LA CIUDAD DE DIOS

CONTRA PAGANOS

Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero, OSA

LIBRO III

[Los dioses y los males físicos en Roma]

CAPÍTULO I

Adversidades que sólo temen los malvados y que siempre ha padecido
el mundo cuando ha dado culto a los dioses

Creo haber expuesto ya suficientemente, refiriéndome a los males morales y espirituales (los primeros que se deben evitar), cómo los dioses falsos no han puesto ningún interés en ayudar a su pueblo que los adoraba, para que no se derrumbara bajo ese cúmulo de maldades. Más: han contribuido a que sucumbiera definitivamente. Ahora voy a hablar solamente de aquellos males que los paganos se niegan a sufrir, como son el hambre, la enfermedad, la guerra, el pillaje, la cautividad, las torturas y otros por el estilo, ya citados en el libro primero. Los malvados sólo tienen por malo lo que no pervierte a nadie. En cambio, no les da ningún apuro ser ellos mismos malos, entre los bienes que alaban. Incluso llegan a sentir mayor desazón si su casa de campo no es buena, que si no lo es su propia vida, como si el supremo bien del hombre fuera tener todas sus cosas en buen estado, exceptuada la propia persona. Pero sus dioses no los preservaron ni de estos males, los únicos temibles para ellos, en la época de plena libertad para su culto.

En efecto, antes de la venida de nuestro Redentor, por los lugares más dispersos de la geografía, la especie humana ha sufrido estragos innumerables y calamidades, algunas de ellas increíbles. ¿Y qué otros dioses adoraba el mundo entonces, sino éstos mismos, exceptuando el pueblo hebreo y un reducido número, por doquier, fuera de él, que fueron dignos de la divina gracia, según una decisión secreta y justa de Dios? Pero, en fin, para no alargarme demasiado, pasaré por alto las enormes desgracias padecidas por todos los pueblos de la Tierra. Me ceñiré exclusivamente a lo relativo a Roma y sus dominios, es decir, a la ciudad como tal y a los países a ella ligados, sea por una confederación, sea en condición de sometidos, países todos que han sufrido calamidades antes de la venida de Cristo, formando con Roma, ya entonces, como el cuerpo del Estado.

CAPÍTULO II

Los dioses, adorados de un modo parecido por griegos y romanos,
¿tuvieron alguna razón para permitir la destrucción de Troya?

En primer lugar, ¿por qué Troya -o Ilión-, cuna del pueblo romano (no hay por qué pasar por alto o disimular lo que he tocado en el libro primero), adorando ambos pueblos los mismos dioses, por qué Troya fue vencida, tomada y arrasada por los griegos? «Príamo -se dice- tuvo que pagar los perjurios de su padre, Laomedonte.» Luego, ¿es verdad que Apolo y Neptuno trabajaron a sueldo para Laomedonte? Porque, al parecer, éste les prometió un sueldo y juró en falso. Me sorprende que un Apolo, llamado el Adivino, trabajase tan penosamente, sin saber que Laomedonte no iba a cumplir su promesa. Aunque en realidad tampoco le cae bien desconocer el futuro al mismo Neptuno, su tío, rey del mar, hermano de Júpiter. Porque Homero, poeta, según tradición, anterior a la fundación de Roma, presenta a este dios haciendo una profecía importante sobre la raza de Eneas, cuyos descendientes fundaron Roma. Asimismo nos presenta a Neptuno arrebatándolo en una nube para librarlo de morir a manos de Aquiles. Y Virgilio confirma también: «Estaba deseando arruinar de raíz aquellos muros de la perjura Troya, construidos por sus propias manos».

Así que unos dioses tan importantes como Neptuno y Apolo, al ignorar que Laomedonte les iba a negar la paga, se convirtieron en constructores, actuando gratis y para ingratos, de las murallas de Troya. Miren a ver los paganos si no es más grave creer a tales dioses que hacerles perjurio. El mismo Homero no se lo creyó fácilmente, puesto que nos presenta a Neptuno luchando contra los troyanos, y a Apolo a favor de ellos, siendo así que según la leyenda ambos están ofendidos por el mismo perjurio. En fin, si tienen fe en las leyendas, sientan rubor de dar culto a tales divinidades, y si no la tienen, que no pongan como pretexto los perjurios de Troya; o, también, que se admiren de que los dioses han castigado los perjurios de Troya, y han sentido simpatía por los de Roma. ¿De dónde salió para la conjuración de Catilina, en una ciudad tan enorme y corrompida, una pandilla tan numerosa, que vivía «de su mano y de su lengua», es decir, del perjurio y de la sangre de los ciudadanos? Y los senadores, tantas veces sobornados en los juicios, y el pueblo en los comicios y en los pleitos debatidos en sus asambleas, ¿qué otra cosa hacían sino cometer delito de perjurio? Porque en medio de aquella corrupción moral se conservaba todavía la tradicional costumbre de jurar, pero no para prevenir el crimen por un escrúpulo religioso, sino para añadir a los restantes crímenes el de perjurio.

CAPÍTULO III

No es posible que los dioses se sintieran ofendidos por el adulterio de Paris,
puesto que la tradición lo hace frecuente entre ellos

No hay razón alguna para forjar la imagen airada de unos dioses ante el perjurio de Troya; dioses, como se dijo, «que mantenían en pie aquel Imperio». Está probado que fueron derrotados por unos griegos más poderosos. Ni se encendieron de ira por el adulterio de Paris, hasta el punto de abandonar Troya, como algunos pretenden. Estos dioses tienen por costumbre ser autores y maestros de pecados, nunca sus vengadores. «Roma -nos dice Salustio- fue fundada y habitada en sus comienzos -según la tradición llegada hasta mis días- por los troyanos fugitivos que, conducidos por Eneas, andaban errantes de acá para allá». Luego, si creyeron los dioses digno de venganza el adulterio de Paris, debía haberse castigado más duramente a los romanos o, desde luego, también a los romanos, ya que la madre de Eneas fue autora del delito. Pero ¿cómo lo rechazaban en Paris quienes en Venus, su compañera, admitían (por no citar otros) el adulterio de Anquises, del cual nació Eneas? ¿Será acaso porque el de Paris originó la indignación de Menelao, y el de Venus fue con aquiescencia de Vulcano? Más bien me da la impresión de que los dioses son tan poco celosos de sus esposas, que se avienen a tenerlas en común con los mortales.

Va a parecer que estoy ridiculizando las fábulas, y que no trato con seriedad un asunto de tanta trascendencia. Pues bien, no creamos, si os parece, que Eneas es hijo de Venus. Por mí, concedido, con tal que Rómulo tampoco sea hijo de Marte. Pero si admitimos lo primero, ¿cómo no admitir lo segundo? ¿Será acaso un derecho exclusivo de los dioses el unirse a las mujeres, y, en cambio, un delito el que los hombres hagan lo mismo con las diosas? Dura, diré mejor, increíble condición ésta: lo que a Marte, por el derecho de Venus, se le permite en sus aventuras nocturnas, se le prohíbe a Venus en el ejercicio de su propio derecho. Pero Roma, con su autoridad, confirma ambos hechos. César, ya más reciente en la Historia, no tuvo por menos abuela suya a Venus, que el antiguo Rómulo a Marte por su padre.

CAPÍTULO IV

Varrón opina que el inventarse los hombres ascendientes divinos resulta ventajoso

Alguien me va a decir: pero ¿tú no crees todo esto? No; yo esto no me lo creo. El mismo Varrón, un romano lleno de sabiduría, aunque le falte audacia y firmeza, llega casi a confesar que todo esto es una patraña. Sin embargo, afirma que resulta útil a las ciudades, aun siendo falso, el que sus hombres más significados se crean engendrados por dioses. De este modo el espíritu romano es portador de una seguridad que infunde la pretendida ascendencia divina, y se siente lleno de audacia para emprender grandes empresas; incluso se considera lleno de energía para realizarlas, y lleno de un acierto infalible para concluirlas. Esta forma de pensar de Varrón, expresada con mis palabras, como he podido, ya te das cuenta qué puerta tan ancha abre a la mentira. Podemos concluir que muchos de los ritos ya sagrados, y para ellos religiosos, han podido ser inventados, desde el momento en que haya parecido ventajoso a los ciudadanos la mentira, aunque fuera sobre los mismos dioses.

CAPÍTULO V

No está probado que los dioses hayan castigado el adulterio de Paris,
cuando no han vengado el de la madre de Rómulo

Dejemos a un lado la cuestión de si Venus, por su unión con Anquises, ha podido ser la madre de Eneas, así como el que Marte sea padre de Rómulo por su unión con la hija de Numitor. Una cuestión parecida se suscita en nuestras Escrituras: si los ángeles prevaricadores se han unido a las hijas de los hombres, naciendo de tal unión los gigantes, es decir, unos hombres de enorme estatura y gran fuerza, poblándose entonces la Tierra1. Por tanto, ciñámonos ahora a poner en claro este doble problema: si lo que anda por ahí escrito sobre la madre de Eneas y el padre de Rómulo es cierto, ¿cómo es posible que a los dioses les parezcan mal los adulterios humanos, cuando ellos los cometen de mutuo acuerdo? Y si todo eso es falso, tampoco en este caso pueden irritarse con los adulterios auténticos de los hombres, puesto que ellos se complacen en los suyos inventados. Aquí hay que añadir que si no creemos lo de Marte, para no dar crédito tampoco a Venus, no hay razón alguna para sostener que la madre de Rómulo tuvo unión carnal con un ser divino. Rea Silvia fue sacerdotisa de la diosa Vesta, lo que pone de manifiesto que los dioses debían haber vengado en los romanos este criminal sacrilegio con más rigor que el adulterio de Paris en los troyanos. Los mismos romanos antiguos solían enterrar vivas a las sacerdotisas vestales sorprendidas en delito carnal, mientras que a las mujeres adúlteras, aunque las condenaban con penas, no fueron nunca de muerte. Hasta este extremo lo que tenían por santuario divino lo castigaban con más severidad que el lecho conyugal humano.

CAPÍTULO VI

El parricidio de Rómulo, no vengado por los dioses

Todavía agrego algo más: si los pecados de los hombres han disgustado a los dioses hasta el punto de que, ofendidos por el acto de Paris, abandonaron a Troya, para que fuera pasada a sangre y fuego, mucho más el fratricidio de Rómulo los habría irritado contra los romanos que contra los troyanos el burlar a un marido griego. Mayor indignación les causaría el parricidio de la ciudad naciente que el adulterio de la ya floreciente. No tiene la menor importancia en nuestro caso el que el asesinato de Remo haya sido por orden de Rómulo o a sus propias manos, cosa que muchos niegan con desfachatez, otros ponen en duda por vergüenza, y otros muchos, con dolor, tratan de disimular. No nos vamos a detener nosotros en la comprobación minuciosa de esta realidad, con análisis de los testimonios de múltiples autores. Nos consta claramente el asesinato del hermano de Rómulo, y no a manos de enemigos ni de extraños. Sea que Rómulo lo ordenó o él mismo lo consumó, la verdad es que con mucha más razón él es representante de Roma que Paris de Troya. ¿Cómo, entonces, ha provocado la ira de los dioses contra los troyanos el raptor de una esposa ajena, mientras que este otro, asesino de su hermano, atrajo para los romanos la protección de los mismos dioses?

Pero supongamos que Rómulo está ajeno al mandato y a la ejecución del crimen: en este caso es toda la ciudad la responsable, ya que toda entera desdeñó castigar un hecho ciertamente punible, y eligió la muerte no ya de un hermano, sino -lo que es más grave- de su padre. Porque ambos son los fundadores de Roma, aunque de ellos, uno, suprimido criminalmente, no pudo llegar a reinar. Yo no acabo de ver qué delitos ha cometido Troya para merecer el abandono de sus dioses, facilitando su extinción, y qué méritos ha hecho Roma para que los dioses hayan puesto su morada en ella, fomentando así su grandeza. De no ser el que, huyendo vencidos de Troya, buscaron refugio entre los romanos para embaucarlos de un modo semejante. Peor aún: allí se han quedado para embaucar, según su costumbre, a los futuros habitantes de aquel país, y aquí han venido para entregarse a los mismos ardides de su impostura, recibiendo todavía más altos honores.

CAPÍTULO VII

Destrucción de Troya, consumada por Fimbria, general de Mario

¿Qué crimen realmente tan detestable había cometido Ilión para que, al estallar las guerras civiles, Fimbria, el hombre más sanguinario del partido de Mario, la arrasara de forma todavía más cruel, más feroz, que antaño los griegos? Porque entonces muchos pudieron salvar la vida huyendo, y otros quedando sometidos a esclavitud. Pero Fimbria dio un edicto, desde el principio, de no perdonar a nadie; y luego abrasó en llamas toda la ciudad con sus moradores dentro. Este trato mereció Ilión no de parte de los griegos, irritados por su perfidia, sino de los romanos, nacidos de su desastre. Y sus dioses, comunes a ambos, nada movieron para evitar la catástrofe o, para decir la verdad, nada pudieron mover.

