II.2. La posibilidad de vivir el hombre sin ningún desliz ni preocupación de pecado es una cuestión que nos interesa resolver, sobre todo por razón de las plegarias cotidianas.
No faltan quienes presumen tanto de las fuerzas del libre albedrío de la voluntad, que niegan la necesidad de la ayuda divina para evitar el pecado después que se ha dotado a nuestra naturaleza del libre albedrío de la voluntad. Como consecuencia, no debemos orar para que no entremos en tentación, esto es, para que no nos venza la tentación, ya cuando nos engaña y nos coge desprevenidos, ya cuando nos asalta y asedia en nuestra flaqueza. No hay palabras para ponderar cuán dañosa es esta doctrina y cuán perjudicial y contraria a nuestra salvación, que está en Cristo, y cuánto se opone a la misma religión en que estamos instruidos, y a la piedad con que veneramos a Dios, el no pedir al Señor los beneficios que hemos de recibir de Él, rechazando como inútil la petición de la oración dominical: No nos dejes caer en la tentación 2.
III. 3. También les parece una agudeza el decir, como si no lo supiésemos nosotros, que "si no queremos, no pecamos"; "ni impondría Dios al hombre preceptos imposibles de cumplir para la voluntad humana". Mas ellos no ven que para triunfar de ciertos deseos o de ciertos temores malvados hemos menester de grandes fuerzas y aun de todas las energías de la voluntad, y ha previsto que no habíamos de desplegarlas el que con verdad dijo por boca del profeta: Ningún viviente será justificado en tu presencia 3. Previendo, pues, el Señor nuestra debilidad, se dignó darnos, aun después del bautismo, algunos remedios saludables contra el reato y las cadenas de los pecados, conviene a saber, las obras de misericordia, cuando dice: Perdonad, y se os perdonará; dad, y se os dará 4.
En efecto, ¿quién podría salir de este mundo con alguna esperanza de conseguir la salvación eterna, mientras sigue en pie aquella sentencia: Quien observe toda la ley, pero quebrante un solo precepto, viene a ser reo de todos, si no prosiguiese diciendo poco después: Hablad y juzgad como quienes han de ser juzgados por la ley de la libertad. Porque sin misericordia será juzgado el que no hace misericordia; mas la misericordia aventaja al juicio? 5
IV. 4. Así pues, la concupiscencia, como una ley del pecado, enroscada a los miembros de este cuerpo mortal, nace con los párvulos; con el bautismo quedan libres de su reato y sobrevive para el combate; a los que mueren antes de la edad de la lucha no se les imputa para condenación. A los niños no bautizados los encadena como reos, y como a hijos de ira, aun cuando les sorprenda la muerte en la niñez, los aherroja en la condena.
En los adultos llegados al uso de razón, el consentimiento que dan para ceder pecaminosamente a la concupiscencia es obra de la voluntad propia. Y aun lograda la remisión total de los pecados y desatado el reato que los traía encadenados desde el principio, la concupiscencia subsiste en ellos para el ejercicio de la lucha, sin que les perjudique absolutamente nada -salvo si consienten en cosas ilícitas- hasta que la muerte sea absorbida por la victoria y, con la perfecta pacificación, no queden enemigos que vencer.
A los que libremente se dejan arrastrar por ella a cosas ilícitas, los hace culpables, y si no se curan con la medicina de la penitencia y las obras de misericordia por mediación del divino Sacerdote, que intercede por nosotros, ella los llevará a la segunda muerte y condenación. Por lo cual el Señor, al enseñarnos a orar, nos mandó decir: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal 6.
Pues el mal reside en nuestra carne, no en virtud de la naturaleza que recibió de manos del Creador, sino por el vicio en que voluntariamente se precipitó, perdiendo sus fuerzas e hiriéndose con más facilidad de la que tiene para sanar. A este mal alude el Apóstol con las palabras: Sé que el bien no habita en mi carne 7. Y nos prohíbe consentir en él: No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal de modo que sigáis sus torpes deseos 8.
Si cediendo libremente a la perversa inclinación hemos consentido en los movimientos de la concupiscencia carnal, para curarnos de sus efectos, decimos: Perdónanos nuestras deudas; y añadimos el remedio de las obras de misericordia al decir: Como nosotros perdonamos a nuestros deudores.
Para alejar el consentimiento, pedimos ayuda diciendo: No nos dejes caer en la tentación (o como en algunos códices se lee: No nos induzcas a tentación). No que semejantes tentaciones vengan a nadie de Dios: Porque Dios ni puede ser tentado al mal ni tienta a nadie 9; sino que, si tal vez comienza a tentarnos nuestra concupiscencia, no nos veamos privados del socorro divino con que podamos vencerla, resistiendo a sus halagos. Después pedimos lo que se cumplirá al fin, cuando lo mortal sea revestido por la vida: Mas líbranos del mal.
Entonces ya no habrá concupiscencia a la que hayamos de resistir, como estamos obligados ahora. Luego se pueden cifrar brevemente estas peticiones en tres beneficios de la gracia: perdónanos lo que hemos hecho movidos por la concupiscencia, ayúdanos para que ella no nos tiranice, extínguela en nosotros.
V. 5. Dios, en efecto, no nos ayuda para pecar, pero sin su ayuda no podemos realizar obras justas o cumplir totalmente el precepto de la justicia. Porque así como los ojos de nuestro cuerpo no necesitan del concurso de la luz para no ver, cerrándose y apartándose de ella, en cambio, para ver algo se requiere su influjo y sin él es imposible la visión, del mismo modo, Dios, que es la luz del hombre interior, actúa en la mirada de nuestra alma, a fin de que obremos el bien, según las normas de su justicia, no según la nuestra. Cosa nuestra es el apartarnos de Él, y entonces obramos conforme a la sabiduría de la carne; entonces consentimos a la concupiscencia carnal en cosas ilícitas.
Cuando nos volvemos a Dios, Él nos ayuda; cuando nos apartamos de Él, nos abandona.
Él nos ayuda en la obra de nuestra conversión, lo cual no hace ciertamente la luz en los ojos corporales. Cuando, pues, Él nos manda, al decir: Convertíos a mí y yo me volveré a vosotros 10, y nosotros le rogamos: Conviértenos, ¡oh Dios de la salvación 11!; y Dios de las virtudes, conviértenos 12, sólo le pedimos esto: Danos lo que nos mandas.
Cuando Él nos impone este precepto: Entended, necios del pueblo 13, y nosotros le rogamos: Dame entendimiento para conocer tus mandamientos 14, le decimos también lo mismo: Danos lo que mandas. Cuando Él nos manda y dice: No sigas en pos de tus malos deseos, y nosotros le respondemos: Sabemos que nadie puede ser continente si Dios no se lo otorga, formulamos idéntica petición: Danos lo que mandas.
Cuando manda diciendo: Haced justicia, y nosotros le suplicamos: Enséñame los preceptos de tu justicia, repetimos igual plegaria: Danos lo que mandas.
Y cuando nos dice: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados, ¿a quién hemos de pedir el manjar y la bebida de la justicia sino al que promete su hartura a los hambrientos y sedientos?.
6. No queramos, pues, oír ni seguir a quienes pretenden que, una vez recibido el libre albedrío de la voluntad, no debemos orar para que Dios nos ayude a evitar los pecados. Menos espesas eran las tinieblas que obcecaban al fariseo, el cual en verdad erraba creyendo que ningún grado más podía añadirse a su justicia y complaciéndose de haber llegado a su plenitud; mas siquiera daba gracias a Dios de no ser como los demás hombres, injustos, ladrones, adúlteros, ni como el publicano, y de ayunar dos veces a la semana y dar los diezmos de cuanto poseía.
No pedía para sí ningún aumento de justicia, mas de los bienes que tenía se mostraba agradecido a Dios y confesaba haberlos recibido todos de Él; y, sin embargo, fue condenado, ya porque, como harto, no pedía para sí otros manjares de justicia, ya también porque se gloriaba de anteponerse injuriosamente al publicano, que tenía hambre y sed de ella. ¿Qué hará, pues, con los hombres que, aunque no alardeen de poseer la justicia o a lo menos su plenitud de ella, no obstante eso, abrigan la presunción de creer que deben tenerla como de cosecha propia y no pedirla a su Creador, en quien está el hórreo y la fuente de ella?
Lo cual no significa que nos hemos de contentar en este punto con los deseos solamente, sino añadir el esfuerzo eficaz de nuestra propia voluntad. En efecto, se llama Dios ayudador nuestro, y no puede ser ayudado nadie sin poner algo de su propio esfuerzo. Pues Dios no obra la salvación en nosotros como si se tratara de piedras insensibles o seres en los que la naturaleza no ha puesto su razón y voluntad. Mas ¿por qué ayuda a uno y a otro no, por qué a éste más y al otro menos, a fulano de un modo y a mengano de otro? En Él está el arcano de tan insondable justicia y la soberanía del poder infinito .
VI. 7. A quienes dicen que el hombre en este mundo puede vivir sin pecado, no ha de oponérseles una negativa rotunda y temeraria. Porque, al defender la imposibilidad de semejante justicia, rebajamos el libre albedrío del hombre, cuya voluntad aspira a eso, y la omnipotencia y misericordia de Dios, que da fuerzas para conseguirlo. Más bien distingamos aquí diversas cuestiones. ¿Es posible tal cosa? ¿Se da en realidad? En caso de no existir, siendo posible, ¿cuál es la causa? Un hombre absolutamente inmune de todo pecado, ¿es verdad que existe, ha existido o existirá?
Según esta cuádruple propuesta de cuestiones, si a mí me preguntan si el hombre puede hallarse sin pecado en esta vida, responderé que puede con la gracia de Dios y el concurso del libre albedrío. Y añadiré sin titubear que el mismo libre albedrío pertenece a la gracia de Dios, es decir, a la categoría de sus dones, no sólo en cuanto existe, sino también en cuanto es bueno o se esfuerza por cumplir los preceptos del Señor; y así la gracia divina no sólo manifiesta lo que debe hacer, mas también le ayuda a obrar según la luz que le da. Pues ¿acaso tenemos algo que no hayamos recibido? Por lo cual dice Jeremías: Señor, bien sé que no está en mano del hombre trazarse su camino ni puede nadie fijar su paso por él con equidad 15.
También en el salmo, habiendo dicho uno a Dios: Tú mandaste que tus mandamientos se cumplieran diligentemente 16, al punto, libre de toda presunción, manifestó sus deseos de cumplirlos: Ojalá sean firmes mis caminos en la guarda de tus preceptos. Entonces no seré confundido, cuando atienda a todos tus mandamientos 17.
Mas ¿quién pide lo que está en su mano el hacerlo sin necesidad de ayuda alguna? Y en los versos siguientes muestra bien de quién espera obtener lo que pide, no de la fortuna o del hado, ni de ningún otro, sino de Dios: Dirige mis pasos con tus palabras y no dejes que me domine iniquidad alguna 18.
De esta abominable dominación y servidumbre se ven libres quienes habiendo recibido al Señor Jesús, recibieron de Él la potestad para hacerse hijos de Dios. De esta horrible dominación habían de ser libertados aquellos a quienes dice: Seréis verdaderamente libres cuando os librare el Hijo de Dios 19.
Con estos y otros innumerables testimonios del mismo sentido tengo la certidumbre de que ni Dios ha impuesto ningún precepto imposible al hombre ni hay cosa alguna que Él manda que no se pueda cumplir, contando con su socorro y asistencia.
En conclusión, puede el hombre, si quiere, con la ayuda de Dios, hallarse sin pecado.
VII. 8. Si se me propone la segunda cuestión, a saber, si existe un hombre sin pecado, creo que no. Creo más a la Santa Escritura, que dice: No entres en juicio con tu siervo, pues ante ti no hay nadie justo 20. Por lo cual es necesaria la misericordia de Dios, que sobrepuja al rigor de su juicio; mas no la alcanzará quien no hiciere misericordia. Y después de decir el profeta: Dije: Confesaré a Dios mi pecado y tú perdonaste mi iniquidad 21, añadió a continuación: Por esta necesidad te invocarán todos los santos en tiempo oportuno 22. No dice todos los pecadores, sino todos los santos, porque voz de los santos es ésta: Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros 23. También en el Apocalipsis nos habla San Juan de aquellos ciento cuarenta y cuatro mil santos que no se mancharon con mujeres, sino permanecieron vírgenes, en cuya boca no se halló mentira, porque son irreprensibles 24; sin duda irreprensibles porque a sí mismos sinceramente se reprendieron; y por eso no se halló mentira en su boca, porque, si dijesen que no había en ellos pecado, se engañarían a sí mismos y la verdad no estaría de su parte; y ciertamente reinaría la mentira donde no hubiera verdad, pues el justo, cuando al comenzar a hablar se acusa a sí mismo, no miente.
