Comentario a Jn 12,37-43, predicado en Hipona en 414, algún tiempo después del tratado 52
El Hijo de Dios, brazo del Señor
1. El Señor Cristo, prenunciada su pasión y fructuosa muerte en la elevación de la cruz cuando dijo que arrastraría todo tras de sí, como los judíos hubiesen entendido que hablaba de su muerte, y le hubiesen propuesto la cuestión de cómo él decía que iba a morir, siendo así que por la Ley habían conocido que el Mesías permanece eternamente, los exhortó a que, mientras aún un poco estuviera entre ellos la luz con que habían aprendido que el Mesías es eterno, caminasen para conocerlo a él entero y que las tinieblas no los apresasen. Y, tras haber dicho esto, se escondió de ellos. Habéis aprendido esto en las anteriores lecturas y palabras del Señor.
2. Después añadió el evangelista eso de donde se ha leído públicamente el pasaje hodierno, y aseveró: «Ahora bien, aunque había hecho tan grandes señales en presencia de ellos, no creían en él. Así se cumpliría la palabra del profeta Isaías, la cual él dijo: Señor, ¿quién creyó a nuestra noticia? Y ¿a quién se reveló el brazo del Señor?»1, donde muestra suficientemente que se ha llamado el brazo del Señor al Hijo mismo de Dios, no porque la configuración de la carne humana determine a Dios Padre y a él se adhiera el Hijo como un miembro del cuerpo; sino que se le llama el brazo del Señor, precisamente porque todo se hizo mediante él. En efecto, como al brazo mediante el que trabajas se le llama tuyo, así se llama brazo de Dios a su Palabra, porque mediante la Palabra ha realizado el mundo. En efecto, ¿por qué para realizar algo extiende el hombre el brazo, sino porque no se hace inmediatamente lo que dice? Si, en cambio, fuese eficaz con tanta potestad que sin movimiento alguno de su cuerpo se hiciera lo que dijese, su palabra sería su brazo. Pero el Señor Jesús, Unigénito Hijo de Dios Padre, como no es miembro del cuerpo paterno, así tampoco es una palabra pensable o sonora y transitoria, porque era la Palabra de Dios, ya que todo se hizo mediante ella.
3. Cuando, pues, oímos que el Hijo de Dios es el brazo de Dios Padre, no nos aturda la costumbre carnal, sino que, en cuanto por donación suya podemos, hemos de pensar en la Fuerza y Sabiduría de Dios, mediante la que todo se hizo —por cierto, tal brazo no se extiende estirado ni se encoge recogido, pues él no es el mismo individuo que el Padre, sino que una única cosa son él y el Padre e, igual al Padre, por doquier está entero como el Padre—, para que ninguna ocasión dé pie al detestable error de quienes dicen que sólo existe el Padre, pero que, según la diversidad de oportunidades, a ese mismo se le llama Hijo, a ese mismo se le llama Espíritu Santo, ni a propósito de estas palabras osen decir «He ahí que veis que, si el Hijo es el brazo del Padre, existe éste solo, pues el hombre y su brazo son no dos personas, sino una sola», por no entender ellos ni advertir cómo, a causa de alguna semejanza, incluso en las locuciones cotidianas sobre cosas visibles y conocidísimas, las palabras se transfieren de unas cosas a otras cosas; ¡cuánto más, para que de alguna manera se nos diga lo inefable, que no puede en absoluto decirse como es!. De hecho, también un hombre denomina brazo suyo a otro hombre mediante el que suele hacer cualquier cosa que hace; y, si se lo quitan, dice con dolor: «He perdido el brazo», y a quien se lo hubiere quitado dice: «Me has quitado el brazo». Entiendan, pues, cómo al Hijo se le llama brazo del Padre, mediante el que el Padre ha realizado todo, no sea que, no entendiendo y permaneciendo en las tinieblas de su error, sean similares a esos judíos mismos acerca de los cuales está dicho: Y ¿a quién se reveló el brazo del Señor?
