TRATADO 14

Comentario a Jn 3,29-36, predicado en Hipona, algunos días después del tratado anterior

Traductores: Miguel Fuertes Lanero y José Anoz Gutiérrez

Juan, la luz iluminada

1. Esa lectura del santo evangelio nos enseña la excelencia de nuestro Señor Jesucristo y la modestia del hombre que mereció ser llamado amigo del Novio, para que distingamos la diferencia entre un hombre hombre y el hombre Dios. Porque el hombre Dios, nuestro Señor Jesucristo, Dios antes de todas las eras y hombre en nuestra era, Dios que procede del Padre y hombre nacido de la Virgen, el único y empero el mismo Señor y Salvador Jesucristo, Hijo de Dios, es Dios y hombre; Juan, en cambio, de una gracia excelente, fue enviado delante de él, iluminado por quien es la Luz. De Juan, en efecto, se dice: No era él la Luz, sino para dar testimonio de la luz1. Puede ciertamente llamársele luz y bien se le llama luz también a él; pero luz iluminada, no iluminante, pues una es la luz que ilumina y otra la luz que es iluminada, porque también se llama luceros a nuestros ojos y, sin embargo, están abiertos en la oscuridad y no ven. En cambio, la luz iluminante es luz por sí misma, es luz para sí misma y no necesita otra luz para poder lucir, sino que lo demás la necesita a ella misma para lucir.

Juan permanece en la verdad

2. Confesó, pues, Juan como habéis oído que, como Jesús hiciera muchos discípulos y se le narrase como para azuzarlo —pues cual a un envidioso narraron: «He aquí que él hace más discípulos que tú»—, Juan confesó qué era y mereció pertenecer a él precisamente porque no osó decir que él era lo que es aquél. Esto, pues, dijo Juan: No puede un hombre recibir algo si no le fuese dado desde el cielo. Cristo, pues, da, el hombre recibe. Vosotros mismos dais testimonio de mí, de que yo dije: «Yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado delante de él». El que tiene a la novia es el novio; por su parte, el amigo del novio, que está en pie y le oye, con gozo goza por la voz del novio2. No se procuró gozo de sí mismo. De hecho, quien quiere gozar de sí estará triste; quien, en cambio, quiere gozar de Dios gozará siempre, porque Dios es sempiterno. ¿Quieres tener gozo sempiterno? Adhiérete al que es sempiterno. Juan dijo que él era de esta condición.

Afirma: El amigo del novio goza por la voz del novio, no por la suya, y está en pie y le oye. Si, pues, cae, no le oye, pues de ese quídam que cayó está dicho: No estuvo en pie en la verdad3; del diablo está dicho. El amigo del novio debe, pues, estar en pie y oír. ¿Qué significa estar en pie? Permanecer en su gracia que recibió. Y oye la voz de que goza. Juan era así. Sabía de qué se gozaba, no se arrogaba lo que no era; se sabía iluminado, no iluminador. Ahora bien, dice el evangelista: existía la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo4. Si, pues, a todo hombre, también a Juan mismo, porque también él procede de hombres. En efecto, aunque entre los nacidos de mujeres no haya surgido nadie mayor que Juan5, sin embargo, también él es uno de quienes han nacido de mujeres. ¿Acaso ha de compararse con quien nació porque quiso, y con un parto nuevo, porque nació nuevo? De hecho, las dos generaciones del Señor son inusitadas, tanto la divina como la humana. La divina no tiene madre, la humana no tiene padre. Juan, pues, uno de tantos, aunque de gracia mayor, de forma que entre los nacidos de mujeres nadie surgiera mayor que él, dio testimonio tan fuerte de nuestro Señor Jesucristo, que lo llama Novio y dice que él es el amigo del Novio, no digno empero de desatar la correa de su calzado. Sobre esto ya ha oído Vuestra Caridad muchas cosas. Veamos lo que sigue; de hecho es un poco difícil de entender. Pero, porque Juan mismo dice que no puede un hombre recibir algo si no le fuese dado desde el cielo, lo que no entendamos, quienes somos hombres y no podemos recibir algo, si no lo diere quien no es hombre, roguemos a quien lo da desde el cielo.