9. Atendiendo a lo expuesto, yerran mucho en la interpretación de la Sagrada Escritura quienes se amparan con este texto u otros parecidos: El nacido de Dios no peca, ni puede pecar, porque la simiente de Dios está en Él 25.
No advierten que cada uno se hace hijo de Dios tan pronto como comienza a revestirse de un espíritu nuevo y a renovarse según el hombre interior, creado a imagen de su Hacedor. Pero no desaparece ya desde la hora del bautismo la antigua flaqueza; se inicia la renovación por el perdón de los pecados y por el saboreo de las cosas espirituales en quien ya tiene el gusto de ellas. Los demás efectos se operan en esperanza, hasta que venga la realidad, hasta que el mismo cuerpo logre su transformación en un perfecto estado de inmortalidad e incorrupción, de que se revestirá cuando resuciten los muertos.
También a ésta llama Cristo regeneración; no es ciertamente como la que se realiza en el bautismo, pero en ella conseguirá el cuerpo la perfección que ahora se comienza en el espíritu. En la regeneración, dice, cuando se sentare el Hijo del hombre en el trono de su Majestad, también vosotros os sentaréis sobre doce sillas para juzgar a las doce tribus de Israel 26.
Verdad es que por el bautismo se consigue la completa y plena remisión de los pecados; sin embargo, si ella implicase ya la entera y omnímoda transformación que renueva al hombre para la vida eterna, no digo en el cuerpo, pues evidentemente él tiende a la corrupción y muerte para ser glorificado más tarde al fin de los tiempos, cuando consiga sus dotes de resurrección; exceptuado, pues, el cuerpo, repito, si el alma lograse en el bautismo la innovación perfecta a que aspira, no diría San Pablo: Aunque el hombre exterior camina de día en día a la corrupción, el interior se renueva diariamente 27. Ahora bien: lo que admite una renovación progresiva y cotidiana no puede considerarse como completamente renovado, y en este aspecto lleva la señal del hombre viejo. Por lo cual los bautizados, por no haberse desprendido de esta vejez, son todavía hijos del siglo. Mas en virtud de la renovación operada en ellos, quiero decir, por la plena y perfecta remisión de los pecados y por el gusto de las cosas espirituales y la conformidad de sus costumbres a Él, son hijos de Dios.
Interiormente nos despojamos del hombre viejo y nos revestimos del nuevo: allí dejamos la mentira y abrazamos la verdad y las demás cosas que enumera el Apóstol para explicar el despojamiento del hombre viejo y la vestición del nuevo, creado a imagen de Dios en justicia y santidad verdadera.
A esta tarea exhorta el mismo a los bautizados y fieles, y sobraría todo aviso en caso de haber logrado ellos por el bautismo la plenitud de la perfección. Y, no obstante eso, parcialmente se ha logrado la renovación, como también hemos sido salvos. Pues nos salvó por el baño regenerador 28. Y en otro pasaje declara cómo se realiza esto: Y no sólo la creación, dice, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo. Porque en esperanza somos salvos: que la esperanza que se ve, ya no es esperanza. Porque lo que uno ve, ¿cómo esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, en paciencia esperamos 29.
VIII. 10. De lo dicho se colige que la plena adopción de los hijos de Dios se verificará con la redención de nuestro cuerpo. Ahora poseemos las primicias del Espíritu, por el que hemos sido hechos realmente ya hijos de Dios; mas cuanto a los otros bienes, en esperanza poseemos aún la salvación y la renovación y la filiación divina; en realidad todavía no estamos completamente salvados ni renovados ni somos aún hijos de Dios, sino hijos del siglo. Vamos, pues, progresando en la renovación y en la justicia, por lo que somos hijos de Dios, y por todo esto somos absolutamente impecables hasta que todo sea transformado en Él, incluso lo que tenemos de hijos del siglo, pues en cuanto tales podemos aún pecar.
De aquí brota una consecuencia: por una parte, el que ha nacido de Dios no peca; por otra, si dijésemos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad está ausente de nosotros. Acabará, pues, lo que tenemos de hijos de la carne y del siglo y alcanzará su plenitud nuestra adopción de hijos de Dios y nuestra renovación espiritual. Por eso dice también San Juan: Amadísimos, ahora somos hijos de Dios y todavía no ha aparecido lo que seremos.
¿Cómo se entiende este somos y seremos, sino somos en esperanza, seremos en realidad? Así prosigue y dice: Sabemos que cuando Él apareciere, seremos semejantes a Él, porque le veremos como es 30. Ahora hemos comenzado ya a semejarnos a Él, teniendo las primicias del Espíritu, pero aún somos desemejantes a Él por las reliquias del hombre viejo. Como semejantes, somos hijos de Dios, regenerados por el Espíritu; como desemejantes a Él, somos hijos de la carne y del siglo.
Bajo el primer aspecto, no podemos pecar; bajo el segundo, si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, hasta que todo nuestro ser pase al estado de adopción, y ya no haya pecador, y busques su lugar y no lo encuentres.
IX. 11. Es, pues, un fútil argumento el que presentan algunos diciendo: Si el pecador ha engendrado un pecador, de suerte que su hijo párvulo debe recibir con el bautismo el perdón de una falta original, también el justo ha debido engendrar un justo. ¡Como si el principio de la justicia en el hombre fuese el principio de la generación carnal y ésta no se debiese al apetito concupiscente, que domina los miembros! ¡Como si la ley de la mente no ordenase la inclinación carnal a la propagación de la familia humana!
En su apetito generador actúa aún el hombre viejo, que le pone entre los hijos del siglo, no el principio renovador que lo ha colocado entre los hijos de Dios. Porque los hijos de este siglo engendran y son engendrados 31. Mas el fruto de tales nacimientos sigue la misma condición, porque lo que nace de carne, carne es 32. Pero justos no son sino los hijos de Dios. Y en cuanto tales no engendran con la carne, pues han nacido del espíritu, no de la carne. Con todo, engendran carnalmente los que de entre ellos engendran, porque no han purificado con perfecta innovación los residuos del hombre viejo. Luego todo hijo que procede de esta porción antigua y flaca trae consigo las taras del hombre viejo, y es necesario que sea renovado espiritualmente por el perdón de los pecados para que pertenezca a la nueva generación de los hijos de Dios. Si esto no llega a realizarse en él, nada le aprovechará el padre justo, pues el padre es justo por el espíritu, con el cual no lo ha engendrado.
Al contrario, si se regenera, nada le perjudicará su padre, aunque sea injusto, porque el hijo con la gracia espiritual ha logrado la esperanza de la renovación eterna, mientras el padre con su espíritu carnal sigue totalmente en su condición de hombre viejo.
X. 12. El pasaje de San Juan: Quien ha nacido de Dios no peca 33, no es contrario al que habla en estos términos de los nacidos de Dios: Si decimos que estamos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad está ausente de nosotros 34.
El hombre, aunque totalmente en esperanza, en realidad sólo está en parte renovado con la regeneración espiritual, y todavía lleva un cuerpo corruptible que es un peso para el alma, por lo que debemos distinguir en cada hombre que se lo que le pertenece y hasta dónde puede decirse de él una u otra cosa.
Pues es difícil, según creo yo, hallar personas que hayan recibido en las divinas Escrituras tan magnífico testimonio de la santidad como los tres siervos de Dios, Noé, Daniel y Job, de los cuales dice Ezequiel que fueron los únicos que merecieron librarse de la inminente ira de Dios. Los tres son tipos representativos de tres clases de hombres, que se han de salvar: Noé, a mi parecer, representa a los pastores santos de los pueblos, por haber gobernado el arca, figura de la Iglesia; Daniel es el tipo de los que guardan continencia, y Job, el de los justos casados. Tal vez pudieran indagarse otros sentidos, pero ahora no es necesario discutir este punto.
El esplendor de su justicia brilla suficientemente por este testimonio del profeta y otros de la divina Escritura. Ni esto da motivo a un sobrio para decir que no es pecado la embriaguez, que sorprendió a un tan señalado varón como Noé, de quien leemos que una vez se embriagó, aunque no fue un ebrio.
13. Y Daniel, después de la oración que dirigió a en los oídos de Dios, confiesa de sí mismo: Cuando estaba orando y confesando mis pecados y los de mi pueblo al Señor, mi Dios 35. He aquí por qué, por boca del mismo profeta Ezequiel, se dice a un hombre lleno de orgullo: ¿Acaso eres tú más sabio que Daniel? 36
Ni aquí puede hacerse la argumentación que algunos formulan contra la oración dominical: Aunque oraban los apóstoles, siendo santos y perfectos y sin tener ningún pecado, no lo hacían por sí mismos, sino que por los imperfectos y los pecadores decían: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores 37. Al decir nuestras deudas querían indicar la unidad del cuerpo, en el que no faltaban hombres pecadores, aunque ellos carecían absolutamente de todo pecado.
Pero en Daniel no hay lugar ciertamente a tales subterfugios, pues él, previendo, a mi parecer, como profeta, las doctrinas presuntuosas que con el tiempo habían de aparecer, después de repetir en la oración: Hemos pecado, sin darnos la razón de ello, cambia la forma de la plegaria: Cuando estaba orando y confesando los pecados de mi pueblo al Señor, mi Dios 38. Ni lo hizo con una distinción confusa, dejando incierto si encarecía de esta manera la unión con los miembros de un solo cuerpo: Cuando confesaba nuestros pecados al Señor, Dios nuestro. No, él presenta separadamente ambas acusaciones, como matizando la misma distinción y recomendándola eficaz y enérgicamente, dijo: Mis pecados y los pecados del pueblo.
¿Quién osará oponerse a semejante evidencia sino el que se complace más en defender sus opiniones propias que en hallar lo que debe pensar según la verdad?
14. Veamos también lo que dice Job después del magnífico testimonio que da Dios de su justicia. Sé muy bien, dice, que es así. ¿Cómo pretenderá el hombre mostrarse justo contra Dios? Si quisiera contender con Él, no podría guardarle obediencia 39. Y poco después añade: ¿Quién se opondrá a su justicia? Aunque, mis palabras serían impías. Y en otro lugar: Sé que no me perdonarías sin castigo. Como soy impío, ¿por qué no estoy muerto? Porque si me purificara con nieve y me limpiara con manos limpias, me bañaría del todo en la suciedad 40.
Y en otro discurso también dice: Porque me has condenado, y me has atribuido los pecados de mi juventud, y pusiste mis pies en el cepo; observabas todas mis obras y seguías las huellas de mis pie, que envejecen como el odre. El hombre nacido de mujer vive corto tiempo y lleno de ira; brota como una flor y se marchita, huye como sombra y no subsiste. ¿Por qué te preocupaste de él y lo citaste a tu tribunal? ¿Quién quedará limpio de toda suciedad? Nadie, aunque su vida fuera de un solo día. Y sigue después: Has contado todas mis necesidades, y no se te ocultan mis pecados, y anotaste cuanto pude cometer involuntariamente 41.
Mirad también a Job confesando sus pecados y declarando que le consta con toda verdad que nadie es justo delante del Señor. Y tampoco a él se le oculta que, si nosotros nos declaramos hombres sin tacha, mentiremos.
Por eso, atendiendo a la medida de la virtud humana, hace el Señor tan magnífico elogio de su santidad; pero él midiéndose con la regla de la soberana justicia, que intuye en Dios según puede, conoce verdaderamente lo que es. Y añade: ¿Cómo pretenderá el hombre justificarse ante Dios? Pues si se pone a pleitear con Él, no podrá guardarle obediencia; esto es, si en la hora del juicio pretendiere él probar su inocencia, no podrá ya obedecerle, pues pierde la sumisión debida a Dios, que le manda confesar sus pecados.
De aquí el reproche que dirige el Señor contra algunos: ¿Por qué queréis pleitear conmigo en juicio? 42 Y otro, precaviéndose contra este peligro, dice: No entres, Señor, en juicio con tu siervo, porque no hay ser viviente que pueda justificarse ante ti 43.
Y Job se expresa en el mismo sentido: ¿Quién se opondrá a tu juicio? Aun cuando fuere justo, sería impío mi lenguaje 44. Esto es, si yo me tengo por justo contra el juicio de aquel que posee la perfecta regla de la justicia y me convence de mi injusticia, sin duda hablaré impíamente, yendo contra la verdad de Dios.
15. Muestra igualmente Job que la fragilidad misma, o más bien la condenación aneja a nuestra generación carnal, tiene como causa el pecado de origen, pues al hablar de sus pecados, como queriendo explicarlos, dice: El hombre, nacido de mujer, vive poco tiempo y está colmado de ira. ¿Cuál es esta ira sino la que pesa sobre todos, que, según el Apóstol, naturalmente, esto es, originalmente, son hijos de ira 45 por ser hijos de la concupiscencia carnal y del siglo?
