TRATADO 103

Comentario a Jn 16,29-33, dictado en Hipona, probablemente el sábado 8 de mayo de 420

Traductor: José Anoz Gutiérrez

No entendían que no entendían

1. Cómo eran los discípulos de Cristo cuando antes de la pasión hablaba de cosas grandes con ellos —con pequeños, pero como era preciso que las cosas grandes se dijeran también a quienes eran pequeños porque, no recibido aún el Espíritu Santo como lo recibieron tras sus resurrección, o al insuflarlo aquel mismo o desde arriba, entendían las cosas humanas más que las divinas—, lo esclarecen a lo largo del evangelio entero muchos indicios, de entre los cuales proviene también esto que según esta lectura dijeron. En efecto, el evangelista asevera: Le dicen sus discípulos: «He ahí que ahora hablas abiertamente y no dices ninguna parábola. Ahora sabemos que conoces todo y no necesitas que nadie te interrogue; por esto creemos que saliste de Dios»1. El Señor mismo había dicho poco antes: De estas cosas os he hablado en parábolas; viene una hora cuando ya no os hablaré en parábolas. ¿Cómo, pues, dicen ésos: He ahí que ahora hablas abiertamente y no dices ninguna parábola? ¿Acaso había venido ya la hora respecto a la cual había prometido que en ella no iba ya a hablar en parábolas? Que en absoluto no había venido aún esa hora, lo muestra la sucesión de sus palabras, que está así: De estas cosas, afirma, os he hablado en parábolas; viene una hora cuando ya no os hablaré en parábolas, sino que abiertamente os informaré sobre mi Padre. Aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que respecto a vosotros rogaré yo al Padre, pues el Padre mismo os ama porque vosotros me habéis amado y habéis creído que de Dios salí. Salí del Padre y he venido al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre

Ya que mediante todas estas palabras promete aún esa hora en que ya no hablará en parábolas, sino que abiertamente les informará sobre el Padre —hora respecto a la cual dice que, en ella, ellos van a pedir en su nombre y que él no va a rogar respecto a ellos al Padre, dado que el Padre los ama porque también esos mismos han amado a Cristo y han creído que del Padre había salido y al mundo había venido él que de nuevo iba a dejar el mundo e ir al Padre—; ya que, pues, se promete aún esa hora en que va a hablar sin parábolas, ¿por qué ésos dicen: «He ahí que ahora hablas abiertamente y no dices ninguna parábola», sino porque, lo que ese mismo sabe que para quienes no entienden son enigmas, ellos hasta tal punto no lo entienden, que ni siquiera entienden que no entienden? En efecto, eran pequeñines y aún no evaluaban espiritualmente lo que oían sobre cosas que pertenecen no al cuerpo, sino al espíritu2.

Preguntar a quien sabe todo

2. Por eso, para recordarles esa edad suya, pequeña y débil según el hombre interior, les respondió Jesús: ¿Ahora mismo creéis? He ahí que viene una hora, y ya ha venido, la de que os disperséis cada uno a lo propio y me dejéis solo. Mas no estoy solo, porque el Padre está conmigo3. Poco antes había dicho: «Dejo el mundo y voy al Padre»; ahora dice: El Padre está conmigo. ¿Quién va a ese que está con él? Pero esto es, para quien lo entiende, una palabra; para quien no lo entiende, un enigma; aun así, los pequeñines maman lo que ahora mismo no entienden y, aun si no les suministra comida sólida porque aún no la aprovechan, al menos no les niega alimento lácteo.

De este alimento proviene el hecho de que sabían que él conoce todo y no necesita que nadie le interrogue. Por cierto, puede preguntarse por qué han dicho esto, pues parece que, más bien, había debido decirse: «No necesitas interrogar a nadie», no «que nadie te interrogue». En efecto, han dicho «Sabemos que conoces todo» y, evidentemente, quien conoce todo no suele interrogar cual si quisiera saber algo; más bien, ese mismo que conoce todo suele ser interrogado por quienes desconocen, para que a ese que sabe todo le oigan lo que quieren quienes interrogan. ¿Qué significa, pues, el hecho de que, si bien parece que, a ese de quien sabían que conoce todo, habían debido decirle «No necesitas preguntar a nadie», supusieron que había que decir, más bien: No necesitas que nadie te interrogue? ¿Qué significa el hecho de que leamos que han sucedido una y otra cosa, a saber, que el Señor interrogó y que fue interrogado?

