos pecados hayáis condonado y quedan retenidos a esos cuyos pecados hayáis retenido6—, súbitamente se hacen como habían sido, pescadores no de hombres, sino de peces.

Vivir del Evangelio, pero no necesariamente

3. A estos, pues, a quienes turba esto, ha de responderse que, si alguna vez no tuvieran aquéllos otra cosa de que vivir, no se les prohibió, conservada la integridad de su apostolado, buscar mediante su oficio, lícito, por supuesto, y permitido, la subsistencia necesaria. A no ser que por casualidad ose alguien suponer o decir que el apóstol Pablo, porque, para no gravar a ninguno de esos a quienes predicaba el Evangelio, llevaba a cabo con sus manos su subsistencia7, no llegó a la perfección de esos que, tras haber dejado todo, siguieron a Cristo. Más bien, aquí está cumplido lo que aseveró: Me fatigué más que todos ellos; mas ha añadido: «Ahora bien, no yo, sino la gracia de Dios conmigo»8, para que aparezca que también ha de atribuirse a la gracia de Dios esto: que con el ánimo y el cuerpo podía fatigarse más que todos ellos, hasta el punto de no cesar de predicar el Evangelio y empero, a diferencia de ellos, no sustentaba con el Evangelio esta vida, aunque lo sembraba mucho más amplia y fervientemente entre tantas gentes en las que el nombre de Cristo no había sido profetizado. Aquí muestra que a los apóstoles no se impuso la obligatoriedad de vivir a costa del Evangelio, esto es, de tener a su costa la subsistencia, sino que se les dio la potestad para ello. Idéntico apóstol menciona esta potestad al decir: Si nosotros sembramos para vosotros lo espiritual, ¿es mucho que cosechemos lo carnal vuestro? Si otros participan de la potestad sobre vosotros, ¿no participamos más nosotros? Pero no hemos usado esta potestad, afirma. Y poco después dice: Quienes sirven al altar, tienen parte con el altar; así también, el Señor ordenó a estos que anuncian el Evangelio vivir del Evangelio; yo, en cambio, no he usado nada de eso9.

Por tanto, está bastante claro que a los apóstoles no se les prescribió, sino que se puso a su disposición que vivieran no de otra cosa, sino a costa del Evangelio, y que de esos para quienes, predicando el Evangelio, sembraban lo espiritual, cosechasen lo carnal, esto es, tomasen el sustento de esta carne y, cual soldados de Cristo, recibieran, como de los provincianos de Cristo, la soldada debida. Por ende, ese mismo soldado egregio había dicho poco más arriba acerca de este asunto: ¿Quién milita alguna vez, pagándose sus soldadas?10 Sin embargo, ese mismo lo hacía porque se fatigaba más que todos ellos. Si, pues, para no usar con los demás predicadores del Evangelio esa potestad que con los demás tenía, sino para militar pagándose su soldada no fuese que, cual un venal, molestase con su doctrina a gentes totalmente ajenas al nombre de Cristo, el bienaventurado Pablo, educado de otra manera, aprendió el oficio que no conocía, para que, mientras gracias a sus manos pasa la vida como doctor, no se gravase a ningún oyente, ¿con cuánta mayor razón el bienaventurado Pedro, que ya había sido pescador, hizo lo que sabía, si para ese tiempo presente no halló otra cosa de que vivir?

La pesca milagrosa y su significado

4. Pero responderá alguien: «¿Y por qué no la halló, aunque el Señor la había prometido, al decir “Buscad primero el reino y la justicia de Dios, y todo esto os será añadido”?11» Aun así, el Señor ha cumplido enteramente lo que prometió, porque ¿quién otro puso cerca los peces para ser capturados? Ha de creerse que él les hizo sufrir la penuria que los empujase a ir a pescar, no por otra razón sino porque quería exhibir el milagro fijado a fin de alimentar a los predicadores de su Evangelio, y simultáneamente para que ese Evangelio mismo creciera gracias al gran misterio que mediante el número de peces iba a hacer valer. De este asunto debo ya decir también yo lo que aquel mismo sirviere.