Siguiendo el mismo razonamiento, prueba que también la muerte humana tiene idéntico origen en la ira. Pues luego de decir que el hombre vive poco tiempo y colmado de ira, añadió: Brota como una flor y se marchita; huye como una sombra y no subsiste. Y cuando prosigue diciendo: ¿Por qué te preocupaste de él y lo citaste a tu tribunal? ¿Quién quedará limpio de toda suciedad? Nadie, ni aun el infante de un solo día 46. Que es como si dijera: Habéis dispuesto que el hombre, cuya vida tiene días tan contados, se presente ante vuestro tribunal. Pues por corta que haya sido su existencia, aunque haya vivido un solo día, no podrá verse libre de máculas, y por eso muy justamente pasará por tu juicio.
Y cuando añade: Has contado todas mis necesidades, y no se te ocultan mis pecados, y anotaste cuanto pude cometer involuntariamente 47, muestra bien cuán justamente toma Dios cuenta de los pecados cometidos, no sólo por conseguir un deleite, sino también para evitar una molestia o el dolor y la muerte. Se atribuyen estas faltas a cierta necesidad, cuando debe superarse todo con el amor y el deleite de la justicia.
Y las palabras: Y llevaste cuenta hasta de lo que hice contra mi voluntad 48, concuerdan con las de San Pablo: Pues no hago lo que quiero, sino lo que detesto, eso hago 49.
16. ¿Y cómo se explica que, habiendo alabado el Señor su conducta, pues la Sagrada Escritura, o el Espíritu de Dios, declaró así: En medio de todos estos acontecimientos no pecó Job con su boca ante el Señor 50, con todo, al dirigirse a él más tarde le reprendió, según asegura el mismo Job, diciendo: ¿Por qué soy yo juzgado y amonestado y oigo los reproches del Señor? 51 Ahora bien, nadie es reprendido con justicia si no hay en él algo digno de reprenderse.
XI. ¿Y qué sentido tiene esta reprensión, que entendemos le viene de la persona del Señor Jesucristo? Le enumera las grandes maravillas que obra con su poder, y sobre este fundamento apoya su reproche, como diciéndole: ¿Puedes tú acaso obrar las maravillas que yo obro?
¿A qué se enderezan estas palabras sino a hacerle entender al santo patriarca (quien previó por divina revelación que Cristo había de venir a padecer por los hombres) con qué resignación debía soportar sus trabajos, pues Cristo, habiéndose hecho hombre por nosotros, ninguna mancilla de pecado contrajo y, estando dotado de un divino poder, no rehusó la obediencia a los tormentos de la pasión?
Lo comprendió así con su espíritu levantado y puro el mismo Job, añadiendo estas palabras a su respuesta: Sólo de oídas te conocía, mas ahora te han visto mis ojos. Por eso me condené a mí mismo, y me anonadé y me consideré como polvo y ceniza 52 ¿Cómo se explica este disgusto de sí mismo en un hombre de tantas luces? Ciertamente no podía displacerle la naturaleza humana, que es obra de Dios. Por eso se dice en otro lugar de la Escritura: No desdeñes la obra de tus manos 53. Sin duda, se censuró, y se envileció a sus ojos ante aquel espejo de justicia, en que él conoció mejor la suya, y hallóse como tierra y ceniza, contemplando en espíritu la justicia de Cristo, absolutamente sin pecado, no sólo en cuanto Dios, sino también en su alma y en su cuerpo. Según la misma regla de justicia que viene de Dios, San Pablo reputó no sólo como detrimento, mas también como estiércol, la justicia sin tacha que le venía del cumplimiento de la ley.
XII. 17. Concluyendo, pues, digamos que el testimonio ilustre que pronunció Dios en alabanza de Job no contradice a este otro: Ningún viviente podrá justificarse en la presencia del Señor 54. Ese testimonio no significa que no había nada absolutamente irreprensible en él, a sus propios ojos sinceros, o a la rectitud divina, y, sin embargo, con verdad podía declarársele justo, verdaderamente religioso para con Dios y limpio de toda obra mala, pues tales son las palabras divinas: ¿No has reparado en mi siervo Job? No hay hombre semejante a él en la tierra, varón íntegro y justo, temeroso de Dios y apartado totalmente del mal 55. Con las primeras palabras se le encumbra sobre todos los hombres de la tierra. Aventajaba, pues, a todos los justos de entonces. Mas no por eso era absolutamente irreprensible de todo pecado, aunque superase a los demás en el grado de la justicia.
Después añade el texto sagrado: sin reproche, pues nadie se quejaba de él con razón; justo, porque era tal la pureza de sus costumbres, que nadie podía igualársele; verdadero servidor de Dios, pues sincera y humildemente confesaba sus pecados: se apartaba de toda obra mala; mas cosa de admirar sería si también se abstuvo de toda palabra y pensamiento malo. No conocemos la grandeza espiritual de Job; sabemos que fue justo, sabemos que tuvo gran ánimo para sobrellevar las terribles pruebas de sus tribulaciones; nos consta que padeció tantos trabajos no por causa de sus pecados, sino para darnos ejemplo de su santidad.
Sin embargo, estas palabras, con que Dios le alaba, pudieran repetirse igualmente del justo que se deleita con la ley de Dios según el hombre interior, aun experimentando en sí la ley de los miembros, que se opone a la de su mente; sobre todo porque dice: No hago el bien que quiero, sino el mal que detesto. Mas si obro el mal que detesto, no soy yo, sino el pecado que habita en mí, el que lo hace 56. También éste, según el hombre interior, es ajeno a todo mal; no es él, sino el pecado, que en él reside, al que se debe la obra viciosa; mas como aquello mismo que en él se complace con la ley de Dios le viene de la gracia divina, clama suspirando por su liberación: ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? La gracia de Dios por nuestro Señor Jesucristo 57.
XIII. 18. No faltan, pues, en el mundo hombres justos, grandes, fuertes, prudentes, castos, pacientes, piadosos, misericordiosos que soportan con valor por la justicia toda clase de trabajos temporales. Pero si son verdaderas, o más bien, porque son verdaderas estas dos sentencias de la Escritura: Si decimos que no tenemos ningún pecado, nos engañamos 58; y ningún viviente podrá justificarse ante Dios 59, ni ellos están exentos de pecado y en ninguno llega la arrogancia y la insensatez al extremo de creer que para sí y sus faltas, sean cuales fueren, no tienen necesidad de implorar el perdón por la oración dominical.
19. También se nos objeta frecuentemente, al discutirse este punto, con Zacarías e Isabel. ¿Y qué diremos sino lo que claramente afirma la Escritura, conviene a saber, que Zacarías fue un hombre eminente en virtud entre los principales sacerdotes que se dedicaban a ofrecer sacrificios a Dios en el Antiguo Testamento?
Sin embargo, hay un oráculo escrito en la Epístola a los Hebreos, y que he citado ya en el primer libro, según el cual sólo Cristo es el Príncipe de los sacerdotes, que no tuvo, como los que se llamaban entonces sumos sacerdotes, necesidad de ofrecer todos los días sacrificios por sus propios pecados y luego por los del pueblo. Y tal convenía, dice, que fuese nuestro Pontífice, santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores y más alto que los cielos; que no necesita, como los pontífices, ofrecer primero cada día víctimas por sus propios pecados 60.
En el número de estos sacerdotes se contaban Zacarías, Finees y el mismo Aarón, en quien el orden sacerdotal tuvo su origen, y todos los que en este oficio vivieron santa y laudablemente, los cuales, sin embargo, tenían piedad de ofrecer primeramente el sacrificio por sus pecados, siendo Cristo el único sacerdote inmaculado, a quien ellos prefiguraban, el exento de esta obligación.
20. Mas en el elogio que hace el Evangelio de Zacarías e Isabel, ¿hay cosa que no se encierre en el testimonio que dio de sí mismo el Apóstol cuando todavía no había creído en Cristo? Él afirma también que vivió irreprensiblemente, según la justicia que mandaba la ley 61. Lo mismo se lee de aquéllos: Eran ambos justos en la presencia de Dios e irreprensibles caminaban en los preceptos y observancias del Señor 62. Porque toda la justicia de ambos no era simulada ante los hombres, se dijo que eran justos en la presencia de Dios.
Y lo que dice el Evangelio de Zacarías y su mujer: Caminaban en los preceptos y observancias del Señor, San Pablo todo lo cifró brevemente en la palabra ley. Antes del Evangelio sólo hubo una ley para aquéllos y para éste; una sola y la misma fue dada, según leemos, por Moisés a los padres, y conforme a ella era sacerdote Zacarías y ofrecía sacrificios cuando le tocaba el turno.
Y, sin embargo, el Apóstol, que estuvo dotado entonces de la misma justicia, prosigue y dice: Pero cuanto tuve por ventaja lo reputo daño por amor de Jesucristo, y aun todo lo tengo por daño a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo estimo como estiércol, con tal de gozar a Cristo y ser hallado en Él, no en la posesión de la justicia de la ley, sino de la justicia que procede de Dios, que se funda en la fe y que nos viene por la fe en Cristo, para conocerle a Él y el poder de su resurrección y la participación en sus padecimientos, conformándose a Él en la muerte por si logro alcanzar la resurrección de los muertos 63.
A pesar, pues, del elogio de la Escritura, tan lejos estamos de creer que Zacarías e Isabel lograran la perfecta justicia, inmune de toda imperfección, que ni siquiera atribuimos al mismo San Pablo una imperfección tan culminante, no sólo en el orden de la justicia legal, en la que fue semejante a ellos, y que reputa él daño y estiércol, parangonada con la sublime justicia que nos viene de la fe en Cristo, pero ni siquiera en el orden del ideal de la santidad evangélica, donde alcanzó la preeminencia en el apostolado. Yo no me atrevería a lanzar esta afirmación si no tuviese por impiedad no darle crédito a él mismo; pues en el citado lugar prosigue y dice: No es que la haya alcanzado ya, es decir, que haya logrado la perfección, sino que la sigo por si le doy alcance, por cuanto yo mismo fui alcanzado por Cristo Jesús. Hermanos, yo no creo aún haberla alcanzado; pero, dando al olvido lo que queda atrás, me lanzo en persecución de lo que tengo delante, corro hacia la meta, hacia el galardón de la soberana vocación en Cristo Jesús 64.
Ved cómo él mismo confiesa que no ha recibido, que no es perfecto aún con la plenitud de justicia que deseó conseguir en Cristo, y que su intención se dilata hacia lo futuro, olvidando lo que deja atrás. Así entendemos que también se refiere a él lo que dice: Y si nuestro hombre exterior camina a la corrupción, el interior se remoza de día en día 65. Aunque era un perfecto caminante, no había llegado aún a la meta de su carrera. Y a caminantes como él quiere arrebatar para compañeros en su viaje, a los cuales añade y dirige estas palabras: Y cuantos hemos llegado, tengamos este mismo sentir: y si en algo sentís de otra manera, Dios os hará ver lo que os digo. Con todo, perseveremos firmes en lo que hubiéremos alcanzado 66.
Este progreso se alcanza no con los pies del cuerpo, sino con los afectos de la mente y las costumbres de la vida, para que puedan ser perfectos poseedores de la justicia los que, avanzando de día en día por el camino recto de la fe con la renovación espiritual, se han hecho perfectos viajeros en el camino de la justicia.
XIV. 21. En conclusión, todos cuantos en la divina Escritura han sido celebrados por su rectitud y justicia, así como otros personajes semejantes que les han seguido, sin recibir expresamente una divina loa, y los que ahora existen y los que habrá en lo futuro, todos ellos son grandes, todos justos, todos verdaderamente dignos de elogio, pero ninguno sin alguna tacha de pecado. Pues los testimonios de la Escritura a que damos crédito al ponderarnos los méritos de los santos, la misma fe merecen cuando nos declaran que ningún ser viviente puede justificarse en la presencia del Señor; que hay que rogarle para que no entre en juicio con sus siervos; que la oración, enseñada por Él a los apóstoles, es universalmente necesaria al cuerpo de los fieles y también a cada uno en particular.
XV. 22. Pero el Señor dice: Sed perfectos, como lo es vuestro Padre celestial 67; no mandaría si supiera que esto, discurren ellos, lo que manda es imposible de cumplirse. No se discute aquí la posibilidad de semejante perfección, si por ella se entiende la absoluta exención de pecado con que algunos pueden vivir en este mundo. Hemos afirmado arriba la mera posibilidad de este hecho; ahora indagamos si alguien realmente la consigue. Pero que nadie eleva sus deseos hasta la altura del blanco que tamaña perfección supone, lo hemos visto ya, según lo declaran los muchos testimonios de la Escritura traídos a este propósito.
