Comentario a Jn 12,44-50, predicado en Hipona en otoño de 414
Dos clases de creyentes
1. Tras hablar y realizar ante los judíos nuestro Señor Jesucristo tantas señales milagrosas, algunos, predestinados a la vida eterna, a los cuales llamó también ovejas suyas, creyeron; otros, en cambio, no creyeron ni podían creer, ya que por oculto y empero no injusto juicio de Dios habían sido cegados y endurecidos, pues los abandonó quien resiste a los soberbios y, en cambio, da gracia a los humildes1. Por otra parte, de quienes creyeron, unos confesaban hasta el punto de que, tomados ramos de palmas, salieron al encuentro del que venía, mientras se alegraban en idéntica confesión de loa; otros, en cambio, de entre los jefes, no osaban confesar, para no ser echados de la sinagoga; los ha censurado el evangelista, al decir que amaron la gloria de los hombres más que la gloria de Dios2. También de esos que no creyeron, unos iban a creer después; los preveía donde asevera «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces reconoceréis que yo soy»3; otros, en cambio, iban a permanecer en idéntica incredulidad; imitadora de ellos es también esa nación de los judíos, la cual, debelada después, está dispersa en casi el orbe entero, para testimonio de la profecía que está escrita acerca Cristo.
¿Quién cree verdaderamente en el Hijo?
2. Así las cosas y al acercarse ya su pasión, Jesús gritó y dijo —de aquí comienza la lectura hodierna—: Quien cree en mí, cree no en mí, sino en el que me ha enviado; y quien me ve, ve al que me ha enviado4. «Mi doctrina no es mía, sino de quien me envió»5, había dicho ya en cierto lugar, donde entendimos que él había llamado doctrina suya a la Palabra del Padre, la cual es él, y que, diciendo «Mi doctrina no es mía, sino de quien me envió», había significado esto: que él no era de sí mismo, sino que tenía de quién ser6. En efecto, él es Dios de Dios, el Hijo del Padre; el Padre, en cambio, es no Dios de Dios, sino Dios, el Padre del Hijo. Pues bien, lo que asevera ahora: Quien cree en mí, cree no en mí, sino en el que me ha enviado, ¿cómo hemos de entenderlo, sino porque a los hombres se mostraba como hombre, aunque se ocultaba en cuanto Dios? Y, porque él quería que se le creyera tal y tan grande cual y cuanto es el Padre, para que no supusieran que él era solamente lo que veían, afirma: Quien cree en mí, cree no en mí, esto es, en lo que ve, sino en el que me ha enviado, esto es, en el Padre. Pero es necesario que quien cree en el Padre crea que éste es padre; ahora bien, es necesario que quien cree que éste es padre, crea que éste tiene un hijo y, por eso, es necesario que quien cree en el Padre, crea en el Hijo. Pero, para que del Unigénito Hijo nadie crea lo que cree de quienes han sido llamados hijos de Dios según la gracia, no según la naturaleza —como asevera el evangelista: Les dio potestad de ser hechos hijos de Dios7, de lo cual trata también lo dicho en la Ley, que el Señor mismo citó: Yo dije: «Sois dioses e hijos del Excelso todos»8—, por eso, para que no todo lo que acerca de Cristo se cree se creyera en cuanto que es hombre, ha dicho: Quien cree en mí, cree no en mí. Afirma, pues: «Cree en mí ese que cree no en mí según esto que me ve, sino en el que me ha enviado; de forma que, cuando cree en el Padre, cree que éste tiene un hijo igual a él y entonces cree verdaderamente en mí». Efectivamente, si supusiera que él no tiene sino hijos según la gracia —que, evidentemente, son no la Palabra, sino criatura de aquél, hecha mediante la Palabra—, y que no tiene un hijo igual a él y coeterno con él, nacido siempre, inconmutable del mismo modo, en nada desemejante ni desigual, no cree en el Padre que lo ha enviado, porque no es esto el Padre que lo ha enviado.