La alegría de Juan

3. Sigue, pues, esto y dice Juan: Este gozo mío está, pues, cumplido6. ¿Cuál es su gozo? Gozar por la voz del novio. Está cumplido en mí, tengo mi gracia, no tomo más para mí, por no perder lo que he recibido. ¿Y qué gozo es éste? Con gozo goza por la voz del novio. Comprenda, pues, el hombre que no debe gozarse de su sabiduría, sino de la sabiduría que ha recibido de Dios. No busque nada más y no perderá lo que halló. Muchos, en efecto, se hicieron necios por haber dicho que ellos eran sabios. El Apóstol los reprende y dice de ellos: Porque lo que de Dios es conocido, afirma, está manifiesto para ellos, pues Dios se lo manifestó. Escuchad qué dice de ciertos ingratos, impíos: Pues Dios se lo manifestó, pues desde la creación del mundo, mediante lo que ha sido hecho se percibe entendido lo invisible suyo, también su sempiterna fuerza y divinidad, de manera que son inexcusables. ¿Por qué inexcusables? Porque, aun conociendo a Dios —no dijo «porque no conocieron»—; aun conociendo a Dios no lo glorificaron como a Dios ni dieron gracias, sino que se desvanecieron en sus proyectos y se oscureció su insipiente corazón pues, al decir que ellos eran sabios, se volvieron estultos7. Si, en efecto, habían conocido a Dios, a una habían conocido que no los había hecho sabios sino Dios. Deberían, pues, atribuir lo que no tenían por sí mismos no a sí, sino a ese de quien lo habían recibido. Por otra parte, al no darle gracias, se volvieron insipientes. Dios, pues, quitó a los ingratos lo que había dado gratis. Juan no quiso ser esto, quiso ser agradecido; confesó haberlo recibido y dijo que él gozaba por la voz del novio y afirmó: Este gozo mío está cumplido.

Que él crezca y yo disminuya

4. Es preciso que él crezca y yo, en cambio, mengüe8. ¿Qué significa esto? Es preciso que él sea exaltado y yo, en cambio, humillado. ¿Cómo crece Jesús? ¿Cómo crece Dios? El Perfecto no crece. Pues bien, Dios no crece ni mengua, pues, si crece, no es perfecto; si mengua, no es Dios. Por su parte, el Dios Jesús ¿cómo crece? Si en cuanto a la edad —porque se dignó ser hombre y fue niño y, aunque es la Palabra de Dios, yació como bebé en un pesebre y, aunque creó a su madre, de la madre mamó la leche de la infancia—; porque, pues, Jesús creció en cuanto a la edad corporal, quizá por eso está dicho: Es preciso que él crezca y yo, en cambio, mengüe. ¿Y por qué también esto? Juan y Jesús, en lo que a la carne atañe, eran coetáneos. Sólo se diferenciaban en seis meses9; habían crecido a la par. Y si nuestro Señor Jesucristo hubiera querido estar más tiempo aquí antes de morir y que con él estuviese Juan mismo, como habían crecido a la par, así podían envejecer a la par. ¿Por qué, pues, es preciso que él crezca y yo, en cambio, mengüe? Primero, porque el Señor ya tenía treinta años10, ¿acaso alguien, si tiene ya treinta años, es joven para crecer todavía? A partir de esa edad comienzan ya los hombres a estar en su ocaso y declinar hacia una edad más digna y de ahí a la vejez. Pero, aunque ambos fuesen niños, no diría: «Es preciso que él crezca y yo, en cambio, mengüe», sino que diría: «Conviene que nosotros crezcamos a una». Ahora, en cambio, treinta años tenía uno y treinta el otro: los seis meses de intervalo no suponen edad distinta; la lectura, más que la vista, descubre tal diferencia.