¿Acaso también entonces «se fueron retirando y abandonaron sus santuarios y sus altares todos los dioses», que mantenían erguida aquella fortaleza, restaurada tras el incendio y la destrucción de los antiguos griegos? Si se habían ido retirando, quiero saber la causa, y es curioso que cuanto más voy descubriendo la falta de culpa de sus habitantes, tanto más compruebo la culpabilidad de los dioses. Los troyanos tenían cerradas las puertas a Fimbria para reservarle a Sila íntegra la ciudad; en vista de ello, Fimbria, lleno de rabia, les prendió fuego, o mejor, los arrasó por completo. Sila, en cambio, que todavía estaba al frente del mejor partido político, planeaba recuperar la República, al menos con las armas. Aún no habían tenido lugar los desastrosos resultados de estos buenos comienzos. ¿Qué cosa mejor pudieron hacer los habitantes de aquella ciudad? ¿Qué decisión más honrada, más fiel, más digna de su parentesco con Roma pudieron tomar, que reservar su ciudad para el mejor partido romano, y cerrarle las puertas al parricida de la República romana? Pues bien, apologistas de los falsos dioses: ¡fijaos en qué desastre se les convirtió esta decisión! Bien está que los dioses hayan abandonado a unos adúlteros, y que a Ilión la hayan entregado al incendio de los griegos, para que surgiera de sus cenizas una Roma más casta. Pero ¿por qué todavía han abandonado a esta misma ciudad, emparentada con los romanos, que no se rebeló contra su noble hija Roma, sino que, al contrario, guardó la fidelidad más ferviente e inquebrantable al partido más justo? ¿Por qué la han dejado destruir, no precisamente por los griegos más valientes, sino por el más miserable de los romanos? Y si no era del beneplácito de los dioses la causa del partido de Sila, a cuyo mando reservaron, desdichados, la ciudad con las puertas cerradas, ¿a qué viene prometerle y profetizarle tantos éxitos a Sila? ¿No se descubre aquí la presencia de aduladores de los dichosos, más que defensores de los desdichados?

Concluyamos que, incluso entonces, no fue destruida Ilión por el abandono de sus dioses. Fueron los demonios, siempre alerta para embaucar, quienes hicieron cuanto estuvo de su parte. En la total ruina e incendio de los ídolos junto con la ciudad, solamente quedó en pie, íntegra, refiere Tito Livio, la estatua de Minerva, bajo la inmensidad ruinosa de su templo. Y esto no para que se dijese en su loor: «¡Oh dioses patrios, bajo cuya protección está siempre Troya», sino más bien para que no se dijese en su defensa: «Se han ido retirando todos los dioses, y abandonando sus altares y sus santuarios». Se les ha permitido obrar todo eso no para demostrar su potencia, sino para probar su presencia.

CAPÍTULO VIII

¿Debió Roma encomendarse a los dioses de Troya?

¿Con qué visión, después de la experiencia de Troya, se encomendó Roma a la protección de los dioses de Ilión? Se diría que ya tenían fijada su residencia en Roma cuando Ilión cayó bajo los ataques de Fimbria. ¿Por qué, pues, quedó en pie la estatua de Minerva? Por otra parte, si se encontraban en Roma cuando Fimbria destruyó Ilión, tal vez se encontraban en Ilión cuando la misma Roma fue tomada e incendiada por los galos... Pero, como tienen un oído tan fino, y una tal rapidez de movimientos, volvieron veloces al oír el graznido del ganso, para defender al menos el Capitolio, que aún estaba a salvo. ¡Fue una lástima que el aviso para defender el resto de la ciudad llegara tarde!

CAPÍTULO IX

La paz vigente durante el reinado de Numa,
¿debe considerarse como un don de los dioses?

Existe la creencia de que los dioses favorecieron a Numa Pompilio, sucesor de Rómulo, para mantener la paz durante todo el período de su reinado, y poder cerrar las puertas de Jano, que suelen estar abiertas durante las guerras. Y precisamente se debe este favor a los múltiples ritos sagrados que dejó establecidos a los romanos. Realmente se debería felicitar a este hombre por una tan prolongada tranquilidad si la hubiera sabido emplear en algo tan provechoso, y, dejando a un lado su perniciosa curiosidad, se hubiera dedicado con auténtico espíritu religioso a la búsqueda del Dios verdadero. No fueron los dioses quienes le concedieron aquel largo ocio, pero probablemente le hubieran engañado menos si no le hubieran encontrado ocioso. Porque cuanto más despreocupado lo encontraban, más se encargaban ellos de tenerlo ocupado. Varrón nos cuenta cuáles eran sus planes y cómo se las arreglaba para granjearse la amistad de tales dioses, tanto personalmente como para la ciudad. Pero, si Dios quiere, lo trataremos en su lugar con más detenimiento.

El punto que ahora estamos tocando es el de los beneficios de los dioses. Gran beneficio es la paz, pero beneficio del Dios verdadero, como lo es el sol, la lluvia y demás elementos necesarios para la vida, que en la mayoría de los casos sobrevienen también sobre ingratos y malvados. Pero si este tan estimable don, concedido a Roma o a Pompilio, es obra de los dioses, ¿por qué ya nunca más se lo han otorgado al Estado romano, durante los períodos más dignos de elogio? ¿Eran acaso más provechosos los ritos sagrados cuando se estaban decretando, que cuando se celebraban los ya ordenados? Porque, en realidad, antaño todavía no existían, y se añadían para que existieran; en cambio, después ya existían, y se observaban para su utilidad. Ahora bien, ¿cómo se explica que aquellos cuarenta y tres o, según otros, treinta y nueve años que duró el reinado de Numa transcurrieran en una paz tan prolongada, y que después, a pesar de tener vigentes los ritos sagrados; a pesar de estar al frente los mismos dioses, invitados a los sacrificios; a pesar de ser ellos los protectores, a través de tantos años como hay desde la fundación de Roma hasta Augusto, apenas se cita, como un gran milagro, un solo año, después de la primera guerra púnica, en el que los romanos pudieron cerrar las puertas de la guerra?

CAPÍTULO X

¿Mereció la pena ensanchar los dominios de Roma al precio de tanta fiereza bélica,
pudiendo haberse conservado en paz y seguridad
con la misma política que reinó bajo Numa?

¿Me responderán que la dominación romana no se habría podido dilatar tan a lo largo y a lo ancho de la geografía, ni extender su gloria tan brillante, de no haber sido por las continuas guerras, en constante sucesión unas de otras? ¡Hermosa razón! ¿Es que para que un imperio sea grande deberá vivir sin paz? ¿No es preferible para el hombre tener una estatura pequeña, pero con salud, en lugar de aspirar a un cuerpo gigantesco, lleno de continuas molestias, y cuando ya te hayas hecho gigante no quedar tranquilo, sino padecer mayores molestias cuanto más grandes se hacen tus miembros? ¿Pero habría sucedido algún mal, mejor dicho, no habría sido un gran bien para Roma la prolongación de aquellos tiempos de que habla Salustio en pocas palabras cuando dice: «Al principio, los reyes -éste fue el primer nombre que recibió la autoridad sobre la tierra- eran diferentes: unos cultivaban los valores del espíritu, otros las habilidades corporales. En aquello época la vida del hombre se desenvolvía sin pasiones, contento cada uno con lo que tenía». ¿Es que para acrecentar tanto el Imperio debió ocurrir lo que Virgilio dice con indignación: «Poco a poco fue viniendo una edad peor, descolorida, y llegó la rabia de las guerras y la ambición de la riqueza»?

Es verdad que existe una excusa en tantas guerras emprendidas y realizadas por los romanos: la necesidad de proteger la vida y la libertad de los ciudadanos los obligaba a defenderse de las incursiones imprevistas de los enemigos, más bien que la ambición de gloria humana. Plenamente de acuerdo. En efecto, «después que el Estado -escribe Salustio- fue adquiriendo madurez por su legislación, por sus tradiciones, por su agricultura, dando ya una impresión de bastante prosperidad y de poder, la opulencia dio origen a la envidia. Y he aquí que los reyes y pueblos limítrofes empezaban a atacarlos, siendo pocos los amigos que los defendían, ya que los demás, amedrentados, se mantenían lejos del peligro. Pero los romanos, siempre alerta, lo mismo en la paz que en la guerra, se mueven con rapidez, se preparan, se animan unos a otros, se enfrentan con el enemigo, le salen al paso, protegen con las armas la libertad de la patria y la familia. Luego, una vez alejado valerosamente el peligro, prestaban auxilio a sus aliados y amigos, concertando alianzas más por los beneficios que prestaban que por los que recibían».

Fue un digno crecimiento el de Roma por estos métodos. Pero me pregunto si durante el reinado de Numa, dado que se mantuvo la paz durante tanto tiempo, hacían incursiones injustas los pueblos, incitándolos al combate o nada de esto ocurría, y así lograron una paz tan estable. Porque, si aun entonces Roma estaba instigada por guerras, y no respondía con armas a las armas, ¿por qué después no utilizó las mismas tácticas para apaciguar al enemigo, sin necesidad de derrotarlo en batalla alguna, sin sembrar el terror con su potencia bélica? Estaríamos así ante una Roma que ejercita su dominio en una paz ininterrumpida, sin necesidad de abrir las puertas de Jano. Pero si esta posibilidad no estuvo en su mano, entonces la paz que disfrutó Roma no dependía de los dioses, sino de la voluntad de los pueblos vecinos, que no quisieron provocarla con ningún ataque. A no ser que estos dioses hayan tenido la osadía de vender al hombre lo que depende del querer o no querer de otro hombre... Sería interesante, por cierto, saber hasta qué punto se les permite a estos demonios incitar hacia un fin o apartar de él a los hombres ya corrompidos por sus propios vicios. Por otra parte, si siempre les fuera esto posible, sin tomar otras decisiones, movidos con frecuencia de una fuerza superior y oculta, contraria a las pretensiones de los dioses, tendrían siempre en su mano el conceder períodos de paz o victorias bélicas, realidades que dependen casi siempre de las pasiones humanas. Es más, en la mayoría de los casos, tanto la paz como la guerra suceden contra la voluntad de los dioses. Y esto nos lo atestiguan no sólo las infinitas patrañas de sus leyendas, que apenas insinúan o significan algo verdadero, sino la misma historia de Roma.

CAPÍTULO XI

El llanto de la estatua de Apolo de Cumas se creyó anunciador del desastre
de los griegos, a quienes no había podido auxiliar

No hay otra razón que la que acabamos de exponer para la noticia de que el famoso Apolo de Cumas estuvo cuatro días llorando durante la guerra contra los aqueos y su rey Aristónico. Los arúspices, aterrados por tal prodigio, creyeron que era preciso arrojar al mar la estatua. Pero los ancianos de Cumas se opusieron a ello, aduciendo que un prodigio semejante había aparecido en la misma estatua durante la guerra de Antíoco y la de Perseo. Dieron fe, además, de que en vista de la victoria de los romanos, el Senado, por decreto, envió presentes a este mismo Apolo. Se hizo venir a otros agoreros, tenidos por más peritos. Respondieron éstos que las lágrimas de la estatua de Apolo eran venturosas para Roma, precisamente porque, siendo Cumas colonia griega, el Apolo envuelto en lágrimas era expresión de luto y desastre para su propio país, de donde se le había traído, es decir, para Grecia. Poco tiempo después llegó la noticia de que el rey Aristónico había sido derrotado y hecho prisionero. Esta victoria era evidentemente contraria a la voluntad de Apolo, y de ello se dolía. Testimonio eran hasta las lágrimas de un ídolo de piedra.

Deducimos de este episodio cómo los poetas no andan del todo descaminados de la realidad al escribir la conducta de los demonios en sus poemas, por más que sean pura fábula. Diana, según Virgilio, sintió dolorosamente la suerte de Camila, y Hércules lloró la inminente muerte de Palante. Por eso, quizá, Numa Pompilio, disfrutando de su larga paz, ignoraba a quién la debía, y tampoco se preocupaba de ello cuando se preguntaba en su tranquila ociosidad a qué dioses debía encomendar la salvación de Roma y su soberanía.

No creía que el verdadero, todopoderoso y supremo Dios se preocupara de los bienes terrenos, y no olvidaba que los dioses traídos por Eneas de Troya no habían sido capaces de mantener por largo tiempo ni el reino de Troya ni el de Lavinio, fundado por el mismo Eneas. Se creyó, pues, en el deber de buscar otros dioses, añadiéndolos a los anteriores, ya sean los que Rómulo había introducido en Roma o bien los que habían de introducirse con la destrucción de Alba. Unos como guardianes de los fugitivos y otros como auxilio de los más débiles.

CAPÍTULO XII

Multitud de dioses añadidos por los romanos,
al margen de la Constitución de Numa; su ayuda fue nula

Roma no se dignó contentarse con el culto tan variado y múltiple que le había legislado Pompilio. Le faltaba todavía su principal templo al propio Júpiter. Fue el rey Tarquinio quien edificó el Capitolio. Esculapio, el médico experto, emigró desde Epidauro a Roma, para ejercer sus habilidades de una forma más gloriosa en la noble urbe. De igual modo, la madre de los dioses vino de no sé dónde, allá de Pesinunte: era improcedente que su propio hijo estuviera encumbrado sobre el trono del monte Capitolino, mientras ella permanecía medio escondida todavía en un lugar indecoroso. Si es verdad que es madre de todos los dioses, no sólo llegó a Roma después de sus hijos, sino también antes de otros que la habían de seguir.