Quien cree en mí, cree en el Padre
3. Y, por eso, para que no se supusiera que había querido que al Padre se le entendiera como Padre de muchos hijos regenerados mediante la gracia, no de la única Palabra igual a él, tras haber dicho: «Quien cree en mí, cree no en mí, sino en el que me ha enviado»,a continuación añadió: Y quien me ve, ve al que me ha enviado. ¿Acaso asevera «Quien me ve, ve no a mí, sino al que me ha enviado», como había dicho: Quien cree en mí, cree no en mí, sino en el que me ha enviado? De hecho, dijo esto para que no se le creyera tan sólo un hijo de hombre, como se le veía; en cambio, dijo aquello para que se le creyera igual al Padre. Afirma: Quien cree en mí no cree en esto que me ve, sino que cree en el que me ha enviado; o, cuando cree en el Padre que me ha engendrado igual a él, crea en mí no como me ve, sino como cree en el que me ha enviado; en efecto, la diferencia entre él y yo es tan inexistente que, quien me ve, ve al que me ha enviado.
A sus apóstoles el Señor Cristo mismo los envió ciertamente, cosa que aun su nombre indica porque, como a los llamados en griego ángeles se los llama en nuestra lengua mensajeros, así a los nominados en griego apóstoles se los nomina en nuestra lengua enviados. Sin embargo, nunca osaría decir algún apóstol: «Quien cree en mí, cree no en mí, sino en el que me ha enviado», pues no diría en absoluto: Quien cree en mí. Efectivamente, creemos a un apóstol, pero no creemos en un apóstol, pues un apóstol no justifica al impío. En cambio, a quien cree en el que justifica al impío, su fe se evalúa para justicia9. Un apóstol podría decir: «Quien me recibe, recibe al que me envió», o «Quien me escucha, escucha al que me envió», pues el Señor mismo les aseguró esto: Quien os recibe, me recibe, y quien me recibe, recibe al que me ha enviado10, porque un señor recibe honor en el esclavo, y un padre en el hijo, pero un padre como si estuviera en el hijo, un señor como si estuviera en el esclavo. En cambio, el Hijo Unigénito pudo decir con razón: «Creed en Dios y creed también en mí»11, y lo que ahora asevera: Quien cree en mí, cree no en mí, sino en el que me ha enviado. No retiró de sí la fe del creyente, sino que no quiso que el creyente se quedase en la forma de esclavo porque, cuando cualquiera cree en el Padre que lo ha enviado, en realidad cree en el Hijo, sin el que no conoce que aquél es padre, y cree de forma que lo cree igual, porque sigue: Y quien me ve, ve al que me ha enviado.
Nuestra luz arde sólo si permanecemos en la luz
4. Atiende a lo demás: Como luz he venido yo al mundo, para que todo el que cree en mí no permanezca en las tinieblas12. En cierto lugar dijo a sus discípulos: Vosotros sois la luz del mundo. No puede esconderse una ciudad erguida sobre un monte, ni encienden una antorcha y la ponen bajo el celemín, sino sobre el antorchero, para que alumbre a todos los que están en la casa; alumbre vuestra luz ante los hombres, de forma que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos13. Sin embargo, no les dijo: «Como luz habéis venido vosotros al mundo, para que nadie que crea en vosotros permanezca en las tinieblas». Garantizo que esto no puede leerse nunca. Luces, pues, son todos los santos; pero creyendo son iluminados por ese del que si alguien se hubiere apartado, se entenebrecerá. En cambio, la luz que los ilumina no puede apartarse de sí, porque es absolutamente inconmutable. Creemos, pues, a una luz iluminada, como a un profeta, como a un apóstol; pero le creemos no de forma que creamos en esa misma que es iluminada, sino precisamente para, junto con ella creer en la luz que la ilumina, para ser también nosotros iluminados no por ella, sino juntamente con ella, por quien le ilumina. Por otra parte, cuando dice: «Para que todo el que cree en mí no permanezca en las tinieblas», manifiesta suficientemente que en las tinieblas ha hallado él a todos; pero, para que no permanezcan en esas tinieblas en que han sido hallados, deben creer en la luz que, porque mediante ella se hizo el mundo, ha venido al mundo.