No obstante, cuando se encomia la perfección de uno, hay que ver de qué se trata. Pues poco ha he mencionado un testimonio de San Pablo donde declara que todavía no es él perfecto en la posesión de la justicia a que aspira, y, con todo, a continuación añade: Cuantos, pues, somos perfectos, tengamos esos sentimientos 68. No haría esta doble aserción si en algo no fuera él perfecto y en algo imperfecto.
Por ejemplo, un cristiano puede estar perfectamente capacitado para oír el lenguaje de la sabiduría; pero no lo estaban aquellos a quienes dice: Como a niños en Cristo, os di a beber leche, no comida, porque aún no la admitíais y ni ahora la admitís 69. Y, sin embargo, les dice igualmente: Hablamos la sabiduría entre los perfectos 70. Se refiere, sin duda, a los oyentes perfectos; luego, como he dicho, puede uno estar perfectamente habilitado para oír y no para enseñar; puede conocer muy bien las reglas de la justicia y no practicarla; puede ser cabal en el perdón de los enemigos y no en el ejercicio de la paciencia para sufrir.
Y del que es perfecto en la extensión del amor a los hombres, porque lo dilata hasta los enemigos, se puede preguntar si lo es en la intensidad del mismo, quiero decir, si a los que ama los ama según prescribe que deben ser amados la regla inmutable de la verdad.
Cuando, pues, en la divina Escritura se pondera la perfección de alguna persona, se ha de atender bien a qué se refiere, pues no es lógico deducir que un hombre está sin pecado, aunque se diga de él que es perfecto en alguna cosa.
Además, también puede asegurarse que se considera perfecto a un hombre no porque ya nada pueda adelantar en la virtud, sino por lo muchísimo que ha progresado. Así puede encomiarse a un doctor como perfecto en el conocimiento de la ley aun cuando ignore alguna cosa, igual que el Apóstol calificaba de perfectos a los que decía aún: Y si sobre algo sentís de otra manera, también sobre eso Dios os ilustrará. Sin embargo, llegados a este camino, sigamos por él adelante 71.
XVI. 23. Y no se puede negar que Dios nos impone en la práctica de la justicia tal perfección, que no cometamos absolutamente ningún pecado. Pues una acción, sea cual fuere, no será pecaminosa si no contradice a un mandamiento divino. ¿Por qué manda, pues, dicen nuestros adversarios, lo que sabe que ningún hombre lo ha de cumplir?
Con esa dialéctica, también podríamos preguntar: ¿por qué a los primeros hombres, que eran dos solamente, les dio un precepto, previendo su desobediencia?
Ni aquí se puede responder que lo hizo para que alguno de nosotros hagamos lo que ellos no hicieron, porque se trata de un mandato particular de no comer fruto de aquel árbol, intimado solamente a ellos; pues así como previó la injusticia que ellos habían de cometer, conocía igualmente el bien que sacaría de ellos.
Pues de la misma manera prohíbe cometer pecados, aun previendo que nadie lo hará, para que todos los que impía y culpablemente despreciaren sus leyes reciban su merecido en la condenación; y al contrario, a los justos que avanzando en piedad y obediencia a sus mandatos, aun cuando no los cumplieren perfectamente, con tal que también perdonen a los demás lo que también ellos quieren se les perdone, Dios mostrará su bondad, purificándolos. Pues, no habiendo pecado, ¿cómo puede el Señor perdonar por su misericordia a los que perdonan a sus prójimos, o cómo la justicia divina no ha de prohibir lo que constituye pecado?
24. Pero insisten todavía: Mirad lo que dice el Apóstol: He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe 72. Ya me está preparada la corona de la victoria. ¿Hablaría así si tuviese algún pecado?
Respondan más bien ellos: ¿cómo podía hablar así faltándole aún la recia lucha, el pesado y acerbo combate del martirio, que ya había predicho como inminente? ¿Acaso le quedaba poco para terminar su carrera, cuando le faltaba el combate en que había de habérselas con el más rudo y cruel enemigo?
Y si con tales términos quiso soltar riendas a su gozo y seguridad, porque la victoria del futuro combate le fue garantizada y asegurada por el mismo que le reveló la proximidad de su martirio, lo hizo ante la perspectiva de una esperanza inquebrantable, no de un hecho consumado, indicando como un logro y cumplimiento lo que esperaba en un próximo futuro. Y aun cuando añadiese a las palabras citadas estas otras: "No tengo ya ningún pecado", las entenderíamos igualmente de la perfección futura, no de la ya conseguida.
Pues lo mismo pertenecía a la perfección de su carrera el no tener pecado alguno -según creen éstos que había logrado al decir las palabras a que aludimos- como el vencer al enemigo en el combate, lo cual era cosa futura en el momento de escribir tales palabras; nosotros, pues, afirmamos que esa perfección estaba para realizarse cuando San Pablo, lleno de confianza en las promesas divinas, todo lo miraba como si se hubiera verificado.
A la misma consumación de la carrera pertenecía la plegaria por la que otorgaba el perdón de sus enemigos y oraba para conseguir de Dios la remisión de los propios pecados; con esta divina garantía estaba segurísimo de hallarse libre de todo pecado al fin de su carrera, que, aun siendo futuro, su confianza le hacía ver como ya cumplido. Pues, omitiendo otras cosas, me admiro de que al escribir las anteriores palabras, que dieron pie a los pelagianos para considerarle como inmune de todo pecado, estuviese ya libre de aquel aguijón de la carne que había pedido por tres veces al Señor se lo quitase, y Él le respondió: Te basta mi gracia, porque la virtud se fortalece en la flaqueza 73. Es decir, que para acrisolar la perfección de este insigne varón fue necesario viviese sometido al flagelo del ángel de Satanás, para que el orgullo no le tiznara a causa de la sublimidad de sus visiones. ¡Y no faltan quienes suponen o afirman que tal o cual persona, llevando todavía el peso de esta vida, se halla absolutamente limpia de todo pecado!
25. Concedemos que hay almas de tan elevada justicia, que Dios les hable para nosotros desde una columna, como fueron un Moisés y Aarón entre los sacerdotes, y Samuel entre los que invocaron su nombre 74, de cuya religiosidad e inocencia -ya desde la niñez, cuando su madre, cumpliendo un voto, le presentó al Señor en el templo y le consagró a su servicio- se hacen estupendos encomios en la Escritura, que no engaña. Pues bien, aun de tales justos vale lo que está escrito: Tú fuiste con ellos indulgente, aunque castigaste sus pecados 75.
A los hijos de la perdición los castiga con ira; a los de la gracia, con misericordia, pues Él corrige al que ama y azota a todo hijo que le es grato. Pero ningún castigo, ni corrección, ni azote se debe más que al pecado, si exceptuamos a aquel que fue entregado a la flagelación para que experimentase todo a semejanza nuestra, fuera del pecado, siendo el Santo de los santos y el Sacerdote que aboga por los santos, los cuales, cada cual por sí, dicen con verdad: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores 76.
Por donde los mismos adversarios que disputan contra estos oráculos divinos son laudables por su castidad y buenas costumbres y ponen, sin duda, en práctica el consejo dado al rico que le preguntó sobre los medios de conseguir la vida eterna. Habiéndole respondido al Señor que había guardado todos los mandamientos, le añadió que, si quería ser perfecto, vendiese sus posesiones y diese su producto a los pobres y depositase el tesoro en el cielo; pero ninguno de ellos lleva la audacia al extremo de reputarse inmaculado. Yo creo que hablan así con ánimo sincero; y si mienten, ya con el acto de mentir comienzan a pecar o a multiplicar sus pecados.
XVII. 26. Vengamos ahora a la tercera cuestión. Si el hombre puede hallarse sin pecar en esta vida, con la ayuda de la gracia de Dios, prestada a la voluntad humana, ¿por qué ninguno lo consigue? A esto se puede responder muy fácilmente y con toda verdad: Porque no quieren los hombres. Si se me pregunta por qué no quieren, la respuesta nos llevaría lejos. Pero aun a esto responderé en pocas palabras, sin adelantar un examen más diligente.
Los hombres se niegan a hacer lo que es justo, o porque ignoran lo que es justo o porque no encuentran gusto en ello. Pues con tanta mayor afición se mueve la voluntad a un objeto cuanto mejor conoce su bondad y mayor deleite nos proporciona su posesión. La ignorancia, pues, y la flaqueza son los vicios que paralizan la voluntad para hacer una obra buena o abstenerse de una mala.
Mas que se nos dé a conocer lo que hallaba oculto y nos aficionemos a lo que antes no nos atraía, obra es de la gracia de Dios, que ayuda las voluntades de los hombres; y en éstos está, y no en Dios, la causa de no recibir la ayuda divina, ora se trate de los que están previstos para la condenación por su injusto orgullo, ora de los que, a pesar de su orgullo, han de ser corregidos e instruidos, si son hijos de la misericordia. Por lo cual Jeremías, después de decir: Señor, bien sé que no está en mano de hombre trazarse su camino, ni puede nadie fijar su paso por él con rectitud, añade al punto: Pero corrígeme, ¡oh Señor!, con suavidad, no con ira 77. Como si dijese: Ya sé yo, Señor, que, con miras a corregirme, estrechas la mano de tus favores y socorros para gobernar perfectamente los pasos de mi vida; pero aun en esto mismo que haces, no me trates con la cólera con que has dispuesto condenar a los impíos, sino con el juicio misericordioso con que enseñas a humillarse a tus amigos. Por esta causa se dice en otra parte: y tus juicios me prestarán ayuda 78.
27. Nadie, por tanto, atribuya a Dios la causa de ninguna culpa humana, pues la causa de todos los vicios humanos es la soberbia. Y para condenarla y destruirla vino del cielo esa medicina: al hombre, hinchado por el orgullo, bajó Dios humilde por la misericordia, pregonando pública y manifiestamente su gracia en el hombre a quien se dignó escoger con tanta claridad y con preferencia a los demás hermanos. Pues ni el mismo hombre tan íntimamente unido al Verbo, que de su conjunción resultase un solo Hijo de Dios y al mismo tiempo Hijo del hombre, se ganó con voluntarios méritos precedentes semejante unión. En efecto, aquel hombre convenía que fuese único; ahora bien, serían dos, o tres, o más, si la obra de la encarnación, a ser posible, se debiese a los méritos del libre albedrío y no al don de Dios.
Y tal es, según puedo yo apreciar, la gran lección, lo que principalmente se aprende y enseña en los tesoros de la ciencia y sabiduría escondidos en Cristo.
Así se explica cómo cada uno de nosotros, cuando queremos emprender, ejecutar o acabar una obra buena, una veces tenemos luces y otras no, unas veces experimentamos deleite y otras no, para que conozcamos que no es de nuestra cosecha, sino regalo de Dios, esa luz y suavidad para obrar, curándonos de la vanidad del orgullo y sabiendo con cuánta verdad se ha dicho no de la tierra material, sino del espíritu, aquello del salmo: El Señor dará la suavidad y nuestra tierra producirá su fruto 79.
Y tanto más nos complacemos en obrar bien cuanto más amamos a Dios, bien sumo e inalterable y principio de todos los bienes, sean cuales fueren.
Mas, para que amemos a Dios, su caridad ha sido difundida en nuestros corazones, no por nosotros, sino por el Espíritu Santo que nos fue dado 80.
XVIII. 28. Pero se empeñan los hombres en indagar en la esfera de nuestra voluntad la porción de bien que nos corresponde a nosotros, y que no viene de Dios; yo no sé cómo se podrá hallar. Prescindamos por ahora de lo que asegura el Apóstol hablando de los bienes humanos: ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? 81
La misma razón también, según puede aplicarse a estos problemas dentro de los límites restringidos de nuestra posibilidad, al investigar este problema, nos apremia con fuerza a defender la gracia divina, sin anular por una parte al libre albedrío, y sin exagerar por otra su valor, de suerte que con soberbia impía se diga que somos ingratos a la gracia de Dios.
29. Así, algunos han querido salvar el sentido del texto paulino arriba citado diciendo: "Ha de atribuirse a Dios todo lo que el hombre tiene de buena voluntad, porque ésta no podría ni existir faltando el hombre mismo. Ahora bien, como Dios es el autor lo mismo de la existencia que de la naturaleza humana, ¿por qué no atribuirle también a Él todo lo que el hombre tiene de buena voluntad, pues ésta no se daría faltando el sujeto en que radica?"
Pero discurriendo de este modo, podría atribuirse igualmente a Dios la mala voluntad, pues ni ella podría hallarse en el hombre si éste no existiese. Es así que el ser hombre le viene de Dios; luego también la mala voluntad, pues si ella no tuviese un hombre en quien estuviera de asiento, tampoco podría existir. Y decir esto es una impiedad.