Crecer bien

5. ¿Qué significa, pues, Es preciso que él crezca y yo, en cambio, mengüe? ¡Grande es este misterio! Entienda Vuestra Caridad. Antes que viniera Señor Jesús, los hombres se gloriaban de sí; vino ese hombre, para que menguase la gloria del hombre y aumentase, pues vino él sin pecado y halló a todos con pecado. Si vino así para perdonar los pecados, Dios los perdone, el hombre los confiese, pues la confesión del hombre es la humildad del hombre, la compasión de Dios es la altura de Dios. Si, pues, vino él a perdonar al hombre los pecados, reconozca el hombre su vileza, y Dios obre su misericordia. Es preciso que él crezca y yo, en cambio, mengüe; esto es, es preciso que él dé y yo, en cambio, reciba; es preciso que él sea glorificado y yo, en cambio, confiese. Reconozca el hombre su condición, confiésela a Dios y oiga al Apóstol decir al hombre que se ensoberbece y jactancioso, que quiere ensalzarse: ¿Qué tienes que no hayas recibido? Ahora bien, si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?11 El hombre, pues, que quería llamar suyo a lo que no es suyo, entienda que lo ha recibido y disminuya, pues es un bien para él que Dios sea en él glorificado. Mengüe él en sí mismo para que en Dios sea hecho aumentar. Cristo y Juan significaron también con sus pasiones estos testimonios y esta verdad, porque Juan menguó en cuanto a su cabeza y Cristo fue exaltado en la cruz, para que también en eso apareciese qué significa Es preciso que él crezca y yo, en cambio, mengüe. Por otra parte, Cristo nació cuando los días comienzan a crecer; Juan, cuando los días comienzan a menguar. La creación misma y las pasiones mismas confirman las palabras de Juan: Es preciso que él crezca y yo, en cambio, mengüe. Crezca, pues, en nosotros la gloria de Dios y mengüe nuestra gloria, para que también la nuestra crezca en Dios. Esto, en efecto, dice el Apóstol, esto dice la Santa Escritura: Quien se gloríe, gloríese en el Señor12. ¿Quieres gloriarte en ti? Quieres crecer; pero para mal tuyo creces mal, pues quien mal crece, justamente mengua. Crezca, pues, Dios, que siempre es perfecto; crezca en ti. De hecho, cuanto más entiendes a Dios y cuanto más lo comprendes, parece que Dios crece en ti; ahora bien, no crece en sí, sino que siempre es perfecto. Entendías ayer un poco, entiendes hoy más, entenderás mañana mucho más: la luz misma de Dios crece en ti; así crece, digamos, Dios, que siempre permanece perfecto. Como si los ojos de alguien se curasen de una antigua ceguera y comenzase a ver un poquito de luz y al día siguiente viera más y al tercer día más, le parecería que la luz crece, la luz empero es perfecta, véala él o no, así es también el hombre interior: adelanta, sí, en Dios y Dios parece crecer en él; él mismo empero mengua, de forma que se cae de su gloria y surge a la gloria de Dios.

De la tierra y del cielo

6. Ahora ya aparece distinta y manifiestamente lo que acabamos de oír. Quien viene de arriba está sobre todos. Mira qué dice de Cristo. De sí, ¿qué? Quien procede de la tierra, de la tierra procede y de la tierra habla. El que viene de arriba está sobre todos13: éste es Cristo. Quien, en cambio, procede de la tierra, de la tierra procede y de la tierra habla: es Juan. Pero ¿es esto todo, Juan procede de la tierra y de la tierra habla? ¿El entero testimonio que da de Cristo habla de la tierra? ¿No oye Juan voces de Dios cuando da testimonio de Cristo? ¿Cómo, pues, habla de la tierra? Pero se refería a sí en cuanto hombre. En cuanto a lo que atañe al hombre mismo, procede de la tierra y de la tierra habla; si, en cambio, habla algo divino, está iluminado por Dios, porque, si no estuviera iluminado, la tierra hablaría de la tierra. Cosas bien distintas son, pues, la gracia de Dios y la naturaleza del hombre.

Ahora interroga a la naturaleza humana: nace, crece, aprende esas cosas usuales de los hombres. ¿Qué conoce sino a la tierra a partir de la tierra? Habla de lo humano, conoce lo humano, entiende lo humano; carnal, estima carnalmente, supone carnalmente; he ahí al hombre entero. Venga la gracia de Dios, ilumine sus tinieblas, como dice: Tú iluminarás mi lámpara, Señor; Dios mío, ilumina mis tinieblas14. Tome la mente humana, gírela hacia su luz; comienza ya a decir lo que el Apóstol dice: «Ahora bien, no yo, sino la gracia de Dios conmigo»15, y: Ahora bien, ya no vivo yo; en cambio, vive Cristo en mí16. Esto significa: Es preciso que él crezca y yo, en cambio, mengüe. Juan, pues, en cuanto a lo que atañe a Juan, procede de la tierra y de la tierra habla; si oyes a Juan algo divino, es del Iluminador, no del receptor.