Realmente me sorprende que ella haya podido engendrar al Cinocéfalo, venido mucho después de Egipto. Y si la diosa Fiebre ha nacido también de ella, que lo averigüe Esculapio, su biznieto. Pero sea quien sea su madre, no creo que unos dioses extranjeros llamen plebeya a una diosa ciudadana de Roma. Pues bien, bajo la protección de tantos dioses (¿quién los podría enumerar?: nativos y extranjeros, celestes y terrestres, infernales, del mar, de las fuentes, de los ríos, y -como dice Varrón- ciertos e inciertos, y asimismo entre tan variadas especies de dioses, como en los animales, machos y hembras), amparada Roma por la protección de tan múltiples dioses, debía no haber sido sacudida y castigada por tan graves y horrendas catástrofes. Voy a recordar sólo algunas de ellas.

Gigantesca humareda ésta, por la que Roma había congregado como a una señal convenida un número tan exagerado de dioses con vistas a su protección. Para ellos creó templos, altares, sacrificios, y puso a su disposición sacerdotes, ofendiendo con ello al Dios verdadero, a quien únicamente se deben todos estos homenajes, debidamente realizados. Por cierto que su vida había transcurrido más feliz con menos dioses; pero cuanto más fue creciendo, tanto más creyó un deber aumentar los dioses, como un gran navío aumenta sus marinos. Supongo que por desconfiar de que para proteger su grandeza eran insuficientes aquel número reducido de dioses, y, sin embargo, bajo su protección vivió antaño un período más próspero, si lo comparamos con su caída posterior. En efecto, ya durante la monarquía, excepción hecha de Numa Pompilio, de quien ya he hablado arriba, ¿qué gran desgracia no ocasionó aquella lucha de rivalidades, que obligó a dar muerte al hermano de Rómulo?

CAPÍTULO XIII

Derechos y pactos de los romanos en sus primeros matrimonios

¿Cómo es posible que ni Juno (que juntamente con su esposo, Júpiter, ya «apoyaba a los romanos, dueños de la tierra, un pueblo que lucía toga») ni la misma Venus pudiesen prestar ayuda a sus propios hijos, descendientes de Eneas, para que mereciesen casarse de una forma legítima y honrada? ¿No les ocasionó la falta de mujeres un tal contratiempo que tuvieron que raptarlas engañándolas, y al poco tiempo sostener con sus suegros una guerra? ¡Pobres mujeres! Apenas se habían reconciliado con sus maridos del ultraje recibido, «reciben por dote la sangre de sus padres». Cierto que los romanos en este combate quedaron vencedores de sus vecinos. ¡Pero a costa de cuántos y cuán graves heridos de una y otra parte; de cuántos muertos entre los allegados y vecinos, han conseguido estas victorias! Por un solo suegro, César y su yerno Pompeyo, tras la muerte de su esposa, la hija de César, Lucano exclama con su profundo y muy justo sentimiento de dolor: «Elevamos nuestro canto a las guerras, peores que civiles, libradas en las llanuras de Ematia, y al derecho concedido al crimen».

Vencieron, sí, los romanos, y con sus manos todavía ensangrentadas por la matanza de sus suegros, arrancaron de sus hijas lastimeros abrazos. Ellas no se atrevían a llorar a sus padres muertos por no ofender a sus maridos victoriosos. Durante el combate no sabían por quiénes hacer votos. No fue Venus quien obsequió al pueblo romano con tales nupcias, sino Belona; o tal vez Alecto, aquella furia infernal que, aun cuando ya les era propicia Juno, les causó más perjuicios que cuando era excitada por los ruegos de Juno contra Eneas. Andrómaca fue más feliz, cayendo en cautiverio, que aquellas mujeres casándose con los romanos. Al fin y al cabo, después de sus abrazos conyugales, aunque abrazos de esclava, ningún troyano murió a manos de Pirro. En cambio, los romanos mataban en los combates a los suegros cuyas hijas abrazaban en el tálamo. Andrómaca, sometida al vencedor, sólo pudo llorar la muerte de los suyos, pero no temerla. Las sabinas, ligadas ya a los combatientes, temían la muerte de sus padres cuando veían a sus esposos salir en son de combate; y, cuando ya volvían, se lamentaban para sus adentros, sin tener libre curso ni al temor ni al dolor. Porque al morir sus antiguos vecinos, sus hermanos, sus padres, o bien con una inevitable piedad sentían profundo dolor, o bien se alegraban cruelmente de la victoria de sus maridos. Ocurría incluso algo peor: dado que la guerra lo era para ambos bandos, unas perdían sus maridos a manos de sus padres, y otras perdían padres y maridos a manos de unos y de otros. No fueron fáciles para los romanos aquellos aprietos. Llegaron a tener asediada la ciudad, defendiéndose a puertas cerradas. Hubo un engaño y las abrieron, de modo que entraron los enemigos dentro de los muros. Entonces tuvo lugar en el mismo foro una atroz y criminal refriega entre suegros y yernos. Aquellos raptores se veían ya derrotados y huían atropelladamente a sus casas, poniendo un borrón todavía más negro a sus ya vergonzosas y deplorables victorias primeras.

Llegado a este punto, Rómulo, que empezaba a perder la esperanza en el valor de sus tropas, suplicó a Júpiter que detuviera la huida. De aquí recibió Júpiter el sobrenombre de Stator (firme). Y no se hubiera puesto fin a tamaña desgracia de no haber salido las raptadas jóvenes, que, mesándose los cabellos, y arrojándose a los pies de sus padres, calmaron su justa cólera no con armas vencedoras, sino con piadosas súplicas. Por fin, Rómulo, incapaz de compartir la regencia con su hermano, se vio forzado a admitir al rey de los sabinos, Tito Tacio, como socio en el poder. Pero ¿por cuánto tiempo lo toleraría si no había podido tolerar a su propio hermano mellizo? Así que, asesinado también él, se quedó Rómulo dueño de todo el poder, para llegar a ser un dios aún mayor. ¿Qué clase de contratos matrimoniales son éstos, qué incitaciones a la guerra son éstas, qué pactos de hermandad, de afinidad, de alianza, de divinidad? En una palabra, ¿qué clase de vida es la de esta ciudad, protegida bajo la tutela de tantos dioses? Te darás cuenta de la cantidad de cosas que se podrían hablar todavía sobre este tema, si no tuviéramos intención de seguir adelante sin tardanza, en pos de otros temas.

CAPÍTULO XIV

Guerra despiadada de Roma contra Alba. La victoria,
producto de su ambición de dominio

1. ¿Qué sucedió después de Numa, bajo los otros reyes? ¡Qué desastrosa fue, incluso para los romanos, la declaración de guerra a los albanos! ¡Cómo se ve que la paz de Numa se había marchitado! Los ejércitos tanto de unos como de otros sufrieron frecuentes y encarnizados desastres, con grave menoscabo para el poder de ambas ciudades. Aquella Alba fundada por Ascanio, el hijo de Eneas, madre de Roma con más propiedad que la misma Troya, entró en guerra, provocada por el rey Tulo Hostilio. En la lucha recibió ella duros golpes y los causó también, hasta que se cansaron por ambas partes de tantos combates. Por fin se convino en someter la victoria a un enfrentamiento de tres hermanos mellizos de cada bando.

Por parte de los romanos se presentaron los Horacios, y por parte de los albanos los Curiacios. Caen primero dos Horacios a manos de los tres rivales, pero al fin el Horacio restante venció y mató a los tres Curiacios. Así fue como Roma quedó vencedora, sufriendo un descalabro hasta su último combate, puesto que de seis que eran, solamente uno pudo volver con vida a casa. ¿Y para quién fue la desgracia en ambos bandos, para quién el duelo, sino para la estirpe de Eneas, para los descendientes de Ascanio, para los hijos de Venus, para los nietos de Júpiter? Combatir la ciudad hija contra la madre fue algo peor que una guerra civil. Otra calamidad vino a sumarse, atroz y horrorosa, a este último combate de los trillizos: como ambos pueblos habían sido amigos anteriormente (eran vecinos y estaban emparentados), una hermana de los Horacios era la prometida de uno de los Curiacios; al ver los despojos de su novio en manos de su hermano victorioso, rompió a llorar, por lo que su propio hermano la hirió de muerte.

El sentimiento de esta sola mujer me parece a mí más humano que el de todo el pueblo romano junto. Ese llanto por quien ya era su esposo en virtud de la promesa dada o por el dolor, quizá, de un hermano, homicida de aquel a quien había prometido a su hermana; ese llanto, digo, no lo creo yo culpable. ¿Por qué, si no, Virgilio alaba al piadoso Eneas, que lamenta la muerte del enemigo a sus propias manos? ¿Por qué Marcelo, recordando el prestigio y la gloria de Siracusa, que en seguida él con sus manos iba a destruir, al caer en la cuenta de la común suerte de los mortales, derramó lágrimas de compasión sobre ella? ¡Por favor, seamos humanos! No culpemos a una mujer de llorar a su prometido, ejecutado por su hermano, cuando tantos hombres han llorado dignamente a sus propios enemigos vencidos por ellos.

Pero, mientras esta mujer estaba llorando la muerte de su prometido a manos de su hermano, Roma rebosaba de júbilo por haber causado en la batalla una enorme matanza contra su ciudad madre, y por haber conseguido la victoria a costa de ríos de sangre fraterna, derramada por ambos lados.

2. ¿Y todavía como pretexto me nombran la gloria y la victoria? ¡Fuera tapujos, fuera insensateces! ¡Observemos los hechos desnudos, pensémoslos desnudos, enjuiciémoslos desnudos! Que se proclame en alto la acusación de Alba, como se proclamaba el adulterio de Troya. No se encuentra ninguna semejanza, ningún parecido: con la única intención de despertar a los indolentes, «llama Tulo a las armas, y pone en pie de guerra a sus huestes, desacostumbradas a los triunfos». Este vicio, sin duda, ha sido el que ha perpetrado el enorme crimen de una guerra entre vecinos y amigos. Salustio lo toca de pasada. Recuerda con breves alabanzas los tiempos remotos en que el hombre vivía tranquilo, sin ambiciones, satisfecho cada uno con lo que tenía. Y añade: «Sin embargo, una vez comenzaron a someter ciudades y naciones: Ciro, en Asia, y los espartanos y atenienses en Grecia, se declaraba la guerra por una sola razón: el apetito de dominio. Para ellos la máxima gloria residía en el máximo poder», y lo demás que Salustio se propuso decir. A mí me bastan las palabras citadas. Es este apetito de dominio el que trae a mal traer y destroza a la Humanidad. Vencida por él, Roma se proclamaba gloriosa por haber vencido a Alba, y a su crimen lo llamaba «gloria» para ganarse más alabanzas. Como dice nuestra Escritura: El malvado se jacta de su ambición y recibe alabanzas el perverso2.

Arranquemos ya los falsos paliativos y los barnices falaces; seamos sinceros y llamemos las cosas por su nombre. Que no me venga nadie con que «aquel o aquel otro son grandes hombres porque se batieron con éste o el otro y lo vencieron». Los gladiadores también combaten, y quedan vencedores, y su crueldad también tiene un premio de gloria. Pero prefiero sufrir castigo por una omisión cualquiera antes que andar a la búsqueda de una gloria como la de aquellos combates. Y si aún se diera el caso de salir a la arena, dispuestos a batirse, un padre contra su hijo, ambos gladiadores, ¿quién aguantaría un espectáculo así? ¿Quién no lo suprimiría? Entonces, ¿cómo ha podido ser glorioso el enfrentamiento armado entre dos ciudades, madre e hija? ¿Acaso la situación cambia porque allá no hubo arena, y los vastos campos de batalla, en lugar de dos gladiadores, quedaban sembrados de cadáveres de dos pueblos; o porque el escenario de tales combates no estaba rodeado por un anfiteatro, sino por todo el mundo, ofreciendo un despiadado espectáculo a los contemporáneos y a sus descendientes, hasta donde se extiende la fama de tales gestas?

3. Sin embargo, aquellos dioses, protectores de Roma, que contemplaban como espectadores tales enfrentamientos, sufrían una contrariedad en sus deseos, hasta que la hermana de los Horacios recibió el golpe mortal de la espada fraterna. Se trataba de añadirla a sus hermanos para completar el número tres, que era el de los caídos Curiacios, no fuera a tener menos muertos Roma, aunque hubiera quedado vencedora. A continuación, y como un fruto de tal victoria, Alba fue arrasada. Había sido la tercera morada de los célebres dioses troyanos, después de Ilión, destruida por los griegos, y después de Lavinio, lugar elegido por Eneas para fundar un reino de extranjeros y fugitivos. Pero quizá, siguiendo su costumbre, también de Alba habían ya emigrado, y por eso fue destruida. «Se habían ido retirando, claro está, y habían abandonado sus santuarios y sus altares todos los dioses que mantenían erguido aquel Imperio.» Ya era la tercera vez que se habían marchado. ¡Como para que sea Roma la cuarta, encomendada a su diligentísima providencia! Alba les caía mal porque Amulio se había adueñado del poder expulsando a su hermano (ésa sí les caía bien)... Pero antes de arrasar la ciudad de Alba -dicen ellos-, se trasladó a la gente a Roma para hacer un solo pueblo de las dos ciudades. Bien, admitido que haya sido así. Pero no deja de ser verdad que aquella ciudad, reino de Ascanio y tercera residencia de los dioses troyanos, ella, la ciudad madre, fue destruida por su hija. Para lograr la fusión de los restos de la guerra de ambos pueblos en una desafortunada amalgama fue necesario antes derramar mucha sangre.