5. Dice, pues, Simón Pedro: «Voy a pescar». Le dicen quienes estaban con él: «Vamos también nosotros contigo». Y salieron y subieron a la barca, mas aquella noche no cogieron nada. Pues bien, llegada ya la mañana, se plantó Jesús en la orilla; sin embargo, los discípulos no conocieron que es Jesús. Les dice, pues, Jesús: «Muchachos, acaso tenéis comida?». Le respondieron: «No». Les dice: «Echad a la derecha del navío la red y hallaréis». La echaron, pues, y por el gran número de los peces ya no eran capaces de arrastrarla. Dice, pues, a Pedro aquel discípulo a quien quería Jesús: «Es el Señor». Simón Pedro, como hubiese oído que «es el Señor», se ciñó la túnica, pues estaba desnudo, y se echó al mar. En cambio, los otros discípulos llegaron en el navío (de hecho, no estaban lejos de tierra, sino a unos doscientos codos), arrastrando la red de los peces. Cuando, pues, bajaron a tierra, vieron puestas unas brasas y un pez puesto encima y pan. Les dice Jesús: «Traed de los peces que habéis cogido ahora». Subió Simón Pedro y arrastró a tierra la red llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y, aunque eran tantos, no se rompió la red12.

6. Éste es en el gran evangelio de Juan el gran misterio y, para hacerlo valer muy vivamente, está escrito en último lugar. Porque, pues, en esta pesca hubo siete discípulos, Pedro y Tomás y Natanael y los dos hijos del Zebedeo y otros dos cuyos nombres se omiten, mediante su número septenario significan ésos el final del tiempo. En efecto, todo el tiempo se desarrolla en siete días. A esto se refiere el hecho de que, llegada ya la mañana, se plantó Jesús en la orilla, porque la orilla es también el final del mar y, por eso, significa el final del mundo. Idéntico final del mundo lo muestra también el hecho de que Pedro sacó la red a tierra, esto es, a la orilla. El Señor en persona ha manifestado esto cuando en cierto pasaje distinto puso, a propósito de la traína echada al mar, una comparación: Y la arrastran a la orilla, afirma. Y, para exponer qué significaba esa orilla, asevera: Así sucederá en la consumación del mundo13.

La Iglesia en el principio, ahora y al final

7. Pero ésa es una parábola mediante la palabra, no mediante un suceso; pues bien, como con el suceso ha aludido en este lugar a la Iglesia según va a ser al final del mundo, así con otra pesca ha aludido el Señor a la Iglesia según es ahora. Por otra parte, precisamente por haber hecho esto en el inicio de su predicación y aquello, en cambio, tras su resurrección, muestra que a los buenos y malos que ahora tiene la Iglesia alude esa captura de peces y que, en cambio, ésta sólo a los buenos, a los que tendrá eternamente, cumplida en el final «de esta era» la resurrección de los muertos. Por eso, allí Jesús no estaba plantado en la orilla como aquí cuando mandó capturar los peces, sino que, tras subir a una barca, que era de Simón, le rogó que la retirase de la tierra un poquito y, sentado en ella, enseñaba a las turbas. Pues bien, cuando cesó de hablar, dijo a Simón: «Guía a alta mar y soltad vuestras redes para la captura»14. Además, aquí los peces capturados estuvieron en las barquillas, no sacaron a tierra la red, como allí.

Con estos signos y con otros, si pudieren descubrirse algunos, ha quedado figurada allí la Iglesia en este mundo, aquí, en cambio, la Iglesia en el final «del mundo»: precisamente porque allí aludió Cristo a que nosotros hemos sido llamados, y aquí a que seremos resucitados; aquello sucedió antes de la resurrección del Señor y, en cambio, esto tras ella. Allí, para que las redes no aludan a solos los buenos, no se echan a la derecha; para que no aludan a solos los malos, tampoco se echan a la izquierda, sino que, para que entendamos que buenos y malos están completamente entremezclados, sin hacer diferencia afirma: «Soltad vuestras redes para la captura»; aquí, en cambio, afirma: «Echad a la derecha del navío la red», para aludir a esos que estaban a la derecha, solos los buenos. Allí se rompía la red para aludir a los cismas; aquí, en cambio, porque entonces, en la suma paz de los santos, no habrá ya cisma alguno, fue importante para el evangelista decir: «Y, aunque eran tantos», esto es, tan grandes, no se rompió la red», cual si él considerase cuándo aquélla se rompió y, en comparación con ese mal, encomiase este bien. Allí fue capturada una multitud de peces tan grande que los dos navíos, llenos, se hundían15, esto es, estaban sobrecargados hasta el hundimiento; de hecho no se hundieron, pero en todo caso peligraron. Por cierto, ¿por qué razón se originan en la Iglesia tantas cosas que lamentamos, sino porque no se puede hacer frente a tan gran multitud que para casi hundir la disciplina entra con sus costumbres ajenas por completo al camino de los santos? Aquí, en cambio, echaron a la parte derecha la red y por el gran número de los peces ya no eran capaces de arrastrarla.

