TRATADO 90

Comentario a Jn 15,23, dictado en Hipona, probablemente el domingo 14 de marzo de 420

Traductor: José Anoz Gutiérrez

Odio y amor hacia desconocidos

1. Al Señor, quien más arriba había dicho: «Os harán esto porque desconocen a ese que me envió»1, le habéis oído decir: Quien me odia, odia también a mi Padre2. Así pues, nace una cuestión que no ha de encubrirse: cómo pueden odiar a quien desconocen. En efecto, si conjeturan o creen que Dios es no lo que este mismo es, sino no sé qué otra cosa, y odian esto, odian, evidentemente, no a él, sino lo que conciben con su conjetura mendaz o con su vana credulidad; si, en cambio, acerca de él opinan esto que él es, ¿cómo se dice que le desconocen? Con todo, respecto a los hombres puede de hecho suceder que frecuentemente queramos a esos que nunca hemos visto y, por esto, tampoco es imposible que, a la inversa, odiemos a esos que nunca hemos visto. En efecto, rumor que de alguien habla bien o mal, hace que no sin razón amemos u odiemos a un desconocido. Pero, si el rumor es veraz, ¿cómo ha de llamarse desconocido a ese respecto al que hemos aprendido verdades? ¿Acaso porque no hemos visto su rostro que, aunque tampoco ese mismo ve, para nadie empero puede ser más conocido que para él? Por tanto, el conocimiento de cualquiera no se nos intima en su rostro corporal, sino que, en orden al conocimiento, esa persona nos está patente cuando sus costumbres y vida no están latentes. De lo contrario, ni a sí mismo conocerse puede cualquiera que ver su rostro no puede. Pero, evidentemente, se conoce a sí mismo tanto más ciertamente de lo que otros le conocen cuanto con la mirada interior puede más ciertamente ver lo que sabe, ver lo que ansía, ver lo que él vive. Cuando estas cosas se nos muestran también a nosotros, entonces deviene verdaderamente conocido para nosotros. Así pues, porque la fama o los escritos hacen casi siempre que lleguen a nosotros estas cosas acerca de los ausentes o incluso de los muertos, de ahí resulta que frecuentemente odiamos o amamos a hombres que nunca hemos visto en cuanto al rostro del cuerpo, a los que empero no desconocemos enteramente.

Nuestros juicios sobres los demás

2. Pero casi siempre se engaña en cuanto a ellos nuestra credulidad, porque a veces miente la historia y mucho más la fama. Pues bien, porque no podemos indagar de los hombres la conciencia, nos atañe, para que opinión perniciosa no nos engañe, tener acerca de esas cosas mismas verdadera y cierta sentencia. Esto es, que, si desconocemos si este o aquel hombre son impúdicos o púdicos, odiemos empero la impudicia y queramos la pudicia; y, si desconocemos si éste o aquél son injustos o justos, amemos empero la justicia y detestemos la injusticia, no las que errando nos imaginamos nosotros mismos, sino esas respecto a las que según la verdad de Dios percibimos sinceramente que ésta ha de apetecerse y aquélla evitarse; así, cuando acerca de estas cosas mismas apetecemos lo que ha de apetecerse y rehuimos lo que ha de rehuirse, se nos perdonará el que respecto a lo oculto de los hombres, a veces, mejor dicho, asiduamente, no opinamos cosas verdaderas. Por cierto, estimo que esto pertenece a la tentación humana sin la que nadie puede pasar esta vida, hasta el punto de que el Apóstol decía: Tentación no os aprehenda sino humana3. En efecto, ¿qué hay tan humano como no poder inspeccionar el corazón humano y, por eso, no escudriñar sus escondrijos, sino casi siempre conjeturar algo distinto de esto que allí está en juego? Pero con todo, respecto a estas tinieblas de las cosas humanas, esto es, de los planes ajenos, aunque por ser hombres no podemos entender las conjeturas, sin embargo, debemos refrenar los juicios, esto es, las sentencias definidas y firmes, y antes de tiempo no juzgar nada, hasta que venga el Señor e ilumine lo escondido de las tinieblas y manifieste los planes del corazón, y entonces tendrá cada uno la loa, venida de Dios4. Cuando, pues, no se yerra en cuanto a los hechos, de forma que sean correctas la reprobación de los vicios y la aprobación de las virtudes, si se yerra en cuanto a los hombres, en realidad es perdonable la tentación humana.

Errores humanos sobre el hombre y sobre Dios

3. Ahora bien, a causa de estas tinieblas de los corazones humanos sucede un hecho muy sorprendente y muy de lamentar: a veces, a quien suponemos injusto y empero es justo y, sin saberlo nosotros, queremos en él la justicia, lo evitamos, le volvemos la espalda, le impedimos acercarse a nosotros, no queremos tener vida ni trato comunes con él e incluso, si obliga la necesidad de imponer la disciplina para que este mismo no dañe a otros o para que resulte muy mejorado, lo perseguimos con aspereza saludable y afligimos cual a hombre malo a uno bueno, al que, sin saberlo nosotros, amamos. Esto sucede si, verbigracia, a alguien, aunque es púdico, lo creemos impúdico. En efecto, si quiero al púdico, él es, sin duda, lo que quiero; le quiero, pues, mas le desconozco. Y, si odio al impúdico, no le odio, pues, a él, porque él no es lo que odio; y, sin embargo, a la persona querida por mí, con la que mi alma habita siempre en la caridad hacia la pudicia, le hago injuria, ignorante yo, al errar no en cuanto a la diferencia entre virtudes y vicios, sino entre las tinieblas de los corazones humanos. Por ende, como puede suceder que un hombre bueno odie, sin conocerle, a un hombre bueno, o que, más bien, le quiera sin conocerle —en efecto, cuando quiere el bien le quiere a él, porque aquél quiere lo que éste es—, y que, en cambio, sin conocerle odie no a él, sino lo que supone que éste mismo es, así puede suceder que también un hombre injusto odie a un hombre justo y, mientras estima que él quiere a un injusto similar a sí, sin conocerle quiera a un justo y empero, mientras lo cree injusto, quiera no a él, sino lo que supone que este mismo es.

Pues bien, como sucede respecto al hombre, así sucede también respecto a Dios. Por eso, si se preguntase a los judíos si quieren a Dios, ¿qué otra cosa responderían, sino que ellos le quieren, mas no porque mintieran intencionadamente, sino, más bien, por opinar errando? En efecto, ¿cómo querrían al Padre de la Verdad quienes tenían odio a la Verdad? En efecto, no quieren que sus hechos sean condenados, mas la Verdad tiene esto: que sean condenados tales hechos; por tanto, odian la Verdad tanto cuanto odian sus penas, las que a tales individuos inflige la Verdad. Ahora bien, desconocen que la Verdad es la que condena a quienes son tales cuales estos mismos. Odian, pues, a la que desconocen y, al odiarla, ciertamente no pueden, sino odiar a ese de quien ella ha nacido Y evidentemente, por esto —porque desconocen que la Verdad, que al juzgarlos los condena, ha nacido del Padre Dios—, desconocen y odian también a este mismo.

¡Oh, desgraciados hombres que, pues quieren ser malos, no quieren que exista la Verdad, que condena a los malos! En efecto, no quieren que ella sea lo que es, porque deben no querer ser lo que son, a fin de que esta misma, permanente, los cambie para que esta misma, al juzgarlos, no los condene!