TRATADO 87

Comentario a Jn 15,17-19, dictado en Hipona, probablemente el sábado 6 de marzo de 420

Traductor: José Anoz Gutiérrez

La caridad, fuente de todas las virtudes

1. En la lectura evangélica que antecede a ésta, había dicho el Señor: No me elegisteis vosotros, sino que yo os elegí y os puse para que vayáis y produzcáis fruto y vuestro fruto dure, de forma que cualquier cosa que en mi nombre pidiereis al Padre os la dé1. Recordáis que de estas palabras yo diserté ya lo que el Señor me dio. Pues bien, aquí, o sea, en la lectura siguiente que habéis oído cuando públicamente se leía hace un momento, dice: «Os mando esto, que os queráis mutuamente»2, y, por eso, debemos entender que éste es nuestro fruto respecto al que asevera: Yo os elegí y os puse para que vayáis y produzcáis fruto y vuestro fruto dure. Y a propósito, porque ha añadido: «De forma que cualquier cosa que en mi nombre pidiereis al Padre os la dé», si nos queremos mutuamente nos la dará entonces, evidentemente, pues esto mismo nos lo ha dado ese mismo que, sin tener nosotros fruto, nos ha elegido —¡que no le habíamos elegido!— y nos ha puesto para que produzcamos fruto, esto es, querernos mutuamente; fruto que sin él no podemos tener, como los sarmientos nada pueden hacer sin la vid. La caridad es, pues, nuestro fruto, que el Apóstol define como nacido de corazón puro y conciencia buena y fe no fingida3. Con ésta nos queremos mutuamente, con ésta queremos a Dios. Por cierto, no nos querríamos mutuamente con dilección auténtica si no quisiéramos a Dios. En efecto, cada uno quiere como a sí mismo al prójimo si quiere a Dios, porque si no quiere a Dios no se quiere a sí mismo. Por cierto, la Ley entera y los Profetas se basan en estos dos preceptos4: éstos son nuestro fruto.

Así pues, al darnos un mandato respecto al fruto, afirma: Os mando esto, que os queráis mutuamente. Por ende, también el apóstol Pablo, como quisiera recomendar contra las obras de la carne el fruto del Espíritu, ha puesto en cabeza esto: El fruto del Espíritu, afirma, es la caridad. Y después, como nacido de esa cabeza y sujetado en virtud de ella, ha entrelazado lo demás, que es gozo, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, continencia5. Ahora bien, ¿quién que no ama el bien con que goza, goza bien? ¿Quién puede tener paz auténtica, sino con ese a quien quiere auténticamente? ¿Quién es longánime permaneciendo perseverantemente en el bien, si no hierve amando? ¿Quién es benigno si no quiere a ese a quien socorre? ¿Quién bueno, si amando no es hecho tal? ¿Quién saludablemente fiel sino en virtud de esta fe que actúa mediante la dilección? ¿Quién útilmente mansueto, a quien la dilección no regule? ¿Quién se contiene de lo que le deshonra, si no ama lo que le honra? Así pues, cual si fuese lo único que haya de preceptuarse, el Maestro bueno recomienda con razón, frecuentemente, la dilección, sin la que los demás bienes no pueden aprovechar, y que no puede tenerse sin los demás bienes con que el hombre es hecho bueno.

El odio del mundo

2. Pues bien, en favor de esta dilección debemos soportar pacientemente aun los odios del mundo —de hecho, es necesario que nos odie a quienes percibe que no queremos lo que ama—; pero muchísimo nos consuela con su persona el Señor, el cual, tras haber dicho: «Os mando esto, que os queráis mutuamente», ha añadido y aseverado: Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí6. ¿Por qué, pues, un miembro se eleva sobre la coronilla? Recusas estar en el cuerpo si no quieres soportar con la Cabeza el odio del mundo. Si fueseis del mundo, afirma, el mundo amaría lo que era suyo7. Evidentemente, dice esto a la Iglesia entera, a esta misma a la que casi siempre nomina con el nombre de mundo, como es aquello: En Cristo estaba Dios reconciliando consigo el mundo8, y asimismo aquello: El Hijo del hombre vino no a juzgar al mundo, sino para que por medio de ese mismo sea salvo9. Y Juan asevera en una carta suya: Como abogado ante el Padre tenemos a Jesucristo, justo, y él en persona es propiciador de nuestros pecados; no sólo de los nuestros, sino también de los del mundo entero10. El mundo entero es, pues, la Iglesia y el mundo entero odia a la Iglesia. Por tanto, el mundo odia al mundo: el mundo enemigo al reconciliado, el condenado al salvado, el ensuciado al limpiado.

La elección gratuita

3. Pero ese mundo al que en Cristo reconcilia consigo Dios y que mediante Cristo es salvado y al que mediante Cristo se le condona todo pecado, ha sido elegido de entre el mundo enemigo, condenado, contaminado. En efecto, de esta masa que en Adán ha perecido entera, se hacen objetos de misericordia, entre los que está el mundo perteneciente a la reconciliación, al que odia el mundo hecho de idéntica masa, perteneciente él a los objetos de ira que han sido terminados para perdición11. Por eso, tras haber dicho: «Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo que era suyo», ha añadido al instante: Pero, porque no sois del mundo, sino que yo os elegí del mundo, por eso os odia el mundo12. Estos mismos, pues, eran de donde, para que no lo fuesen, fueron de ahí elegidos no por méritos suyos —ninguna obra buena de ellos había precedido—, no por naturaleza, que en la raíz misma se había estropeado entera mediante el libre arbitrio, sino por gracia gratuita, esto es, genuina. En efecto, quien del mundo eligió el mundo, ha hecho, no ha hallado, lo que eligiera, porque los restos han sido hechos mediante elección de gracia. Ahora bien, si por gracia, ya no en virtud de obras; en caso contrario, la gracia ya no es gracia13.

Los amores falso y verdadero

4. Si, por otra parte, se pregunta cómo se quiere a sí mismo el mundo de la perdición, el cual odia al mundo de la redención, se quiere, evidentemente, con dilección falsa, no genuina. Por ende, se quiere falsamente y se odia verdaderamente, pues quien quiere a la iniquidad, odia su alma14. Pero se dice que se quiere, porque quiere a la iniquidad en virtud de la cual es inicuo; y, a la inversa, se dice que se odia, porque quiere esto que le daña. En su persona, pues, odia a la naturaleza, quiere el desperfecto; odia lo que fue hecho gracias a la bondad de Dios, quiere lo que mediante la voluntad libre fue hecho en él. Por ende, si entendemos rectamente, también se nos prohíbe y se nos manda quererlo; o sea, se nos prohíbe donde se nos dice: «No améis el mundo»15; en cambio, se nos manda donde se nos dice: Quered a vuestros enemigos16. Ellos son el mundo que nos odia. Se nos prohíbe, pues, querer en él lo que este mismo quiere en sí mismo, y se nos manda querer en él lo que este mismo odia en sí mismo, o sea, la creación de Dios y las diversas consolaciones de su bondad. En efecto, porque aquél quiere en sí el desperfecto y odia a la naturaleza, se nos prohíbe querer en él el desperfecto y se nos manda querer a la naturaleza para que, pues él se ama y se odia torcidamente, nosotros lo queramos y odiemos rectamente.