¿Qué oye el Hijo al Padre?

7. Quien viene del cielo está sobre todos, y lo que ha visto y oyó, esto testifica, mas nadie acoge su testimonio17. Del cielo viene, sobre todos está nuestro Señor Jesucristo, de quien está dicho más arriba: Nadie ha ascendido al cielo sino quien ha descendido del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo18. Ahora bien, está sobre todos, y de lo que ha visto y oyó, de esto habla. Tiene, en efecto, Padre también el Hijo de Dios; tiene Padre y oye al Padre. ¿Y qué es lo que oye al Padre? ¿Quién lo explicará? ¿Cuándo mi lengua, cuándo mi corazón serán capaces, el corazón de entender o la lengua de proferir qué es lo que el Hijo oyó al Padre? ¿Quizá el Hijo oyó la Palabra del Padre? ¡Más bien el Hijo es la Palabra del Padre! Veis cómo aquí se fatiga todo intento humano; veis cómo aquí falla toda conjetura de nuestro pecho y todo esfuerzo de la mente entenebrecida. Oigo decir a la Escritura que el Hijo habla de lo que oye al Padre19; y de nuevo oigo decir a la Escritura que ese Hijo mismo es la Palabra del Padre: En el principio existía la Palabra, y la Palabra existía en Dios, y la Palabra era Dios20. Nosotros hablamos palabras que vuelan y pasan; apenas haya sonado una palabra en tu boca, pasa, produce su estrépito y pasa al silencio. ¿Puedes acaso seguir tu sonido y detenerlo para que esté quieto? Tu pensamiento, en cambio, permanece, y desde ese pensamiento permanente dices muchas palabras transitorias.

¿Qué quiero decir con esto, hermanos? Dios, al hablar, ¿ha usado la voz, ha usado sonidos, ha usado sílabas? Si ha utilizado esas cosas, ¿en qué lengua ha hablado? ¿Hebrea, griega, latina? Son necesarias las lenguas donde hay pueblos diversos. Pero aquí nadie podrá decir que Dios ha hablado en tal o cual lengua. Observa tu corazón: cuando concibes una palabra que decir —de hecho, diré, si puedo, lo que podamos observar en nosotros, sin pretensiones de entenderlo—, cuando, pues, concibes una palabra que proferir, quieres decir una cosa y la concepción misma de la cosa en tu corazón es ya una palabra. Todavía no ha aparecido, pero ya ha nacido en el corazón y permanece para aparecer. Ahora bien, miras hacia quién aparecerá, con quién vas a hablar. Si es un latino, buscas un vocablo latino; si es un griego, piensas en palabras griegas; si es un púnico, miras a ver si sabes la lengua púnica. Según la diversidad de oyentes, usas lenguas diversas para proferir la concebida. En cambio, lo que en el corazón habías concebido no lo retenía ninguna lengua. Porque, pues, Dios, al hablar, no ha necesitado una lengua ni asumido género de locución, ¿cómo ha sido oído por el Hijo, siendo así que el Hijo mismo es lo que Dios ha dicho? Efectivamente, como tú tienes en el corazón y contigo está la palabra que pronuncias y esa concepción es espiritual —en verdad, como tu alma es espíritu, así también es espíritu la palabra que concebiste, pues aún no ha recibido sonido para dividirse mediante sílabas, sino que permanece en la concepción del corazón y en el espejo de la mente—, así Dios ha proferido la Palabra, esto es, engendrado al Hijo. Del tiempo engendras ciertamente tú una palabra también en el corazón; sin tiempo ha engendrado Dios al Hijo mediante el que ha creado todos los tiempos. Porque, pues, la Palabra de Dios es su Hijo, mas el Hijo nos ha dicho no su palabra, sino la Palabra del Padre, quien decía la Palabra del Padre ha querido decírsenos a sí mismo. Esto, pues, dijo Juan como convino y fue preciso; yo lo he expuesto como pude. Aquel a cuyo corazón no ha llegado aún una digna comprensión de realidad tan sublime, tiene a dónde volverse, tiene dónde aldabear, tiene a quién preguntar, tiene a quién pedir, tiene de quién recibir.