Ahora, la misericordia; después, el juicio
5. Y si alguien hubiere oído, mas no cumplido, mis palabras, afirma, yo no le juzgo14. Recordad lo que sé que vosotros habéis oído a propósito de las lecturas anteriores; quienes lo habéis quizá olvidado, recordadlo; quienes no estuvisteis presentes, pero lo estáis, escuchad. ¿Cómo el Hijo, aunque en otro lugar dice: «El Padre no juzga a nadie, sino que ha dado al Hijo todo el juicio»15, dice: “Yo no le juzgo”, sino porque ha de entenderse: ahora mismo no le juzgo»? ¿Por qué no juzga ahora mismo? Atiende a lo que sigue: Pues vine, afirma, no a juzgar al mundo, sino a «salvificar» al mundo16, esto es, a hacer salvo al mundo. Ahora es, pues, tiempo de misericordia, después será de juicio porque afirma: Misericordia y juicio te cantaré, Señor17.
Jesús y su palabra serán nuestro juez
6. Pero ved qué dice también del futuro juicio último mismo: Quien me desprecia y no acoge mis palabras, tiene quien le juzgue: la palabra que dije, ésa le juzgará en el último día18. No asevera «a quien me rechaza y no acoge mis palabras, yo no le juzgo en el último día», ya que, si hubiera dicho esto, no veo cómo podría no ser contrario a la frase donde asevera: El Padre no juzga a nadie, sino que ha dado al Hijo todo el juicio. Verdaderamente, cuando dijo: «Quien me desprecia y no acoge mis palabras, tiene quien le juzgue», a quienes, por su parte, aguardaban quién sería ése, les añadió inmediatamente: «La palabra que dije, ésa le juzgará en el último día»: manifestó suficientemente que él mismo iba a juzgar en el último día. De hecho, se dijo a sí mismo, se dio a conocer a sí mismo, se puso a sí mismo como entrada por la que él en persona, Pastor, entrase a las ovejas. Así pues, de un modo serán juzgados quienes no oyeron, de otro quienes oyeron y despreciaron. En efecto, asevera el Apóstol, quienes sin la Ley pecaron, también sin la Ley perecerán, y quienes en la Ley pecaron, mediante la Ley serán juzgados19.
¿Con qué palabras habla el Padre a su Palabra?
7. Porque yo, afirma, no hablé por mí mismo20. Precisamente porque no es de sí mismo, dice que él no ha hablado por sí mismo. Ya he dicho esto frecuentemente; esto, como conocidísimo, debo ya no enseñarlo, sino recordarlo. Pero el Padre que me envió, ese mismo me ha dado un mandato sobre qué decir y de qué hablar21. No me fatigaría si supiera que yo hablo con esos con quienes he hablado de lo anterior, y con esos mismos, no con todos, sino con quienes retienen en la memoria lo que han oído; ahora, en cambio, porque tal vez están presentes algunos que no han oído y son similares a quienes han olvidado lo que han oído, en atención a ellos soporten mis demoras quienes recuerdan lo oído.
¿Cómo el Padre da al único Hijo un mandato? Pues este Hijo mismo es la unigénita Palabra ¿con qué palabra habla a la Palabra? ¿Acaso mediante un ángel, aunque mediante ella han sido creados los ángeles? ¿Acaso mediante una nube que, cuando dirigió un sonido al Hijo, lo dirigió en atención no a él, sino a los otros que era preciso que lo oyesen así, cosa que también este mismo dice en otra parte? ¿Acaso mediante un sonido emitido por los labios? Aquél no tiene cuerpo ni del Padre separa al Hijo algún intervalo de lugares, de forma que entre ellos esté en medio el aire, golpeado el cual se produzca la voz y llegue al oído. Lejos de nosotros sospechar tales cosas acerca de esa incorpórea e inefable sustancia. El Hijo único es la Palabra del Padre y la Sabiduría del Padre; en ella están todos los mandatos del Padre.
