TRATADO 74

Comentario a Jn 14,15-17, dictado en Hipona, probablemente el domingo 18 de enero de 420

Traductor: José Anoz Gutiérrez

El amor y el Espíritu Santo

1. Cuando se leía el evangelio, hermanos, hemos escuchado al Señor decir: Si me queréis, guardad mis mandatos, y yo rogaré al Padre, y os dará otro paráclito, para que permanezca con vosotros por la eternidad, el Espíritu de la verdad, al que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce. Vosotros, en cambio, lo conoceréis, porque junto a vosotros permanecerá y en vosotros estará1. Muchas son las cosas que investigar en estas pocas palabras del Señor; pero es mucho para nosotros buscar todo lo que aquí ha de buscarse, o hallar todo lo que aquí buscamos. No obstante, en la medida en que el Señor se digne donarnos según la capacidad mía y vuestra, atentos a qué debo decir y a qué debéis escuchar, recibid, carísimos, mediante mí lo que puedo, y pedidle lo que no puedo.

Cristo ha prometido a los apóstoles el Espíritu paráclito; ahora bien, advirtamos de qué modo lo ha prometido. Si me queréis, afirma, guardad mis mandatos, y yo rogaré al Padre, y os dará otro paráclito2, para que permanezca cerca de vosotros por la eternidad, el Espíritu de la verdad. Evidentemente, en la Trinidad está este Espíritu Santo al que la fe católica confiesa consustancial y coeterno con el Padre y el Hijo; ese mismo es de quien dice el Apóstol: La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado. ¿Cómo, pues, dice el Señor: «Si me queréis, guardad mis mandatos, y yo rogaré al Padre, y os dará otro paráclito», siendo así que lo dice del Espíritu Santo, sin tener al cual no podemos querer a Dios ni guardar sus mandatos? ¿Cómo le querremos para recibir a ese a quien no somos capaces de querer si no lo tenemos? O ¿cómo guardaremos sus mandatos para recibir a ese sin tener al cual no podemos guardar los mandatos? ¿Quizá la caridad con que queremos a Cristo precede en nosotros para que, queriendo a Cristo y cumpliendo sus mandatos, merezcamos recibir el Espíritu Santo a fin de que, mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado, se derrame en nuestros corazones no la caridad de Cristo, la cual ya había precedido, sino la de Dios Padre? Perverso es este parecer. En efecto, quien cree que quiere al Hijo, mas no quiere al Padre, en realidad no quiere tampoco al Hijo, sino lo que él mismo se ha fabricado.

Finalmente, es frase apostólica «Nadie dice “Jesús es Señor”, sino en el Espíritu Santo»3; y ¿quién, sino quien le quiere, dice que Jesús es Señor, si lo dice de este modo en que el Apóstol quiso ser entendido? Muchos, en efecto, lo dicen con la voz; en cambio, lo niegan con el corazón y con los hechos, como asevera de individuos tales: Pues confiesan que conocen a Dios; en cambio, con los hechos lo niegan4. Si se niega con los hechos, sin duda se dice también con los hechos. Así pues, «Jesús es Señor» nadie lo dice con el ánimo, con la palabra, con el hecho, con el corazón, con la boca, con la obra; nadie dice «Jesús es Señor», sino en el Espíritu Santo, y nadie lo dice así, sino quien le quiere. Así pues, los apóstoles decían ya «Jesús es Señor»; y, si lo decían de modo que no lo dijeran ficticiamente —al confesar con la boca y negar con el corazón y con los hechos—, en suma, si lo decían verazmente, sin duda le querían. Así pues, ¿cómo le querían sino en el Espíritu Santo? Y empero se les ordena primero que le quieran y conserven sus mandatos para recibir el Espíritu Santo, sin tener al cual no pueden en realidad quererle ni guardar los mandatos.

Recibir el Espíritu Santo por etapas

2. Queda, pues, que entendamos que tiene el Espíritu Santo quien ama, y que teniéndolo merece tenerlo más, y que teniéndolo más ama más. Así pues, los discípulos tenían ya el Espíritu que el Señor prometía, sin el cual no lo llamaban Señor, y empero no lo tenían aún como el Señor lo prometía. Lo tenían, pues, y no lo tenían quienes aún no lo tenían en la medida en que había que tenerlo. Así pues, lo tenían menos, había de serles dado más; lo tenían ocultamente, iban a recibirlo manifiestamente, porque al don mayor del Espíritu Santo pertenecía esto: que se les diera a conocer lo que tenían. Al hablar de esta dádiva, asevera el Apóstol: Nosotros, por nuestra parte, hemos recibido no el espíritu de este mundo, sino el Espíritu que procede de Dios, para que sepamos lo que nos ha sido donado por Dios5.

