TRATADO 65

Comentario a Jn 13,34-35, dictado en Hipona, probablemente el sábado 20 de diciembre de 419

Traductor: José Anoz Gutiérrez

Mandamiento nuevo: hombres nuevos

1. El Señor Jesús atestigua haber dado él a sus discípulos un mandato nuevo: que se quieran mutuamente1; afirma: Os doy un mandato nuevo: que os queráis mutuamente. Este mandato ¿no existía ya en la antigua ley de Dios, donde está escrito: Querrás a tu prójimo cual a ti mismo?2 ¿Por qué, pues, el Señor llama nuevo a lo que está demostrado que es tan viejo? ¿O es un mandato nuevo precisamente porque, arrancado el hombre viejo, nos viste del hombre nuevo? En efecto, renueva al oyente o, más bien, al obediente, no toda dilección, sino esa respecto a la que el Señor, para distinguirla de la dilección carnal, ha añadido «Como os quise»3, porque se quieren mutuamente maridos y esposas, padres e hijos y cualquier otro vínculo humano que vinculare entre sí a los hombres, por no hablar de la dilección culpable y condenable con que se quieren mutuamente adúlteros y adúlteras, libertinos y meretrices y cualesquiera otros a los que une no un vínculo humano, sino una nociva torpeza de la vida humana. Cristo, pues, nos dio un mandato nuevo: que nos queramos mutuamente como él mismo nos quiso también.

Esa dilección nos renueva para que seamos hombres nuevos, herederos del Testamento Nuevo, cantores del cántico nuevo. Esta dilección, hermanos carísimos, también renovó ora a los antiguos justos, ora a los patriarcas y profetas, como después a los bienaventurados apóstoles; esa misma renueva ahora a las gentes y, del universal género humano que se difunde por el entero disco de las tierras, hace y recoge al pueblo nuevo, cuerpo de la nueva casada, la esposa del Unigénito Hijo de Dios, de la que en Cantar de los Cantares se dice: «¿Quién es esa que asciende blanqueada?»4, blanqueada, sí, por renovada ¿con qué sino con el mandato nuevo? Por eso, están solícitos unos por otros los miembros que hay en ella y, si padece un único miembro, padecen juntos todos los miembros y, si se glorifica a un único miembro, gozan juntos todos los miembros5. En efecto, oyen y custodian «Os doy un mandato nuevo: que os queráis mutuamente»: no como se quieren quienes corrompen, ni como se quieren los hombres porque son hombres, sino como se quieren porque son dioses e hijos del Altísimo todos, de forma que su único Hijo los tiene de hermanos, pues se quieren mutuamente con esa dilección con que él mismo los quiso para conducirlos a esa meta que les baste, donde su deseo se sacie de bienes6, pues entonces, cuando Dios sea todo en todos, nada faltará al deseo7.

Tal fin no tiene fin. Nadie muere allí adonde nadie llega si a este mundo no muere no con la muerte de todos, por la que el alma abandona el cuerpo, sino con la muerte de los elegidos, con la que se pone arriba el corazón aun cuando aún se permanece en la carne mortal. De esa muerte decía el Apóstol: Pues estáis muertos y vuestra vida ha sido escondida con el Mesías en Dios8. Tal vez por eso está dicho: Fuerte es como la muerte la dilección9. Esta dilección logra, en efecto, que, aun viviendo aún en este corruptible cuerpo, muramos a este mundo y nuestra vida se esconda con el Mesías en Dios. Mejor dicho, esa dilección misma es nuestra muerte al mundo y nuestra vida con Dios, ya que, si hay muerte cuando sale del cuerpo el alma, ¿cómo no hay muerte cuando nuestro amor sale del mundo? Fuerte, pues, es como la muerte la dilección. ¿Qué más fuerte que esa por la que es vencido el mundo?

En el prójimo amamos a Dios

2. Así pues, hermanos míos, no supongáis que con lo que el Señor asevera: Os doy un mandato nuevo: que os queráis mutuamente, se ha pasado por alto el mayor mandato, ese con que se preceptúa que con el corazón entero, con el alma entera, con la mente entera queramos al Señor, Dios nuestro. En efecto: «Que os queráis mutuamente» parece dicho como pasado por alto esto, como si esto no tuviera nada que ver con lo otro que está dicho: Querrás a tu prójimo cual a ti mismo. Afirma, en efecto: En estos dos preceptos se basan la Ley entera y los Profetas10. Pero, según quienes entienden bien, uno y otro se hallan en cada uno, porque quien quiere a Dios no puede despreciar a quien preceptúa que quiera al prójimo, y quien quiere santa y espiritualmente al prójimo, ¿qué quiere en él sino a Dios? Esa misma es la dilección diferente de toda dilección humana, distinguiendo a la cual, ha añadido el Señor: Como os quise. En efecto, ¿qué quiso en nosotros sino a Dios? No porque lo teníamos, sino para que lo tuviéramos, a fin de que, como poco antes he dicho, nos conduzca adonde Dios sea todo en todos. Con razón se dice también que el médico quiere a los enfermos; y ¿qué quiere en ellos sino la salud que absolutamente desea hacer volver, no la enfermedad para expulsar a la cual viene? Querámonos, pues, también mutuamente, de forma que, en cuanto podemos, mediante el cuidado de la dilección nos atraigamos mutuamente a tener en nosotros a Dios. Nos da esta dilección ese mismo que asevera: Como os quise, que también vosotros os queráis mutuamente11. Nos quiso, pues, para esto, para que nos queramos mutuamente, al conferirnos esto, queriéndonos él: que la mutua dilección nos enlace entre nosotros y, unidos juntamente por tan dulce vínculo los miembros, seamos cuerpo de tan importante cabeza.

El verdadero distintivo del discípulo

3. Afirma: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos, si a la recíproca tuviereis dilección»12, como si dijera: «Aun los no míos tienen con vosotros otras dádivas mías, no sólo la naturaleza, la vida, la sensibilidad, la razón y la salud que es común a hombres y animales, sino también las lenguas, los sacramentos, la profecía, la ciencia, la fe, la distribución de sus cosas a los pobres y la entrega de su cuerpo para que ardan. Pero, porque no tienen la caridad, hacen ruido como címbalos, son nada, en nada les aprovecha13. Conocerán, pues, todos que sois discípulos míos, no en esas dádivas mías, aunque buenas, que pueden también tener los no discípulos míos, sino en esto: si a la recíproca tuviereis dilección».

¡Oh novia de Cristo, bella entre las mujeres!; ¡oh la que asciendes blanqueada y apoyada en tu primo hermano materno porque, para que no te caigas, te apuntala la ayuda de ese cuya luz te ilumina para que brilles de blancura! ¡Oh, qué bien se te canta en el Cantar de Cantares, en tu epitalamio, por así llamarlo, que «Caridad en tus delicias»!14 Ella no aniquila tu alma con los impíos; ella discierne tu causa, es robusta como la muerte y está en tus delicias. ¡De cuán asombroso género es la muerte que tuvo en poco no estar entre penas, si además no estuviese entre delicias! Pero ciérrese ya aquí este sermón. Lo que sigue ha de tratarse a partir de otro exordio.