Comentario a Jn 7,37-39, predicado en Hipona, muy adelantado ya agosto de 414
Cómo nos acercamos a Jesús para calmar la sed
1. Entre disensiones y dudas de los judíos acerca de nuestro Señor Jesucristo, entre lo demás que dijo para que eso confundiera a unos, instruyese a otros, en el último día de aquella festividad1 —entonces sucedían, en efecto, esas cosas—, la cual se nomina Cenopegia, esto es, construcción de tiendas, festividad de la que Vuestra Caridad recuerda que se ha disertado ya antes, el Señor Jesucristo invita —y esto no hablando de cualquier modo, sino gritando— a que quien tenga sed vaya a él. Si tenemos sed, vayamos, mas no con los pies, sino con los afectos; vayamos no emigrando, sino amando, aunque, según el hombre interior, también quien ama emigra. Y una cosa es emigrar con el cuerpo, otra con el corazón; emigra con el cuerpo quien con el movimiento del cuerpo cambia de lugar; emigra con el corazón quien con el movimiento del corazón cambia el afecto. Si amas una cosa y amabas otra, no estás donde estabas.
El alma, superior al cuerpo
2. Nos grita, pues, el Señor: Estaba, en efecto, de pie y gritaba: Si alguien tiene sed, venga a mí y beba. Quien cree en mí, como dice la Escritura, ríos de agua viva fluirán de su vientre. No debemos detenernos en qué significaba esto, porque el evangelista lo ha explicado. Efectivamente, por qué dijo el Señor: «Si alguien tiene sed, venga a mí y beba», y: «Quien cree en mí, ríos de agua viva fluirán de su vientre», lo ha expuesto a continuación el evangelista, diciendo: Ahora bien, dijo esto del Espíritu que iban a recibir quienes creyeran en él; de hecho, aún no había Espíritu, porque aún no había sido glorificado Jesús2. Hay, pues, una sed interior y un vientre interior, porque hay un hombre interior. Y, por cierto, el interior es invisible; el exterior, en cambio, visible; pero es mejor el interior que el exterior. Y lo que no se ve, esto se ama más, pues consta que se ama más al hombre interior que al exterior. ¿Cómo consta esto? Compruébelo cada uno en sí mismo. En efecto, aunque quienes viven mal dedican sus ánimos al cuerpo, sin embargo, quieren vivir, lo cual es exclusivo del ánimo, y, más que a las cosas que son regidas, se valoran a sí mismos, que rigen. Rigen, en efecto, los ánimos el alma, son regidos los cuerpos. Cada uno goza del placer y del cuerpo toma placer; pero separa tú el alma: en el cuerpo no resta nada que goce; y, si goza del cuerpo, goza el ánimo. Si goza de su casa, ¿no debe gozar de sí? Y, si en el exterior tiene el ánimo de qué deleitarse, ¿en el interior se quedará sin delicias? Consta absolutamente que el hombre ama su alma más que su cuerpo. Pero, en otro hombre, también ama el hombre más el alma que el cuerpo. En efecto, ¿qué se ama en el amigo, donde el amor es totalmente sincero y limpio? ¿Qué se ama en el amigo, el ánimo o el cuerpo? Si se ama la lealtad, se ama al ánimo; si se ama la benevolencia, sede de la benevolencia es el ánimo; si en el otro amas que ése mismo te ama también a ti, amas el ánimo, porque no la carne, sino el ánimo, ama. De hecho, lo amas precisamente porque te ama. Examina por qué te ama, y verás qué amar. Más amado es, pues, el ánimo y no se ve.
Dios, hermosura del alma
3. Quiero decir también algo, para que a Vuestra Dilección se haga más visible cuánto se ama al ánimo y cómo se lo antepone al cuerpo. Los amantes lascivos mismos, que se deleitan en la hermosura de los cuerpos y a los que enciende la forma de los miembros, aman más cuando son amados, porque, si uno ama y siente que se le odia, en vez de sentir cariño se aíra. ¿Por qué en vez de sentir cariño se aíra? Porque no se le devuelve lo que ha invertido. Si, pues, los amantes mismos de los cuerpos quieren ser a su vez amados y les deleita más esto, ser amados, ¿de qué clase son los amantes de los ánimos? Y si grandes son lo amantes de los ánimos, ¿cómo serán los amantes de Dios, que ha hecho bellos los ánimos? Por cierto, como el ánimo produce en el cuerpo la belleza, así Dios en el ánimo. De hecho, eso por lo que se ama al cuerpo no se lo produce sino el ánimo; cuando éste ha emigrado, te horrorizas del cadáver y, por mucho que hubieres querido aquellos miembros bellos, te apresuras a sepultarlos. Belleza, pues, del cuerpo es el ánimo; belleza del ánimo, Dios.