30. Pero hay que afirmar que únicamente puede venirnos de Dios no sólo el arbitrio de la voluntad, por el que se inclina a una u otra parte y se cuenta entre los bienes naturales de que podemos hacer buen o mal uso, sino también de la buena voluntad, que pertenece a la categoría de bienes cuyo uso no puede ser malo; de otro modo no sé cómo podrá salvarse la verdad del dicho apostólico: ¿Qué tienes que no hayas recibido? 82
Porque si la voluntad libre, que nos viene de Dios y puede ser buena o mala, mas la buena voluntad nos viene de nosotros mismos, vale más lo que nos viene de nosotros que lo que nos viene de Dios.
Pero siendo esto absurdísimo, luego han de confesar que también la buena voluntad la recibimos de Dios. Cosa extraña parece poner la voluntad en un término medio, de suerte que ni sea buena ni mala. Pues o amamos la justicia y es buena, y cuanto más la amamos mejor es, y cuanto menos, menos buena; o no la amamos, y no es buena la voluntad. Mas, indudablemente, la voluntad que no ama de ningún modo la justicia no sólo es mala, sino pésima. Luego si la voluntad o es buena o mala, y la mala no la tenemos de Dios, se concluye que la buena sí; de lo contrario, no veo en qué otro don puede consistir nuestra justificación de parte de Dios. Por esta causa está escrito, según creo: La voluntad es preparada por el Señor 83. Y en los Salmos se dice: Dios ordena los pasos del hombre, guía y sostiene al que va por buen camino 84. Y lo mismo asegura el Apóstol: Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito 85.
31. Atendiendo a esto, el alejarnos de Dios es responsabilidad y mala voluntad nuestra; en cambio, nuestra conversión a Dios es fruto de la gracia excitante y adyuvante, que forma la buena voluntad; pues ¿qué tenemos que no hayamos recibido? Y habiéndolo recibido, ¿por qué nos envanecemos como si no lo hubiésemos recibido?
A fin, pues, de que quien se gloríe atribuya toda la gloria al Señor 86, a los que Dios ha distinguido con esta merced, lo hace movido por su misericordia y no por miramiento a ningún mérito; y a los que la niega, la niega por justicia.
Los pecadores merecen justo castigo, porque Dios ama la misericordia y la verdad 87; y la misericordia y la verdad se han encontrado: todas las obras del Señor son misericordia y verdad 88.
¿Quién puede explicar cuán frecuentemente en las divinas Escrituras se enlazan ambas cosas? A veces con diversos nombres, pues se pone la gracia por la misericordia, como en este pasaje: Y vimos su gloria, gloria como la del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad 89. Otras veces la verdad se llama juicio, como cuando se dice: Señor, yo celebraré vuestra misericordia y juicio 90.
32. Mas ninguno puede culparle porque a unos quiere darles la gracia de la conversión y a otros el castigo por haberse alejado de Él, pues nadie tiene derecho a censurar a un bienhechor misericordioso porque hace un beneficio y a un juez porque impone el castigo conforme al dictamen de la verdad; como en los operarios de la viña nadie podía reprochar al dueño porque dio a unos el salario convenido y a otros un salario que no esperaban. La razón de esta oculta justicia está en Dios.
XIX. Nosotros mantengámonos dentro de los límites de nuestra sabiduría y entendamos, si nos es posible, cómo el soberano Dios aun a sus santos no les concede a veces o la ciencia cierta o la delectación victoriosa de alguna buena obra, para que conozcan que no viene de ellos, sino de Él, la luz que ilumina sus tinieblas y la lluvia suave con la que da frutos su tierra.
33. Pues cuando pedimos a Dios la ayuda para obrar bien y alcanzar la perfección de la justicia, ¿cuál es el objeto de nuestra súplica sino que nos dé a conocer lo que ignorábamos y nos vuelva agradable la práctica de la virtud, que nos repugnaba antes? Y gracia suya es también el saber lo que se debe pedir, que antes no sabíamos; por su gracia hemos amado lo que antes no nos atraía; y así, el que se gloría no se gloríe a sí mismo, sino en el Señor. Porque erguirse con soberbia es obra de la voluntad humana, no de la gracia de Dios, el cual no mueve ni ayuda para concebir tales sentimientos. Precede, pues, en la voluntad del hombre cierto apetito del propio poder que lo lleva a la desobediencia por la soberbia. Sin este apetito, nada sería costoso y sin dificultad de no haber querido entonces lo que quiso; como un castigo justamente debido resultó este vicio, que hace penosa la sumisión a la justicia. Y si no nos ayuda Dios con su gracia para vencerlo, nadie se convierte a la justicia; y si no es curado por la operación de la gracia, nadie disfruta de la paz de la justicia.
Mas ¿a quién pertenece esta gracia, que nos da la victoria y nos sana, sino a aquel a quien decimos: Conviértenos, ¡oh Dios de nuestra salvación!, y aparta tu ira de nosotros 91? Cuando así lo hace, obra por misericordia, y es forzoso exclamar: No nos castiga en la medida de nuestros pecados, no nos paga conforme a nuestras iniquidades 92. Y a los que no lo hace, no lo hace por justicia. Y aun entonces, ¿quién osará decirle: "Por qué habéis obrado así", a aquel cuya misericordia y justicia celebran los santos con piadosos sentimientos?
Y así se explica también cómo aun a sus justos y servidores fieles tarda en curarlos de algunas flaquezas, regateándoles el gusto del bien, que fuera menester para practicar cumplidamente todos los preceptos de la justicia, unas veces por no saber lo que deben hacer, otras aun sabiéndolo; de donde resulta que, según la regla soberana de la verdad, ningún viviente puede envanecerse de ser justo en su presencia. Y con esto Dios no pretende hacernos dignos de condenación, sino humildes, para que apreciemos su gracia y con la facilidad de cumplir todos los preceptos no usurpemos lo que es suyo, porque este error es sumamente contrario a la religión y la piedad.
Mas no por esto vayamos a creer que nos conviene seguir en los vicios; más bien con empeño y vigilancia y ardientes plegarias esforcémonos en luchar sobre todo contra la misma soberbia, causa de nuestras humillaciones, entendiendo al mismo tiempo que aun nuestros esfuerzos y plegarias nos vienen de la bondad divina, a fin de que, apartando los ojos de nosotros mismos, con el corazón levantado, demos gracias a Dios, nuestro Señor, y al gloriarnos, nos gloriemos en Él.
XX. 34. Queda por examinar la cuarta cuestión, y cuando lo consigamos, según la ayuda del Señor, se acabará igualmente el largo discurso de este libro. ¿Hay, pues, entre los hijos de los hombres quien nunca haya cometido o no cometa pecado? ¿Ha podido o podrá existir? Decimos con absoluta certidumbre que, fuera del único Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, no hay, ni ha habido ni habrá ninguno con semejante privilegio.
Ya hemos tratado bastante del bautismo de los párvulos, y si ellos están inmunes de pecado, hay, ha habido y habrá innumerables hombres completamente inocentes. Mas, habiendo logrado demostrar lo que nos propusimos al responder a la segunda cuestión, la consecuencia es que ni los niños están exentos de pecado. De aquí resulta también otra consecuencia indubitable, a saber: aun cuando haya podido existir en esta vida un hombre tan cabal en la virtud que llegase a la plenitud de la justicia, evitando toda falta, antes, sin embargo, fue pecador, y dejó de serlo para convertirse a esta nueva forma de vida. Son diversas las cuestiones ventiladas por nosotros en el segundo lugar y la que ahora se propone aquí en el cuarto. Allí se indagaba si con la gracia de Dios, secundada por el esfuerzo de la voluntad, podía alguno en esta vida llegar a la vida perfecta, sin pecado alguno; aquí, en la cuestión cuarta, se averigua lo siguiente: ¿Existe entre los hijos de los hombres o ha podido o podrá existir alguien absolutamente sin pecado en todo tiempo y que no haya pasado del estado de pecador a la justicia perfecta?
Ahora bien, si son verdaderas las conclusiones que sacamos al hablar de los párvulos, no hay nadie entre los hijos de los hombres, ni hubo, ni habrá exento de toda culpa, excepto el único Mediador, en quien está el perdón de nuestros pecados y nuestra justificación, merced a la cual somos reconciliados con Dios y se acaban las enemistades causadas por la culpa. No es, pues, ajeno a nuestro propósito, según bastare para dilucidar la presente cuestión, recordar algunos hechos desde el origen del género humano, con el fin de informar y prevenir a los lectores contra ciertas dificultades que pueden hacerles alguna fuerza.
XXI. 35. Después que aquellos primeros hombres que fueron Adán, varón único, y Eva, su mujer, formada de él, no quisieron obedecer el precepto que les impuso el Señor, recibieron el justo y merecido castigo. En efecto, les había amenazado el Señor con que morirían de muerte el día en que comiesen del fruto prohibido.
Por lo cual, como podían comer frutos de todos los árboles del paraíso, donde Dios había plantado también el leño de la vida, y sólo les había prohibido tomarlos del que llamó el árbol de la ciencia del bien y del mal -nombre con que quiso darles a conocer la experiencia futura y la recompensa o el castigo que habían de recibir, según guardasen o quebrantasen su prohibición-, con razón se cree que, antes de asentir a la maligna sugestión del demonio, se abstuvieron del fruto prohibido y se aprovecharon de todos los demás permitidos, y particularmente del árbol de la vida.
¿Pues hay cosa más absurda que el suponer que se alimentaron de todos los demás árboles, exceptuando sólo aquél, cuyo uso les fue permitido igualmente, y que tenía la gran ventaja de preservarlos, pues tenían cuerpos animales, de las vejaciones propias de la edad y de la decadencia mortal, de la decrepitud, confiriendo, por una parte, como fruto material, al cuerpo humano ese beneficio, e indicando, por otra, los bienes que trae al alma racional la sabiduría, de que era emblema, para que, vivificada con su alimento, evitase la ruina y la muerte de la maldad?
Por eso, con razón se escribe que la sabiduría es el árbol de vida para todos los que la abrazan 93. Lo que este árbol en el paraíso corporal, era la sabiduría en el paraíso espiritual: aquél daba a los sentidos del hombre exterior, y ésta a los del hombre interior, un vigor saludable, inmune a todas las vicisitudes del tiempo. Servirían, pues, a Dios, porque les había sido recomendada muy de veras la piadosa obediencia, en que únicamente consiste el culto divino.
Y en verdad no pudo recomendárseles mejor que prohibiéndoles tocar los frutos de un árbol bueno, cuán grande es la excelencia de esa virtud, que basta ella sola para mantener a la criatura racional bajo su Creador. Hay que desechar, pues, lejos la suposición de que el Creador de todos los bienes, y que hizo todas las cosas muy buenas, plantase un árbol malo en aquel paraíso material. Más bien quiso demostrar al hombre, para quien el servicio a tal Señor era utilísimo, cuán grande bien era el de la sola obediencia -virtud que únicamente le había exigido como a siervo- y cuánto le convenía obedecer, no tanto por respeto a su soberanía como mirando a su propio provecho de siervo; y por eso le prohibió tocar los frutos de un árbol, que no le hubieran sido dañosos a no mediar la prohibición, de suerte que los efectos que sintieron, por haber usado de él después del veto, bien se veía que no eran debidos a los frutos nocivos del árbol pernicioso, sino a la violación de la obediencia.
XXII. 36. Antes, pues, de esta violación, Adán y Eva agradaban a Dios y éste era benévolo con ellos; y aunque llevaban un cuerpo de condición animal, no sentían en él ningún movimiento rebelde a su voluntad. Esta armonía se debió al orden de la justicia, de modo que habiendo recibido el alma un cuerpo que le estaba sumiso, como ella estaba sumisa al Señor, así el cuerpo obedeciese y prestase sin resistencia la servidumbre conveniente para aquella clase de vida. De ahí que, estando desnudos, no se avergonzaban. Mas ahora experimenta el alma racional una natural vergüenza, porque a causa de no sé qué flaqueza, después que recibió las riendas de su gobierno, no puede impedir en su cuerpo la rebelión de los miembros, que no siguen la moderación de la voluntad.
Por lo cual, con toda razón, entre las personas castas, esos miembros reciben el nombre de vergonzosos, porque se soliviantan a su capricho contra el señorío de la razón, como si fueran independientes, y sólo se consigue con el freno de la virtud impedir que lleguen a los últimos desórdenes de la lujuria y de la corrupción. Esta rebelión carnal, que se desmanda en movimientos, aun sin consentirle llevarlos a efecto, no existía en aquellos primeros hombres cuando estaban desnudos y no se ruborizaban. Es porque todavía el alma racional -dueña de los movimientos del apetito sensible- no se había rebelado contra su Señor, de suerte que experimentase, en recíproco castigo, la desobediencia de la carne, su sierva, con cierto sentimiento de confusión y malestar; mas este sentimiento de vergüenza, causado por la inobediencia, no tocó al Ser divino, que no sintió confusión ni molestia con nuestra rebelión, pues de ningún modo podemos menguar su perfecta soberanía sobre nosotros. La vergüenza es para nosotros, porque la carne ya sacudió nuestro imperio, y este desorden es efecto de la flaqueza que merecimos por nuestra culpa, y se llama pecado que habita en nuestros miembros. Y es al mismo tiempo pecado y castigo de pecado.