En cuanto a esa impartición manifiesta del Espíritu Santo, el Señor la hizo no una sola vez, sino en número de dos. En efecto, luego que resucitó de entre los muertos, tras soplar aseveró: Recibid el Espíritu Santo6. Por tanto, ¿acaso precisamente por haberlo dado entonces no envió también después al que prometió? ¿O ese Espíritu Santo no es el mismo que entonces fue insuflado por él y por él fue después enviado del cielo?7 Por eso, es otra cuestión por qué esa misma donación suya que aconteció evidentemente, aconteció dos veces. En efecto, esta doble donación suya aconteció de forma manifiesta, tal vez por los dos preceptos de la dilección, esto es, la del prójimo y la de Dios, para que se pusiera de relieve que al Espíritu Santo pertenece la dilección. Mas, si ha de buscarse otra causa, en su investigación no ha de prolongarse ahora este sermón de modo más largo de lo que conviene, mientras empero conste que sin el Espíritu Santo no podemos querer a Cristo ni guardar sus mandatos, y que nosotros lo podemos y hacemos tanto menos cuanto menos lo recibimos y, en cambio, tanto más cuanto más lo recibimos. Por ende, no en vano se promete no sólo a quien no lo tiene, sino también a quien lo tiene: por cierto, a quien no lo tiene, para que lo tenga; en cambio, a quien lo tiene, para que lo tenga más. De hecho, si uno no lo tuviera menos y otro más, san Eliseo no diría a san Elías: El espíritu que está en ti, esté en mí el doble8.

El Espíritu Santo, en Jesús y en nosotros

3. En cambio, cuando Juan Bautista asevera: «Pues Dios no da con medida el Espíritu»9, hablaba del Hijo mismo de Dios, a quien el Espíritu no se le dio con medida, porque en él habita toda la plenitud de la divinidad10. En efecto, Cristo Jesús hombre no es mediador de Dios y hombres sin la gracia del Espíritu Santo11, porque aun él mismo dice que respecto a sí se había cumplido el dicho profético: El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ungió, me ha enviado a dar buenas noticias a pobres12. En efecto, que sea Unigénito igual al Padre se debe no a la gracia, sino a la naturaleza; en cambio, que un hombre haya sido añadido a la unicidad de persona del Unigénito, se debe a la gracia, no a la naturaleza, pues el evangelio confiesa y dice: Por su parte, el niño crecía y se fortalecía lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él13. A los demás, en cambio, se da con medida y, dado, se añade hasta que a cada uno se le colme según el modo de su perfección la propia medida. Por ende, el Apóstol amonesta también: No saber más de lo que conviene saber, sino saber con mesura, como a cada uno distribuyó Dios la medida de fe14. En efecto, no se reparte el Espíritu en persona, sino mediante el Espíritu los dones, porque hay repartos de donaciones; en cambio, el Espíritu es idéntico15.

Los ojos del mundo no pueden ver al Espíritu Santo

4. Lo que asevera: Rogaré al Padre, y os dará otro paráclito, en verdad muestra que también él mismo es paráclito. Paráclito, en efecto, se dice en nuestra lengua abogado y de Cristo está dicho: Como abogado ante el Padre tenemos a Jesucristo, justo16. Pues bien, dijo que el mundo no puede recibir el Espíritu Santo, así como también está dicho: «La prudencia de la carne es enemiga contra Dios, pues no está sujeta a la ley de Dios, ya que ni siquiera puede»17, como si dijéramos: «La injusticia no puede ser justa». Por cierto, en este lugar dice «mundo» para significar a los amantes del mundo, amor que no viene del Padre18. Y, por eso, al amor del mundo, en cuanto al que nos preocupamos de que en nosotros disminuya y se consuma, es contrario el amor de Dios que se derrama en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado. El mundo, pues, no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce, ya que el amor mundano no tiene los ojos invisibles, mediante los que el Espíritu Santo no puede verse sino invisiblemente.

El Espíritu Santo en nosotros, invisiblemente visible

5. Vosotros, en cambio, afirma, lo conoceréis, porque junto a vosotros permanecerá y en vosotros estará. Estará en ellos para permanecer, no permanecerá para estar, pues estar en algún sitio es anterior a permanecer. Pero, para que no supusieran que lo que está dicho, junto a vosotros permanecerá, se dice como junto a un hombre suele permanecer visiblemente un huésped, ha expuesto por qué ha dicho «junto a vosotros permanecerá», cuando ha añadido y dicho: En vosotros estará. Se le ve, pues, invisiblemente y, si no está en nosotros, no puede estar en nosotros su conocimiento. En efecto, también así vemos en nosotros nuestra conciencia, porque vemos la faz de otro, mas no podemos ver la nuestra; en cambio, vemos nuestra conciencia, mas no vemos la de otro. Pero la conciencia nunca existe sino en nosotros; en cambio, el Espíritu Santo puede existir aun sin nosotros, pues se da para que esté también en nosotros. Pero no podemos verlo y conocerlo como ha de ser visto y conocido, si no está en nosotros.