Palacio Apostólico de Castelgandolfo
Miércoles 25 de agosto de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
En la vida de cada uno de nosotros hay personas muy queridas, que sentimos particularmente cercanas; algunas están ya en los brazos de Dios, otras comparten aún con nosotros el camino de la vida: son nuestros padres, los familiares, los educadores; son personas a las que hemos hecho el bien o de las que hemos recibido el bien; son personas con las que sabemos que podemos contar. Es importante, sin embargo, tener también «compañeros de viaje» en el camino de nuestra vida cristiana: pienso en el director espiritual, en el confesor, en las personas con las que se puede compartir la propia experiencia de fe, pero pienso también en la Virgen María y en los santos. Cada uno debería tener algún santo que le sea familiar, para sentirlo cerca con la oración y la intercesión, pero también para imitarlo. Quiero invitaros, por tanto, a conocer más a los santos, empezando por aquel cuyo nombre lleváis, leyendo su vida, sus escritos. Estad seguros de que se convertirán en buenos guías para amar cada vez más al Señor y en ayudas válidas para vuestro crecimiento humano y cristiano.
Como sabéis, yo también estoy unido de modo especial a algunas figuras de santos: entre estas, además de san José y san Benito, de quienes llevo el nombre, y de otros, está san Agustín, a quien tuve el gran don de conocer de cerca, por decirlo así, a través del estudio y la oración, y que se ha convertido en un buen «compañero de viaje» en mi vida y en mi ministerio. Quiero subrayar una vez más un aspecto importante de su experiencia humana y cristiana, actual también en nuestra época, en la que parece que el relativismo es, paradójicamente, la «verdad» que debe guiar el pensamiento, las decisiones y los comportamientos.
San Agustín fue un hombre que nunca vivió con superficialidad; la sed, la búsqueda inquieta y constante de la Verdad es una de las características de fondo de su existencia; pero no la de las «pseudo—verdades» incapaces de dar paz duradera al corazón, sino de aquella Verdad que da sentido a la existencia y es la «morada» en la que el corazón encuentra serenidad y alegría. Su camino, como sabemos, no fue fácil: creyó encontrar la Verdad en el prestigio, en la carrera, en la posesión de las cosas, en las voces que le prometían la felicidad inmediata; cometió errores, sufrió tristezas, afrontó fracasos, pero nunca se detuvo, nunca se contentó con lo que le daba sólo un hilo de luz; supo mirar en lo íntimo de sí mismo y, como escribe en las Confesiones, se dio cuenta de que esa Verdad, ese Dios que buscaba con sus fuerzas, era más íntimo a él que él mismo, había estado siempre a su lado, nunca lo había abandonado y estaba a la espera de poder entrar de forma definitiva en su vida (cf. III, 6, 11; X, 27, 38). Como dije comentando la reciente película sobre su vida, san Agustín comprendió, en su inquieta búsqueda, que no era él quien había encontrado la Verdad, sino que la Verdad misma, que es Dios, lo persiguió y lo encontró (cf. L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 4 de septiembre de 2009, p. 3). Romano Guardini, comentando un pasaje del capítulo III de las Confesiones, afirma: san Agustín comprendió que Dios es «gloria que nos pone de rodillas, bebida que apaga la sed, tesoro que hace felices, [...él tuvo] la tranquilizadora certeza de quien por fin comprendió, pero también la bienaventuranza del amor que sabe: esto es todo y me basta» (Pensatori religiosi, Brescia 2001, p. 177).
También en las Confesiones, en el libro IX, nuestro santo refiere una conversación con su madre, santa Mónica —cuya memoria se celebra el próximo viernes, pasado mañana—. Es una escena muy hermosa: él y su madre están en Ostia, en un albergue, y desde la ventana ven el cielo y el mar, y trascienden cielo y mar, y por un momento tocan el corazón de Dios en el silencio de las criaturas. Y aquí aparece una idea fundamental en el camino hacia la Verdad: las criaturas deben callar para que reine el silencio en el que Dios puede hablar. Esto es verdad siempre, también en nuestro tiempo: a veces se tiene una especie de miedo al silencio, al recogimiento, a pensar en los propios actos, en el sentido profundo de la propia vida; a menudo se prefiere vivir sólo el momento fugaz, esperando ilusoriamente que traiga felicidad duradera; se prefiere vivir, porque parece más fácil, con superficialidad, sin pensar; se tiene miedo de buscar la Verdad, o quizás se tiene miedo de que la Verdad nos encuentre, nos aferre y nos cambie la vida, como le sucedió a san Agustín.
Queridos hermanos y hermanas, quiero decir a todos, también a quienes atraviesan un momento de dificultad en su camino de fe, a quienes participan poco en la vida de la Iglesia o a quienes viven «como si Dios no existiese», que no tengan miedo de la Verdad, que no interrumpan nunca el camino hacia ella, que no cesen nunca de buscar la verdad profunda sobre sí mismos y sobre las cosas con el ojo interior del corazón. Dios no dejará de dar luz para hacer ver y calor para hacer sentir al corazón que nos ama y que desea ser amado.
Que la intercesión de la Virgen María, de san Agustín y de santa Mónica nos acompañe en este camino.
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