TRATADO 92

Comentario a Jn 15,26-27, dictado en Hipona, probablemente el domingo 21 de marzo de 420

Traductor: José Anoz Gutiérrez

El testimonio eficaz del Espíritu Santo

1. El Señor Jesús, próximo a la pasión, en el discurso que tras la cena dijo a sus discípulos cual si fuese a irse y abandonarlos en cuanto a la presencia corporal aunque mediante la presencia espiritual iba a estar con todos los suyos hasta la consumación del mundo, los exhortó a soportar hasta el final las persecuciones de los impíos, a quienes designa con el nombre de mundo; mundo empero respecto al cual, para que supieran que por gracia de Dios son ellos lo que son y que, en cambio, por sus culpas habían sido lo que fueron, ha dicho también que de entre aquél ha elegido él a los discípulos mismos. Después ha designado evidentemente como perseguidores suyos y de ellos a los judíos, para que apareciera enteramente que también a esos mismos abarca la denominación de mundo condenable que persigue a los santos. Y, tras haber dicho de ellos que ignoraban a ese por quien fue enviado y que empero odiaban al Padre y al Hijo, esto es, a ese que fue enviado y a ese por quien fue enviado, de todo lo cual he disertado ya en otros sermones, llega a esto donde asevera: Pero ¡que se cumpla la palabra que está escrita en la ley de ellos: «Que me odiaron gratis»! Después ha añadido cual en consecuencia eso que he asumido para examinarlo ahora mismo: Pues bien, cuando haya venido el Paráclito que yo os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio de mí; también vosotros daréis testimonio porque desde el inicio estáis conmigo. ¿Por qué esto tiene que ver con lo que había dicho: Ahora, en cambio, han visto y me han odiado a mí y a mi Padre; pero ¡que se cumpla la palabra que está escrita en la ley de ellos: «Que me odiaron gratis»?1 ¿Acaso porque, cuando viene el Paráclito, el Espíritu de la verdad, con testimonio más manifiesto convence a esos que han visto y han odiado? Más aún, con su manifestación, incluso convierte a la fe que actúa mediante la dilección2 aun a algunos de los que han visto y aún odiaban. Para que lo entendamos así, recordamos que así sucedió.

En efecto, el Espíritu Santo vino el día de Pentecostés a ciento veinte personas congregadas, entre los que estaban todos los apóstoles. Tras hablar ellos, henchidos de él, en las lenguas de todas las gentes, muchos de estos que habían odiado, estupefactos por milagro tan grande —pues vieron que Pedro, al hablar, daba de Cristo un testimonio tan grande y divino, que se demostraba que había resucitado y vivía el que, asesinado por ellos, era contado entre los muertos—, compungidos de corazón se convirtieron y recibieron el perdón de tan valiosa sangre derramada tan impía y espantosamente, redimidos por la sangre misma que derramaron3. En efecto, la sangre de Cristo se ha derramado para la remisión de los pecados, de forma que puede borrar aun el pecado mismo mediante el que se ha derramado.

Al fijar, pues, su mirada en éste, decía el Señor: «Me odiaron gratis. Pues bien, cuando haya venido el Paráclito, él dará testimonio de mí», como si dijera: «Me odiaron y asesinaron cuando me veían; pero el Paráclito dará de mí testimonio tal, que los hará creer en mí sin que me vean».

Pedro, testigo excepcional

2. También vosotros, afirma, daréis testimonio porque desde el inicio estáis conmigo. Lo dará el Espíritu Santo, lo daréis también vosotros. En efecto, porque desde el inicio estáis conmigo podéis predicar lo que conocéis, pero la plenitud de ese Espíritu no os asiste aún; así, no lo cumplís de momento. Él, pues, dará testimonio de mí; también vosotros lo daréis, pues el aplomo para dar testimonio os lo dará la caridad de Dios derramada en vuestros corazones mediante el Espíritu Santo que os será dado4. Evidentemente, ella faltó todavía a Pedro cuando, espantado por la pregunta de la criada, no pudo dar testimonio verdadero, sino que, contra su promesa, un temor grande lo empujó a negar tres veces5. Pues bien, en la caridad no hay ese temor, sino que la caridad perfecta echa fuera el temor6. Por esto, antes de la pasión del Señor, su temor servil fue interrogado por una mujer de servicio; en cambio, tras la resurrección del Señor, su amor liberal fue interrogado por el Príncipe de la Libertad en persona7. También por eso se turbaba allí, aquí se tranquilizaba; allí negaba a quien él quería, aquí quería a quien él había negado. Pero aun ese amor mismo había sido entonces aún débil y estrecho, hasta que lo robusteciera y dilatase el Espíritu Santo.

Éste, después de haberle sido infundido por la abundancia de una gracia muy amplia, para dar testimonio de Cristo inflamó su otrora frío pecho y abrió las antes alarmadas bocas que habían callado la verdad, de forma que, aunque todos a los que había venido el Espíritu Santo hablaban en las lenguas de todas las gentes, Pedro fue el único que, en comparación con los demás, se lanzó más claramente a dar testimonio de Cristo a las turbas de los judíos, las cuales estaban alrededor, y confundió con la resurrección de aquél a sus asesinos. Si a alguien deleita contemplar tal espectáculo tan suavemente santo, lea Hechos de los Apóstoles8. Ahí, al bienaventurado Pedro a quien había compadecido por negar, sorprendido contémplelo predicar; ahí vea que, trasladada de la desconfianza al aplomo, de la servidumbre a la libertad, a tantas lenguas de enemigos convierte a la confesión de Cristo esa lengua que, no siendo capaz de soportar a una sola de ellas, se había vuelto a la negación. ¿Para qué decir más? En aquél aparecían tan gran fulgor de la gracia, tanta plenitud del Espíritu Santo; de la boca del predicador procedían tan grandes cantidades de preciosísima verdad, que a una muchedumbre de judíos adversarios, asesinos de Cristo, respecto a los que temía que lo matasen con él, la hizo presta a morir por él.

Esto hizo el Espíritu Santo, enviado entonces, prometido antes. Esos beneficios suyos, grandes y admirables, preveía el Señor cuando decía: Han visto y me han odiado a mí y a mi Padre; pero ¡que se cumpla la palabra que está escrita en la ley de ellos: «Que me odiaron gratis»! Cuando, por su parte, hubiere venido el Paráclito que yo os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio de mí; también vosotros daréis testimonio. Efectivamente, él, al dar testimonio y hacer fortísimos a los testigos, ha quitado a los amigos de Cristo el temor y ha convertido en amor el odio de sus enemigos.