El pueblo fiel

8. Quien viene del cielo está sobre todos, y lo que ha visto y oyó, esto testifica, mas nadie acoge su testimonio. Si nadie, ¿a qué vino? Nadie, pues, de un grupo. Hay cierto pueblo destinado a la ira de Dios, que será condenado con el diablo. De éstos, nadie acoge el testimonio de Cristo. Efectivamente, si absolutamente nadie, ningún hombre. ¿Qué es lo que sigue? Quien acoge su testimonio selló que Dios es veraz21. Ciertamente, pues, no nadie, si tú mismo dices: ¿Quien acoge su testimonio selló que Dios es veraz? Juan, interrogado, tal vez respondería y diría: «Sé por qué he dicho “nadie”, pues hay cierto pueblo nacido para la ira de Dios y preconocido para esto». Dios conoce, en efecto, quiénes van a creer y quiénes no van a creer; Dios conoce quiénes van a perseverar en lo que han creído y quiénes van sucumbir, y para Dios están numerados todos los que han de ser para la vida eterna, y conoce que ese pueblo está separado. Y si él lo conoce, y lo ha dado a conocer a los profetas mediante el Espíritu, también lo ha dado a Juan.

Juan, pues, no observaba con su ojo porque, en cuanto a lo que le atañe, es tierra y de la tierra habla; sino que con esa gracia del Espíritu que había recibido de Dios vio a cierto pueblo impío, infiel. Al observarlo en su infidelidad, afirma: Nadie acoge el testimonio de quien viene del cielo. Nadie ¿de quiénes? De quienes estarán a la izquierda, de aquellos a quienes se dirá: Id al fuego eterno que está preparado para el diablo y sus ángeles. ¿Quiénes, pues, lo acogen? Los que estarán a la derecha, a quienes se dirá: Venid, benditos de mi Padre, recibid el Reino que os está preparado desde el origen del mundo22. Observa, pues, la división en cuanto al espíritu y, en cambio, la mezcla en el género humano; y separó con la inteligencia, separó con la mirada del corazón lo que aún no está separado en lugares; vio dos pueblos, el de los fieles y el de los infieles. Observa a los infieles y afirma: Quien viene del cielo está sobre todos, y lo que ha visto y oyó, esto testifica, mas nadie acoge su testimonio.

Después se trasladó a la izquierda, miró hacia la derecha y, continuando, afirma: Quien acoge su testimonio selló que Dios es veraz. ¿Qué significa «Selló que Dios es veraz» sino que el hombre es mendaz, mas Dios es veraz? Porque nadie de los hombres puede decir lo que es de la verdad si no lo ilumina quien no puede mentir. Dios, pues, es veraz; Cristo, por su parte, es Dios. ¿Quieres pruebas? Acoge su testimonio y lo verás, pues quien acoge su testimonio selló que Dios es veraz. ¿Quién? Ese mismo que viene del cielo y está sobre todos es el Dios veraz. Pero, si aún no entiendes que él es Dios, aún no has acogido su testimonio. Acógelo y sellas, entiendes provisoriamente, reconoces definitivamente que es Dios veraz.

La caridad en el seno de la Trinidad

9. Pues a quien Dios envió habla las palabras de Dios23. Ese mismo es Dios veraz y Dios lo envió. Dios envía a Dios. Une a ambos: un único Dios, el Dios veraz enviado por Dios. Pregunta por cada uno: es Dios; pregunta también por ambos: son Dios. No es cada uno Dios y dioses ambos, sino cada uno por su parte Dios y ambos Dios, pues tanta es allí la caridad del Espíritu Santo, tanta la paz de la unidad que, cuando se pregunta por cada uno, se te responde: «Dios»; cuando se pregunta por la Trinidad, se te responde: «Dios». En efecto, si el espíritu del hombre cuando está pegado a Dios es un único espíritu, pues el Apóstol dice abiertamente: «Quien se adhiere al Señor es un único espíritu»24, ¿cuánto más el Hijo igual, al estar adherido al Padre, será a una con él un único Dios? Escuchad otro testimonio. Conocéis cuán numerosos creyeron cuando vendían todo lo que tenían y pusieron las ventas a los pies de los apóstoles, para que se distribuyera a cada uno como necesitaba. ¿Y de aquella congregación de santos qué dice la Escritura? Tenían en el Señor un único corazón y una única alma25. Si la caridad hizo de tantas almas una única alma y de tantos corazones hizo un único corazón, ¿cuán grande es la caridad entre el Padre y el Hijo? Sin duda, puede ser mayor que la que había entre aquellos hombres que tenían un único corazón. Si, pues, el corazón de muchos hermanos era único por la caridad y el alma de muchos hermanos era única por la caridad, ¿vas a decir que Dios Padre y Dios Hijo son dos? Si son dos dioses, no hay allí suma caridad, pues, si aquí la caridad es tanta que de tu alma y del alma de un amigo hace una única alma, ¿cómo allí no son un único Dios el Padre y el Hijo? Ni hablar de que piense esto la fe no fingida. Por lo siguiente deducid cuánto sobresale aquella caridad: muchas son las almas de muchos de hombres y, si se quieren, hay una única alma; sin embargo, se puede hablar de muchas almas, se puede entre hombres porque la unión no es tanta. En cambio, allí es lícito que hables de un único Dios, no es lícito que hables de dos o de tres dioses. A partir de esto se te encomia tanta sobreeminencia y cumbre de caridad, que no puede haber mayor.