Dios prevé el mal, pero no lo predetermina
4. Aquí sale al paso otra cuestión. En verdad estimo que exponer competentemente algo sobre ella y escudriñar y examinar como es digno todos sus oscurísimos pliegues no corresponde a mis fuerzas ni a las estrecheces de tiempo ni a vuestra capacidad. Sin embargo, porque vuestra expectación no me permite pasar a otros temas si no digo algo acerca de aquélla, aceptad lo que yo pueda decir; y porque, como dice el Apóstol: Ni quien planta es algo, ni quien riega, sino quien da el crecimiento, Dios2, cuando no satisficiere yo vuestra expectación, pedid el crecimiento a quien me ha puesto para plantar y regar.
Algunos, pues, musitan entre ellos —y, cuando alguna vez pueden, lo gritan y con turbulentos debates lo defienden—, diciendo: «¿Qué hicieron los judíos o cuál fue su culpa, si era necesario que se cumpliese la palabra del profeta Isaías, la cual él dijo: Señor, ¿quién creyó a nuestra noticia? Y ¿a quién se reveló el brazo del Señor?» A éstos respondemos que el Señor, preconocedor del futuro, predijo mediante el profeta la infidelidad de los judíos; ahora bien, la predijo, no la causó. En efecto, porque Dios conoce ya los futuros pecados de los hombres, no por eso fuerza a nadie a pecar. Preconoció, en efecto, los pecados de ellos, no los de él; no los de cualquier otro, sino los de ellos. Por tanto, si no son de ellos los pecados que él preconoció que eran de ellos, él no los preconoció verdaderamente; pero, porque su presciencia no puede equivocarse, sin duda pecan no otro, sino esos mismos respecto a quienes Dios preconoció que iban a pecar. Los judíos, pues, cometieron el pecado que no los empujó a cometer ese a quien no place el pecado; pero predijo que iban a cometerlo ese a quien nada se oculta. Y, por eso, si hubieran querido hacer no el mal, sino el bien, no se les impediría y, que iban a hacer eso, lo hubiese previsto quien conoce qué va a hacer cada cual y qué ha de dársele en pago por su obra.
Dios les endureció el corazón
5. Pero las palabras del evangelio que siguen, incluso insisten más en la cuestión y hacen más insondable, pues añade y dice: No podían creer, precisamente porque de nuevo dijo Isaías: Ha cegado sus ojos y endurecido su corazón, para que no vean con los ojos y entiendan con el corazón y se conviertan y los sane3. Se nos dice, en efecto: Si no pudieron creer, ¿cuál es el pecado del hombre que no hace lo que no puede hacer? Si, en cambio, pecaron por no creer, pudieron, pues, creer y no lo hicieron. Si, pues, pudieron, ¿cómo dice el evangelio: «No podían creer, precisamente porque de nuevo dijo Isaías: Ha cegado sus ojos y endurecido su corazón», de modo que —lo cual es más grave— la causa por la que no creyeron se asigna a Dios, ya que él en persona ha cegado sus ojos y endurecido su corazón? En efecto, ni siquiera del diablo, sino de Dios se dice esto que testifica la Escritura profética misma. De hecho, si estimamos que del diablo está dicho esto —que ha cegado sus ojos y endurecido su corazón—, ha de haber fatiga en cómo podamos mostrar, porque no creyeron, la culpa de esos de quienes se dice: No podían creer. Además, ¿qué responderemos acerca de otro testimonio de ese profeta mismo, que el apóstol Pablo ha puesto, al decir: Israel no consiguió lo que buscaba; en cambio, los elegidos lo consiguieron; los demás, al contrario, fueron cegados, como está escrito: Les dio Dios espíritu de compunción, ojos para que no vean, y oídos para que no oigan, hasta el día hodierno?4