De hecho, el Hijo no desconocía alguna vez el mandato del Padre, de manera que fuese necesario que a partir de un tiempo tuviera lo que antes no tenía. En efecto, del Padre ha recibido lo que tiene, de forma que lo ha recibido naciendo y aquél se lo dio engendrándolo, porque es también la Vida y, evidentemente, naciendo ha recibido la Vida, no existiendo antes sin vida. El hecho es que el Padre tiene la Vida, es lo que tiene y empero no la ha recibido porque él no es de nadie; el Hijo, en cambio, ha recibido la Vida, al dársela el Padre de quien es, y él es lo que tiene, pues tiene la Vida y es la Vida. Escúchale a él en persona decir: Como el Padre tiene vida en sí mismo, así, afirma, dio también al Hijo tener en sí mismo vida22. ¿Acaso la dio a quien existía, mas no la tenía? Más bien, quien ha engendrado la Vida se la dio por el hecho de haberla engendrado, y la Vida engendró la Vida. Y, precisamente por haber engendrado la Vida igual, no una desigual, está dicho: Como ese mismo tiene vida en sí mismo, así dio también al Hijo tener también la vida en sí mismo. Le dio vida porque, al engendrar la Vida, ¿qué le dio sino ser la Vida? Y, porque eterno es ese nacimiento mismo, siempre ha existido el Hijo que es la Vida, nunca el Hijo existió sin vida; más aún, como el nacimiento es eterno, así el que nació es la Vida eterna. Así, el Padre tampoco dio un mandato que no tenía el Hijo, sino que, como he dicho, en la Sabiduría del Padre, cosa que es la Palabra del Padre, están todos los mandatos del Padre. Pues bien, que un mandato se dio, se dice porque ese acerca de quien se dice que se le dio no es de sí mismo; y dar al Hijo eso sin lo que nunca ha existido el Hijo, es lo mismo que engendrar al Hijo que siempre ha existido.
La verdad habla a nuestra inteligencia
8. Por otra parte, sigue: Y sé que su mandato es vida eterna23. Si, pues, la Vida eterna es el Hijo mismo y vida eterna es el mandato del Padre, ¿qué otra cosa está dicha sino: Yo soy el mandato del Padre? Por ende, respecto a lo que ha añadido y dice: «Lo que yo hablo, lo hablo como me lo ha dicho el Padre»24, «me ha dicho» no lo tomemos cual si el Padre hubiera hablado palabras a la única Palabra, o cual si la Palabra de Dios necesitase palabras de Dios. El Padre, pues, ha dicho al Hijo, como dio vida al Hijo: no lo que desconocía o no tenía, sino lo que el Hijo mismo era.
Por otra parte, ¿qué significa «como me ha dicho el Padre, así hablo», sino: Yo hablo la verdad? Aquél ha dicho en cuanto veraz; en cuanto que es la Verdad habla éste esas cosas. Pues bien, el Veraz ha engendrado la Verdad. ¿Qué, pues, diría ya a la Verdad? En efecto, no era una verdad imperfecta a la que añadir algo verdadero. Ha dicho, pues, a la Verdad porque engendró la Verdad. Además, como le ha sido dicho, la Verdad misma habla así, pero a quienes entienden, a los que enseña que ha nacido. Ahora bien, para que los hombres creyeran lo que aún no pueden entender, de una boca de carne sonaron palabras y se esfumaron; resonaron sonidos que salieron volando, tras acabarse las pausitas de sus duraciones; pero las realidades mismas cuyos signos son los sonidos, pasadas en cierto modo a la memoria de quienes los oyeron, han llegado también a nosotros mediante las letras, que son signos visibles. La Verdad no habla así; dentro habla a las mentes que entienden, sin sonido las instruye, con la luz inteligible las inunda. Quien, pues, puede ver en ella la eternidad de su nacimiento, ese mismo la oye hablar como el Padre le ha dicho lo que hablase. Nos ha estimulado a un gran deseo de su interior dulzura; pero creciendo la captamos, caminando crecemos, avanzando caminamos para poder llegar.