¿Qué significa «Ya no eran capaces de arrastrarla», sino que esos que pertenecen a la resurrección de vida, esto es, a la derecha, y mueren dentro de las redes del nombre cristiano, no aparecerán sino en la orilla, esto es, al final «del mundo», cuando hayan resucitado? Por eso no fueron capaces de arrastrar las redes de forma que esparcieran en la barca los peces que habían cogido, como sucedió con todos esos que rompieron la red y sobrecargaron las barquillas. En cuanto a esos de la derecha, tras el final de esta vida los tiene en el sueño de la paz la Iglesia, cual si estuvieran escondidos en lo profundo, hasta que la red llegue a la orilla a que era arrastrada desde unos doscientos codos. Por otra parte, estimo que las barquillas, dos en atención a la circuncisión y al prepucio, representaban allí lo que en atención a los elegidos de uno y otro linaje, el de la circuncisión y el del prepucio —cual cien y cien—, representan en este lugar los doscientos codos, porque mediante la suma de un centenar pasa a la derecha el número.

Por último, en aquella pesca, cual si ahí aconteciera lo que fue predicho mediante un profeta: Anuncié y hablé; se multiplicaron sobre todo número16, no se expresa el número de peces; aquí, en cambio, no hay algunos sobre todo número, sino que el número es preciso, ciento cincuenta y tres, número del que ha de darse razón, si el Señor ayuda.

El número ciento cincuenta y tres

8. Por cierto, si elegimos un número que aluda a la Ley, ¿cuál será sino el diez? En efecto, tenemos por certísimo que el dedo de Dios escribió primeramente en tablas de piedra el decálogo de la Ley17, esto es, esos diez conocidísimos preceptos. Pero, cuando no ayuda la gracia, la Ley hace prevaricadores y está sólo en la letra; de hecho, máxime por esto asevera el Apóstol: La letra mata; el Espíritu, en cambio, vivifica18. Súmese, pues, a la letra el Espíritu, para que la letra no mate a quien el Espíritu no vivifica, sino que cumplamos los preceptos de la Ley no por nuestras fuerzas, sino por la Dádiva del Salvador. Pues bien, cuando a la Ley se suma la gracia, esto es, a la letra el Espíritu, se añade en cierto modo al número diez el siete. En efecto, documentos de las Letras Sagradas dignos de atención testifican que ese número, esto es, el siete, alude al Espíritu Santo. En efecto, como todos saben, la santidad o santificación pertenece propiamente al Espíritu Santo; por ende, aunque el Padre es espíritu y el Hijo es espíritu porque Dios es espíritu19, y aunque el Padre es santo y el Hijo es santo, sin embargo, al Espíritu de ambos se le llama con nombre propio Espíritu Santo.

¿Dónde, pues, ha sonado en la Ley la santificación, sino a propósito del día séptimo? En efecto, Dios no santificó el día primero, en que hizo la luz; ni el segundo, en que hizo el firmamento; ni el tercero, en que separó de la tierra el mar y la tierra produjo hierba y árboles; ni el cuarto, en que fueron creados los astros; ni el quinto, en que lo fueron los animales que viven en las aguas y vuelan en el aire; ni el sexto, en que fueron creados el alma viva y el hombre mismo; sino que santificó el día séptimo, en que descansó de sus obras20. Por tanto, el número siete alude apropiadamente al Espíritu Santo. También el profeta Isaías afirma: «Descansará en él el Espíritu de Dios», y, al encomiarlo a continuación por siete obras o dádivas, afirma: Espíritu de sabiduría y entendimiento; Espíritu de consejo y fortaleza; Espíritu de ciencia y piedad, y lo llenará el Espíritu de temor de Dios21. ¿Qué se dice en Apocalipsis? ¿Acaso no se nombran los siete espíritus de Dios22 aunque es único e idéntico el Espíritu que, como quiere, a cada uno reparte lo propio?23 Pero la actividad septenaria del único Espíritu ha sido nominada así por el mismo Espíritu que asistió al escritor, para que se mencionasen los siete espíritus.

Así pues, cuando al número diez, el de la Ley, se suma mediante el siete el Espíritu Santo, resultan diecisiete, número que, cuando crece contados todos los números desde el uno hasta sí mismo, llega al ciento cincuenta y tres. En efecto, si a uno añades dos, resultan evidentemente tres; si a éstos añades tres y cuatro, todos se convierten en diez; si añades después todos los números que siguen hasta el diecisiete, la suma se prolonga hasta el número susodicho; esto es, si al diez, al que habías llegado desde el uno hasta el cuatro, añades cinco, resultan quince; a éstos añade seis y resultan veintiuno; a éstos añade siete y resultan veintiocho; a éstos añade ocho, nueve y diez y resultan cincuenta y cinco; a éstos añades once, doce y trece y resultan noventa y uno; a éstos añade esta vez catorce, quince y dieciséis y resultan ciento treinta y seis; añade a este número el que queda, del que se trata, esto es, el diecisiete, y se completará el número aquel de peces.