El Espíritu con medida y sin medida

10. Pues a quien Dios envió habla las palabras de Dios26. Esto decía de Cristo, sí, para distinguirse de él. «Pues ¿qué? ¿Acaso Dios no envió a Juan mismo? ¿No dijo él mismo: «He sido enviado delante de él»27, y: «Quien me envió a bautizar con agua»28, y de él está dicho: He aquí que yo envío mi ángel delante de ti, y preparará tu camino?29 ¿Acaso no habla las palabras de Dios también ese mismo de quien también está dicho que es más que profeta?30 Si, pues, Dios también lo envió y habla las palabras de Dios, ¿cómo entendemos que en orden a la distinción dijo él acerca de Cristo: Pues a quien Dios envió habla las palabras de Dios? Pero mira qué añade: Pues Dios no da el Espíritu con medida31. ¿Qué significa esto: Pues Dios no da el Espíritu con medida? Descubrimos que Dios da el Espíritu con medida. Escucha al Apóstol decir: Según la medida del don del Mesías32. A los hombres lo da con medida, al único Hijo no lo da con medida. ¿Cómo lo da a los hombres con medida? A uno se le da mediante el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia, según idéntico Espíritu; a otro, fe en virtud de idéntico Espíritu; a otro profecía, a otro discernimiento de espíritus, a otro géneros de lenguas, a otro don de curaciones. ¿Acaso son todos apóstoles, acaso todos profetas, acaso todos doctores? ¿Acaso todos tienen poderes, acaso todos tienen dones de curaciones? ¿Acaso hablan todos en lenguas, acaso todos las interpretan?33 Una cosa tiene éste, otra aquél, éste no tiene lo que tiene aquél. Hay medida, hay cierta repartición de dones. A los hombres, pues, se da con medida, y la concordia hace allí un único cuerpo. Como la mano recibe una cosa para obrar, otra el ojo para ver, otra el oído para oír, otra el pie para caminar, única es empero el alma que gestiona todo, en la mano para obrar, en el pie para caminar, en el oído para oír y en el ojo para ver, así son también los diversos dones de los fieles, distribuidos a cada uno, cual a miembros, con medida. Pero Cristo, que los da, no los recibe con medida.

El amor del Padre al Hijo

11. En efecto, porque del Hijo había dicho: «Pues Dios no da el Espíritu con medida», oye aún qué sigue: El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano34. Añadió: «Ha puesto todo en su mano», para que conocieses también aquí con qué distinción está dicho: El Padre ama al Hijo. Pues ¿por qué? ¿El Padre no ama a Juan? Y sin embargo no ha puesto todo en su mano. ¿El Padre no ama a Pablo? Y sin embargo no ha puesto todo en su mano. El Padre ama al Hijo, pero como un padre a su hijo, no como un señor a su esclavo; como al Único, no como a un adoptado. Así pues, ha puesto todo en su mano. ¿Qué significa «todo»? Que el Hijo es tan grande como el Padre. De hecho, para la igualdad consigo ha engendrado a ese que no tuvo como rapiña ser igual a Dios en forma de Dios35. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano. Cuando, pues, se dignó enviarnos al Hijo, no supongamos que se nos envió algo menor de lo que es el Padre. Al enviar al Hijo, se envió a sí mismo en otra persona.