Pero esto se resuelve pronto porque necesitaban esto no él, sino, más bien, esos a quienes interrogaba o que le interrogaban. En efecto, él interrogaba a algunos no para de ellos aprender algo, sino, más bien, para enseñarles, y quienes le interrogaban, pues querían aprender de él algo, ésos necesitaban en realidad esto: saber algunas cosas gracias a ese que conocía todo. Ciertamente, pues, no era necesario que nadie le interrogase, precisamente porque nosotros, cuando nos interrogan quienes gracias a nosotros quieren saber algo, por sus interrogaciones mismas conocemos qué quieren aprender; necesitamos, pues, que esos a quienes queremos enseñar algo nos interroguen, para que conozcamos sus inquisiciones a las que ha de responderse; en cambio, aquel que conocía todo no necesitaba ni siquiera esto y, porque antes de ser interrogado conocía la voluntad de quien iba a interrogarle, tampoco necesitaba conocer mediante la interrogación de éste lo que gracias a él quería saber cada uno. Pero toleraba ser él interrogado, precisamente para mostrar, o a esos que estaban entonces presentes o a quienes iban a oír estos hechos o a leer estos escritos, cómo eran quienes le interrogaban, y para que de ese modo conociéramos con qué engaños no triunfaron de él o mediante qué accesos se progresaba en él.

Ahora bien, ver por adelantado los pensamientos de los hombres y, por eso, no necesitar que nadie le interrogase, no era difícil para Dios, pero era difícil para los pequeñines que le decían: Por esto creemos que saliste de Dios. Por otra parte, mucho más difícil era lo que, tras haber dicho ellos —y haber dicho una verdad—: «Saliste de Dios», él asevera: El Padre está conmigo. Quería que ellos se lanzasen a entenderlo y a crecer para que no pensasen que el Hijo había salido del Padre, de forma que supusieran que también se había apartado de él.

La victoria sobre el mundo

3. Después, para concluir este discurso importante y prolijo, afirma: De estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo4. Esa tribulación iba a tener ese inicio acerca del cual más arriba, a fin de mostrar que ellos eran pequeñines para quienes, pues no entendían aún y comprendían una cosa por otra, cualesquiera cosas grandes y divinas que les hubiera dicho serían enigmas, asevera: ¿Ahora mismo creéis? He ahí que viene una hora, y ya ha venido, la de que os disperséis cada uno a lo propio. He ahí el inicio de la aflicción; pero ella no iba a perseverar de ese modo. En efecto, porque ha añadido: «Y me dejéis solo», quiere no que en la tribulación que seguirá, la que tras su ascensión iban a tener en el mundo, sean tales que le dejen, sino que en él tengan paz por permanecer en él.

En efecto, cuando fue apresado, dejaron no sólo con su carne la carne de él, sino también con la mente la fe. A esto se refiere lo que asevera: «¿Ahora mismo creéis? He ahí que viene una hora, y ya ha venido, la de que os disperséis a lo propio y me dejéis solo», como si dijera: «Entonces os perturbaréis de modo que dejéis aun lo que ahora mismo creéis». Llegaron, en efecto, a tanta desesperación y, por decirlo yo así, muerte de su fe prístina, cuanta apareció en aquel Cleofás que, tras su resurrección, pues desconocía que él hablaba con aquél y al narrar qué le había sucedido, afirma: Nosotros esperábamos que ese mismo iba a redimir a Israel5. He ahí cómo lo habían dejado, abandonando aun la fe misma con que antes habían creído en él. En cambio, en esa aflicción que, recibido el Espíritu Santo tras su glorificación, soportaron hasta el final, no lo dejaron y, aunque huyeron de ciudad en ciudad, no se fugaron de él mismo, sino que, para mantener en él la paz mientras en el mundo tenían aflicción, no fueron tránsfugas de él mismo, sino que, más bien, lo tuvieron como refugio a él mismo. En efecto, dado a ellos el Espíritu Santo, sucedió en ésos lo que ahora está dicho a ésos: Confiad, yo he vencido al mundo. Confiaron y vencieron. ¿En quién sino en él? En efecto, no habría él vencido al mundo si a sus miembros venciera el mundo. Por ende asevera el Apóstol: «Gracias a Dios que nos da la victoria», y sin interrupción ha añadido «mediante nuestro Señor Jesucristo»6, el cual había dicho a los suyos: Confiad, yo he vencido al mundo.