Se alude, pues, a que a la vida eterna van a resucitar no sólo ciento cincuenta y tres santos, sino los millares de santos que incumben a la gracia del Espíritu, gracia mediante la que uno se pone de acuerdo con la ley de Dios cual con un adversario, para que, pues el Espíritu vivifica, la letra no mate, sino que con la ayuda del Espíritu se cumpla lo que se manda mediante la letra y, si se hace algo menos, se perdone. Todos los que incumben, pues, a esa gracia son representados por este número, esto es, se alude a ellos figuradamente. Este número tiene también tres veces el número cincuenta y además, por el misterio de la Trinidad, el tres mismo. Por su parte, el cincuenta se completa multiplicados siete por siete y con la añadidura de uno. Efectivamente, siete veces siete se convierten en cuarenta y nueve; ahora bien, se añade el uno para que él aluda a que es uno quien a causa de la actividad septenaria se muestra mediante el siete. Sabemos también que, tras la ascensión del Señor, el día quincuagésimo fue enviado el Espíritu Santo que, prometido, se mandó a los discípulos aguardar24.

Los peces grandes y los pequeños

9. Por tanto, no sin motivo se dice que estos peces son tantos y de tal tamaño, esto es, ciento cincuenta y tres y grandes. En efecto, está escrito así: Y arrastró a la tierra la red llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Por cierto, el Señor —el que, evidentemente, iba a dar el Espíritu mediante el que pudiese cumplirse la Ley—, tras haber dicho: «No vine a echar abajo, sino a cumplir la Ley»25, interpuestas poquísimas palabras, asevera cual para añadir al diez el siete: Quien, pues, haya quebrantado uno solo de estos mandatos mínimos y haya enseñado así a los hombres, será llamado mínimo en el reino de los cielos; quien, en cambio, los haya practicado y enseñado, será llamado grande en el reino de los cielos26. Ése, pues, podrá pertenecer al número de los peces grandes. Por su parte, el mínimo ese que con hechos quebranta lo que enseña con palabras, puede estar en la Iglesia cual la significa la primera captura de peces —Iglesia que tiene buenos y malos—, porque también a esa misma se la llama reino de los cielos. Por eso asevera: «El reino de los cielos es similar a una traína echada al mar y que congrega de toda especie»27, pasaje donde quiere que se entienda también que congrega buenos y malos, respecto a los cuales dice que han de quedar separados en la orilla, esto es al final del mundo. Finalmente, para mostrar que esos mínimos —quienes hablando enseñan las cosas buenas que viviendo mal quebrantan— son réprobos y que ni cual mínimos van a estar en la vida eterna, sino que allí no van a estar en absoluto, tras haber dicho: «Será llamado mínimo en el reino de los cielos», ha agregado al instante: Pues os digo que si vuestra justicia no abundare más que la de los escribas y fariseos, no entraréis al reino de los cielos28. Esos escribas y fariseos son ciertamente quienes se sientan en la cátedra de Moisés, y acerca de los cuales asevera: Haced lo que dicen; en cambio, lo que hacen no lo hagáis, pues dicen y no hacen29, con discursos enseñan lo que con las costumbres quebrantan.

Es, pues, consecuente que, quien es mínimo en el reino de los cielos —la Iglesia cual es ahora—, no entre al reino de los cielos —la Iglesia cual será entonces—, porque enseñando lo que quebranta no pertenecerá a la sociedad de esos que hacen lo que enseñan, ni estará en el número de los peces grandes, precisamente porque quien practicare y enseñare, será llamado grande en el reino de los cielos. Y, porque aquí será grande, por eso estará allí donde el mínimo aquel no estará. Sin duda, allí serán tan grandes que, quien allí es menor, es mayor que ése, mayor que el cual nadie es aquí30. Pero en todo caso, quienes aquí son grandes, esto es, quienes en el reino de los cielos, donde la traína congrega buenos y malos, hacen las cosas buenas que enseñan, ésos mismos serán mayores en la eternidad del reino de los cielos; a ésos aluden los peces que pertenecen a la derecha y a la resurrección de vida.

Acerca del almuerzo del Señor con estos siete discípulos, acerca de esto sobre lo que tras el almuerzo habló y acerca del final de este evangelio mismo, corresponde exponer lo que Dios donare. Pero no ha de resumirlo este sermón.