¿Para qué voy a entrar en detalle con las demás guerras, siempre las mismas, repetidas una y otra vez bajo los reyes siguientes, que parecían terminar con la victoria, a costa de tamaños estragos una y otra vez, y repetidas una y otra vez entre yernos y suegros o sus descendientes, tras haber firmado pactos y haber hecho las paces? No fue pequeño indicio de este período calamitoso el que ninguno de ellos pudo cerrar las puertas de la guerra. Y, por consiguiente, a pesar de tan numerosos dioses protectores, ninguno de los reyes pudo tener paz durante su gobierno.

CAPÍTULO XV

Vida y muerte de los reyes romanos

1. ¿Cómo fue el final de todos estos reyes? De Rómulo que se encargue de decírnoslo la fábula aduladora, según la cual fue recibido en el cielo. Que nos lo digan también algunos de sus historiadores, según los cuales fue descuartizado por los miembros del Senado en vista de su crueldad. Luego sobornaron a no sé qué Julio Próculo para que dijese que se le había aparecido, con el encargo de transmitir al pueblo romano la orden de ser honrado entre las divinidades. De esta manera, el pueblo, que comenzaba a incomodarse contra el Senado, se contuvo y quedó tranquilo.

Sucedió por entonces también un eclipse de sol. La gente, ignorante de que era debido a las leyes inalterables que regulan su curso, lo atribuyó a los méritos de Rómulo. Como si aquel supuesto llanto del sol no indicara más bien que el rey había sido asesinado, mostrándolo incluso la privación de la luz del día. Así ocurrió en la realidad cuando el Señor fue crucificado por la crueldad impía de los judíos3. Este oscurecimiento del sol no fue según las leyes normales del curso de los astros, puesto que entonces era la Pascua judía, y ésta se celebra en plenilunio. En cambio, los eclipses regulares del sol coinciden solamente con el final del cuarto menguante de la luna.

Cicerón da suficientemente a entender que esta recepción de Rómulo entre los dioses es más conjetura que realidad. En su obra sobre La República lo elogia por boca de Escipión, y dice: «Dejó Rómulo tras de sí un tan alto concepto que, al desaparecer repentinamente en un eclipse de sol, se creyó que entró a formar parte de los dioses. Esta opinión de su persona ningún mortal ha podido jamás conseguirla sin una extraordinaria fama de virtud». En las palabras «desapareció repentinamente» se entiende, como es lógico, que fue por efecto de una violenta tempestad, o bien por una muerte criminal secreta. Algunos escritores al eclipse de sol añaden una repentina tempestad, que, sin duda, fue la ocasión del crimen, o ella misma acabó con Rómulo.

De Tulo Hostilio, el tercer rey a partir de Rómulo, fulminado también por un rayo, dice Cicerón en la misma obra que no se le creyó admitido a formar parte de los dioses después de tal muerte: los romanos no quisieron dar publicidad, es decir, rebajar de categoría, atribuyendo fácilmente a otro lo que tenían en Rómulo por seguro (entendámonos: según la convicción general). Es suya también esta afirmación sin rodeos de las Catilinarias: «Al ilustre fundador de esta ciudad, Rómulo, lo hemos elevado al rango de los dioses inmortales por benevolencia; en vista de la fama adquirida». Estas palabras dejan entender que no se trata de un hecho real, sino de una opinión lanzada por alguien y luego extendida por doquier como reconocimiento generoso al mérito de sus virtudes. En el diálogo del Hortensio, hablando Cicerón de los eclipses regulares de sol, dice: «Para producir las mismas tinieblas que produjo en la muerte de Rómulo, acaecida durante un eclipse de sol». Aquí no se recata de hablar de su muerte como hombre, ya que se muestra más usando la dialéctica que el panegírico.

2. Los demás reyes de Roma, si exceptuamos a Numa Pompilio y Anco Marcio, que murieron por enfermedad, ¡qué muertes más horrendas tuvieron! Tulo Hostilio, el vencedor y destructor de Alba, fue fulminado, como ya he dicho, por un rayo con toda su casa. Tarquinio el Antiguo pereció asesinado por los hijos de su predecesor. Servio Tulio fue víctima del vil asesinato de su yerno Tarquinio el Soberbio, su sucesor en el trono. Y los dioses «no se marcharon abandonando sus templos y sus altares» ante tamaño parricidio perpetrado contra el rey más excelente de aquel pueblo; aquellos dioses, que, indignados, según se dice, por el adulterio de Paris, habían abandonado a la desdichada Troya, dejándola en manos de los griegos para su incendio y desolación. No, al contrario; Tarquinio, además de matar a su suegro, lo sucedió en el trono. Aquellos dioses vieron a este vil parricida subir al trono asesinando a su suegro, y llenarse de orgullo por numerosas guerras y victorias, y construir con el botín el Capitolio. Pero lejos de marcharse, se han quedado allí bien presentes, soportando que su rey, Júpiter, los presidiera y los gobernara desde aquel templo magnífico, es decir, desde la obra de un parricida. No creamos que levantó el Capitolio siendo todavía inocente y luego, por sus crímenes, fue expulsado de Roma; no. Se adueñó del reino gracias a un salvaje crimen, y fue en ese reinado cuando construyó el Capitolio. Andando el tiempo, los romanos lo destronaron y lo expulsaron fuera de los muros de la ciudad. Pero no fue debido a que él en persona violara a Lucrecia, sino su hijo; el estupro tuvo lugar sin su conocimiento y, además, en ausencia suya. Se encontraba entonces asediando la ciudad de Ardea y mantenía una guerra a favor de Roma. No sabemos cuál hubiera sido su reacción en caso de haber llegado a su conocimiento la infamia de su hijo. No obstante, sin conocer su opinión ni consultarlo, el pueblo lo privó del poder; cuando volvió el ejército, se le ordenó abandonarlo; se cerraron las puertas y ya no se le permitió entrar en la ciudad. Entonces él, después de sublevar los pueblos vecinos contra Roma, y destrozarla con atroces guerras; después de no haber sido capaz de reconquistar el trono, abandonado de aquellos en cuyo auxilio confiaba, se retiró a Túsculo, vecina de Roma, y allí vivió con tranquilidad como simple ciudadano catorce años, según dicen. Llegó a la vejez en compañía de su esposa, y tuvo un final más envidiable, sin duda, que el del suegro, quien pereció asesinado por su yerno, no sin la complicidad según parece, de su propia hija.

No lo han llamado los romanos a este Tarquinio precisamente el Cruel, o el Criminal, sino el Soberbio; quizá porque su orgullo de romano no soportaba la altivez de su real presencia. En efecto, tan poco caso hicieron del crimen cometido en la persona del suegro, rey ejemplar, que lo proclamaron su propio rey. Yo no salgo de mi asombro al pensar que tal vez se hicieron ellos reos de un crimen más grave, concediéndole tan subida recompensa por tan bajo crimen. Tampoco ahora «se marcharon los dioses, dejando abandonados sus templos y sus altares». A no ser que alguien, para salir en su defensa, diga que permanecieron en Roma precisamente para poder castigar a los romanos, más bien que para beneficiarlos con su ayuda, cautivándolos con huecas victorias y destrozándolos con sangrientas guerras.

Así fue la vida de Roma bajo la monarquía, en el tiempo glorioso de aquel Estado, hasta la expulsión de Tarquinio el Soberbio, es decir, durante doscientos cuarenta y tres años aproximadamente. Todas estas victorias, ganadas con ríos de sangre y con tan amargas calamidades, apenas lograron ensanchar sus dominios en unas veinte millas alrededor de Roma, territorio que no admite comparación con el que hoy tienen algunas ciudades, al menos de Getulia.

CAPÍTULO XVI

Primeros cónsules de Roma. Uno expulsa al otro de su patria. Muere luego
a manos del herido enemigo, tras cometerse en Roma atroces parricidios

Añadamos a este período aquel otro, del que dice Salustio que reinaban unas leyes justas y bien administradas, mientras hacía de respaldo el miedo a Tarquinio y la pesada guerra con Etruria. En efecto, Roma recibió el duro golpe de la guerra, mientras los etruscos apoyaban a Tarquinio en sus esfuerzos por reconquistar el trono. Nos dice Salustio que en la República reinaban unas leyes sabiamente administradas, pero por la premura del miedo, no por la inspiración de la justicia. En período tan breve, ¡qué funesto fue aquel año, en que se nombraron los primeros cónsules, tras la expulsión de la Monarquía! Baste decir que no terminaron el año de su consulado. Junio Bruto, después de degradar a su colega Lucio Tarquinio Colatino, lo expulsó de Roma. Cayó luego muerto en la guerra, entre mutuas heridas con el enemigo. Antes había dado muerte él a sus hijos y a sus cuñados por haber descubierto su conjura para restablecer en su puesto a Tarquinio. Virgilio nos cuenta este hecho, y primero lo alaba, pero después lo lamenta en tonos de horror. Dice así: «Este padre, enarbolando la bandera sublime de la libertad, condena al suplicio a sus propios hijos, que intentaban prender el fuego de nuevas guerras». A continuación exclama: «¡Desdichado!, sea cualquiera la interpretación que de estas hazañas hagan los jóvenes». Lo tomen como lo tomen, dice, las futuras generaciones, es decir, aunque este hecho lo elijan como modelo y lo pongan por las nubes, el padre que mata a sus hijos es un desdichado. Luego, como para consolar al tal desdichado, añade inmediatamente: «Quienes vencen son el amor a la Patria y el insaciable deseo de gloria».

Este Bruto, verdugo de sus hijos, no pudo sobrevivir por las heridas recibidas al herir él a su enemigo, el hijo de Tarquinio. En cambio, el propio Tarquinio le sobrevivió. En este Bruto, digo, ¿no vemos vengada la inocencia de su colega Colatino? En efecto, era Colatino un excelente ciudadano, que después de la expulsión de Tarquinio sufrió la misma suerte que el tirano. Y el mismo Bruto, al parecer, era familia de Tarquinio. Pero en Colatino, el parecido del nombre fue su perdición, puesto que también se llamaba Tarquinio. ¡Que se le hubiera obligado a cambiar de nombre y no de patria!; en último caso, que de su nombre hubiera desaparecido la palabra Tarquinio, llamándose Lucio Colatino sin más. Pero no perdió lo que podía haber perdido sin mengua alguna: ¡era necesario al primer cónsul obligarlo a renunciar a su magistratura; era necesario a este intachable ciudadano despojarlo del derecho de ciudadanía! ¿Acaso también es motivo de gloria una tan detestable tiranía en Junio Bruto, sin la menor utilidad para la República? ¿Acaso también para cometerla «quien venció fue el amor a la Patria, y el insaciable deseo de gloria»?

Por cierto que, una vez desterrado el tirano Tarquinio, fue elegido cónsul el marido de Lucrecia, L. Tarquinio Colatino, juntamente con Bruto. ¡Con cuánta justicia el pueblo se fijó no en el nombre de un ciudadano, sino en su conducta! ¡Y con cuánta injusticia Bruto, su colega en aquella primera y recién estrenada dignidad consular, lo despojó de su cargo y de su patria, pudiendo despojarlo simplemente del nombre, si es que le resultaba ofensivo!

Todos estos males se cometieron, todas estas calamidades sobrevinieron, mientras «reinaban unas leyes justas y bien administradas». Asimismo, Lucrecio, elegido para suceder en el cargo a Bruto, murió de una enfermedad antes de terminar ese mismo año. De este modo, Publio Valerio, sucesor de Colatino, y Marco Horacio, que sustituyó al difunto Lucrecio, completaron aquel año fúnebre e infernal, que llegó a tener cinco cónsules. ¡Con este año inauguró la República romana su nueva dignidad y el nuevo poder del consulado!

CAPÍTULO XVII

Males que afligieron a la República romana en sus comienzos,
sin que recibiera ninguna ayuda de los dioses adorados por ella

1. Una vez que el miedo fue desapareciendo poco a poco, no por cesar las guerras, sino por haber aligerado un tanto; es decir, finalizado el período en que «reinaban unas leyes justas y bien administradas», siguió una época brevemente descrita por Salustio: «Empezaron entonces los patricios a someter a servidumbre al pueblo, a disponer tiránicamente de sus vidas, a cargar sus espaldas, a arrojarlos de sus campos, a acaparar todo el poder ellos solos, con exclusión de los demás. Abrumado estaba el pueblo de tantas injusticias y, sobre todo, de tantos impuestos. Soportaba al mismo tiempo la carga del tributo por guerras continuas y el servicio militar. Por todo ello se levantó en armas y se concentró en los montes Sagrado y Aventino. Consiguió con ello la creación a su favor del tribuno del pueblo junto con otros derechos. Pero el fin de las discordias y de los enfrentamientos por ambas partes lo trajo la segunda guerra púnica».