Misteriosas, pero no injustas decisiones de Dios
6. Habéis oído, hermanos, la cuestión propuesta; de seguro percibís cuán insondable es; pero responderé como pueda. No podían creer porque lo predijo el profeta Isaías; ahora bien, el profeta lo predijo porque Dios preconoció que esto iba a suceder. Pues bien, si se me pregunta por qué no podían, rápidamente respondo: «Porque no querían». En efecto, Dios previó su mala voluntad y mediante el profeta la prenunció ese a quien el futuro no puede escondérsele. «Pero el profeta», replicas, «dice otra causa del no querer de ellos». ¿Qué causa dice el profeta? «Que les dio Dios espíritu de compunción, ojos para que no vean, y oídos para que no oigan, y ha cegado sus ojos y endurecido su corazón». Respondo que su voluntad mereció también esto, pues así ciega, así endurece Dios, abandonando y no ayudando; cosa que puede hacer por decisión oculta, mas no puede hacerla por decisión inicua. Esto debe mantener absolutamente inconcuso e inviolado la piedad de las personas religiosas, como pregunta el Apóstol cuando trataba esta misma cuestión dificilísima: ¿Qué, pues, diremos? ¿Acaso hay en Dios iniquidad? ¡De ninguna manera!5 Si de ninguna manera hay en Dios iniquidad, cuando ayuda obra misericordiosamente, o cuando no ayuda obra justamente, porque hace todo no con irreflexión, sino con juicio. Además, si los juicios de los santos son justos, ¿cuánto más los de Dios, que santifica y justifica? Son, pues, justos, pero ocultos. Por eso, cuando se presentaren cuestiones de esta laya —por qué uno así, otro, en cambio, así; por qué a éste lo abandona Dios cegándolo, a aquél lo ayuda Dios iluminándolo—, no nos usurpemos el juicio sobre el juicio de tan gran juez; más bien, estremecidos, exclamemos con el Apóstol: ¡Oh profundidad de riquezas de sabiduría y conocimiento de Dios! ¡Cuán inescrutables son sus juicios e irrastreables sus caminos!6 Por ende está dicho en un salmo: Tus juicios son como profundo abismo7.
El camino de la fe
7. No me empuje, pues, la expectación de Vuestra Caridad a penetrar en esta profundidad, a explorar este abismo, a investigar cosas inescrutables. Reconozco mis límites; me parece caer también en la cuenta de vuestros límites. Esto es más profundo que mis progresos y más fuerte que mis fuerzas; supongo que también más que las vuestras. Juntos, pues, oigamos a la Escritura aconsejar y decir: No indagues lo que es más profundo que tú, ni escrutes lo que es más fuerte que tú8. No es que se nos nieguen esas cosas, ya que el Dios maestro dice: Nada hay oculto que no se descubra9; sino que, como dice el Apóstol, si caminamos en eso a que hemos llegado, Dios nos descubrirá no sólo lo que desconocemos y debemos saber, sino que, si en algo pensamos de otra manera, también esto nos lo descubrirá10. Pues bien, hemos llegado al camino de la fe: mantengámoslo perseverantísimamente; él nos conducirá al dormitorio del Rey, en el que están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia11. En efecto, cuando el Señor Jesucristo mismo decía: «Muchas cosas tengo para deciros, pero ahora mismo no podéis cargar con ellas»12 ,no quería mal a aquellos grandes y especialmente elegidos discípulos suyos. Hay que caminar, hay que avanzar, hay que crecer, para que nuestros corazones sean capaces de las cosas que ahora mismo no podemos captar. Pero, si el último día nos hallare progresando, allí aprenderemos lo que aquí no pudimos aprender.