En fin, después que se cometió aquella transgresión y el alma desobediente se apartó de la ley de su Señor, comenzó a sentir contra sí misma la rebelión de su esclavo, o sea el cuerpo, y aquellos hombres se avergonzaron de su desnudez, advirtiendo en sí mismos un movimiento desconocido antes, y esta advertencia se llamó abertura de los ojos, pues no andaban con los ojos cerrados por las florestas del paraíso. En el mismo sentido se dijo de Agar: Se abrieron sus ojos y vio el pozo 94. Y entonces ellos cubrieron sus partes naturales. Así deshonraron el decoro de los miembros que Dios les había dado.
XXIII. 37. De esta ley del pecado nace la carne de pecado, que había de ser purificada por el sacramento del que vino en semejanza de la carne de pecado para destruir el cuerpo del pecado, que también se llama cuerpo de esta muerte, del cual se libran los desgraciados hombres únicamente por la gracia de Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Así pasó de los primeros hombres a los descendientes esta ley, que es principio de muerte, lo mismo que la ley del trabajo, que carga sobre todos los hombres, y el parto doloroso de las mujeres. Todas estas miserias merecieron, por divina sentencia, cuando fueron reprendidos por su pecado, y las vemos cumplirse en ellos, y en sus descendientes, en unos más, en otros menos, pero en todos.
Consistió, pues, la primera justicia de aquellos primeros hombres en obedecer a Dios, sin experimentar en los miembros esta ley de la concupiscencia que va contra el dictamen de la razón; ahora, en cambio, después que por su pecado nació de ellos una carne de pecado, los fieles servidores de Dios tienen en mucho el no ceder a los impulsos de los apetitos y crucificar en sí la carne con todas sus pasiones y codicias para pertenecer a Jesucristo, que ya lo prefiguró en su cruz, para cuantos recibieron por su gracia la potestad de hacerse hijos de Dios. Porque no dio a todos los hombres, sino a los que le recibieron, la gracia de renacer por el espíritu de Dios, como antes habían nacido para el siglo según la carne. Pues así está escrito de ellos: A cuantos lo recibieron, dioles potestad de ser hijos de Dios, los cuales nacieron no de la carne y de la sangre, ni de la voluntad del varón, ni del apetito carnal, sino de Dios 95.
XXIV. 38. Y prosiguiendo, añadió: Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros 96. Como si dijera: Una gran maravilla se ha obrado entre nosotros, al nacer de Dios para Dios los que antes habían nacido de la carne para el siglo, aunque fueron crea-dos por el mismo Dios; pero mayor milagro es que a éstos, siéndoles natural el nacimiento de la carne, y favor divino el nacimiento de Dios, para hacer este beneficio, el mismo que procede naturalmente de Dios como Hijo se dignó también nacer misericordiosamente de la carne; y esto significa: El Verbo se hizo carne. Para este fin se encarnó, para que los nacidos como carne de la carne, renaciendo del Espíritu, fuésemos espíritu y habitásemos en Dios; pues también Dios, nacido de Dios, se hizo carne y nació de la carne, habitando entre nosotros. En efecto: El Verbo, que se hizo carne, era ya al principio Dios en el seno de Dios.
No obstante, esta participación del Verbo en nuestra naturaleza inferior, para que nosotros nos hiciésemos partícipes de su divinidad, conservó cierto término medio en su nacimiento de la carne. Así nosotros nacemos ciertamente con carne de pecado, mas Él en semejanza de carne pecadora. Nosotros procedemos no sólo de la carne y sangre, mas también de la voluntad del varón y del apetito carnal; mas Él sólo nació de la carne y sangre, pero no de la voluntad de un hombre ni del apetito de la carne, sino de Dios. Nosotros nacimos para la muerte por causa del pecado; Él vino para morir por nosotros, sin tener ningún pecado.
Mas así como su naturaleza humana, con que se dignó descender hasta nosotros, no se igualó enteramente con la nuestra, según era la postración en que la halló, de igual modo nuestra elevación por la gracia, con que subimos a Él, jamás nos igualará con la grandeza de que le veremos revestido en la gloria. Nosotros seremos hechos hijos de Dios por gracia, Él era siempre Hijo de Dios por naturaleza; nosotros alguna vez por nuestra conversión nos uniremos a Dios, sin ser iguales a Él; Él, sin haberse jamás apartado, permanece igual a Dios. Nosotros seremos participantes de la vida eterna. Él es la vida eterna. Sólo Él, aun encarnándose sin dejar de ser Dios, no tuvo jamás pecado alguno ni tomó carne de pecado, aunque descendiente de carne de pecado. Pues lo que de nosotros tomó, o lo purificó antes de tomarlo o lo purificó en el acto mismo de tomarlo. Para este fin creó a la Virgen, a la que había de elegir para que le diese el ser en su seno, y ella no concibió por la ley del pecado o deseo de la concupiscencia, sino mereció por su piedad y su fe que el santo germen de Cristo fuese formado en sus entrañas.
Luego ¡con cuánta más razón ha de ser bautizada una carne de pecado para evitar el juicio divino, si también se bautizó la carne inmaculada para darnos ejemplo de imitación!
XXV. 39. Ya respondimos arriba a los que nos objetan diciendo: Si un pecador engendra a otro pecador, un justo debió engendrar a otro justo. Idéntica respuesta damos a los que nos dicen que el hijo de un bautizado debe considerarse también como ya bautizado. Preguntan ellos: ¿Por qué no pudo ser bautizado en la entraña de su padre si, según la epístola escrita a los Hebreos, Leví pudo pagar los diezmos estando en la entraña de Abrahán?
Los que así discurren deben reflexionar que Leví quedó exento del pago de los diezmos, no por haber diezmado cuando estaba en el germen de su padre Abrahán, sino porque así se dispuso, mirando al honor del sacerdocio, que percibiese, no que diese los diezmos; de lo contrario, tampoco los demás hermanos, tributarios suyos, estarían obligados al diezmo, porque también en la entraña de Abrahán lo habrían pagado a Melquisedec.
40. Ni se replique a esto que muy bien los hijos de Abrahán pudieron pagar los diezmos aun después de haberlo hecho en la persona de su padre, porque los diezmos debía pagarlos cada uno muchas veces, como lo hacían los israelitas todos los años, y de los frutos se hacían frecuentes diezmos a los levitas, mientras el sacramento del bautismo es de tal índole, que sólo se administra una vez, y, habiéndolo recibido ya estando en la entraña del padre, debía considerársele como ya bautizado, porque procedía por generación de un bautizado.
Para abreviar la discusión, los que razonan así consideren lo que era la circuncisión, que también se hacía una sola vez y personalmente en cada individuo. Luego si en el tiempo de aquel sacramento al que nacía de un circunciso había que circuncidarlo, del mismo modo ahora al hijo de un bautizado también se le debe bautizar.
41. Pero el Apóstol dice: De otro modo, vuestros hijos serían impuros, mas ahora son santos; y, por tanto, insisten nuestros objetantes, los hijos de los fieles de ningún modo debieran ser bautizados 97.
Me admira que digan esto los que niegan se contraiga el pecado original de Adán. Pues si entienden las palabras del Apóstol en este sentido y creen que los hijos de los fieles nacen ya santificados, ¿por qué ellos mismos no dudan en declarar que conviene bautizarlos? ¿Por qué no quieren confesar que de un padre pecador se hereda una mancha de origen, si de un padre santo se contrae alguna santidad?
Aun suponiendo que de padres fieles nacen hijos inocentes, nosotros podemos sostener sin contradicción nuestra doctrina; es decir, que esos niños, si no se bautizan, se condenan, pues también ellos los excluyen del reino de los cielos, aun suponiéndolos exentos de todo pecado propio y original; y si es una injusticia, a su parecer, que los inocentes se condenen, ¿cómo puede ser justo que los inocentes sean excluidos del reino de Dios? Reflexionen particularmente sobre esto: Si de padres santos se hereda alguna santidad y de los impuros alguna impureza, ¿cómo padres pecadores no han de comunicar algo de su pecado a los hijos? Ambas cosas abarcó el que dijo: De otro modo, vuestros hijos serían impuros, mas ahora son santos.
Explíquennos, además, cómo puede ser justo que, naciendo de padres fieles hijos santos, y de padres infieles hijos contaminados, sin embargo, todos igualmente, si no se bautizan, son excluidos del reino de Dios. ¿De qué les sirve, pues, la santidad a los primeros? Porque si afirmaran que los hijos de los infieles, que nacen manchados, se condenan, y que los hijos de los fieles, que nacen santos, no pueden entrar en el reino de Dios de no bautizarse, pero que no se condenan, por ser santos, se admitiría entre ellos cierta diferencia. Ahora bien, ellos aseveran que los hijos santos, nacidos de padres justos, y los hijos impuros, oriundos de padres impuros, no se condenan igualmente, porque no han pecado, ni tampoco entran en el reino de los cielos, porque no han recibido el bautismo. ¿Es posible creer que nuestros ingeniosos adversarios no vean este absurdo?
42. Pero un poco de atención bastará para conciliar las sentencias de San Pablo, que dice: Por un solo hombre vino la condenación para todos. Por uno solo reciben todos la justificación de la vida; y tratando de otro asunto, dice: De otra manera, vuestros hijos serían impuros, pero ahora son santos 98.
XXVI. Hay más de un modo de santificarse; así creo que los catecúmenos son santificados en cierto modo por la señal de la cruz y la oración que acompaña la imposición de la mano; y lo que reciben, aunque no es el cuerpo de Cristo, pero es una cosa santa, y más santa que los alimentos de que nos nutrimos, porque es un sacramento. Más aún: los mismos alimentos que usamos para sustentar nuestra vida corporal son santificados, según el Apóstol, por la palabra de Dios y la oración que al mismo tiempo le dirigimos con la intención de restaurar las fuerzas de nuestros frágiles cuerpos.
Así, pues, como la santificación de estos alimentos no impide que lo que ha entrado en la boca pase al estómago y siga todo el proceso de la corrupción a que están sometidas las cosas terrenas -y por eso nos exhorta el Señor a buscar manjares incorruptibles-, del mismo modo la santificación del catecúmeno, si no está bautizado, no le sirve para entrar en el reino de los cielos o conseguir la remisión de los pecados. Luego tampoco aquella santificación, sea de la clase que fuere, atribuida por el Apóstol a los hijos de los fieles, pertenece de algún modo a esta cuestión del bautismo, del pecado original y remisión de los pecados. Pues en el mismo lugar habla de la santificación de los cónyuges infieles por los cónyuges fieles, diciendo: Santificado queda el marido no cristiano en la mujer, y santificada queda la mujer no cristiana en el hermano; pues de otro modo vuestros hijos serían inmundos, mas ahora son santos 99.
Sea cual fuere el sentido de este pasaje, nadie lo interpretará, creo, tan infielmente, que piense que un marido pagano, por la única razón de tener esposa cristiana, no necesita ya bautizarse, y que ha conseguido el perdón de los pecados y entrará en el reino de los cielos por haber dicho el Apóstol que está santificado en la mujer.
XXVII. 43. Si todavía a alguien le intriga el saber por qué son bautizados los que nacen de bautizados, he aquí mi breve respuesta. Como la generación de una carne pecadora por medio de uno solo, Adán, arrastra a la condenación a todos los hombres que de la misma manera son engendrados, así la generación en espíritu de gracia por un solo Mediador, Jesucristo, lleva a la justificación de la vida eterna a todos los predestinados para la regeneración. Ahora bien, el sacramento del bautismo es, sin duda, el sacramento que regenera. Por tanto, así como el que no ha vivido no puede morir, y el que no ha muerto no puede resucitar, análogamente no hay renacimiento sin nacimiento. De lo cual resulta que ninguno ha podido renacer en su padre sin haber nacido antes. Pues si ha nacido, es necesario que renazca, porque, si alguien no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios 100. Es necesario que aun el párvulo sea purificado con el sacramento de la regeneración, para que sin él no tenga una mala muerte, la cual no se da sino para el perdón de los pecados. Esto declara Cristo en el mismo lugar, cuando le preguntaron cómo podían ser aquellas cosas, y recordó lo que Moisés hizo en el desierto levantando la serpiente.