¿Y por qué me entretengo tanto tiempo y entretengo a mis lectores con esta descripción? Es Salustio quien con breves trazos nos dibuja el panorama de esta época: lo desdichada que fue aquella República tan prolongada a través de los años, hasta la segunda guerra púnica. En su política externa, con guerras, fuente de una incesante inquietud. En el interior, con discordias y rebeliones civiles. Por consiguiente, aquellas victorias no constituyeron un auténtico disfrute de bienestar, sino más bien pasajeros desahogos de una vida desdichada, y un acicate estimulante de espíritus inquietos para soportar más y más sufrimientos estériles.

No quisiera que los hombres de bien y sensatos romanos se indispusieran por lo que estoy diciendo. Aunque, bien mirado, no veo por qué haya que pedírselo ni advertírselo siquiera: estoy totalmente seguro de que no se indispondrán en absoluto. En realidad, no digo cosas más duras ni con más dureza que sus propios escritores. Claro que me considero muy por debajo de ellos en estilo y en tiempo para dedicarme a ello. Por otra parte, ellos han gastado muchas energías en estudiarlos, y las hacen gastar a sus hijos. Y si me aguantan, ¿se van a indisponer si me limito a reproducirles lo que dice Salustio? Éstas son sus palabras: «Surgieron infinidad de desórdenes, de rebeliones y, por fin, guerras civiles. Mientras tanto, un reducido número de potentados, cuyos favores habían ganado a la mayoría, encubrían sus ansias de dominio bajo el honorable pretexto de obrar en nombre del Senado o del pueblo. Se tenía por buenos o malos a los ciudadanos, no por sus hechos meritorios en pro del Estado -en realidad, todo el mundo estaba igualmente corrompido-, sino por el grado de sus riquezas o de su potencia nociva: cuando uno defendía su situación presente, entonces era tenido por bueno».

Los historiadores han creído moverse en la auténtica libertad al no callar las lacras de su propia patria. Ellos mismos se han visto obligados más de una vez a prodigarle grandes elogios, a falta de otra más auténtica, cuyos ciudadanos estén inscritos para toda la eternidad. Por tanto, ¿qué no deberemos hacer nosotros, cuya libertad debe ser tanto mayor cuanto es mejor y más cierta nuestra esperanza en Dios, al ver que le imputan a nuestro Cristo los males de la época presente, con el fin de apartar a los más débiles e incautos de esta patria, en la cual, y sólo en ella, viviremos una felicidad sin fin? La verdad es que no decimos contra sus dioses cosas más monstruosas que las dichas por sus escritores, tan leídos y decantados por ellos. No hacemos aquí más que tomar de sus escritos, y no nos sentimos capaces de expresar toda la verdad ni todos sus matices.

2. ¿Dónde estaban aquellos dioses, cuyo culto han creído de utilidad para conseguir en este mundo la felicidad, tan menguada y mentirosa, mientras los romanos, a quienes se vendían estos dioses por el precio de su veneración con refinadísima astucia, estaban plagados de duras calamidades? ¿Dónde estaban cuando el cónsul Valerio defendía con todas sus fuerzas el Capitolio en llamas y le mataron exiliados y esclavos? ¿Cómo es posible que le resultara más fácil a él socorrer la mansión de Júpiter que recibir ayuda de todo aquel tropel de divinidades, con su rey a la cabeza, el más grande y el mejor, cuyo templo había librado el cónsul? ¿Dónde estaban cuando Roma, agotada por el más amargo de los males, las rebeliones, esperaba, en un momento de calma, a los embajadores enviados a Atenas para cambiar las leyes, y fue devastada por el hambre y una peste espantosas? ¿Dónde estaban cuando el pueblo, de nuevo atacado por el hambre, creó por primera vez un prefecto de abastecimiento y agravándose aquel hambre, Espurio Melio, por proveer de trigo a la hambrienta multitud, incurrió en el delito de aspiración al trono real; y a instancias del citado prefecto, y por decreto del dictador Lucio Quintio, un viejo ya decrépito, fue muerto a manos de Quinto Servilio, jefe de caballería, en medio de un enorme y peligroso tumulto de la ciudad? ¿Dónde estaban cuando se originó la peste más grave, y el pueblo larga y profundamente agotado, ante la falta de recursos, decidió ofrecer a estos dioses inútiles nuevos lectisternios, cosa que jamás antes había realizado? (Se extendían en honor de los dioses unos lechos: de ahí este sagrado rito, o mejor este sacrilegio, ha tomado el nombre.) ¿Dónde estaban cuando el ejército romano, luchando en malas condiciones durante diez años consecutivos, sufrió, a las puertas de Veyes, continuos y duros descalabros, recibiendo por fin la ayuda de Furio Camilo, a quien la ciudad ingrata condenó después? ¿Dónde estaban cuando los galos tomaron Roma, la saquearon, la incendiaron y la llenaron de cadáveres? ¿Dónde estaban cuando aquella famosa peste causó tan enormes estragos, y por la que pereció también el ilustre Furio Camilo, el que defendió a la ingrata República primero de los veyentes, y luego la arrebató de mano de los galos? Fue en esta peste cuando se introdujeron los juegos escénicos, otra nueva peste no de los cuerpos, sino, lo que es mucho más pernicioso, de las costumbres romanas.

¿Dónde estaban los dioses cuando se declaró otra peste grave, cuyo origen, según se cree, fueron las envenenadas matronas, numerosísimas y nobles por encima de toda sospecha, cuyas costumbres resultaron ser más nocivas que la peor peste? ¿O cuando los dos cónsules con su ejército, cercados por los samnitas, hasta hacerlos entrar en el desfiladero de las Horcas Caudinas, fueron obligados a firmar con ellos un pacto vergonzoso, llegando a tener que dejar como rehenes a seiscientos de caballería, mientras a los demás, depuestas las armas y la indumentaria, despojados de su uniforme, en ropa estrictamente personal, se les hizo pasar bajo el yugo enemigo? ¿O cuando una terrible peste azotaba al mundo civil, mientras en el ejército muchos cayeron fulminados por un rayo? ¿O, también, cuando en otra inaguantable peste se vio Roma forzada a llamar a Esculapio de Epidauro, como al dios médico, y a utilizar sus habilidades, puesto que al rey de todos ellos, Júpiter, ya entronizado en el Capitolio desde hacía mucho, las frecuentes aventuras obscenas de su mocedad no le habían dejado tiempo, por lo visto, para aprender la medicina? ¿O cuando se aliaron en una misma conspiración enemigo lucanos, obrucios, samnitas, etruscos y los galos senones, matando en primer lugar a los embajadores, y haciendo un tal estrago en el ejército que, juntamente con el pretor y siete tribunos, perecieron trece mil soldados? ¿O cuando las rebeliones internas de Roma, tan prolongadas y tan graves, cuyo resultado fue la ruptura de hostilidades por parte del pueblo, que al fin se retiró al Janículo? Tan funesta fue esta calamidad, que se vieron obligados a nombrar dictador a Hortensio, decisión que sólo se tomaba en peligros extremos. Logró Hortensio retirar al pueblo de su postura; pero su vida expiró durante su magistratura, cosa que a ningún dictador había ocurrido hasta entonces y que constituye una falta imperdonable para aquellos dioses, presente como estaba ya Esculapio.

3. Por aquel entonces las guerras se multiplicaron por todas partes de tal forma que, a falta de soldados, alistaban en el ejército a los proletarios, llamados así porque sólo tenían como misión el engendrar prole para el Estado, ya que su pobreza no les daba la categoría necesaria para formar parte del ejército. Pirro, el rey de Grecia, entonces en la cumbre máxima de su gloria, fue llamado por los tarentinos y declarado enemigo de Roma. Acudió a Apolo para consultarle sobre el futuro de los acontecimientos. Apolo, con mucha elegancia, le respondió en un oráculo tan ambiguo que, sucediera lo que sucediera, él seguiría conservando su categoría de divino. Así le contestó: «Te anuncio, Pirro, poder vencer los romanos» («Dico te, Pyrrhe, vincere posse Romanos»). Así que, ya vencieran los romanos a Pirro, o Pirro a los romanos, el adivino podía esperar seguro cualquier desenlace. ¡Qué horrenda carnicería hubo entonces en ambos ejércitos! De todas formas, Pirro quedó vencedor. Podía proclamar que Apolo, en vista de su penetración del futuro, era un ser divino, si no fuera porque en otro combate, poco tiempo después, los romanos se volvieron a casa con la victoria.

En medio de tan desastrosas guerras se declaró, para colmo, una terrible peste entre las mujeres. En efecto, las mujeres próximas a ser madres morían antes de dar a luz. Ante esta situación, Esculapio -tengo entendido- se excusaba diciendo que él era el jefe de todos los médicos, no un tocólogo. Morían también los animales, hasta el punto de pensarse que su raza se extinguiría. ¿Y qué decir de aquel inolvidable invierno de increíble dureza, cuando la nieve acumulada llegó a tener alturas peligrosas, incluso en el Foro, durante cuarenta días, y con el Tíber hecho un carámbano? ¡Cuántas barbaridades no habrían dicho nuestros adversarios si todo esto hubiese sucedido en nuestros tiempos! ¿Y qué decir, asimismo, de aquella peste gigantesca? ¡Por cuánto tiempo se estuvo ensañando, y con cuántas víctimas acabó! ¿Acaso no se prolongó todavía con más virulencia durante otro año, a pesar de la presencia de Esculapio, teniéndose que recurrir a los libros sibilinos? En esa clase de oráculos -los recuerda Cicerón en su obra La adivinación- se suele fiar la gente de los intérpretes que hacen conjeturas dudosas, como pueden o como quieren. Partiendo de tales libros, se publicó cuál era la causa de la peste: que muchos individuos utilizaban gran número de templos para usos privados. Así quedaba libre Esculapio de la grave acusación de incompetencia o de desidia. ¿Y por qué había ocupado mucha gente aquellos edificios, sin la prohibición de nadie, sino porque estaban desengañados de elevar sus preces inútilmente un día y otro día a este tropel innumerable de dioses, hasta que poco a poco sus adoradores los fueron dejando desiertos?

Así, vacíos como estaban, podían al menos ser útiles al hombre sin que nadie se sintiera ofendido.

Estas moradas, pues, fueron por entonces reconstruidas y reparadas diligentemente, so pretexto de amansar la peste. Y si no fuera porque con el tiempo volvieron a caer en el olvido, abandonadas y utilizadas de nuevo como antes, no habría por qué atribuirle a Varrón una erudición tan vasta por haber sacado a luz en sus escritos tal variedad de datos ya ignorados acerca de los santuarios. Mientras tanto, con una estudiada cortesía, aunque la peste no se conjuró, sí se logró disculpar a los dioses.

CAPÍTULO XVIII

Desgracias que destrozaron a Roma en las guerras púnicas.
Inútilmente se elevaban súplicas a los dioses en demanda de auxilio

1. Examinemos ahora el período correspondiente a las guerras púnicas. En un principio la victoria se mantuvo varios años vacilante e incierta para el poderío militar de uno y otro bando. Ambos pueblos, a cual más poderoso, se lanzaban mutuamente ataques con toda su potencia y sus recursos bélicos. ¡Cuántos pequeños reinos quedaron destrozados entonces! ¡Cuántas ciudades, populosas e ilustres, quedaron arrasadas; cuántas llenas de desolación; cuántas poblaciones se perdieron! ¡Cuántas regiones, por toda la geografía, devastadas! ¡Cuántas veces, por turno, éstos se declaraban vencedores y los otros eran vencidos! ¡Cuántas vidas humanas perdidas, tanto entre los combatientes como entre la desarmada población civil! ¡Qué enorme despliegue de fuerzas navales destrozadas, sea en los combates, sean tragadas por el mar en infinidad de tempestades! En fin, si me pusiera a describirlo o a recordarlo todo, no pasaría de ser un historiador más.

En esta época la población romana fue presa del pánico, y corría en busca de remedios inútiles y ridículos. Por indicación de los libros sibilinos se instauraron los juegos seculares, cuya celebración, de cien en cien años, se había establecido en tiempos más venturosos, pero que ahora, por negligencia, estaban relegados al olvido. Renovaron también los pontífices los juegos consagrados a las divinidades infernales, abolidos antaño, en tiempos mejores. Naturalmente, nada más renovarse los juegos, como esas divinidades estaban opulentas con tal abundancia de muertos, también a ellos les encantaban los juegos. Y mientras tanto, los pobres mortales ofreciendo a los demonios, a fuer de gigantescos juegos, y a las divinidades infernales a fuer de opíparos banquetes, sus mismas rabiosas guerras, sus sangrientos corajes, sus fúnebres victorias conseguidas por uno y otro bando. Nada más lamentable en la primera guerra púnica que la derrota de los romanos, hasta el punto de caer prisionero el célebre Régulo, de quien hemos hecho mención en el primero y segundo libros, un gran hombre, sin discusión. Había vencido antes y sometido a los cartagineses. Él fue quien declaró esta primera guerra púnica, y hubiera triunfado sobre los agotados cartagineses de no haber sido por su desmesurada pasión por la exaltación y la gloria. Ellos le llevaron a imponer condiciones de una dureza insoportable. Si la cautividad de este héroe, imprevista del todo; si su humillante esclavitud, si la escrupulosa fidelidad a su juramento y la atrocidad de su muerte no hace avergonzarse a esos dioses, entonces es verdad que son puras estatuas de bronce, sin vida en sus venas.