El alma convertida en fuente
4. Grita, pues, el Señor que vayamos y bebamos si dentro tenemos sed, y dice que, cuando hayamos bebido, fluirán de nuestro vientre ríos de agua viva. El vientre del hombre interior es la conciencia del corazón. La conciencia, pues, purificada por haber bebido ese licor, cobra vida y tendrá una fuente para sacarlo; ella misma se será también fuente. ¿Qué es la fuente y qué es el arroyo que mana del vientre del hombre interior? La benevolencia con que quiere mirar por el prójimo. En efecto, si supone que lo que bebe debe bastarle a solo él mismo, no fluye de su vientre agua viva; si, en cambio, se apresura a mirar por el prójimo, no seca al agua, precisamente porque mana. Ahora veremos qué es lo que beben quienes creen en el Señor, porque somos cristianos, sí, y, si creemos, bebemos. Y cada uno debe reconocer en sí mismo si bebe y si vive de lo que bebe, pues la fuente no nos abandona si no abandonamos la fuente.
El Espíritu Santo y nuestro espíritu
5. Por qué gritó el Señor, a qué clase de bebida invitaba, qué propinaba a quienes bebían; el evangelista, como he dicho, lo ha expuesto diciendo: Ahora bien, decía esto del Espíritu que iban a recibir quienes creyeran en él; de hecho, aún no había Espíritu, porque aún no había sido glorificado Jesús. ¿De qué espíritu habla sino del Espíritu Santo? Porque cada hombre tiene en sí el propio espíritu, del cual hablaba yo cuando encomiaba al ánimo. En efecto, el ánimo de cada uno es su propio espíritu, del que dice el apóstol Pablo: Pues ¿qué hombre conoce lo que es del hombre sino el espíritu del hombre que está en él mismo? Luego ha añadido: Así también, lo que es de Dios nadie lo conoce sino el Espíritu de Dios. Nadie3, sino nuestro espíritu, conoce lo nuestro. Efectivamente, no sé qué piensas, ni tú qué pienso; de hecho, lo propio nuestro es lo que pensamos dentro y testigo de los pensamientos de cada hombre es su espíritu. Así también, lo que es de Dios nadie lo conoce sino el Espíritu de Dios. Nosotros con nuestro espíritu, Dios con el suyo; sin embargo, con su Espíritu, Dios sabe también qué está en juego en nosotros; en cambio, sin su Espíritu nosotros no podemos saber qué está en juego en Dios. Por su parte, Dios sabe respecto a nosotros aun lo que nosotros mismos desconocemos. De hecho, Pedro desconocía su debilidad e ignoraba que estaba enfermo, cuando le oía al Señor que iba a negarlo tres veces4; el médico sabía que estaba enfermo. Hay, pues, ciertas cosas que Dios conoce respecto a nosotros, aunque nosotros las desconocemos. Sin embargo, por lo que atañe a los hombres, nadie se conoce a sí mismo como el hombre mismo; otro desconoce qué está en juego en él, pero lo sabe su espíritu. En cambio, recibido el Espíritu de Dios, aprendemos incluso qué está en juego en Dios, no todo entero, porque no lo recibimos todo entero. De la prenda sabemos mucho, pues hemos recibido la prenda y después se dará la plenitud de la prenda. Mientras tanto, en esta residencia en tierra extranjera consuélenos la prenda, porque quien se ha dignado dar la prenda está dispuesto a dar mucho. Si tal es el arra, ¿qué será eso de que es arra?
El envío del Espíritu Santo
6. Pero ¿qué significa lo que asevera: De hecho, aún no había Espíritu, porque aún no había sido glorificado Jesús. Su sentido está a la vista, pues sí existía el Espíritu que estaba en Dios, pero no estaba aún en quienes habían creído en Jesús, pues el Señor Jesús había dispuesto no darles ese Espíritu del que hablamos sino después de su resurrección; y esto no sin causa. Y, si la buscamos, quizá nos permita hallarla; y si aldabeamos, abrirá para que entraremos. La piedad aldabea, no la mano, aunque también la mano aldabea si la mano no interrumpe las obras de misericordia. ¿Cuál es, pues, la causa por la que el Señor Jesucristo estableció dar el Espíritu Santo sólo tras haber sido glorificado?
