Comentario a Jn15,8-10, dictado en Hipona, probablemente el domingo 15 de febrero de 420
Las obras buenas glorifican a Dios, no a nosotros
1. El Salvador, al encomiar más y más la gracia con que somos salvados, hablando a los discípulos afirma «Mi Padre fue clarificado con esto: que produzcáis muchísimo fruto y seáis hechos discípulos míos»1. Dígase glorificado o clarificado, una y otra cosa están traducidas de un único verbo griego, que es doxázein, pues la que en griego se llama dóxa, en nuestro idioma significa «gloria». He estimado que había de mencionarse esto, precisamente porque el Apóstol dice: Si Abrahán fue justificado en virtud de las obras, tiene gloria, pero no ante Dios2. La gloria por la que ante Dios es glorificado no el hombre, sino Dios, es ésta: que aquél es justificado en virtud no de las obras, sino de la fe, de forma que, porque el sarmiento, como ha dicho más arriba, no puede dar fruto por sí mismo3, por Dios tiene incluso obrar bien. Por cierto, si Dios Padre fue clarificado con esto, que produzcamos muchísimo fruto y seamos hechos discípulos de Cristo, no atribuyamos esto a nuestra gloria, como si por nosotros mismos lo tuviéramos, pues suya es esta gracia y, por tanto, en esto hay gloria no nuestra, sino suya. Por ende, aunque también en otra parte había dicho: «Luzca vuestra luz ante los hombres, de forma que vean vuestras obras buenas», para que no supusieran que sus obras buenas vienen de sí mismos, ha añadido inmediatamente: Y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos4. El Padre es, en efecto, glorificado con esto: que produzcamos muchísimo fruto y seamos hechos discípulos de Cristo. ¿Por quién somos hechos sino por ese cuya misericordia se nos ha adelantado? En efecto, producción suya somos, creados en Cristo Jesús para obras buenas5.
El Hijo, mediador
2. Como el Padre me quiso, también yo os quise; permaneced en mi dilección6. He ahí en virtud de qué tenemos obras buenas. Efectivamente, ¿en virtud de qué las tendríamos sino porque la fe obra mediante la dilección?7 Ahora bien, ¿en virtud de qué querríamos si antes no fuésemos queridos? Lo ha dicho clarísimamente en una carta suya este mismo evangelista: Nosotros queramos a Dios, porque él nos quiso primero8. Por otra parte, lo que asevera: Como el Padre me quiso, también yo os quise, muestra no igualdad de nuestra naturaleza y de la suya, como es la de él y la del Padre, sino la gracia por la que mediador de Dios y hombres es Cristo Jesús hombre9. En efecto, cuando dice «el Padre a mí; también yo a vosotros», se muestra como mediador porque, evidentemente, el Padre nos quiere, pero en él, porque el Padre es glorificado con esto: que en la vid, esto es, en el Hijo, produzcamos fruto y seamos hechos sus discípulos.
Tanto amaremos al Señor cuanto cumplamos sus preceptos
3. Permaneced, afirma, en mi dilección. ¿Cómo permaneceremos? Oye qué sigue: Si observareis mis preceptos, afirma, permaneceréis en mi dilección10. ¿La dilección hace que se observen los preceptos, o los preceptos, observados, hacen la dilección? Pero ¿quién discute que la dilección precede, pues quien no ama no tiene en virtud de qué observar los preceptos? Lo que pues asevera: Si observareis mis preceptos, permaneceréis en mi dilección, manifiesta no en virtud de qué se engendra la dilección, sino en virtud de qué se muestra. Como si dijera: «No supongáis que, si no observáis mis preceptos, permanecéis en mi dilección; en efecto, permaneceréis si los observareis. Esto es, que permaneceréis en mi dilección se hará visible por esto: si observáis mis preceptos». ¡Que nadie, si no observa sus preceptos, se engañe diciendo que le quiere; efectivamente, le queremos en tanto en cuanto observamos sus preceptos; en cambio, en cuanto los observamos menos, en tanto le queremos menos.
Es verdad que respecto a lo que asevera: Permaneced en mi dilección, no se hace visible de qué dilección ha hablado, si esa con que le queremos o esa con que él nos quiere; pero se reconoce en virtud de la expresión anterior. En efecto, había dicho: «También yo os quise», expresión a la que al instante ha añadido: «Permaneced en mi dilección»; ésa, pues, con que nos quiso. ¿Qué significa, pues: «Permaneced en mi dilección», sino: permaneced en mi gracia? Y ¿qué significa: «Si observareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor», sino «en virtud de esto sabréis que permaneceréis en mi dilección con que os quiero: si observareis mis preceptos»? No, pues, observamos primero sus preceptos para que nos quiera; sino que, si no nos quiere, no podemos observar sus preceptos. Ésta es la gracia que para los humildes está patente, para los soberbios latente.
La gracia del Hijo
4. Pero ¿qué significa lo que añade: Como también yo he observado los preceptos de mi Padre y permanezco en su dilección?11 Evidentemente, también aquí ha querido que se entienda esta dilección del Padre con que le quiere el Padre. En efecto, había dicho así: Como el Padre me quiso, también yo os quise, y a estas palabras ha añadido aquéllas: Permaneced en mi dilección, sin duda en esa con que os quise. Respecto, pues, a lo que asevera también acerca del Padre: Permanezco en su dilección, por supuesto ha de interpretarse esa con que le quiso el Padre.
Pero, porque nosotros somos hijos por gracia, no por naturaleza y, en cambio, el Unigénito lo es por naturaleza, no por gracia, ¿acaso la gracia con que el Padre quiere al Hijo ha de entenderse también aquí como es la gracia con que nos quiere el Hijo o, aun respecto al Hijo mismo, esto ha de referirse al hombre? Verdaderamente así porque, diciendo: «Como el Padre me quiso, también yo os quise», muestra la gracia del Mediador. Ahora bien, Cristo Jesús es Mediador de Dios y hombres no en cuanto Dios, sino en cuanto hombre, y ciertamente en tanto que es hombre se lee de él: Y Jesús progresaba en sabiduría y edad y gracia ante Dios y hombres12.
Por tanto, según esto podemos decir con razón que, aunque a la naturaleza de Dios no pertenece la humana naturaleza, sin embargo, a la persona del Unigénito Hijo de Dios pertenece, mediante la gracia, la humana naturaleza, y mediante una gracia tan grande que no hay ninguna mayor, absolutamente ninguna igual, pues a esa asunción del hombre no precedieron méritos algunos, sino que a partir de esa asunción comenzaron todos sus méritos. El Hijo, pues, permanece en la dilección con que le quiso el Padre y, por eso, observó sus preceptos. De hecho, ¿qué es incluso ese hombre, sino lo que es Dios, su asumidor?14 En efecto, la Palabra era Dios, el Unigénito era coeterno con el Engendrador; pero, para que se nos diera un Mediador, mediante una gracia inefable la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros14.