2. Pero durante este período tampoco faltaron las más graves calamidades dentro de los muros de Roma. El Tíber se desbordó de una forma insólita y quedaron asolados todos los barrios bajos de la ciudad: unos fueron arrastrados por el ímpetu torrencial del río, y los otros, anegados en las aguas largo tiempo estancadas, se derrumbaron. A este azote de la ciudad lo siguió otro peor todavía: el fuego. Empezó por adueñarse de algunos edificios más altos cerca del Foro, no perdonando siquiera el templo más entrañable de Vesta, donde se guardaba la costumbre de hacerle una como oblación de vida siempre nueva, mediante la renovación de leños ardientes con un exquisito cuidado por manos de doncellas vírgenes. Y esto no precisamente como un honor para ellas, sino más bien como una condena. Sucedió en aquel momento que el fuego no se contentó con mantenerse vivo, sino que empezó a devorar a su alrededor. Aterradas las vírgenes de su voracidad, se vieron incapaces de salvar del incendio los sagrados emblemas del Destino, que ya habían traído la ruina de tres ciudades, moradas suyas anteriores. En esto, el pontífice Metelo, jugándose la vida, se lanzó y, medio abrasado, pudo arrebatarlos del fuego. Pero ni el fuego lo reconoció a él ni había allí divinidad alguna, puesto que, si la hubiera, ya habría escapado.

He aquí cómo un simple hombre pudo hacer más por los emblemas sagrados de Vesta, que la misma diosa por el hombre. Si estos emblemas no eran capaces de salvarse a sí mismos del fuego, ¿cómo iban a poder defender de la inundación o de las llamas a la ciudad, que confiaba estar a salvo bajo su protección? Nada con tanta evidencia como los mismos acontecimientos han puesto de manifiesto la absoluta impotencia de tales simulacros. Dejaríamos nosotros de formular estas objeciones contra nuestros adversarios si manifestasen que tales imágenes no han sido erigidas con objeto de proteger las realidades temporales, sino para significar las eternas. De esta forma, si llegaba el caso de perecer, dado que son algo corporal y visible, no sufrirían menoscabo alguno las realidades que representaban, pudiendo ellas ser reparadas para sus fines de nuevo. En cambio, los paganos, con una asombrosa ceguera, están en la creencia de que esos sagrados símbolos, perecederos de por sí, pueden asegurar para siempre la salvación terrena y la felicidad temporal de una ciudad. De ahí que cuando se les demuestre que, incluso quedando a salvo tales emblemas, ha hecho presa en ellos la desgracia o la infelicidad, se avergüenzan de cambiar de pensamiento, aunque no admita ya defensa alguna.

CAPÍTULO XIX

Segunda guerra púnica: sus desastrosas consecuencias
y sus estragos en las fuerzas de ambos ejércitos

Pasemos a analizar la segunda guerra púnica. Sería interminable el recordar las catástrofes de los dos pueblos, enfrentados entre sí a lo largo y a lo ancho de la tierra. Tan es así, que, según la propia confesión de quienes se propusieron narrar no tanto las guerras de Roma, cuanto el tratar su poderío militar, el vencedor tenía todas las apariencias de vencido. En efecto, surge Aníbal de Hispania, escala los Pirineos, atraviesa la Galia, traspasa los Alpes, va engrosando sus fuerzas en tan largo recorrido. A su paso todo queda devastado o sometido. Como si fuera un torrente, se precipita a las mismas puertas de Italia. ¡Cuánta sangre corrió en aquellas guerras, de innumerables enfrentamientos! ¡Cuántos descalabros sufrieron las fuerzas romanas! ¡Cuántas plazas capitularon ante el enemigo, y cuántas otras fueron tomadas y saqueadas! ¡Qué salvajes batallas, tantas veces gloriosas para Aníbal, cuantas desastrosas para Roma!

¿Y qué diré de la catástrofe de Canas, colmada de un horror indescriptible? Allí Aníbal, con toda su crueldad, se dice que quedó tan saciado de la atroz matanza causada a su enemigo más encarnizado, que dio la orden de cesar. Desde el lugar de la batalla envió a Cartago seis celemines de anillos de oro. Quería dar a entender que la caída de la nobleza romana en esta batalla había sido tan grande, que era más fácil medirla que contarla. En cuanto al desastre de la tropa restante, tanto más numerosa cuanto más indefensa, que yacía sin anillos, podían calcular por estos datos que era más para deducirla que para notificarles cifras. A raíz de esta catástrofe, se dejó sentir una tal carencia de soldados, que los romanos enrolaron a reos de crímenes, a cambio de la impunidad, y catervas de esclavos, a cambio de su libertad. Con todos estos elementos lograron alistar -que no restaurar- un vergonzante ejército. Pero he aquí que a los esclavos (¡perdón!, no vayamos a hacerles una injuria), a los ya libertos, dispuestos a luchar por la República romana, les faltaban las armas. Arrancaron entonces las de los templos, como si los romanos dijeran a sus dioses: «¡Rendid las armas que inútilmente habéis llevado durante tantos años!»; tal vez nuestros esclavos puedan sacar algún provecho con lo que vosotros, dioses nuestros, nada habéis podido lograr. Sucedió, además, que las arcas del Estado eran insuficientes para pagar la soldada del ejército, y se echó mano de las riquezas privadas para ayudar a los gastos públicos. Cada uno contribuyó con lo que tenía, hasta tal punto que, si exceptuamos los anillos y bulas individuales, tristes distintivos de nobleza, nadie se quedó con un grano de oro, ni siquiera el Senado; cuánto menos los restantes órdenes y las tribus.

¿Quién aguantaría hoy a los paganos, si se vieran obligados a pasar una tal penuria en nuestros días? Ahora apenas los podemos soportar, cuando entregan más a los histriones por un inútil placer, que entonces a las legiones para salvar la vida en tan apurado trance.

CAPÍTULO XX

Destrucción de Sagunto. Los dioses romanos, a pesar de estar sucumbiendo
por su amistad con Roma, ningún auxilio le prestaron

Pero entre todos los desastres de la segunda guerra púnica, ninguno tan desgraciado ni tan digno de lamentar como la destrucción de Sagunto. Esta ciudad de Hispania, tan adicta al pueblo romano, fue destruida por conservarle su fidelidad. Fue aquí donde Aníbal rompió el pacto con los romanos, buscando pretextos para incitarlos a la guerra. Empezó primero por asediar ferozmente a Sagunto. Llega la noticia a Roma y ésta le envía legados para que levante el cerco. Aníbal los desprecia y se van a Cartago, donde exponen la querella sobre la ruptura del tratado de paz. No prospera la gestión y se tornan a Roma. El tiempo pasa en estas negociaciones y, mientras tanto, aquella desdichada ciudad, opulentísima, muy querida en su país y en Roma, es asolada por los cartagineses a los ocho o nueve meses. Sólo leer cómo fue su final ya causa horror, cuánto más escribirlo. Con todo, lo trataré brevemente, ya que es de sumo interés para el tema en que estamos centrados.

En primer lugar estaban los saguntinos consumidos por el hambre. Hasta se dice que parte de ellos llegaron a alimentarse de sus propios cadáveres. Al fin, ya cansados de todo, para evitar al menos caer prisioneros en las manos de Aníbal, levantaron públicamente una gigantesca hoguera y, clavándose las espadas, se arrojaron a las llamas con sus familias. ¿Cómo no intervinieron aquí estos dioses glotones y embusteros, hambrientos de la grasa de los sacrificios, que andan engañando a la gente con las patrañas de sus oscuros vaticinios? ¿Cómo no intervinieron aquí para ayudar a esta ciudad, tan amiga del pueblo romano? ¿Cómo no impidieron su destrucción, originada precisamente por mantener a toda costa su lealtad? Los dioses, por supuesto, fueron quienes presidieron, como mediadores, la alianza que unió a Sagunto con Roma. Y ahora es asediada, castigada, exterminada a manos de un pérfido por mantener fielmente lo que ella en su presencia y bajo su aprobación había contraído, por fidelidad a ellos se sentía ligada y con juramento se había comprometido. ¿No fueron estos mismos dioses quienes más tarde, con rayos en una tempestad, aterraron a Aníbal, ya próximo a las murallas de Roma, y lo ahuyentaron de allí? Entonces, ¿por qué no actuaron de modo semejante al principio? Me atrevo incluso a afirmar que era más honrosa para ellos la posibilidad de desencadenar una tempestad en favor de los aliados de Roma, a la sazón en peligro por mantenerse fieles a su juramento, y en total ausencia de auxilio, que el hacerlo en favor de los mismos romanos. Éstos luchaban para ellos y frente a Aníbal disponían de gran cantidad de recursos. Si fueran los garantes de la felicidad y de la gloria de Roma, le habrían evitado el negro baldón del desastre saguntino. ¡Qué simpleza creer que Roma no sucumbió bajo la victoria de Aníbal por haber tenido a estos dioses por baluarte, cuando no pudieron echar una mano a Sagunto para evitar su exterminio por mantener su alianza!

Supongamos, por ejemplo, que el pueblo saguntino hubiera sido cristiano, y se hubiera visto en la necesidad de padecer algo semejante por su fidelidad al Evangelio (aunque, en realidad, nunca se habrían exterminado a sí mismos a sangre y fuego); pero en el caso de que hubieran padecido la destrucción por su fe evangélica, lo habrían hecho con una esperanza que ha puesto su fuerza en Cristo, no por la recompensa de un tiempo insignificante, sino de una eternidad sin fin. Mas en relación con estos dioses, a quienes -al parecer- se les da culto, es más, se sienten en la obligación de dárselo, precisamente para asegurar la felicidad de estas cosas escurridizas y transitorias, ¡qué nos responderán sus defensores para disculparlos sobre la ruina de Sagunto, sino lo mismo que responden sobre la muerte del célebre Régulo? Con esta única diferencia: que en aquel caso se trataba de un solo hombre, y en éste de una ciudad entera. Pero en ambos casos la razón de la muerte ha sido la fidelidad al juramento prestado. Por esta fidelidad precisamente el uno eligió volver al enemigo, y la ciudad no quiso pasarse a él.

¿Conque el mantenerse fiel a la palabra dada provoca la cólera de los dioses? ¿O pueden sucumbir no sólo un grupo de hombres, sino ciudades enteras, teniendo a los dioses de su parte? En tal disyuntiva, les dejo a nuestros adversarios que elijan la respuesta que más les plazca. Porque si la fidelidad mantenida excita la cólera de tales dioses, pónganse a buscar perjuros que los honren. Y si, aun cuando los dioses les sean propicios, es posible a los individuos o a las ciudades perecer víctimas de incontables y dolorosas torturas, es inútil darles culto con vistas a la felicidad de este mundo. Así que basta ya de enojarse quienes se piensan desgraciados por la pérdida del culto a sus dioses. Bien podría ocurrir que, a pesar de la presencia, incluso de la protección de sus dioses, se encontrasen ahora no sólo renegando de una desdicha semejante a la actual, sino en medio de atroces tormentos, como antaño Régulo, o hasta ya totalmente devorados por la muerte.

CAPÍTULO XXI

Ingratitud de Roma para con su libertador, Escipión.
Su nivel moral en el momento en que Salusto la califica de óptima

Entre la segunda y última guerra con los cartagineses, cuando Salustio elogia a los romanos por su conducta inmejorable y su perfecta concordia mutua (paso por alto muchos detalles, ateniéndome al plan de la presente obra); en este período de costumbres ejemplares y magnífica convivencia, Escipión, el libertador de Roma y de Italia, el que acabó de forma gloriosa y admirable la segunda guerra púnica, tan horrenda, tan destructora, tan peligrosa, que supo ser vencedor de Aníbal y domador de Cartago, cuya imagen se nos retrata como entregado a los dioses desde su juventud y educado en los templos, dimitió ante las acusaciones de sus enemigos personales. Exiliado de su patria, la que se había salvado y era libre gracias a su arrojo, se retiró a Literno, donde pasó el resto de sus días. Después de su triunfo tan relevante, no quiso saber más de aquella Roma: se dice que dio órdenes de que ni siquiera sus funerales se celebrasen en su ingrata patria, después de su muerte.