Antes de decirlo como puedo, primero ha de investigarse, por si quizá turba a alguno, cómo el Espíritu no estaba aún en los hombres santos, aunque acerca del Señor mismo recién nacido se lee en el evangelio que Simeón lo reconoció gracias al Espíritu Santo; lo reconoció también Ana, la profetisa viuda5; lo reconoció Juan mismo, que lo bautizó6; lleno del Espíritu Santo, dijo Zacarías muchas cosas7; María misma recibió el Espíritu Santo para concebir al Señor8. Tenemos, pues, muchos indicios precedentes del Espíritu Santo, antes que glorificase al Señor la resurrección de su carne, pues tampoco tuvieron otro Espíritu los profetas que reanunciaron que Cristo iba a venir. Pero iba a haber cierto modo de esta donación, el cual en absoluto había aparecido antes; de ése mismo se habla aquí. Efectivamente, antes jamás leímos que unos hombres congregados hayan hablado en las lenguas de todas las naciones, tras haber recibido el Espíritu Santo. En cambio, después de su resurrección, cuando por primera vez se apareció a sus discípulos, les dijo: Recibid Espíritu Santo. De éste, pues, está dicho: Aún no había Espíritu, porque aún no había sido glorificado Jesús. Y quien con un soplo vivificó y levantó del lodo al primer hombre, soplo con que dio el alma a los miembros, sopló en su rostro9 para dar a entender que él era quien sopló en su rostro para que se levantasen del lodo y renunciasen a las obras de lodo10. Entonces, tras su resurrección que el evangelista llama glorificación, el Señor dio por primera vez el Espíritu Santo a sus discípulos. Después, tras permanecer con ellos cuarenta días, como demuestra el libro de los Hechos de los Apóstoles, ascendió al cielo mientras ellos mismos le veían y acompañaban con su mirada11. Pasados allí diez días, el día de Pentecostés envió de lo alto el Espíritu Santo. Llenos de él, una vez recibido, como he dicho, quienes se habían congregado en un único lugar, hablaron en las lenguas de todas las naciones12.
La unidad con la Iglesia, condición indispensable para recibir el Espíritu Santo
7. ¿Qué, pues, hermanos; porque quien ahora es bautizado en Cristo y cree en él no habla en lenguas de todas las naciones, hemos de creer que no ha recibido el Espíritu Santo? Ni hablar de que esa perfidia tiente nuestro corazón. Estamos ciertos de que todo hombre lo recibe, pero él llena el vaso de la fe tanto cuanto lo acerque a la fuente. Aunque, pues, también ahora se recibe, alguno podría decir: ¿Por qué nadie habla en las lenguas de todas las naciones? Porque la Iglesia misma habla ya en las lenguas de todas las naciones. Antes existía la Iglesia en una única raza, donde hablaba en las lenguas de todas. Hablando en las lenguas de todas, daba a entender que sucedería que, por crecer entre las naciones, hablaría las lenguas de todas. Quien no esta en esta Iglesia, ni siquiera ahora recibe el Espíritu Santo. En efecto, desgajado y separado de la unidad de los miembros, unidad que habla en las lenguas de todos, renuncie a sí mismo: no lo tiene porque, si lo tiene, dé el signo que entonces se daba. ¿Qué significa «dé el signo que entonces se daba»? Hable en todas las lenguas. Me responderá: Pues qué, ¿hablas tú en todas las lenguas? Simple y llanamente, las hablo porque mía es toda lengua, esto es, la de su cuerpo, cuyo miembro soy. La Iglesia difundida por las naciones habla en todas las lenguas; la Iglesia es el cuerpo de Cristo, en este cuerpo eres miembro; porque, pues, eres miembro de su cuerpo que habla en todas las lenguas, cree que tú hablas en todas las lenguas. En efecto, la unidad de los miembros vive en buena armonía gracias a la caridad, y esa unidad misma habla como entonces hablaba un único hombre.
La unidad y los dones del Espíritu Santo
8. También nosotros, pues, recibimos el Espíritu Santo si amamos a la Iglesia, si nos dejamos ensamblar por la caridad, si gozamos del nombre y fe católicos. Creamos, hermanos, que cada cual tiene el Espíritu Santo en la medida en que ama a la Iglesia de Cristo. El Espíritu Santo, en efecto, ha sido dado, como dice el Apóstol, para manifestación. ¿Qué manifestación? Como él mismo dice que mediante el Espíritu se concede a uno palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia, según ese mismo Espíritu; a otro, fe, en virtud del mismo Espíritu; a otro, don de curaciones, en virtud de un único Espíritu; a otro, realización de energías en virtud del mismo Espíritu13. De hecho, se dan muchas cosas para manifestación; pero tú quizá no tienes nada de todo esto que he dicho. Si amas, tienes algo, ya que, si amas la unidad, para ti tiene también algo quienquiera que lo tenga en ella. Quita la envidia y será tuyo lo que tengo; quitaré la envidia y será mío lo que tienes. La envidia divide; la salud une. En el cuerpo ve el ojo solo; pero ¿acaso el ojo ve para sí mismo solo? Ve también para la mano, ve también para el pie, ve también para los demás miembros, ya que, si viene algún golpe al pie, el ojo no se retira de eso para no evitarlo. A su vez, la mano trabaja sola en el cuerpo; pero ¿acaso trabaja para sí sola? Trabaja también para el ojo porque si, al venir algún golpe, va no a la mano, sino sólo a la cara, ¿acaso dice la mano: No me muevo porque no se dirige a mí? Así el pie, al andar, milita para todos los miembros; los demás miembros callan y la lengua habla para todos.