La libertad y la gracia
8. Ahora bien, si alguien sabe que puede exponer esa cuestión con más claridad y confía en hacerlo, ¡lejos de mí no estar más dispuesto a aprender que a enseñar! Sólo que nadie ose defender el libre albedrío de forma que intente quitarnos la oración en que decimos «No nos metas en tentación»13; y, al contrario, nadie niegue el albedrío de la voluntad y ose excusar el pecado. Pero, porque la excesiva confianza en su voluntad ha levantado a algunos hasta la soberbia y la excesiva desconfianza en su voluntad ha arrojado a otros a la negligencia, escuchemos al Señor preceptuar y socorrer, mandar qué debemos hacer, y ayudar a que podamos cumplirlo. Aquéllos dicen: ¿Para qué rogamos a Dios que la tentación no nos venza, cosa que depende de nosotros? Éstos dicen: ¿Para qué intentamos vivir bien, cosa que depende de Dios? «¡Oh Señor», oh Padre que estás en los cielos, no nos metas en cualquiera de estas tentaciones, sino líbranos del mal!13 Para que no estimemos que nuestra fe depende del libre albedrío sin que éste necesite el auxilio divino, escuchemos al Señor decir: «Rogué por ti, Pedro, para que tu fe no falle»14; para que no estimemos que en nuestra potestad no está en absoluto el hecho de que creamos, escuchemos también al evangelista decir: «Les dio potestad de ser hechos hijos de Dios»15; sin embargo, en uno y otro caso reconozcamos sus beneficios. De hecho, han de darse gracias porque ha sido dada la potestad, y hay que orar para que no sucumba la debilidad. Esa misma es la fe que, como el Señor repartió a cada uno la medida de ella16, mediante la dilección actúa17, de forma que, quien se gloría, se gloríe no en sí mismo, sino en el Señor18.
La soberbia, obstáculo a la gracia
9. Así pues, no es asombroso que no podían creer esos cuya voluntad era tan soberbia que, por ignorar la justicia de Dios, quisieron constituir la suya, como acerca de ellos dice el Apóstol: No se sometieron a la justicia de Dios19. En efecto, porque, por así decirlo, se hincharon no en virtud de la fe, sino en virtud de las obras, cegados por esa misma hinchazón suya tropezaron en la piedra de tropiezo. Pues bien, donde ha de entenderse que no querían está dicho «no podían», del mismo modo que del Señor, nuestro Dios, está dicho: «Si no creemos, él permanece fiel, no puede negarse a sí mismo»20; del Omnipotente está dicho «no puede». Como, pues, lo de que el Señor no puede negarse a sí mismo es loa de la voluntad divina, así lo de que ellos no podían creer es culpa de la voluntad humana.
10. He ahí que también yo digo que quienes juzgan tan soberbiamente que estiman que a las fuerzas de su voluntad ha de atribuirse tanto que nieguen serles necesario para vivir bien el auxilio divino, no pueden creer en Cristo. En efecto, nada aprovechan las sílabas del nombre de Cristo ni los sacramentos de Cristo cuando uno se resiste a la fe de Cristo. Ahora bien, la fe de Cristo es creer en ese que justifica al impío21; creer en el Mediador sin cuya interposición no somos reconciliados con Dios; creer en el Salvador que vino a buscar y salvar lo que había perecido22; creer en quien dijo: Sin mí nada podéis hacer23. En éste, pues, no puede creer porque, por ignorar la justicia de Dios, con que el impío es justificado, quiere constituir la suya, que lo deje convicto de ser soberbio. Asimismo, aquéllos no podían creer no precisamente porque los hombres no pueden ser cambiados a mejor, sino que no pueden creer mientras piensan tales cosas. Se los ciega y endurece precisamente porque, negando el auxilio divino, no son ayudados. Dios preconoció esto y por influjo de su Espíritu lo predijo el profeta acerca de los judíos que fueron cegados y endurecidos.