Luego, por obra primeramente del procónsul Gneo Manlio, triunfador de Galacia, se introdujo en Roma el lujo asiático, más peligroso que cualquier enemigo. Comenzaron a ponerse de moda los lechos de bronce, los tapices preciosos. Se introdujeron en los banquetes tocadores de arpa y otras licenciosas depravaciones. Pero de momento me he propuesto hablar de los males que los hombres padecen contra su voluntad, no de aquellos que realizan con gusto. De ahí que el caso antes citado de Escipión, forzado a abdicar por las acusaciones de sus enemigos, muerto fuera de la patria que él mismo había liberado, es mucho más esclarecedor para lo que estamos discutiendo. Porque aquellos espíritus divinos, de cuyos templos hizo retroceder a Aníbal, no le correspondieron; ellos, que reciben culto únicamente por esta felicidad temporal. Pero, como Salustio califica este tiempo de óptimas costumbres, he creído oportuno citar lo del lujo asiático, para que se vea cómo Salustio lo dijo comparándolo con otros períodos de su historia, donde reinaron costumbres más corrompidas en medio de gravísimas discordias.

Fue entonces -entre la segunda y tercera guerra púnica- cuando se promulgó la ley Voconia, que inhabilitaba para la herencia a la mujer, incluso aunque fuera hija única. Yo no sé si es posible encontrar algo más injusto de palabra y de obra. A pesar de ello, durante todo el intermedio entre estas dos guerras púnicas, las desgracias de Roma fueron más soportables que en otros períodos. Solamente el azote de la guerra lo sufría el ejército en campañas del exterior, sirviéndole sus victorias de consuelo. Dentro de Roma no había las discordias que la destrozaban en otros tiempos. Pero en la última guerra púnica, Escipión el Menor, de un solo ataque, destruyó de raíz a la rival del poderío romano -de ahí le ha venido el sobrenombre de Africano. Y seguidamente un tal cúmulo de males infestó al Estado romano, por causa de su prosperidad y seguridad política, fuente ésta de inmoralidad y de los males restantes, que se puso de manifiesto ser más nociva la fulminante caída de Cartago que lo fue su enemistad, tanto tiempo alimentada.

Pasemos revista al período que sigue hasta César Augusto, quien parece haber arrebatado por completo la libertad de los romanos; esa libertad que ya ellos mismos no tenían como gloriosa, sino pendenciera, funesta, sin nervio alguno y lánguida. Todo lo concentró en un absolutismo tiránico, bajo las apariencias de una restauración y renovación de la República, extenuada por una especie de decrepitud enfermiza. En todo este período omitiré los desastres militares, tantas y tantas veces repetidos, debidos a unas u otras causas, así como el pacto con Numancia, vergonzoso, horrendo, ignominioso. Al cónsul Mancino se le habían volado los pollos de la jaula; ¡fatal augurio, según dicen! Como si durante tantos años en los que estuvo sitiada esta insignificante ciudad, teniendo en jaque al ejército romano, y que ya comenzaba a ser el terror de la República, la hubieran atacado los otros generales con augurios diferentes.

CAPÍTULO XXII

Edicto de Mitrídates: todo ciudadano romano hallado en Asia deberá morir

Ya he dicho que dejaré a un lado estos acontecimientos. No obstante, no pasaré en silencio la orden que dio Mitrídates, rey de Asia, de exterminar en un solo día a todo ciudadano romano que se encontrase en cualquier parte de su territorio. Había un gran número dedicado a los negocios. Y se cumplió la orden. ¡Qué lamentable espectáculo! En un instante, dondequiera se encontrase un romano: en el campo, de camino, en la ciudad; en su casa, en su barrio, o en la plaza; en el templo, en la cama, o a la mesa; en fin, cuando menos lo esperaba y de forma despiadada, todos eran degollados. ¡Qué morir aquél tan lastimero! ¡Qué lágrimas arrancaban a los circunstantes y quizá a sus mismos verdugos! ¡Qué cruel obligación la de los nativos que los hospedaban: ver en su propia casa aquellos viles asesinatos, más aún, tener que perpetrarlos! Su rostro, de una afable acogida, llena de humanidad, debían cambiarlo repentinamente para perpetrar en plena paz un acto propio de quien está en guerra frente a su enemigo, hiriéndose, me atrevo a decir, mutuamente: el asesino, al asestar el golpe en el cuerpo de la víctima, se lo asestaba a sí mismo en el alma.

¿Y todos estos pobres desgraciados, qué? ¿Habían despreciado los augurios? ¿No tenían dioses tanto domésticos como públicos para consultarlos cuando emprendieron aquel viaje del que no retornarían? Si esto es así, no tienen los paganos por qué quejarse de la época actual en este mismo punto de sus desgracias. Tiempo ha que los romanos desprecian estas prácticas sin sentido. Pero supongamos que sí consultaron a sus dioses. ¿De qué les sirvieron semejantes consultas, realizadas en la época de su plena licitud, sin la más mínima oposición, al menos por parte de las leyes humanas?

CAPÍTULO XXIII

Males internos que corroyeron a Roma, precedidos de un raro acontecimiento:
todos los animales domésticos fueron atacados de rabia

Pero pasemos ya a recordar, lo más brevemente posible, los males tanto más deplorables cuanto más internos: las discordias civiles, mejor dicho, inciviles, que no han parado en sediciones; han llegado a verdaderas guerras internas, donde tanta sangre se derramó, donde los partidismos se ensañaban el uno contra el otro, y no por división de opiniones en las asambleas, o por gritarse unos a otros, sino abiertamente a sangre y fuego. Guerras sociales, guerras de esclavos, guerras civiles... ¡Cuánta sangre romana derramada, cuánta desolación y orfandad sembrada por Italia!

Pero ya antes de la guerra social del Lacio contra Roma, todos los animales domesticados por el hombre: perros, caballos, asnos, bueyes y demás que le prestan servicio se volvieron feroces de repente; olvidaron su mansedumbre doméstica, y erraban sueltos fuera de sus establos; rehuían la proximidad no sólo de extraños, sino incluso de sus propios dueños, y ¡ay del que se atreviera a azuzarlos desde cerca! ¡Qué mal tan grave presagia ese signo, si es que fue un signo! ¡Qué plaga tan maligna, aunque no fuera signo de nada! Si hubiera ocurrido algo semejante en nuestros días, ya estoy viendo a los paganos más rabiosos contra nosotros que lo fueron los animales contra sus abuelos.

CAPÍTULO XXIV

El conflicto civil provocado por las escisiones de los Gracos

La guerra civil comenzó con las sublevaciones de los Gracos, provocadas por las leyes agrarias. Pretendían la repartición entre el pueblo de tierras, poseídas injustamente por la nobleza. Pero el intentar desarraigar un abuso tan inveterado resultó extremadamente peligroso, más aún, pernicioso en extremo, como los hechos confirmaron. ¡Qué matanza se originó tras el asesinato del primer Graco! Y otro tanto se repitió con el segundo al poco tiempo. Caían nobles y plebeyos, pero no por cumplimiento de la ley o por orden de las autoridades; únicamente por revueltas y choques armados. El cónsul Lucio Opimio se había levantado en armas contra el segundo Graco dentro de Roma, aplastándolo junto con sus partidarios, en un catastrófico exterminio de ciudadanos. Tras este asesinato, él mismo prosiguió por vía judicial la persecución de los supervivientes, cuyo resultado, según parece, fue la ejecución de tres mil hombres. Ya podemos imaginar cuál sería la multitud de víctimas que acarreó aquel turbulento choque armado, cuando tantas ocasionó un proceso judicial tenido por examinador de las causas. El que asestó el golpe al mismo Graco vendió su cabeza al cónsul a peso de oro. Hablan hecho este pacto antes de la matanza. En ella fue ejecutado también, con sus hijos, el ex cónsul Marco Fulvio.

CAPÍTULO XXV

El templo de la Concordia, erigido por decreto del Senado
en el lugar de las rebeliones y de las matanzas

Por una resolución, muy gentil por cierto, del Senado, se levantó el templo de la Concordia, en el mismo lugar donde se conoció el fúnebre levantamiento en el que perecieron cantidad de ciudadanos de todo rango. Así, como testimonio del castigo de los Gracos, golpearía los ojos de los oradores, y les punzaría su recuerdo. Pero ¿qué fue sino una burla de los dioses el levantarle un templo a una diosa que, si hubiera estado presente, no habría permitido la ruina de la ciudad, hecha pedazos por tantas sublevaciones? A no ser que la diosa Concordia, rea de tal crimen, por no haber prestado ayuda moral a sus ciudadanos, mereciera ser encerrada en aquel templo como en prisión. ¿Por qué los romanos, para ser más consecuentes con la realidad, no levantaron un templo a la Discordia? ¿Qué razones aducen para que la Concordia sea diosa y la Discordia no; para que, según la distinción de Labeón, una sea buena y la otra mala? Él no parece guiarse por más razones que ésta: en Roma advirtió que se había levantado un templo a la diosa Fiebre, así como a la Salud. Con la misma lógica debió erigirse templo a la Discordia y no sólo a la Concordia. Fue arriesgado para los romanos decidirse a vivir bajo el enojo de una diosa tan maléfica. Se olvidaron de que su cólera fue el origen de la destrucción de Troya. En efecto, no fue invitada al banquete con los demás dioses. Entonces maquinó el arrojar la manzana de oro para encender la rivalidad entre las tres diosas. De ahí se originó la disputa entre estas divinidades, la victoria de Venus, el rapto de Helena, la destrucción de Troya. Quizá se sentía indignada de no merecer un templo en la urbe con los demás dioses, y por eso traía revuelta la ciudad con tantos enfrentamientos. ¡Cuánto más tuvo que encenderse su cólera al ver que en el preciso lugar de la matanza, es decir, en el lugar de su intervención, veía levantarse un templo a su rival!

Cuando ven que nos reímos de todas estas ridiculeces, los paganos cultos y prudentes se ponen de mal humor. Y, sin embargo, los adoradores de divinidades buenas y malas no salen de este dilema entre la Concordia y la Discordia: o bien que dejaron de lado el culto a estas dos diosas, prefiriendo el culto a Fiebre y a Belona, a quienes antaño les dedicaron santuarios; o bien que les rindieron culto también a aquéllas, pero he aquí que Concordia los abandona y Discordia se ceba en ellos hasta llevarlos a la guerra civil.

CAPÍTULO XXVI

Las diversas clases de guerras que siguieron a la erección del templo de la Concordia

Insigne barrera contra las sediciones creyeron los romanos poner ante los oradores en el templo de la Concordia, como testigos de la muerte y del suplicio de los Gracos. El provecho que sacaron de tal medida nos lo indican los males peores que luego siguieron. Porque estos oradores, a partir de entonces, se esforzaron no en evitar la recaída en el ejemplo de los Gracos, sino en superar sus proyectos. Así el tribuno del pueblo, Lucio Saturnino, el pretor Cayo Servilio y, más tarde, Marco Druso desataron rebeliones que ocasionaron matanzas de por sí gravísimas. Además, inflamaron toda Italia en las guerras sociales, dejándola profundamente deshecha, de forma que llegó a una devastación y a una despoblación impresionantes. Vinieron seguidamente la guerra de los esclavos y las guerras civiles. ¡Cuántos enfrentamientos! ¡Cuánta sangre derramada! Aquellas gentes de Italia, sobre las que pesaba fuertemente el poderío romano, quedaban domadas como si se tratara de una raza de salvajes. Y luego, de un puñado de gladiadores -menos de setenta- se originó una guerra civil, ¡y de qué modo! ¡Hay que ver cómo fue aumentando el número, y a qué arrojo y ferocidad llegaron! ¡Cuántos generales de Roma tuvieron que rendirse ante este aluvión! ¡Qué ciudades y regiones, y en qué forma fueron arrasadas! ¡Si apenas los historiadores han sido capaces de hacer una descripción! Pero no paró en esto la guerra de los esclavos. Saquearon primero la provincia de Macedonia, luego Sicilia y la costa marítima. ¿Quién podría describir en toda su magnitud los horrores de sus pillajes, y luego la guerra en toda regla de piratas?

CAPÍTULO XXVII

La guerra entre Mario y Sila

Mario llegó a teñirse de sangre ciudadana, dando muerte a muchos de sus adversarios políticos. Luego, vencido, huyó de Roma y pudo ésta respirar un poco. Para utilizar términos ciceronianos, «venció después Cinna con Mario. Y una vez que se exterminó a los hombres más ilustres, se apagaron las lumbreras de la ciudad. Pero vino Sila y tomó el desquite de esta victoria cruel. Huelga decir a costa de cuántas ejecuciones civiles y de cuántas desgracias para el Estado». De esta venganza, más funesta que si hubieran quedado impunes los crímenes castigados, dice también Lucano: «Fue peor el remedio que la enfermedad. Cayeron los culpables. Pero cuando ya sólo culpables podían sobrevivir, se dio rienda suelta al odio, y el rencor se desbocó sin los frenos de la ley». Durante aquella guerra entre Mario y Sila, dentro ya de la misma Roma, las calles, las plazas, los foros, los teatros, los templos, estaban repletos de cadáveres. Esto sin contar los caídos en pleno campo de batalla. Era difícil saber cuándo los vencedores hicieron mayor matanza: si antes para vencer o después por haber vencido. Primeramente Mario, tras su victoria, vuelve, restablecido, de su propio exilio. Sin tener en cuenta los innumerables homicidios cometidos por todas partes, fue puesta en los rostros la cabeza del cónsul Octavio; César y Fimbria fueron asesinados en sus propias casas; los dos Crasos fueron ejecutados, uno en presencia del otro; a Bebio y Numitorio, arrastrados de un garfio, les derramaron las entrañas y así perecieron; Cátulo tuvo que beber veneno para librarse de las manos de sus enemigos; Mérula, flamen Dial, se cortó las venas, ofreciendo en libación a Júpiter su propia sangre. En fin, en su presencia se ejecutaba inmediatamente a todo aquel que, al saludarlo, se negase Mario a tenderle la mano.