Luego el sacramento del bautismo hace que los niños se configuren a la muerte de Cristo, y si no queremos desviarnos de la regla de la fe cristiana, hemos de confesar que son curados de la mordedura de la serpiente. Mordedura que no recibieron ellos en su vida propia, sino en aquel que fue su primera víctima.
44. No hay que dejarse tampoco engañar de lo que dicen los pelagianos, conviene a saber, que después de la conversión ni a los padres les perjudican los pecados; pues ¿cuánto menos perjudicarán a sus hijos? Los que de este modo opinan, no reparan en que así como al padre, por haber renacido ya en espíritu, no le perjudican los pecados, en cambio, al hijo, si no ha renacido del mismo modo, le perjudicará el pecado que contrajo de él. Porque los padres mismos, aun renovados por el sacramento, no engendran en virtud de estas primicias de la vida nueva, sino en virtud de las reliquias carnales del hombre viejo; y los hijos, que traen la imagen de la vejez de sus padres y son el fruto de una generación carnal, logran evitar la condenación, debida al hombre antiguo, por el sacramento de la regeneración y renovación espiritual.
En las cuestiones que se han suscitado o pueden suscitarse sobre este tema, hemos de recordar y tener presente, sobre todo, que sólo con el bautismo se logra la completa y perfecta remisión de todos los pecados, aunque sin producir una inmediata y completa mudanza en las cualidades del bautizado; mas las fuerzas espirituales que él deposita en los fieles que progresan continuamente con la mejora de las costumbres, transforman en sí los restos del hombre viejo hasta que todo se renueve, de modo que la misma flaqueza corporal alcance la firmeza espiritual y la incorrupción.
XXVIII. 45. Esta ley del pecado, que llama también San Pablo pecado, donde dice: No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a sus deseos 101, no sobrevive en los miembros de los que han renacido con el agua y el espíritu, como si no hubieran conseguido su remisión (pues se les han perdonado total y perfectamente todos los pecados y se han acabado todas las enemistades que nos separaban de Dios); mas permanece en la porción vieja de nuestro ser carnal, si bien superada y muerta, si no revive en cierto modo por el consentimiento a las tentaciones ilícitas y no se restituye a su reino propio y soberanía.
Mas una vez que ha sido perdonada esta ley del pecado, o, si se quiere, este pecado, aquellos retoños del hombre viejo se diferencian tanto del espíritu de vida que ha renovado a los bautizados con la gracia de Dios con un segundo nacimiento, que el Apóstol no se contentó con decir de ellos que no estaban en pecado, sino añadió que no estaban ni en la carne, aun antes de emigrar de esta vida. Los que viven en la carne no pueden agradar a Dios; pero vosotros no vivís según la carne, sino según el espíritu, si es verdad que el Espíritu de Dios habita en vosotros 102.
Sin embargo, así como de esa misma carne corruptible hacen buen uso los que emplean sus miembros para obrar el bien, y no están en la carne, porque no viven según sus gustos, y del mismo modo que usan bien de la muerte, que es un castigo del primer pecado, quienes la ofrecen con fortaleza y paciencia por los hermanos, por la fe, por una causa cualquiera justa y santa, de igual modo usan bien de aquella ley del pecado, que, aunque perdonado, aún permanece en el hombre viejo, los casados fieles, quienes, por hallarse en posesión de las fuerzas nuevas de la gracia de Cristo, no permiten que la liviandad les tiranice; pero, en lo que todavía conservan del viejo Adán, ellos engendran para la vida mortal hijos, a quienes sólo la regeneración puede inmortalizar, y les comunican un germen de pecado al que están sujetos todos, fuera de los renacidos, y del que sólo pueden liberarse con un segundo nacimiento. Mientras, pues, esa ley concupiscible permanece en los miembros, ha perdido su carácter culpable, aun sin desaparecer de ellos, pero sólo en el que ha recibido el sacramento del bautismo y ha comenzado a renovarse. Sin embargo, lo que nace en virtud de esa antigua inclinación carnal, que todavía perdura, debe renacer para que consiga la salud. Porque los padres fieles, nacidos según la carne y renacidos según el espíritu, engendraron también a los hijos carnalmente; pero éstos, antes de nacer, ¿cómo podían renacer?
46. Ni te admires de lo que he dicho, conviene a saber, que, aun permaneciendo en nosotros la ley del pecado en cuanto a la concupiscencia, su reato ha sido perdonado por la gracia del sacramento. Pues así como cuando las acciones, palabras y pensamientos culpables han pasado y ya no existen como movimientos del ánimo o del cuerpo, con todo, aun después de su desaparición, su culpa permanece, mientras no sea borrada con el perdón de los pecados, aquí, en un sentido contrario, aun sin desaparecer y permaneciendo la ley de la concupiscencia, su reato desaparece y no existirá, porque el bautismo obra la perfecta remisión de los pecados. Y si el bautizado sale inmediatamente de este mundo, nada hay que pueda tenerle cautivo, porque está desatado de todas las cadenas que le sujetaban. Luego como no es de admirar que antes de perdonarse los pecados persevere la mancha de los dichos, hechos y pensamientos pasados, tampoco debe parecer cosa extraña que, aun continuando la concupiscencia, su reato haya desaparecido con el perdón de los pecados.
XXIX. 47. Admitidas estas verdades, después que por un hombre entró el pecado en este mundo y por el pecado la muerte, y así pasó a todos los hombres 103, y continuará hasta que se acabe esta generación carnal y este siglo corruptible, cuyos hijos engendran y son engendrados, sin que de ninguno en la vida presente se pueda decir que se halla totalmente exento de pecado -a excepción de nuestro único Mediador, que nos reconcilia con nuestro Creador, perdonando nuestras culpas-, no ha rehusado el Señor en ningún tiempo del género humano antes de la consumación final el remedio de la salvación a todos los que con su presciencia infalible y su benevolencia previsora predestinó para que reinasen con Él en la vida eterna. Pues ya antes de nacer temporalmente, de padecer los trabajos de la pasión y manifestarse la virtud de su resurrección, instruía en la fe de los misterios futuros a los que vivían entonces, disponiéndolos para la herencia de la salud eterna; con la fe de las mismas cosas, pero ya presentes, alimentó a los contemporáneos, que fueron testigos de ellas y vieron el cumplimiento de las profecías; con idénticos misterios, ya pasados y cumplidos, sostiene constantemente la fe de los que vinieron más tarde y a la generación presente y a los que vendrán después de nosotros.
Una misma, pues, es la fe que salva a todos los que, aun viniendo a esta existencia por la vía de la generación carnal, renacen espiritualmente; una fe que tiene su meta en el que vino para ser juzgado y morir, siendo juez de vivos y muertos. Pero los sacramentos de esta fe, siempre idénticos a sí mismos, han variado según la diversidad de los tiempos y la conveniencia de su significación.
48. Luego uno mismo es el Salvador de los párvulos y de los grandes, de quien dijeron los ángeles: Os ha nacido hoy el Salvador 104. De Él se dijo a la Virgen María: Le llamarás con el nombre de Jesús, porque Él salvará a su pueblo de los pecados 105. Vese claramente aquí que lleva el nombre de Jesús, impuesto por la salvación que nos trajo, pues Jesús equivale en nuestra lengua a Salvador.
¿Quién osará, pues, decir que nuestro Señor Jesús sólo es el Salvador de los adultos y no de los párvulos? Él vino en semejanza de carne de pecado para destruir el cuerpo de pecado, aun en los que todavía tienen un ser fragilísimo, porque sus miembros infantiles no les sirven para ningún uso y el alma racional está sumida en una deplorable ignorancia. Yo no puedo creer de ningún modo que esta ignorancia estuviese en aquel infante en quien el Verbo se hizo carne para habitar entre nosotros, ni puedo suponer que el niño Jesús tuviera la debilidad de ánimo que vemos en los demás párvulos. Por causa de esta debilidad, cuando sufren alguna perturbación de movimientos irracionales, sin obedecer a ninguna razón ni mandato, se les reprime con el dolor o el miedo al dolor; entonces se ve que son hijos de la rebelión, que obra en los miembros contra el dictamen de la razón y no se apacigua con el imperio de la voluntad racional, mientras frecuentemente se les refrena con el dolor físico, o azotándolos, o infundiéndoles miedo, o con algún otro movimiento de ánimo, pero no con el imperio de la voluntad.
Empero, como Cristo tomó la semejanza de la carne pecadora, quiso sufrir, comenzando desde la infancia, las vicisitudes de las edades, y hace presumir que hasta la muerte por consunción senil le hubiera llegado, a no habérsele quitado la vida siendo joven.
Y esta muerte en los hombres verdaderamente pecadores es una deuda, pagada por la desobediencia, pero en el que tomó sólo semejanza de pecador fue aceptada por obediencia voluntaria. Pues cuando iba a enfrentarse con ella y los padecimientos de la pasión, dijo: He aquí que viene el príncipe de este mundo, pero en mí no hallará tacha alguna; sin embargo, para que todos vean que hago la voluntad de mi Padre, levantaos, vámonos de aquí 106.
Y dichas estas palabras, se ofreció a ir a la muerte indebida, hecho obediente hasta la muerte.
XXX. 49. Si el pecado del primer hombre, dicen los adversarios, fue la causa de que muriésemos, la venida de Cristo traería la inmortalidad a los que creemos en Él. Y añaden como razonando la objeción: Porque la transgresión del primer prevaricador no nos pudo hacer más daño que provecho nos ha traído la encarnación o redención del Salvador.
Los que así discurren, ¿por qué no atienden más bien, por qué no escuchan, por qué no creen sin duda ninguna lo que tan categóricamente afirmó el Apóstol: Que por un hombre vino la muerte y por un hombre la resurrección de los muertos; porque así como en Adán todos mueren, así en Cristo todos serán vivificados? 107
Aquí hablaba únicamente de la resurrección del cuerpo. Luego afirmó que la muerte corporal fue causada por un hombre, y prometió que la resurrección corporal de todos para la vida eterna se hará por mediación única de Cristo.
¿Cómo se dice, pues, que nos hizo más daño Adán pecando que provecho Cristo rendimiéndonos, cuando por culpa de aquél morimos temporalmente y por la redención de éste resurgimos, no para una vida temporal, sino para la vida eterna?
Nuestro cuerpo ha muerto, pues, por causa del pecado; pero sólo el cuerpo de Cristo padeció muerte sin haber pecado, a fin de que, derramando su sangre inmaculada, quedasen borrados los quirógrafos de todos los pecados, con que antes tenía cautivos el demonio a cuantos en Él creen. Por eso dice: Ésta es mi sangre, que será derramada para muchos en remisión de los pecados.
XXXI. 50. Podía, ciertamente, el Señor haber hecho a los creyentes la gracia de no experimentar esta muerte corporal; mas, con haberlo hecho, hubiera aumentado, sin duda, nuestra felicidad temporal, con detrimento del vigor de la fe. Pues de tal modo temen los hombres esta muerte, que sólo por eso proclamarían felices a todos los cristianos, por ser inmortales. Entonces no se abrazaría la gracia de Cristo por el amor de la dichosa vida que habrá después de la muerte, llegando hasta el desprecio de la muerte; se creería más bien en Cristo por una razón de molicie, para evitar los trabajos de la muerte. Ha dado, pues, más parte a la gracia, ha hecho, sin duda, a sus fieles mayores dones. Porque ¿qué méritos tendría creer que uno no había de morir, viendo a los creyentes dotados ya de la inmortalidad? ¡Cuánto más noble, cuánto más viril, cuánto más laudable es creer que, aun estando condenado a la muerte, vivirá eternamente!
Al fin del mundo no faltará este privilegio a algunos, de suerte que con el cambio repentino apenas sentirán la muerte y, juntamente con los santos resucitados, serán arrebatados por los aires para salir al encuentro de Cristo y vivir siempre con Él.
Bien cuadra esta situación a aquellos hombres que no tendrán posteridad que abrace esta fe, sin esperanza en el mundo invisible, pues aman lo que ven.
Mas esta fe enclenque y débil apenas merece el nombre de fe, tal como se ha definido: La fe es la firme seguridad de los que esperan, la convicción de lo que no vemos 108. Y en la misma carta escrita a los Hebreos, de donde está tomado lo anterior, después de enumerar a algunos santos que agradaron a Dios con la fe, se añade: En la fe murieron todos sin recibir las promesas, pero viéndolas de lejos y saludándolas y confesándose huéspedes y peregrinos sobre la tierra. Y después de hacer el elogio de la fe, concluye: Y todos éstos, con ser recomendables por la fe, no alcanzaron la promesa, previendo algo mejor sobre nosotros, para que no llegasen ellos a la perfección sin nosotros 109.
La fe carecería completamente de esta excelencia, y ni siquiera sería fe, como he dicho antes, si los hombres recibiesen por creer recompensas visibles, esto es, si a los creyentes se les diera ya en este mundo el premio de la inmortalidad.