Tenemos, pues, el Espíritu Santo si amamos a la Iglesia; ahora bien, la amamos si estamos en su trabazón y caridad. En efecto, el Apóstol, después de haber dicho que a hombres diversos se dan dones diversos como funciones de cualesquiera miembros, afirma: «Todavía os muestro un camino muy descollante»14, y comenzó a hablar de la caridad. La antepuso a las lenguas de los hombres y de los ángeles, la antepuso a los milagros de la fe, la antepuso a la ciencia y la profecía, la antepuso incluso a la gran obra de misericordia con la que uno distribuye a los pobres lo suyo que posee; y al final la antepuso incluso al padecimiento corporal: a todo esto tan grande antepuso la caridad15. Tenla a ella misma, y tendrás todo porque sin ella no aprovechará nada cualquier cosa que puedas tener. Porque la caridad de que hablamos pertenece verdaderamente al Espíritu Santo —de hecho, en el evangelio vuelve a tratarse ahora la cuestión respecto al Espíritu Santo—, escucha al Apóstol decir: La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado16.
El envío del Espíritu y la glorificación de Jesús
9. ¿Por qué, pues, el Señor quiso dar tras su resurrección el Espíritu, cuyos beneficios respecto a nosotros son máximos, porque la caridad de Dios ha sido derramada mediante él en nuestros corazones? ¿Qué dio a entender? Que en nuestra resurrección arda en llamas nuestra caridad y nos aparte del amor del mundo, para que toda ella corra hacia Dios. En efecto, aquí nacemos y morimos; no amemos esto; emigremos de aquí por la caridad, vivamos arriba por la caridad, por esa caridad con la que queremos a Dios. Durante esta peregrinación de nuestra vida no pensemos en otra cosa, sino en que no estaremos siempre aquí, y en que viviendo bien nos prepararemos allí un lugar de donde nunca emigremos, pues nuestro Señor Jesucristo, después de haber resucitado, ya no muere; la muerte no tendrá ya dominio sobre él17, como dice el Apóstol. He aquí lo que debemos amar. Si vivimos, si creemos en ese que resucitó, nos dará no lo que aquí aman los hombres que no aman a Dios, o lo que tanto más aman cuanto menos le aman a él, y, en cambio, tanto menos aman esto cuanto más aman a Dios.
Pero veamos qué nos ha prometido: no riquezas terrenas y temporales, no honores y poder en este mundo, pues veis que todo esto se da también a los hombres malos, para que los buenos no le hagan mucho caso. Por último, no nos promete la salud corporal misma; no porque no la da él, sino porque, como veis, la da también a los ganados. No vida larga, pues ¿qué cosa que algún día se acaba es larga? A nosotros, los creyentes, no nos ha prometido como algo grande la longevidad o la vejez decrépita, que todos desean antes que llegue, y contra la que todos protestan cuando ha llegado. No la belleza corporal que extermina una enfermedad corporal o la vejez misma que se desea. Quiere uno ser bello y quiere ser viejo; esos dos deseos no pueden concordar recíprocamente entre sí; si llegas a viejo no serás bello; cuando llegue la vejez, la hermosura huirá y en un único sujeto no pueden habitar el vigor de la belleza y el gemido de la vejez. Nada de eso nos ha prometido quien dijo: El que cree en mí, venga y beba y de su vientre fluirán ríos de agua viva. Nos ha prometido la vida eterna, donde nada temamos, donde no nos conturbaremos, de donde no emigraremos, donde no muramos; donde no se llora al predecesor ni se espera sucesor. Porque, pues, tal es lo que nos promete a quienes lo amamos y hervimos en la caridad del Espíritu Santo, por eso no quiso dar ese Espíritu Santo mismo sino tras haber sido glorificado, para mostrar en su cuerpo la vida que de momento no tenemos, pero que esperamos cuando la resurrección.