CAPÍTULO XXVIII

Victoria de Sila, vengadora de la crueldad de Mario

Pero a la de Mario siguió la victoria de Sila, vengadora evidentemente de sus crueldades, y a costa de mucha sangre ciudadana. Pero apenas terminada la guerra, los dioses, que aún estaban al vivo, convirtieron la victoria más cruel todavía durante el período de paz. A las primeras todavía recientes matanzas de Mario el Viejo se añadieron otras más graves aún de Mario el Joven y Carbón, ambos del partido de Mario. Viendo venir la victoria de Sila, y llegando incluso a dudar de su propia salvación, todo lo llenaron de cadáveres tanto propios como enemigos. Aparte del desastre sembrado por doquier, cercaron el Senado, y desde la Curia iban llevando a la muerte a los senadores como desde una cárcel. El pontífice Mucio Escévola 97 fue degollado abrazando el altar mismo del templo de Vesta, lo más sagrado para los romanos. Su fuego, alimentado constantemente por el esmero de vírgenes doncellas, quedó medio apagado con su sangre.

Entró luego Sila en Roma en son de victoria. En la «Villa Pública», no llevado de la crueldad de la guerra, sino de la paz, sin entrar en lucha, simplemente con una orden, dio muerte a siete mil que se habían entregado prisioneros (y, por consiguiente, inermes). Por toda la ciudad, cualquier partidario de Sila mataba a quien le venía en gana, hasta llegar a ser incontables los cadáveres. Por fin se le sugirió a Sila que sería conveniente dejar a algunos con vida, para que los vencedores tuvieran a quien mandar. Se puso freno entonces a la enloquecida licencia de cortar cabezas, que tenía lugar a cada paso. Y, en medio de gran regocijo, se expuso al público la famosa lista con los nombres de dos mil ciudadanos de los dos órdenes más honorables, es decir, del ecuestre y del senatorial, para ser muertos o proscritos. Era triste ver la cantidad, pero quedaba el consuelo de que tenía un límite. La amargura de tantos caídos era menor que la alegría de verse los demás libres del pánico. Sin embargo, la misma seguridad de los salvados, aunque cruel, hubo de lamentar las refinadas torturas que se aplicaron a algunos de los condenados a muerte. A uno, por ejemplo, lo despedazaron con las manos, sin arma alguna, con un salvajismo mayor, hombres ellos a un hombre vivo, que lo hacen las fieras cuando despedazan a un cadáver que se les arroja. A otro le arrancaron los ojos y le fueron cortando los miembros trozo a trozo. Así tuvo que vivir, mejor dicho, tuvo que ir muriendo durante largo tiempo en medio de atroces tormentos. Se llegaron a poner a pública subasta ciudades famosas, como si se tratara de cortijos, y a una se la condenó entera a muerte, como a un reo que se conduce al degüello.

Todas estas atrocidades se cometieron en plena paz, después de terminada la guerra; no para acelerar la victoria, sino para hacerla respetar. Parece como si la paz hubiera rivalizado en crueldad con la guerra y hubiese quedado victoriosa. La guerra derribó a hombres armados; la paz a los inermes. En guerra, el atacado podía responder con otro ataque. En la paz no les era posible vivir a los librados de la muerte, sino que se les obligaba a morir sin resistencia.

CAPÍTULO XXIX

Comparación entre la invasión de los godos y las calamidades de los romanos
recibidas de los galos y de los autores de las guerras civiles

¿Qué salvajismo de pueblos extranjeros o ferocidad de bárbaros podría ser comparada a esta victoria de unos ciudadanos sobre otros? ¿Ha visto Roma cosa más funesta, más tétrica, más amarga? ¿Quizá antaño la irrupción de los galos, o recientemente la de los godos? ¿O más bien la fiereza de un Mario o un Sila, o de otros miembros de sus partidos, que eran como las lumbreras de todo el partido? Cierto que los galos pasaron a cuchillo a cuantos miembros del Senado encontraron por toda la ciudad, exceptuados los de la fortaleza capitolina, que a duras penas se pudo defender sola. Sin embargo, a los refugiados en este cerro les permitieron, a precio de oro, comprar sus propias vidas, condenadas a extinguirse si no por la espada, sí por el asedio. Los godos, en cambio, perdonaron la vida a tal cantidad de senadores, que lo raro es contar quiénes perdieron la vida.

No así Sila: todavía en vida de Mario, se fue en son de victoria al Capitolio, respetado antes por los galos, y allí se instaló para decretar matanzas. Y como Mario se dio a la fuga, para volver más feroz y sediento de sangre, Sila, incluso por un decreto del Senado, desde el Capitolio despojó a gran número de la vida y de sus bienes. Y para los partidarios de Mario, cuando ya se había ido Sila, ¿hubo algo sagrado que respetasen, cuando no respetaron ni a un ciudadano como Mudo, senador y pontífice, que rodeaba con desesperados abrazos el altar mismo donde estaban depositados -dicen ellos- los destinos de Roma? En fin, por no citar otras innumerables ejecuciones, aquella lista última de Sila hizo degollar a más senadores de los que ni siquiera expoliaron los godos.

CAPÍTULO XXX

Las innumerables y graves guerras que se sucedieron en cadena
antes de la venida de Cristo

¿Cómo tienen los paganos el descaro, la osadía, la desvergüenza, la necedad, diré más, la locura de dejar a sus dioses inmunes de responsabilidad en todas estas desgracias, y luego imputar las presentes a nuestro Cristo? Según la confesión de sus propios historiadores, las guerras civiles, con su crueldad, han sido más amargas que todas las guerras contra enemigos extraños. En su estimación, la República no sólo sufrió un azote, sino que quedó arruinada por completo. Y no olvidemos que estallaron mucho antes de la venida de Cristo. Luego, tras la guerra de Mario y Sila, una criminal concatenación de causas trajo la guerra de Sertorio y de Catilina: el uno proscrito de Sila y el otro su protegido. De aquí se originó la guerra de Lépido y de Cátulo: el uno ansioso de acabar con la actuación de Sila, y el otro de apoyarla. Todo ello desembocó en la guerra entre Pompeyo y César: el uno, partidario de Sila, le había igualado en poderío militar o incluso lo había superado. Pero César no soportaba este poderío de su rival, justamente porque él no lo tenía. Pero en cuanto lo venció y murió Pompeyo, lo sobrepasó. Por fin llegó otro César, llamado luego Augusto, bajo cuyo imperio nació Cristo. Porque también el mismo Augusto sostuvo guerras civiles contra muchos adversarios. En ellas murieron gran número de hombres ilustres. Entre ellos está Cicerón, ese elocuente artífice de la política de Roma.

El vencedor de Pompeyo, Cayo César, se portó con clemencia en la victoria de la guerra civil: a sus adversarios les concedió la vida y el mantener su dignidad. Pero una conjuración de algunos senadores de la nobleza, al apreciar en él una supuesta ambición de proclamarse rey, lo acuchilló en plena Curia, so pretexto de defender la libertad de la República. Tras él apareció Antonio, de vida totalmente diferente, un hombre sucio y corrompido por todos los vicios, que daba la impresión de ambicionar su poder. Cicerón le hizo frente poderosamente, también en nombre de la pretendida libertad de la patria. Y fue en aquel momento cuando empezó a descollar el otro César, aquel joven de excelentes cualidades, hijo adoptivo del famoso Cayo César, y que luego, como ya he dicho, recibió el nombre de Augusto. Cicerón apoyaba a este joven César, para aumentar su potencia contra Antonio, con la esperanza de devolver la libertad a la República, una vez sofocada y desterrada su tiranía. Pero obraba con tanta ceguera y falta de previsión, que primeramente el mismo joven, cuya dignidad y poder él fomentaba, le dio permiso a Antonio para asesinar a Cicerón, como por una especie de pacto de mutua concordia, y luego se apoderó personalmente de la libertad de la República, por la que tantas veces había él pronunciado discursos.

CAPÍTULO XXXI

Desvergüenza de quienes imputan a Cristo los males presentes
porque no se les permite dar culto a los dioses, siendo así que cuando se les permitía,
ya existían muchas calamidades

Que acusen los paganos a sus dioses de tamaños males, ellos que muestran su ingratitud a nuestro Cristo por tantos bienes. Por supuesto que, cuando ocurrían todas aquellas desgracias, estaban ardiendo los altares de las divinidades con incienso de Saba, y exhalaban su perfume de guirnaldas frescas, y gozaban de gran prestigio los diversos sacerdocios, y resplandecían los santuarios, y en los templos se hacían sacrificios, y se organizaban juegos, y se llegaba al estado de delirio. Pero, mientras tanto, la sangre de los ciudadanos corría a raudales acá y allá, no precisamente en los lugares profanos, sino entre los mismos altares de los dioses. No eligió Cicerón para refugiarse un templo: ya lo había hecho en vano Mucio. Precisamente los que con más saña insultan al período de cristianismo se han refugiado en los lugares consagrados a Cristo, o los mismos bárbaros los han conducido allí para asegurarles la vida.

Tengo este convencimiento, y quien esté libre de intereses y partidismos reconocerá sin dificultad conmigo lo que voy a decir (prescindo ahora de los demás acontecimientos que he mencionado y de otros innumerables que me hubiera parecido prolijo el mencionar): si la Humanidad hubiese recibido la doctrina cristiana antes de las guerras púnicas, y hubiera tenido lugar un tal desastre como el que asoló a Europa y África por su causa, ni uno solo de quienes ahora nos están atacando dejaría de achacar a la religión cristiana todos esos males. Y mucho más intolerables serían sus gritos -me refiero a los romanos- si aquella invasión de los galos, o la devastación ocasionada por la inundación del Tíber y por los incendios, o, lo que excede a todas estas calamidades, las guerras civiles, hubiesen sobrevenido a continuación de la aceptación y la difusión de la religión cristiana.

Y respecto a las restantes desgracias que hasta ahora han tenido lugar con una saña tan increíble que llegaron a ser contadas entre los acontecimientos prodigiosos, si hubieran su cedido durante la época cristiana, ¿sobre quién harían recaer la responsabilidad, como si se tratara de delitos cometidos, más que sobre los cristianos? Prescindo ahora de aquellos acontecimientos que más bien fueron extraños que nocivos: bueyes que hablaron; criaturas que antes de nacer gritaron palabras desde el seno materno; serpientes que volaron; mujeres, hombres, gallinas, que cambiaron de sexo, y cosas por el estilo que nos han transmitido sus libros, no ya los de fábulas, sino los históricos (serán o no serán ciertos), y que no producen a los hombres perjuicio alguno, sino estupor. Ahora bien, si cayó una lluvia de tierra, o de greda, o de piedras (no la piedra de granizo, como a veces solemos decir, sino verdaderas piedras), esto, por supuesto, puede que haya causado daños, incluso graves. En sus obras leemos que la lava del Etna fue deslizándose desde la misma cima del monte hasta el litoral cercano, entrando el mar en una tal ebullición, que las rocas se calcinaron y se derritió la pez de las naves. Evidentemente esto ocasionó un daño y no leve, por más que se trate de un prodigio increíble. Las mismas fuentes escritas hablan de otra erupción incandescente de una magnitud tal que Sicilia se cubrió de cenizas y quedaron las casas de Catania sepultadas y aplastadas bajo esta lluvia calcinada. Los romanos, conmovidos ante tal desgracia, eximieron a la ciudad ese año del tributo debido.

Hablan también sus escritos de que en África, ya provincia romana, hubo una plaga de langostas realmente asombrosa. Era como una nube de incalculables proporciones, que dejó consumidos los frutos y las hojas de los árboles y se precipitó luego al mar. El mar devolvió a las playas los restos putrefactos, con lo que se originó una grave contaminación del ambiente, hasta el punto de que sólo en el reinado de Masinisa murieron -se dice- ochenta mil hombres, siendo de mayores proporciones la catástrofe en las regiones próximas a las costas. En Útica, por ejemplo, de treinta mil hombres que había en edad de servicio militar, se asegura que quedaron reducidos a diez mil.

Una tal falta de sentido como la que estamos soportando, y que nos obliga a dar una respuesta, ¿cómo no echaría la culpa a la religión cristiana de estas calamidades, si hubieran sucedido durante el período de cristianismo? Y a pesar de todo, no las quieren atribuir a sus dioses. Eso sí: buscan darles culto para evitar sufrir todos estos males u otros menores, siendo así que los han padecido mayores de parte de los mismos dioses a quienes desde antiguo vienen adorando.