51. Por eso quiso morir el mismo Señor, según está escrito de Él, para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a aquellos que por el temor de la muerte estaban toda la vida sujetos a servidumbre 110.
Con este divino oráculo se prueba bien que la misma muerte corporal vino por sugestión y obra del diablo, es decir, por el pecado que él persuadió; de otro modo no podría decirse con verdad que tiene él el imperio de la muerte; así se explican también las palabras arriba mencionadas del que quiso morir aun estando exento de todo pecado personal y original: He aquí que viene el príncipe de este mundo, es decir, el diablo, que tenía la potestad de la muerte, pero en mí no hallará nada 111, quiere decir, ningún pecado, por el que hizo morir a los hombres.
Y como previniendo a la pregunta: "Pues ¿por qué mueres?", Él respondió: Mas para que sepan todos que cumplo la voluntad de mi Padre, levantaos y vámonos de aquí. Como diciendo, voy a morir sin haber dado con mi pecado una causa de muerte contra mí al autor del pecado, haciéndome obediente hasta la muerte por obediencia y justicia. Y con aquel testimonio se demuestra también que la victoria de los fieles sobre el temor de la muerte pertenece igualmente al combate de la misma fe, que tampoco tendría lugar si la inmortalidad les fuese concedida inmediatamente a los que creen.
XXXII. 52. Aunque, pues, el Señor obró muchos milagros visibles, para comenzar a formar la fe de los hombres con cierta alimentación láctea y suave y para que de aquellos principios tiernos pasase a la robustez (pues tanto más robusta es ella cuanto más prescinde de la prueba de los milagros), sin embargo, quiso que la esperanza de sus promesas se sostuviese sobre fundamentos invisibles, para que los justos viviesen de la fe, hasta el punto que ni Él mismo, habiendo resucitado al tercer día, permaneció entre los hombres, sino que, después de haber mostrado el ejemplo de la resurrección en su carne a los que se dignó escoger como testigos de este hecho, subió a los cielos, sustrayéndose también a sus ojos y sin hacer a ninguno partícipe de la resurrección, cuyo retrato publicó en su cuerpo. Hízolo así para que también ellos viviesen de la fe, esperando entre tanto, con paciencia y sin arrimos visibles, la recompensa de la justicia de la fe viva, que se hará palpable en la vida eterna. Esta interpretación creo debe darse a lo que dice Él mismo del Espíritu Santo: Si yo no partiere, no puede venir Él 112. Era como decirles: No podréis vivir justamente de la fe, que poseeréis por gracia mía y don del Espíritu Santo, si no aparto de vuestra vista lo que estáis viendo, a fin de que vuestro corazón se eleve espiritualmente sólo por la fe en las cosas invisibles.
Y, hablando del Espíritu Santo, les recomienda en estos términos la justicia por la fe: Él argüirá al mundo de pecado, de justicia y de juicio: de pecado, porque no creyeron en mí; de justicia, porque voy al Padre y no me veréis más 113.
¿A qué se ordenaba esta justicia, que les arrebataba la vista de Jesús, sino a que el justo viviese de la fe, no mirando a recompensas visibles, sino invisibles, aguardando en espíritu y fe el premio de la justicia?
XXXIII. 53. También objetan diciendo: Si la muerte es efecto del pecado, ya no deberíamos morir, una vez que nos consiguió el Redentor la remisión del mismo. Los que hablan así no comprenden cómo ciertas consecuencias de acciones, cuyo reato perdona Dios para que no nos perjudiquen en la otra vida, sin embargo, por permisión suya, subsisten para el combate espiritual de nuestra fe, para que por ellas nos instruyamos y ejercitemos, perfeccionándonos en el logro de la justicia.
Uno que no entendiese el valor de esta doctrina podría objetar también: Si por el pecado dijo Dios al hombre: Con el sudor de la frente comerás tu pan, y la tierra te producirá espinas y cardos 114, ¿por qué, después de habernos perdonado las culpas, permanece la ley del trabajo y los campos de los fieles producen abrojos y asperezas?
Igualmente, si por el pecado se dijo a la mujer: Parirás con dolor, ¿por qué, obtenida la remisión del pecado, las mujeres creyentes siguen experimentando los dolores del parto? Y, sin embargo, nos consta que por la desobediencia cometida aquellos primeros hombres oyeron de Dios y merecieron esos castigos. Y sólo contradicen a estos testimonios del citado divino libro sobre el trabajo del hombre y el parto de la mujer los que combaten las Sagradas Escrituras, siendo completamente ajenos a la fe católica.
XXXIV. 54. Sin embargo, no faltan adversarios de esta clase. Y así como a éstos les respondemos en la cuestión propuesta diciendo que, antes de obtener el perdón, aquellas penas eran suplicios debidos a los pecados, y después de obtenerlo sirven de combate y ejercicio a los justos, del mismo modo hemos de contestar a los que se extrañan de la muerte corporal diciendo: confesemos que ella fue ocasionada por el pecado y declaremos sin recelo que se nos dejó para nuestro combate después de haber sido perdonado el pecado, para que con el progreso en la virtud venciésemos el terror que nos inspira.
Porque si no fuese excelente acto de la virtud de la fe, que obra por la caridad, vencer el miedo a la muerte, no sería tan grande la gloria de los mártires, ni diría el Señor: Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por los amigos 115, lo que el mismo Juan dice en su epístola así: Como Él ha dado su vida por nosotros, así nosotros debemos dar la vida por los amigos 116.
Y si la muerte careciese de grandes trabajos y amarguras, no se celebraría como acto sublime de paciencia el soportarla o despreciarla por motivo de justicia. Quien vence su temor con fe viva, alcanza insigne gloria y justa recompensa por su fe. No hay que admirarse, pues, de que, sin una culpa anterior, la muerte no hubiera sobrevenido al hombre, como un castigo consiguiente, y de que después de lograr el perdón no se vean libres de ella los fieles, para que se fortalezca su justicia con la victoria sobre el espanto que consigo trae.
55. El hombre primitivo fue creado inocente en su carne, mas no quiso en aquel estado conservar la justicia entre las delicias del paraíso. Por eso decretó el Señor que el género humano, propagado por generación carnal después del pecado, pasase por trabajos y molestias para conseguir la justicia.
Por la misma razón, Adán, expulsado del paraíso, habitó en el lado opuesto al edén, o jardín de delicias, para significar que el hombre pecador había de ser disciplinado con trabajos, que son contrarios a las delicias, pues viviendo en éstas no supo guardar la obediencia en su estado inocente, antes de convertirse en carne de pecado.
Pues así como aquellos primeros padres, aunque vivieron después en justicia -y por eso se cree que por la sangre del Señor se salvaron del último suplicio-, no merecieron, sin embargo, durante el resto de su vida, el retorno al paraíso, igualmente el hombre, aunque, obtenido el perdón de sus culpas, viva en la justicia, no por eso merece verse libre de la muerte, cuyo germen heredó con la descendencia carnal.
56. Algo parecido se nos insinúa en el libro de los Reyes acerca del patriarca David, cuando le fue enviado un profeta y, amenazándole con calamidades futuras que la cólera de Dios haría descargar sobre él a causa de su pecado, él se arrepintió y, con la confesión de su culpa, mereció el perdón; y el profeta le anunció de parte de Dios la remisión del crimen y maldad que había cometido; no obstante, se cumplieron todas las amenazas divinas, para que el rey se humillase con la sublevación del hijo.
¿Cómo no se razona aquí del mismo modo: Si Dios le hizo tales amenazas por el pecado cometido, una vez que le fue borrado éste, por qué cumplió los castigos anunciados? Y se responderá muy bien diciendo que le fue perdonado el pecado para no impedirle la entrada en la vida eterna; mas siguiose la ejecución de las amenazas para ejercitar y probar por estas humillaciones la piedad de aquel hombre. Análogamente, Dios infligió al hombre la muerte como castigo del pecado, pero, perdonado éste, no se lo levantó para acrisolar su justicia.
XXXV. 57. Mantengámonos, pues, inflexiblemente en la confesión de la fe. Sólo hay uno que nació sin pecado, semejante a nosotros, pecadores, en su carne; vivió inocente entre pecados ajenos y murió sin pecado para expiar los nuestros. No nos desviemos ni a la derecha ni a la izquierda 117.
Irse a la derecha es engañarse a sí mismo teniéndose por inmaculado; irse a la izquierda es, con no sé qué perversa y criminal seguridad, entregarse a toda clase de crímenes, como si no hubiera ningún castigo. Los caminos que están a la derecha los conoce el Señor 118, pues sólo Él está sin pecado y puede borrar nuestros delitos. Los caminos de la izquierda son malvados 119, y como tales pueden considerarse las codicias pecaminosas.
A este propósito nos ofrecen una figura del Nuevo Testamento aquellos jóvenes de veinte años de quienes se dice que entraron en la tierra prometida sin torcerse a la derecha ni a la izquierda. Desde luego, no se ha de comparar la edad de los veinte años con la inocencia de los párvulos; mas, si no me engaño, encierra y pregona algún misterio ese número. En efecto, el Antiguo Testamento resplandece en los cinco libros de Moisés, y el Nuevo con la autoridad de los cuatro Evangelios; ambos números, multiplicados, hacen veinte, pues cuatro veces cinco o cinco veces cuatro suman veinte.
Semejante pueblo, como he dicho, instruido acerca del reino de los cielos por los dos Testamentos, el Antiguo y el Nuevo, sin torcerse a la derecha con una soberbia presunción de su propia justicia, ni a la izquierda con una complacencia segura en el pecado, entrará en la tierra de promisión. Allí no imploraremos ya el perdón de los pecados ni temeremos su castigo, porque viviremos libres por la gracia del Redentor, el cual, sin ser esclavo de pecado, redimió a Israel de todas sus iniquidades, ora de las cometidas con la vida propia, ora de las contraídas por el origen.
XXXVI. 58. No es despreciable la concesión que han hecho algunos a la autoridad y verdad de las Sagradas Escrituras al reconocer la necesidad de la redención para los niños, aunque no han querido declarar por escrito que les es necesaria la remisión de los pecados. Con equivalente expresión, tomada del lenguaje cristiano, ellos han dicho lo mismo.
Para los que leen, escuchan y abrazan fielmente las enseñanzas de los divinos libros resulta indubitable esta verdad: de aquel primer hombre que por su voluntad de pecado convirtió su carne en carne de pecado, se propagó esta carne de pecado, pasando por sucesivas generaciones y arrastrando consigo la condena, la iniquidad y la muerte, exceptuando a Cristo, que vino en semejanza de carne de pecado, lo cual no podría ser no habiendo una carne de pecado.
59. Y también diremos del alma que se propaga lo mismo que el cuerpo y está sujeta a un vínculo de reato de que tiene necesidad de ser desatada. Pues no es posible sostener que sólo el cuerpo y no el alma de los niños necesita el auxilio del Salvador y Redentor, y que ella debe permanecer ajena a la acción de gracias formulada en los Salmos, donde leemos: Bendice, ¡oh alma mía!, al Señor y no olvides ninguno de sus favores. Él perdona tus pecados, Él sana todas tus enfermedades, Él rescata tu vida de la corrupción 120. O, suponiendo que no se propaga por generación, ¿tal vez por el hecho mismo de ser infundida en una carne contaminada, cuyo peso le abruma, tiene necesidad del perdón de su pecado y del rescate, sabiendo Dios, con su presencia soberana, qué párvulos no merecen ser absueltos de este reato, aun de aquellos que, sin haber nacido todavía, no han hecho en ninguna parte ni bien ni mal con su vida propia? Y si Dios crea las almas y no las propaga por transmisión, ¿cómo se concibe que no sea Él autor del reato, para cuya libertad es necesario el sacramento al alma del niño? He aquí graves problemas que exigen algún tratado especial, donde, sin embargo, según creo, deberá tenerse mucha moderación, de suerte que sea preferible la alabanza por la cautela en la investigación que la censura por las afirmaciones precipitadas. Pues cuando se discuten problemas muy oscuros, sin que puedan tomarse pruebas claras y ciertas de las divinas Escrituras, debe refrenarse la presunción humana, sin inclinarse ni a una parte ni a otra.
Por lo que a mí toca, ignoro cómo pueden defenderse y demostrarse cada una de las cuestiones propuestas; creo, sin embargo, que, si el hombre no pudiera ignorar estas cosas sin detrimento de su salvación, también aquí la autoridad de las divinas Escrituras nos ayudaría.
Pongo, pues, ya en tus manos esta obra, elaborada según mis fuerzas, y que ojalá te sea tan provechosa como prolija es, si bien abogaría tal vez por su prolijidad si no temiera hacerme más prolijo con la misma defensa.