Ver al Padre en Jesús

12. De hecho, los discípulos, cuando aún creían que el Padre es una cosa mayor que el Hijo, porque veían la carne y no entendían la divinidad, le dijeron: Señor, muéstranos al Padre y nos basta36. Como si dijeran: «Ya te conocemos a ti y te bendecimos por conocerte, pues te damos gracias por haberte mostrado a nosotros; pero todavía no conocemos al Padre; por eso nuestro corazón arde y se abrasa con cierta santa ansia de ver a tu Padre que te envió; muéstranoslo y de ti no desearemos nada más, pues nos basta con que se haya mostrado ese mayor que el cual nadie puede haber». ¡Buena ansia, buen deseo; pero inteligencia pequeña! En efecto, al observar el Señor Jesús que los pequeños buscaban cosas grandes, y que él mismo era grande entre pequeños y pequeño entre pequeños, a Felipe, uno de los discípulos, el cual había dicho eso, le pregunta: Tanto tiempo estoy con vosotros, y ¿no me habéis conocido, Felipe? Felipe podría responder aquí: «Te conocemos, pero ¿acaso te hemos dicho “Muéstrate a nosotros”? Te conocemos, pero buscamos al Padre». Inmediatamente añade: Quien me ha visto, ha visto también al Padre37. Si, pues, el enviado es igual al Padre, no lo juzguemos por la debilidad de la carne; pensemos, más bien, en la majestad vestida de carne, no oprimida por la carne. En efecto, mientras permanece como Dios con el Padre, se hizo hombre con los hombres, para que tú fueses hecho capaz de captar a Dios, gracias a aquel que se hizo hombre junto a ti. De hecho, el hombre no podía captar a Dios; el hombre podía ver a un hombre, no podía captar a Dios. ¿Por qué no podía captar a Dios? Porque no tenía el ojo del corazón con que captarlo. Había, pues, dentro algo enfermo y fuera algo sano: tenía sanos los ojos del cuerpo, tenía enfermos los ojos del corazón. Aquél se hizo hombre adaptado al ojo del cuerpo, para que, creyendo en ese que podía ser visto corporalmente, fueses curado para ver a quien no podías ver espiritualmente. Tanto tiempo estoy con vosotros, y ¿no me habéis conocido, Felipe? Quien me ha visto, ha visto al Padre. ¿Por qué no lo veían ellos? He aquí que lo veían, mas no veían al Padre; veían la carne, pero la majestad se ocultaba. Los judíos que lo crucificaron vieron también lo que veían los discípulos que le amaron. Dentro, pues, estaba entero él, y dentro de la carne de tal modo, que permaneció con el Padre, pues no abandonó al Padre cuando vino a la carne.

La ira de Dios

13. El pensamiento carnal no capta lo que digo; difiera la comprensión y comience por la fe; oiga lo que sigue: Quien cree en el Hijo tiene vida eterna; quien, en cambio, es incrédulo respecto al Hijo no verá vida, sino que permanece sobre él la ira de Dios38. No dijo «la ira de Dios viene a él», sino: La ira de Dios permanece sobre él. Todos los que nacen mortales tienen consigo la ira de Dios. ¿Qué ira de Dios? La que recibió el primer Adán. De hecho, si pecó el primer hombre y oyó: «De muerte morirás»39, él pasó a ser mortal, y comenzamos a nacer mortales porque hemos nacido bajo la ira de Dios. Vino después el Hijo sin tener pecado y se vistió de carne, se vistió de mortalidad. Si él participó con nosotros de la ira de Dios, ¿seremos nosotros perezosos en participar con él de la gracia de Dios? Quien, pues, no quiere creer en el Hijo, la ira de Dios permanece sobre él. ¿Qué ira de Dios? Esa de la que dice el Apóstol: Por naturaleza fuimos también nosotros hijos de ira, como también los demás40. Todos, pues, somos hijos de ira porque venimos de la maldición de la muerte. Cree en Cristo, hecho mortal por ti, para que comprendas que es inmortal; en efecto, cuando comprendas su inmortalidad, tampoco tú serás mortal. Vivía, morías; murió para que vivas. Trajo la gracia de Dios, se llevó la ira de Dios. Dios ha vencido a la muerte, para que la muerte no venciese al hombre.