También la conversión es gracia
11. Por otra parte, en cuanto a lo que ha añadido: «Y se conviertan y los sane», ¿acaso, porque también aquí está dicho en todo caso «Para que no entiendan», ha de sobreentenderse «no», esto es, no se conviertan, unida la frase a lo de arriba, donde está dicho: «Para que no vean con sus ojos y entiendan con el corazón»?24 Por cierto, la conversión misma procede también de la gracia de ese a quien se dice: Dios de la Fuerzas, conviértenos25. ¿O quizá ha de entenderse también que, debido a la misericordia de la medicina de lo alto, sucedió que, porque eran de voluntad soberbia y perversa y querían constituir su justicia, fueron abandonados para ser cegados, fueron cegados precisamente para que tropezasen en la piedra de tropiezo y su faz se llenase de ignominia y, así humillados, buscasen el nombre del Señor y no su justicia, que hincha al soberbio, sino la justicia de Dios, con que es justificado el impío? De hecho, para bien aprovechó esto a muchos de ellos que, compungidos de su crimen, creyeron después en Cristo. También por ellos había él mismo orado, al decir: Padre, perdónalos, porque desconocen qué hacen26. Acerca de cuya ignorancia dice también el Apóstol: «En su favor doy testimonio de que tienen celo de Dios, pero no según el conocimiento»; entonces, en efecto, ha añadido y aseverado esto: Pues por ignorar la justicia de Dios y querer constituir la suya, no se sometieron a la justicia de Dios27.
Preparemos el corazón para ver a Dios
12. Esto dijo Isaías cuando vio su gloria, y habló de él28. Qué vio Isaías y cómo esto se refiere al Señor Cristo, ha de leerse y entenderse en su libro. Vio, en efecto, no como es, sino en cierto modo comprensible: como la visión del profeta había de representarse mentalmente. En efecto, también Moisés vio y empero al que veía le decía porque no le veía como es: Si he hallado gracia ante ti, muéstrateme a ti mismo manifiestamente para que te vea29. Ahora bien, este mismo evangelista san Juan dice en una carta suya cuándo nos sucederá esto: Queridísimos, hijos de Dios somos, y aún no apareció qué seremos; sabemos que, cuando haya aparecido, seremos semejantes a él porque le veremos como es30. Podía decir «porque le veremos» y no añadir «como es»; pero, porque sabía que algunos padres y profetas le habían visto, pero no como es, por eso, tras haber dicho «le veremos», ha añadido «como es». Por cierto, ninguno de quienes dicen que el Padre es invisible y visible el Hijo os engañe, hermanos, pues sostienen esto quienes suponen que éste es criatura y no entienden en qué sentido está dicho: Yo y el Padre somos una única cosa31. En forma de Dios, en la que es igual al Padre, también el Hijo es absolutamente invisible; ahora bien, para que los hombres lo vieran, tomó forma de esclavo y, hecho a semejanza de hombres32, se hizo visible. Antes, pues, de tomar carne, también se mostró a los ojos de los hombres como quiso, en una criatura sujeta a él, no como es. Purifiquemos mediante la fe los corazones, para prepararnos a esa inefable y, por así decirlo, invisible visión, pues Dichosos los de corazón limpio, porque esos mismos verán a Dios33.
Gloriarse sólo en Dios
13. Sin embargo, aun de entre los jefes, muchos creyeron en él; pero a causa de los fariseos no confesaban, para no ser echados de la sinagoga; en efecto, amaron la gloria de los hombres más que la gloria de Dios34. Ved cómo el evangelista ha censurado y reprobado a algunos respecto a los que empero ha dicho que habían creído en él, los cuales, si progresasen en este comienzo de fe, progresando superarían también el amor a la gloria humana, al que había superado el Apóstol, pues dice: Por mi parte, lejos de mí gloriarme a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, mediante el cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo35. En efecto, para que la fe no se ruborice del nombre de él y no ame más la gloria de Dios que la de los hombres, en las frentes de quienes creyeran en él, donde está en cierto modo la sede de la vergüenza, el Señor en persona fijó su cruz, donde la demencia de la impía soberbia lo ridiculizó.